—¿La ha localizado? —preguntó Gösta, aún medio dormido—
—No me lo ha dicho. Simplemente me ha pedido que nos pasemos por la oficina lo antes posible.
Patrik soltó un taco. Había mucho tráfico y tenía que ir haciendo zigzag por entre las filas. Una vez en Hisingen y ante las oficinas de Fristad, salió del coche y se colocó bien la camisa. Estaba empapado de sudor.
—Adelante —dijo Leila en voz baja cuando los recibió en la puerta—. Nos sentaremos aquí, es más cómodo que mi despacho. He preparado café y unos bocadillos, por si no os ha dado tiempo a desayunar.
Apenas habían podido tomar nada, así que ambos alargaron el brazo agradecidos para alcanzar un bollito, una vez que se hubieron acomodado en la sala de personal.
—Espero que esto no suponga problemas para Marie —comenzó Patrik. Había olvidado comentarlo durante la conversación del día anterior, pero cuando se fue a la cama, tardó un rato en dormirse preocupado por si la pobre muchacha, tan nerviosa como estaba, perdía el trabajo por haberles hablado de Madeleine.
—Desde luego que no. Yo asumo toda la responsabilidad. Yo debería haberos hablado de ella, pero pensaba ante todo en la seguridad de Madeleine.
—Lo comprendo —dijo Patrik. Aún estaba indignado, sí, habían perdido mucho tiempo, pero comprendía su forma de actuar. Y no era rencoroso—. ¿La habéis encontrado? —dijo antes de engullir el último bocado.
Leila tragó saliva.
—Por desgracia, parece que la hemos perdido.
—¿Que la habéis perdido?
—Sí. Nosotros le ayudamos a huir al extranjero. No creo que sea necesario que entre en detalles, pero lo hacemos con las máximas garantías de seguridad. En cualquier caso, instalamos a Madeleine y a los niños en un apartamento. Y ahora…, pues parece que se han ido.
—¿Que se han ido? —repitió Patrik como un eco.
—Sí, el apartamento está vacío, según nos comunica el colaborador que tenemos allí, y la vecina dice que Madeleine y los niños se fueron ayer. No parecían tener planes de volver.
—¿Adónde pueden haber ido?
—Yo sospecho que han vuelto aquí.
—¿Por qué? —dijo Gösta, que alargó el brazo en busca del segundo bocadillo.
—La vecina le prestó dinero para el tren. Y no tiene otro sitio al que ir.
—Pero ¿por qué iba a volver, teniendo en cuenta lo que le espera? —Gösta preguntó con la boca llena y una lluvia de migas le cayó en el pantalón.
—No tengo ni idea. —Leila meneó la cabeza, y Patrik y Gösta vieron la desesperación reflejada en su semblante—. No debemos olvidar que se trata de una psicología extremadamente compleja. Cabe preguntarse por qué las mujeres no abandonan al marido después del primer golpe, pero es mucho más complicado. Suele producirse una relación de dependencia entre el maltratador y la maltratada, y en ocasiones las mujeres no actúan de un modo demasiado racional.
—¿Tú crees que es posible que haya vuelto con su marido? —preguntó Patrik incrédulo.
—No lo sé. Es posible que no soportara más el aislamiento y que echara de menos a su familia. Ni siquiera los que llevamos años trabajando en esto comprendemos siempre cómo piensan. Y las mujeres tienen poder de decidir sobre sus vidas. Son libres y eligen libremente.
—¿Cómo podemos dar con ella? —Patrik se sentía impotente ante tantas puertas como se cerraban delante de sus narices. Tenía que hablar con Madeleine. Ella podía ser la clave de todo.
Leila guardó silencio un instante.
—Yo empezaría por la casa de sus padres —dijo al fin—. Viven en Kålltorp. Es posible que haya ido allí.
—¿Tienes la dirección? —preguntó Gösta.
—Sí, pero… —se detuvo indecisa—. Tened en cuenta que os enfrentáis a personas extremadamente peligrosas, y que podéis poner en peligro no solo la vida de Madeleine y la de sus padres, sino también la vuestra.
Patrik asintió.
—Seremos discretos.
—¿Habéis pensado en hablar con él también? —preguntó Leila.
—Sí, empieza a ser inevitable. Pero antes tendremos que consultar con los colegas de Gotemburgo cuál es el mejor modo de proceder.
—Tened cuidado. —Leila les dio una nota con la dirección.
—Eso haremos —respondió Patrik, aunque no se sentía tan seguro como quería aparentar. Se movían en aguas profundas, y lo único que cabía hacer era nadar como pudieran.
—O sea, nada de los vuelos, ¿no? —constató Konrad.
