—¿Cómo lo habéis encontrado? —Paula le dio la mano a Peter y subió a bordo del barco de Salvamento Marítimo.
—Recibimos un aviso de que había un bote encallado en una bahía.
—¿Y cómo es que no lo habéis encontrado antes, con lo que habéis buscado? —dijo Martin. Estaba entusiasmado en el barco. Sabía que era capaz de alcanzar los treinta nudos. Tal vez pudiera convencer a Peter de que acelerase un poco cuando estuvieran en alta mar.
—Hay montones de calas en el archipiélago —dijo Peter, preparándose para salir del muelle—. Es pura chiripa que encontremos algo.
—¿Y estáis seguros de que es ese barco?
—Conozco bien el barco de Gunnar.
—¿Y cómo lo traemos? —Paula oteaba el mar a través del cristal. No había salido mucho a navegar. Era maravilloso. Se volvió y miró hacia Fjällbacka, que ahora tenían a la espalda, y que se alejaba cada vez más.
—Lo remolcaremos. Pensaba traerlo después de comprobar que es su barco. Pero luego se me ocurrió que quizá quisierais examinarlo en el sitio.
—Bueno, no creo que encontremos gran cosa —dijo Martin—. Pero salir a navegar un rato no es ninguna tontería. —Miró de reojo el acelerador, pero no se atrevió a preguntar. Habían aparecido bastantes barcos a su alrededor y quizá no fuese muy buena idea forzarlo mucho, por más ganas que tuviera.
—Si quieres puedes venirte conmigo un día y probamos los caballos del motor —dijo Peter con una sonrisita, como si le hubiera leído el pensamiento.
—¡Me encantaría! —El semblante pálido de Martin se iluminó enseguida, y Paula meneó la cabeza: los niños y sus juguetes.
—Allí está —dijo Peter virando a estribor. En efecto. En una grieta se veía un bote de madera. Estaba intacto, pero parecía encallado—. Es el bote de Gunnar, estoy seguro —dijo Peter—. ¿Quién dará el salto?
Martin miró a Paula, que fingió no haber entendido la pregunta siquiera. Ella era una urbanita de Estocolmo. Saltar a tierra sobre aquellas rocas resbaladizas era una misión que le dejaba a Martin de mil amores. El colega trepó hasta la proa, agarró el cabo y esperó el momento exacto. Peter apagó el motor y ayudó a bajar del barco a Paula, que estuvo a punto de resbalar al pisar unas algas, pero por suerte logró recobrar el equilibrio. Martin se burlaría de ella durante siglos si se cayera al agua.
Caminaron con cuidado hasta el bote. Al verlo de cerca comprobaron que estaba intacto.
—¿Cómo coño ha venido a parar aquí? —preguntó Martin rascándose la cabeza.
—Parece que a la deriva —dijo Peter.
—¿Desde el puerto? —preguntó Paula, aunque por la expresión de Peter comprendió enseguida que era una pregunta estúpida.
—No —respondió Peter.
—Es que es de Estocolmo —explicó Martin, y Paula le lanzó una mirada de odio.
—En Estocolmo también hay archipiélago —observó Paula.
Martin y Peter enarcaron una ceja.
—Querrás decir un bosque inundado —dijeron los dos a la vez.
—Anda ya. —Paula rodeó el bote. Los habitantes de la costa oeste eran tan cerrados a veces… Pensaba abofetear al próximo que le dijera: «Aaaah, conque tú eres de la parte trasera de Suecia».
Peter subió a bordo de la MinLouis de un salto, y Martin ató un cabo al bote. Luego le hizo señas a Paula para que se acercara.
—Ven y empuja —dijo, y empezó a empujar el bote para sacarlo de la grieta.
Paula echó a andar con mucho cuidado por las rocas resbaladizas para ayudarle. Tras mucho esfuerzo, lograron soltarlo y el bote se deslizó suavemente por la superficie del agua.
—Eso es —dijo Paula, dirigiéndose a la embarcación de Salvamento Marítimo. De repente notó que se le doblaban las piernas, cayó y quedó empapada. Mierda. Sus colegas se estarían riendo de aquello siglos enteros.
Estaban con ella siempre. En cierto modo, le infundían seguridad, aunque casi nunca los veía de frente, sino más bien con el rabillo del ojo. A veces pensaba que el niño se parecía un poco a Sam, con el pelo rizado y ese destello travieso en los ojos. Aunque aquel niño era tan rubio como Sam era moreno. Y él también seguía siempre a su madre con la mirada.
Más que verla, Annie la sentía. Y oía ruidos: el arrastrar de los bajos de la falda por el suelo, las reprimendas al niño, las advertencias cuando veía algo que pudiera entrañar peligro. Era una madre un tanto sobreprotectora, igual que ella. La mujer había intentado hablar con ella alguna vez. Quería decirle algo, pero Annie se negaba a escuchar.