—No —dijo Petra—. No han salido del país. Al menos, no con sus nombres.
—Ya, bueno, seguro que tenían acceso a pasaporte falso y nueva identidad y todo eso.
—Sí, y nos llevará un tiempo dar con ellos. Antes tendremos que comprobar todas las vías de escape. Y ya podemos imaginar lo que puede haber ocurrido. —Petra miró a los ojos a Konrad, que ocupaba el escritorio de enfrente. No tenían que explicar a qué se refería, se lo imaginaban perfectamente.
—Sería un poco fuerte que le hubieran quitado la vida a un niño de cinco años —dijo Konrad. Al mismo tiempo, era consciente de que las personas en cuestión se movían en unos círculos en los que la vida humana no tenía la menor importancia. Matar a un niño quizá fuera impensable para algunos de ellos, pero desde luego, no para todos. El dinero y las drogas transformaban en animales a los seres humanos.
—He estado hablando con varias de sus amigas. No tenía muchas, por lo que he podido ver, y ninguna que pudiera llamarse íntima. Pero todas dicen lo mismo. Annie, Fredrik y el niño iban a pasar el verano en la casa de la Toscana. Y ninguna tenía motivos para creer que no hubieran partido. —Petra bebió un trago de la botella de agua que siempre tenía en la mesa.
—¿Ella de dónde es? —dijo Konrad—. ¿Tiene algún familiar en cuya casa haya podido refugiarse? Podría haber ocurrido algo que impidió que ella y el niño se fueran a Italia. Problemas matrimoniales. Incluso pudo dispararle ella misma, ¿no?
—Bueno, algunas de las amigas insinuaron que no se trataba de un matrimonio feliz, pero no creo que debamos entregarnos a ese tipo de especulaciones en esta fase de la investigación. ¿Sabes si han salido ya los casquillos para el laboratorio? —preguntó, y tomó un poco más de agua.
—Sí, con la máxima prioridad. Los colegas de estupefacientes llevan mucho tiempo trabajando con ese tipo y su banda, así que es el primer caso de la lista.
—Bien —dijo Petra, y se levantó—. Pues yo voy a comprobar quiénes son los familiares de Annie, y tú llamas a la Científica e informas en cuanto tengan algo con lo que podamos trabajar.
—Mmm… —dijo Konrad con una sonrisa. Hacía mucho que había asumido que Petra se comportara como si fuera la jefa, pese a que los dos tenían la misma graduación. Dado que no le interesaba el prestigio, la dejaba hacer. Además, sabía que Petra lo tenía en cuenta y respetaba sus criterios y opiniones cuando era necesario, y eso era lo importante. Así que descolgó el auricular para llamar a la Científica.
—¿Estás seguro de que es la dirección correcta? —preguntó Gösta mirando a Patrik.
—Sí, es aquí. Y he oído ruido dentro.
—Pues entonces debe de estar ahí —susurró Gösta—. De lo contrario, abrirían la puerta, ¿no?
Patrik asintió.
—Pero la cuestión es qué hacemos ahora. Tenemos que conseguir que nos dejen entrar voluntariamente. —Se quedó reflexionando un instante. Luego, sacó el bloc y un bolígrafo. Escribió una nota, arrancó la hoja y se agachó para introducirla por debajo de la puerta, junto con una tarjeta de visita.
—¿Qué has escrito?
—Le he propuesto un lugar en el que podríamos vernos. Espero que acceda —dijo Patrik, y empezó a bajar las escaleras.
—¿Y si se larga? —Gösta iba medio corriendo detrás de él.
—No lo creo. Le decía que se trata de Mats.
—Espero que tengas razón —dijo Gösta, una vez en el coche. ¿Adónde vamos?
—A Delsjön —respondió Patrik, y salió derrapando del aparcamiento.
Dejaron el coche en el aparcamiento y se dirigieron a un área de descanso que había a unos metros, en una zona boscosa. Se dispusieron a esperar. Daba gusto estar al aire libre, para variar, y era un día precioso de principios de verano. No hacía demasiado calor, el sol brillaba en un cielo sin nubes entre los trinos de los pájaros y el rumor de la brisa en los árboles.
Habían transcurrido veinte minutos cuando llegó una mujer menuda que se les acercó. Miró nerviosa a su alrededor y caminaba encogida.
—¿Le ha ocurrido algo a Matte? —Hablaba con una voz clara, como de niña, y las palabras surgían entrecortadas.
—¿Podemos sentarnos? —Patrik señaló el banco que tenían al lado.
—Contadme lo que ha pasado —dijo la mujer, pero luego se sentó. Patrik se acomodó a su lado. Gösta prefirió sentarse algo apartado y dejar que Patrik se encargara.
—Somos de la Policía de Tanumshede —explicó Patrik. Se le encogió el estómago al ver la expresión de la mujer. Se sentía como un idiota por no haber caído en la cuenta de que, en realidad, iba a comunicarle un fallecimiento. Iban a contarle que alguien que, obviamente, había significado mucho para ella, había muerto.
—¿Tanumshede? ¿Por qué? —Se retorcía las manos y lo miraba suplicante—. Matte es de esa zona pero…
—Mats se mudó a Fjällbacka cuando tú te marchaste. Encontró trabajo allí y puso en alquiler su apartamento de aquí. Pero… —Patrik dudó, y luego tomó impulso—: Le dispararon hace casi dos semanas. Lo siento mucho, pero Mats ha muerto.
Madeleine se quedó sin aliento y se le llenaron de lágrimas los grandes ojos azules.
—Pensé que lo dejarían en paz —se lamentó ocultando la cara entre las manos y llorando desesperadamente.
Patrik le puso vacilante una mano en el hombro.
—¿Sabías que fue tu exmarido y sus amigos quienes le dieron la paliza?
—Por supuesto que sí. Ni por un momento me creí aquella absurda historia de la pandilla de adolescentes.
—¿Y por eso huiste? —preguntó Patrik con tono dulce.
—Pensé que lo dejarían en paz si nos íbamos. Antes de la agresión, confiaba en que las cosas tal vez se arreglaran al final. Que podríamos escondernos aquí, en Suecia. Pero cuando vi a Matte en el hospital… Comprendí que nadie que tuviera que ver con nosotros estaría a salvo mientras viviéramos aquí. Así que tuvimos que irnos.
—¿Y por qué has vuelto? ¿Qué ha pasado?
Madeleine apretó los labios y Patrik comprendió que estaba resuelta a no responder.
—No sirve de nada huir. Si Matte está muerto… Eso demuestra que tengo razón —dijo, y se levantó.
—¿Qué podemos hacer por ayudaros? —dijo Patrik, que también se levantó.
Ella se volvió. Aún tenía los ojos llenos de lágrimas, pero solo había vacío en aquella mirada.
—No podéis hacer nada. Nada.
—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos?
—Según se mire —dijo con voz trémula—. En torno a un año. No estaba permitido, así que nos escondíamos. Además, debíamos andarnos con cuidado, teniendo en cuenta que… —No concluyó la frase, pero Patrik la comprendía—. Matte era tan diferente en comparación con lo que yo conocía… Tan dulce y tan cálido… Jamás le haría daño a nadie. Y…, bueno, eso era algo nuevo para mí —aseguró, con una risa amarga.
—Tengo que hacerte otra pregunta. —Patrik no se atrevía a mirarla a los ojos—. ¿Sabes si Mats estaba involucrado en algún asunto relacionado con drogas? ¿Cocaína?
Madeleine se lo quedó mirando perpleja.
—¿De dónde os habéis sacado eso?
—Encontramos una bolsa de cocaína en una papelera, delante de la casa de Mats en Fjällbacka. Y tenía sus huellas.
—Tiene que tratarse de un error. Matte jamás tocaría siquiera nada de eso. Sin embargo, ya sabéis quién tiene acceso a drogas y esas cosas —dijo Madeleine. Las lágrimas empezaron a rodarle otra vez por las mejillas—. Perdón, tengo que volver a casa con los niños.
—Quédate con mi tarjeta, por si podemos ayudarte en algo, lo que sea.
—De acuerdo —dijo, aunque ambos sabían que no llamaría—. Lo que podéis hacer por mí es atrapar al que asesinó a Matte. Nunca debí… —Echó a correr llorando a lágrima viva.
Patrik y Gösta se quedaron allí viendo cómo se alejaba.
—No le has preguntado gran cosa —dijo Gösta.
—Está claro quién cree ella que disparó a Mats.
—Sí. Y lo que tenemos que hacer ahora no es plato de gusto.
—Lo sé —dijo Patrik, y sacó el móvil del bolsillo—. Pero será mejor que llamemos a Ulf ahora mismo. Vamos a necesitar ayuda.
—Como mínimo —masculló Gösta.
Patrik notó que lo embargaba una inquietud creciente mientras iba oyendo los tonos de llamada. Por una fracción de segundo, vio claramente ante sí la imagen de Erica y los niños. Entonces respondió Ulf.
—¿Lo pasasteis bien ayer? —preguntó Paula. Ella y Johanna habían coincidido en casa a la hora del almuerzo, para variar. Dado que Bertil también quería comida casera, estaban todos a la mesa.