Al niño le gustaba estar con Sam. A veces sonaba como si Sam le respondiera, como si hablara, pero no estaba segura. No se atrevía a acercarse y escuchar, porque si estaban hablando, no quería molestarlos. A pesar de todo, eso le infundía esperanza. Llegaría el momento en que Sam volviera a hablarle a ella también. Aunque ella significara para él la seguridad, debía de asociarla a todas las cosas terribles que había vivido.
De repente sintió frío, pese a que la casa estaba caldeada. ¿Y si no estuvieran seguros allí? Quizá un día vieran aparecer un barco, que era lo que ella temía. Un barco lleno de la misma maldad que trataban de dejar atrás.
Sí, desde luego que se oían voces en el cuarto de Sam. El miedo desapareció tan rápido como había empezado a sentirlo. El niño rubio estaba hablando con Sam, y parecía que Sam le respondiera. El corazón le saltó en el pecho de alegría. Era tan difícil saber qué era lo correcto. Lo único que podía hacer era seguir su instinto, que se basaba en su amor a su hijo, y que le decía que debía darle tiempo y dejar que sanasen sus heridas tranquilamente.
No vendría ningún barco. Se lo repetía como un mantra mientras miraba por la ventana de la cocina. No vendría ningún barco. Sam estaba hablando, lo que significaba sin duda que volvería a ella. De nuevo se oyó la voz del niño. Sonrió. Se alegraba de que hubiera hecho un amigo.
Patrik observó a Gösta, que empezó a rebuscar en el bolsillo de la cazadora.
—¿Tendrías la bondad de explicarme qué está pasando?
Tras hurgar un poco, Gösta encontró lo que estaba buscando y se lo dio a Patrik.
—¿Qué es esto? O, mejor dicho, ¿quién es esta? —Patrik miraba la foto que tenía en la mano.
—No lo sé. Pero lo encontré en casa de Sverin.
—¿Dónde?
Gösta tragó saliva.
—En el dormitorio.
—¿Podrías explicarme cómo es que lo tenías en el bolsillo de la cazadora?
—Pensé que podría ser interesante, así que me la guardé. Pero luego se me olvidó —dijo Gösta sumiso.
—¿Que lo olvidaste? —Patrik estaba tan furioso que empezó a verlo todo negro—. ¿Cómo has podido olvidar una cosa así? No hemos hecho otra cosa que hablar de lo poco que sabíamos de la vida de Mats, y de lo difícil que estaba resultando averiguar con quiénes se relacionaba.
Gösta se encogía por segundos.
—Ya, bueno, pero aquí lo tienes ahora. Más vale tarde que nunca, ¿no? —dijo tratando de esbozar una sonrisa.
—¿No tienes ni idea de quién es? —preguntó Patrik, mirando ya la foto con atención.
—Ni la más remota idea. Pero debió de ser alguien importante en su vida, y se me ha ocurrido que…, se me ocurrió cuando… —Señaló hacia la sala donde los aguardaba Marie.
—Vale la pena intentarlo. Pero no te creas que hemos terminado de hablar de esto, que lo sepas.
—Ya, ya me lo imagino. —Gösta bajó la vista, aunque parecía aliviado al ver que le concedía una paz provisional.
Entraron de nuevo en la habitación. Marie parecía tan nerviosa como cuando salieron.
Patrik fue derecho al grano.
—¿Quién es esta mujer? —Dejó la foto en la mesa, delante de Marie, que abrió los ojos de par en par.
—Madeleine. —Se llevó la mano a la boca, aterrada.
—¿Quién es Madeleine?
Patrik tamborileó con el dedo en la foto, para obligar a Marie a seguir mirando. La joven callaba y se retorcía en la silla.
—Esto es una investigación de asesinato, y tú posees información que podría ayudarnos a encontrar al asesino de Mats Sverin. Tú también querrás que lo encontremos, ¿verdad?
Marie los miraba compungida. Le temblaban las manos y la voz cuando por fin les contó todo. Sobre Madeleine.
Cuando los técnicos llegaron para examinar a fondo el bote, Paula y Martin volvieron a la comisaría. A Paula le habían prestado un par de pantalones impermeables gigantescos y un forro polar de color naranja que tenían en las oficinas de Salvamento Marítimo, y pensó en fulminar con la mirada a todo el que pudiera venirle con una pulla. Subió enojada la calefacción del coche. El agua estaba helada y todavía tenía frío.
La radio estaba al máximo y apenas se oía el timbre del móvil de Martin, que bajó el volumen y respondió.
—¡Genial! ¿Podemos ir a verlo ahora mismo? Ya vamos de camino, podemos pararnos antes de llegar a la comisaría. —Concluyó la conversación y se volvió a Paula—. Era Annika. Lennart ha terminado de revisar los documentos y podemos pasarnos por allí ahora mismo si queremos.
—Perfecto —dijo Paula, un poco más animada.