—Bueno, según se mire —dijo Rita con una sonrisa. Se le notaban claramente los hoyuelos en las mejillas carnosas. A pesar de tanto como bailaba, seguía teniendo las mismas redondeces. Y Paula había pensado muchas veces que era una suerte, porque su madre era guapísima. No habría querido que cambiara de aspecto. Y, por lo que veía, Bertil tampoco.
—El muy tacaño, nos sirvió un whisky más barato a nosotros dos —protestó Mellberg. En condiciones normales, le gustaba el Johnny Walker y ni se plantearía gastarse el dinero en un whisky caro, pero cuando te invitaban, pues te invitaban.
—Vaya —dijo Johanna—. Tener que beber un whisky barato puede acabar con cualquiera.
—Erling sirvió uno carísimo para sí mismo y su prometida, y a nosotros el más barato —explicó Rita.
—Menudo rácano —dijo Paula atónita—. No creía que Vivianne fuera esa clase de persona.
—Seguro que no lo es. A mí me pareció muy agradable y me dio la impresión de que se moría de vergüenza. Pero algo tendrá Erling, porque nos sorprendieron con la noticia de que se han prometido. Lo anunciaron justo para los postres.
—Vaya. —Paula trató en vano de imaginarse juntos a Erling y a Vivianne, pero era sencillamente imposible. No existía una pareja más desigual. Sí, bueno, en todo caso, Bertil y su madre. Y en cierto modo, había empezado a verlos como la combinación perfecta. Jamás había visto a su madre más feliz, y eso era lo único que contaba. Por eso le resultaba más dura la conversación que Johanna y ella tenían pendiente.
—¡Qué bien que estéis las dos en casa! —Rita les sirvió el guiso caliente de una gran cacerola que había en el centro de la mesa.
—Sí, se diría que habéis tenido un desencuentro últimamente. —Mellberg le sacó la lengua a Leo, que empezó a hipar de risa.
—Cuidado, a ver si se atraganta —dijo Rita, y Mellberg paró enseguida. Se moría de miedo de pensar que le ocurriera algo a la niña de sus ojos.
—Vamos, amiguito, mastica bien, hazlo por el abuelo Bertil —dijo.
Paula no pudo evitar sonreír. Aunque Mellberg podía ser el tipo más desastroso que había conocido jamás, se lo perdonaba todo al ver cómo lo miraba su hijo. Carraspeó un poco, consciente de que lo que tenía que decir iba a caer como una bomba.
—Pues sí, como sabéis, las cosas han estado un poco frías entre nosotras últimamente. Pero ayer tuvimos ocasión de hablar y…
—No iréis a separaros, ¿verdad? —dijo Mellberg—. Lo de encontrar otra pareja está imposible. Por aquí no hay muchas bolleras, y no creo que conozcáis una cada una.
Paula miró al techo y pidió al cielo que le diera paciencia. Contó desde diez hacia atrás y empezó de nuevo.
—No vamos a separarnos. Pero vamos a… —Lanzó una mirada a Johanna, en busca de apoyo.
—No podemos seguir viviendo aquí —remató Johanna.
—¿No podéis vivir aquí? —Rita miró a Leo mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. Pero ¿adónde vais a mudaros? ¿Cómo vais a…? ¿Y el niño? —Se le quebró la voz y las palabras no parecían querer surgir ordenadamente.
—Claro, no podéis mudaros a Estocolmo. Espero que no sea eso lo que estéis pensando —dijo Mellberg—. Leo no puede crecer en la capital, en eso estaréis de acuerdo, ¿no? Puede convertirse en un gamberro, en un drogadicto, cualquier cosa.
Paula se abstuvo de recordarle que tanto ella como Johanna se habían criado en Estocolmo, y que no habían salido muy mal paradas. Había cosas sobre las que no valía la pena discutir.
—No, qué va, no queremos volver a Estocolmo —se apresuró a decir Johanna—. Estamos muy a gusto aquí. Pero puede que sea difícil encontrar apartamento en la zona, así que tendremos que buscar también en Grebbestad y Fjällbacka. Claro que lo mejor sería encontrar algo cerca de vosotros. Al mismo tiempo…
—Al mismo tiempo, es preciso que nos mudemos —dijo Paula—. Nos habéis ayudado muchísimo, y ha sido fantástico para Leo contar con vosotros dos, pero necesitamos una casa propia. —Paula le apretó la mano a Johanna por debajo de la mesa. De modo que nos quedaremos con lo que haya.
—Pero el niño tiene que ver a sus abuelos todos los días. Es a lo que está acostumbrado. —Mellberg parecía dispuesto a levantar a Leo de la silla, abrazarlo fuerte y no soltarlo nunca más.
—Haremos todo lo posible, pero nos mudaremos tan pronto como podamos. Ya veremos adónde.
El silencio cayó como una losa sobre la mesa. Leo seguía tan contento como siempre. Rita y Mellberg se miraban desesperados. Las chicas se mudaban, y se llevarían al pequeño consigo. Quizá no fuera el fin del mundo, pero así es como se sentía.
Imposible olvidar la sangre. El color rojo chillón sobre la seda blanca. La había invadido un pánico muy superior al que hubiera sentido jamás. De todos modos, los años vividos con Fredrik estuvieron plagados de muchos momentos de terror, momentos en los que no quería pensar y que había decidido inhibir en el subconsciente. Así que se había centrado en Sam, en el amor que le daba.
Aquella noche se quedó mirando la sangre como transida de frío. Luego empezó a actuar de repente con una resolución que creía haber perdido. Las maletas estaban hechas. Iba en camisón y, a pesar del miedo, se puso un jersey y unos vaqueros. Sam iría en pijama; lo llevó en brazos y lo metió en el coche cuando ya lo tenía todo dentro. No estaba dormido, pero sí tranquilo y totalmente en silencio.
En general, el silencio los acompañó en todo momento. Tan solo se oía el rumor sereno del tráfico nocturno. No se atrevía a pensar en lo que había visto Sam, en cómo le habría afectado y en lo que significaba su silencio. Con lo parlanchín que era siempre, todavía no había dicho una palabra. Ni una sola palabra.
Annie estaba sentada en el muelle, abrazada a las piernas, que tenía flexionadas. Le sorprendía no sentir el menor tedio después de dos semanas en la isla. Al contrario, le parecía que los días se esfumaban sin sentir. Aún no había tenido fuerzas para decidir qué haría después, cómo sería el futuro de Sam, o el suyo. Ni siquiera sabía si tenían futuro. No sabía qué importancia tendrían Sam y ella para las personas del círculo de Fredrik, o por cuánto tiempo podrían esconderse allí. En realidad, ella querría retirarse del mundo y quedarse en Gråskär para siempre. En verano era sencillo, pero cuando llegase el invierno no podría quedarse allí. Y Sam necesitaba amigos y ver a otras personas. Personas de verdad.
Pero Sam tenía que curarse y reponerse del todo antes de que ella pudiera tomar ninguna decisión. Ahora brillaba el sol, y el rumor del mar que golpeaba las rocas despobladas los acompañaba en el sueño por las noches. Y estaban seguros a la sombra del faro. El resto podía esperar. Y, llegado el momento, el recuerdo de la sangre palidecería.
—¿Cómo estás, cariño? —Sintió los brazos de Dan rodeándola por detrás, y tuvo que luchar para no apartarse. Aunque hubiera salido de la oscuridad y otra vez tuviera fuerzas para ver a los niños, estar ahí y quererlos, aún se encontraba muerta por dentro cuando Dan la tocaba con mirada suplicante.
—Estoy bien —respondió, y se liberó de su abrazo—. Un poco cansada, pero voy a tratar de estar levantada un rato. Tengo que entrenar los músculos otra vez.
—¿Qué músculos?
Trató de responder a su broma con una sonrisa, tal y como recordaba vagamente que hacía cuando él bromeaba. Pero solo consiguió esbozar una mueca.
—¿Podrías ir a buscar a los niños? —preguntó, y se agachó con dificultad a recoger un juguete que había en medio del suelo de la cocina.
—Déjame a mí —dijo Dan, y se agachó enseguida en busca del juguete.
—Si yo puedo —le replicó arisca, pero se arrepintió en el acto del tono de voz al ver que lo había herido. Pero ¿qué le pasaba? ¿Por qué tenía aquel agujero negro en el pecho, en el lugar en el que antes residían sus sentimientos por Dan?
—Es que no quiero que hagas demasiados esfuerzos. —Dan le acarició la mejilla. Anna notó la mano fría en la piel, y se contuvo para no apartarla. ¿Cómo podía sentir aquello con Dan, al que sabía que había querido tanto, y que era el padre de aquel hijo que tan feliz la había hecho? ¿Habrían desaparecido sus sentimientos por él cuando el hijo de ambos dejó de respirar?
De repente la invadió el cansancio. No tenía fuerzas para pensar en aquello. Solo quería que la dejaran en paz hasta que los niños volvieran a casa y pudiera sentir que el corazón se le llenaba de amor por ellos, un amor que había sobrevivido.
—¿Los vas a recoger? —murmuró. Dan asintió. No era capaz de mirarlo a los ojos, porque sabía que estarían llenos de dolor—. Vale, entonces iré a echarme un rato. —Fue renqueando hasta la escalera y al piso de arriba.
—Anna, yo te quiero —le dijo en voz baja.
Ella no respondió.
—¿Hola? —gritó Madeleine al entrar en el apartamento.
Estaba todo demasiado silencioso. ¿Se habrían dormido los niños? No sería de extrañar. Habían llegado muy tarde el día anterior y aun así, se habían despertado temprano, porque estaban nerviosos de verse en casa de los abuelos.
—¿Mamá? ¿Papá? —Madeleine bajó la voz. Se quitó los zapatos y la chaqueta. Se detuvo un instante delante del espejo del vestíbulo. No quería que se dieran cuenta de que había llorado. Ya estaban bastante preocupados. Pero se alegró tanto de verlos otra vez… Le abrieron la puerta un tanto desconcertados y en pijama, pero la expresión de cautela se esfumó enseguida, sustituida por una amplia sonrisa. Estaba tan contenta de encontrarse en casa de nuevo, aunque sabía que la sensación de seguridad era tan falsa como momentánea.
Todo volvía a ser un puro caos. Matte estaba muerto, y ahora comprendía que ella había abrigado la esperanza de que algún día encontraran el modo de estar juntos.
Se quedó de pie ante el espejo, se pasó el pelo detrás de la oreja e intentó verse a sí misma tal y como Matte la veía. Él decía que era guapa. Madeleine no se lo explicaba, pero sabía que lo decía en serio. Se le notaba en los ojos cada vez que la miraba, y tenía tantos planes para su futuro en común… Pese a que fue ella quien tomó la decisión de irse, le habría gustado que esos planes se hicieran realidad un día. Vio en el espejo que se le llenaban los ojos de lágrimas y levantó la vista para detener el torrente. Hizo un gran esfuerzo para no llorar, parpadeó y respiró hondo. Por los niños, debía serenarse y hacer lo que tenía que hacer. Ya lloraría después.
Se dio la vuelta y se dirigió a la cocina. Allí era donde sus padres preferían pasar el tiempo, su madre haciendo punto y su padre crucigramas o sudokus, a los que parecía haberse aficionado últimamente.
—¿Mamá? —dijo entrando en la cocina. Se quedó petrificada.
—Hola, cariño. —Aquella voz, suave pero burlona. Jamás se libraría de ella.
Su madre tenía el terror en la mirada. Estaba sentada, de cara a Madeleine, con el cañón de la pistola pegado a la sien derecha. La labor de punto seguía en el regazo. Su padre se hallaba en el lugar de siempre, sentado junto a la ventana, y un brazo musculoso le rodeaba el cuello por detrás, impidiéndole cualquier movimiento.
—Mis suegros y yo hemos estado hablando de viejos recuerdos —dijo Stefan tranquilamente, y Madeleine vio que apretaba más aún la pistola a la sien de la madre—. Me ha encantado el reencuentro, hacía demasiado tiempo que no nos veíamos.
—¿Y los niños? —dijo Madeleine, aunque sonó como un graznido. Tenía la boca totalmente seca.
—Están a buen recaudo. Debe de haber sido traumático para ellos verse en manos de una mujer psíquicamente enferma y sin posibilidad de estar con su padre. Pero ahora vamos a recuperar el tiempo perdido —aseguró con una sonrisa que dejó ver el destello de sus dientes.
—¿Dónde están? —Casi había olvidado cuánto lo odiaba. Y el miedo que le tenía.
—En lugar seguro, ya te lo he dicho. —Volvió a apretar el cañón y su madre hizo una mueca de dolor.
—Había pensado volver a casa. Por eso hemos venido —se oyó decir Madeleine con voz suplicante—. He comprendido que cometí un error tremendo haciendo lo que hice. Y he vuelto para arreglarlo todo.
—¿Te llegó la postal?
Era como si Stefan no la hubiera oído. No comprendía cómo pudo parecerle guapo al principio. Estaba tan enamorada, le parecía un artista de cine, con ese pelo rubio, esos ojos azules y esos rasgos tan definidos. Se sintió halagada cuando la eligió a ella, pudiendo haber elegido a quien hubiera querido. Ella solo tenía diecisiete años y no conocía el mundo. Stefan la cortejó y la abrumó con sus cumplidos. Lo demás vino después, los celos, la necesidad de control, y entonces ya era tarde. Ya estaba embarazada de Kevin, y su confianza en sí misma dependía tanto del aprecio y la atención de Stefan que le era imposible liberarse de él.
—Sí, recibí la postal —dijo, y sintió en el acto una calma inaudita. Ya no tenía diecisiete años, y alguien la había querido. Recordó el rostro de Matte y supo que le debía el ser fuerte ahora—. Me voy contigo. Deja tranquilos a mis padres. —Negó con la cabeza dirigiéndose a su padre, que trató de levantarse. Tengo que arreglar esto. No tendría que haberme ido, fue un error por mi parte. A partir de ahora, vamos a ser una familia.
De repente, Stefan dio un paso al frente y la golpeó en la cara con la pistola. Ella notó el acero en la mejilla y cayó de rodillas. Con el rabillo del ojo vio que el gorila de Stefan obligaba al padre a mantenerse en la silla, y deseó con todo su corazón haber podido ahorrarles aquello a sus padres.
—Ya lo veremos, so puta. —Stefan la agarró del pelo y empezó a arrastrarla. Ella luchaba por ponerse de pie. Le dolía muchísimo, y tenía la sensación de que iba a arrancarle el cuero cabelludo. Con la melena bien agarrada, Stefan se volvió y apuntó a la cocina con la pistola—. De esto, ni mu. No hagáis una mierda. Porque entonces será la última vez que veáis a Madeleine. ¿Está claro? —Le puso a Madeleine el cañón en la cabeza y miró alternativamente al padre y a la madre.
Ellos asintieron en silencio. Madeleine no era capaz de mirarlos. Si lo hacía, se esfumaría el valor, se le desdibujaría la imagen de Matte, que la animaba a ser fuerte ocurriera lo que ocurriera. Así que se quedó mirando al suelo mientras notaba que le ardía la raíz del pelo. Sentía el frío de la pistola en la piel y por un instante se preguntó cómo sería, si le daría tiempo de notar la bala abriéndose paso por el cerebro o si la luz se apagaría simplemente.
—Los niños me necesitan. Nos necesitan. Podemos volver a ser una familia —dijo, tratando de hablar con voz firme.
—Ya veremos —dijo Stefan otra vez con un tono que la asustó más que el tirón del pelo, más que la pistola en la sien—. Ya veremos.
Luego, la arrastró consigo hasta la puerta.
—Todo indica que Stefan Ljungberg y sus hombres están implicados —dijo Patrik.
—O sea, que su mujer ha vuelto a la ciudad, ¿no? —afirmó Ulf.
—Sí, con los niños.
—Pues vaya. Más bien debería haberse quedado tan lejos como le fuera posible.
—No quería decir por qué había vuelto.
—Puede haber mil razones. Ya lo he visto antes muchas veces. Nostalgia del país, echan de menos a sus familiares y amigos, la vida de refugiado no es lo que uno se piensa. O las encuentran y las amenazan, y deciden que más vale volver.
—En otras palabras, sabéis que hay asociaciones como Fristad que a veces brindan ayuda más allá de lo que es legalmente admisible —dijo Gösta.
—Sí, pero hacemos la vista gorda. O más bien, preferimos no invertir recursos en ello. Esas organizaciones actúan allí donde falla el Estado. No podemos proteger como debiéramos a esas mujeres y a los niños, así que…, bueno, ¿qué podemos hacer? —Hizo un gesto de impotencia—. Pero entonces, ¿ella cree que el hombre con el que estuvo casada puede ser culpable de asesinato?
—Pues sí, eso parecía —dijo Patrik—. Y tenemos indicios suficientes como para por lo menos mantener una charla con él.
—Como os decía, no es tarea fácil. Por un lado, no tenemos ningún interés en interferir en las investigaciones en curso sobre los Illegal Eagles y sus actividades. Por otro, se trata de unos tipos a los que hay que evitar en la medida de lo posible.
—Soy consciente de ello —aseguró Patrik—. Pero puesto que la pista que tenemos señala a Stefan Ljungberg, sería faltar al deber no hablar con él al menos.
—Ya me temía que dirías algo así —dijo Ulf con un suspiro. Haremos lo siguiente. Me llevaré a uno de mis mejores hombres, e iremos a ver a Stefan Ljungberg los cuatro. Nada de interrogatorios, ninguna provocación agresiva. Solo una pequeña charla. Nos lo tomamos con calma y con prudencia, y ya veremos qué sacamos en claro. ¿Qué me dices?
—Bueno, no tenemos otra opción.
—Bien. Pero no podrá ser hasta mañana por la mañana. ¿Tenéis donde pasar la noche?
—Supongo que podemos quedarnos en casa de mi cuñado. —Patrik miró a Gösta, que asintió, y sacó el teléfono para llamar a Göran.
Erica quedó un poco decepcionada cuando Patrik la llamó y le dijo que no volvería a casa hasta el día siguiente. Pero no había otra solución. Habría sido totalmente diferente si eso mismo hubiera ocurrido cuando Maja era pequeña, como ahora los gemelos. Entonces se habría puesto nerviosísima ante la idea de verse sola con ella por la noche. Ahora, en cambio, lamentaba pasar una noche sin Patrik, pero no sentía la menor inquietud por tener que hacerse cargo ella sola de los tres niños. Las piezas parecían haber encajado ya en su sitio, y era feliz al saberse capaz de disfrutar de los bebés de un modo impensable cuando nació Maja. Eso no significaba que hubiera querido menos a Maja, desde luego. Simplemente, sentía otra tranquilidad, otro grado de confianza con los gemelos.
—Papá volverá a casa mañana —le dijo a Maja, que no respondió. Estaba viendo Bolibompa en la tele, y Maja no reaccionaría ni aunque llovieran granadas de mano en la calle. Los gemelos habían comido y estaban recién cambiados, así que dormían satisfechos en la cuna que compartían. Además, el primer piso estaba recogido y ordenado, para variar, después del impulso de limpieza que sufrió en cuanto llegó de la guardería, que casi la hizo entrar en preocupación.
Erica entró en la cocina, se preparó un té y descongeló unos bollos en el micro. Tras pensarlo unos minutos, fue en busca del mazo de papeles sobre Gråskär y se sentó junto a Maja con té, bollos y un puñado de historias de fantasmas. Y muy pronto se vio inmersa en el mundo de los espectros. Desde luego, Annie tenía que ver aquello.
—¿No deberías irte a casa con las niñas? —Konrad la miró con una expresión de exigencia. En la calle, fuera del despacho que compartían en la comisaría de Kungsholmen, las farolas de la ciudad acababan de encenderse.
—Pelle se encarga del turno de noche. Últimamente ha hecho tantas horas extra que bien se merece disfrutar un poco de la vida familiar.
El marido de Petra tenía un café en el barrio de Söder, y los dos andaban siempre organizándose el horario para que el día a día funcionara. A veces Konrad se preguntaba cómo se las habrían arreglado para tener cinco hijos, con lo poco que se veían.
—¿Tú cómo vas? —Estiró un poco las articulaciones. Había sido un día muy largo y muy duro, y la espalda empezaba a resentirse.
—Los padres, muertos; no tiene hermanos. Sigo buscando, pero no parece que haya tenido una gran familia.
—Me pregunto cómo iría a dar con un tipo como ese —dijo Konrad. Giró la cabeza a un lado y a otro para relajar los músculos del cuello.
—Bueno, no es muy difícil adivinar qué tipo de persona es —dijo Petra con acritud—. Una de esas chicas que viven del físico y cuya única finalidad en la vida es que alguien las mantenga. A la que le da igual la procedencia del dinero y que se pasa los días de compras o en el salón de belleza y que, entre lo uno y lo otro, se toma un respiro almorzando con las amigas y bebiendo vino blanco en Sturehof.
—Vaya —dijo Konrad—. Me está pareciendo que tienes algún que otro prejuicio, ¿no?
—Estrangularé a mis hijas con mis propias manos si alguna me sale así. Por lo que a mí se refiere, pienso que uno tiene que correr con las consecuencias de entrar en ese mundo y cerrar los ojos al olor del dinero que maneja.
—No olvides que hay un niño de por medio —le recordó Konrad, y vio que Petra se dulcificaba enseguida. Era ruda, pero al mismo tiempo, más sentimental que la mayoría, sobre todo cuando había niños implicados.
—Sí, ya lo sé. —Frunció el entrecejo—. Por eso sigo aquí a las diez de la noche, aunque Pelle tendrá en casa una versión del motín del Bounty. Te aseguro que no es por una pija casada con un rico, te lo aseguro.
Continuó tecleando en el ordenador un rato, antes de cerrar sesión.
—Bueno, yo creo que hay que irse. He enviado unas consultas, y no creo que consigamos más esta noche. Mañana hemos quedado a las ocho con los de estupefacientes para ver juntos qué tenemos. Más vale que durmamos unas horas, a ver si estamos más o menos despiertos durante la reunión.
—Tan sensata como siempre —dijo Konrad, que también se levantó—. Esperemos que el día de mañana sea más fructífero.
—Pues sí. De lo contrario, tendremos que recurrir a los medios de comunicación —añadió Petra, con cara de asco.
—Descuida, ya se enterarán ellos solos. —Hacía mucho que Konrad no se alteraba por las injerencias de la prensa vespertina en su trabajo. Y tampoco veía las cosas de forma tan tajante como Petra. Los periódicos ayudaban unas veces y entorpecían otras. En cualquier caso, como no iban a desaparecer, no servía de nada pelear contra molinos de viento.
—Buenas noches, Konrad —dijo Petra, dando grandes zancadas hacia el pasillo.
—Buenas noches —respondió Konrad, y apagó la luz.