Un cuarto de hora después aparcaban delante de las oficinas de ExtraFilm. Lennart estaba comiendo en el escritorio cuando entraron, pero apartó el bocadillo enseguida y se limpió las manos en una servilleta. Miró extrañado la vestimenta de Paula, pero fue lo bastante sensato como para no comentarla.
—Qué bien que hayáis podido pasaros —dijo.
Lennart irradiaba tanta calidez como su mujer, y Paula pensó que la niña que habían adoptado no sabía lo afortunada que era al haber dado con ellos.
—Qué guapa es —dijo señalando la foto de la pequeña que Lennart tenía en el corcho.
—Sí, es verdad. —Lennart sonrió encantado y señaló las dos sillas libres que tenía enfrente—. No sé si tiene mucho sentido sentarse. Lo he revisado todo tan minuciosamente como he podido, pero no hay mucho que contar. Las cuentas parecen en orden y no he encontrado nada que me haya llamado la atención. Tampoco sabía lo que tenía que buscar. Las autoridades municipales han invertido en esto mucho dinero, eso está claro, y han negociado períodos de facturación muy largos. Pero nada que haga saltar la alarma en la mejor herramienta del economista —dijo dándose una palmadita en el estómago.
Martin fue a decir algo, pero Lennart continuó.
—Los hermanos Berkelin responden de buena parte de los gastos, y la mayor parte de la financiación que aportarán debe ingresarse el lunes. Siento no haber sido de más ayuda.
—No, hombre, claro que nos has sido útil. Es un alivio ver que las autoridades no malgastan nuestro dinero. —Martin se puso de pie.
—Sí, sobre el papel todo encaja. Pero todo depende de que pueda atraer clientes. De lo contrario, les saldrá caro a los contribuyentes.
—A nosotros nos pareció un sitio muy agradable, por lo menos.
—Sí, Annika me dijo que la visita fue un éxito. Y a Mellberg le dieron un buen repaso.
Paula y Martin se echaron a reír.
—Sí, nos habría encantado verlo. Corre el rumor por ahí de un peeling de ostras. Pero nos contentaremos con imaginarnos a Mellberg cubierto de sus conchas —dijo Paula.
—En fin, aquí tenéis todo el material. —Lennart les dio el montón de papeles—. Ya digo, siento mucho no poder deciros nada más.
—No es culpa tuya. Tendremos que buscar por otro lado —dijo Paula, aunque se le notaba el desánimo en la cara. El subidón de haber encontrado el bote desaparecido había durado muy poco, y la probabilidad de que les diera alguna pista era mínima—. Te llevo y me voy a casa a cambiarme —dijo cuando ya estaban cerca de la comisaría. Y le lanzó a Martin una mirada de advertencia.
Él asintió, pero Paula sabía que en cuanto entrara por la puerta, la historia de su baño involuntario empezaría a circular lo más adornada posible.
Cuando aparcó delante de su casa, subió las escaleras a medio correr. Aún iba aterida, como si estuviera calada hasta los huesos. Le temblaban los dedos al ir a meter la llave en la cerradura, pero al final logró abrir la puerta.
—¿Hola? —dijo, esperando oír la voz alegre de su madre en la cocina.
—Hola —oyó que respondían en el dormitorio. Se dirigió allí sorprendida. Johanna solía estar en el trabajo a aquella hora.
—Hola —dijo Paula, y se le encogió el estómago.
Allí pasaba algo, ese algo que la había tenido despierta por las noches, oyendo la respiración de Johanna. Aunque sabía que también estaba despierta, no se había atrevido a hablar con ella porque no estaba segura de querer saber. Pero allí estaba Johanna, sentada en la cama con tal destello de desesperación en la mirada que Paula sintió deseos de darse media vuelta y salir corriendo. Se le venían mil ideas a la cabeza. Todas las posibilidades, en ninguna de las cuales quería abundar. Sin embargo, allí estaban, cara a cara, en un apartamento vacío y silencioso, sin todo aquel jaleo habitual tras el que esconderse. Sin Rita, que cantaba en voz alta en la cocina jugando con Leo. Sin Mellberg, que le soltaba tacos a la tele. Solo silencio, solo ellas dos.
—Pero por el amor de Dios, ¿qué es eso que llevas puesto? —preguntó Johanna por fin mirando a Paula de arriba abajo.
—Me he caído al agua —dijo Paula señalando el forro polar, tan feo y tan grande que casi le llegaba por las rodillas—. He venido solo a cambiarme.
—Pues cámbiate. Tenemos que hablar. Y no podemos hablar en serio mientras lleves esa pinta —dijo con una sonrisa. A Paula se le encogió el estómago. Le encantaba ver sonreír a Johanna, pero últimamente no era nada habitual.
—¿Por qué no preparas un té mientras me cambio, y nos sentamos en la cocina?
Johanna asintió y dejó a Paula sola en el dormitorio. Con los dedos rígidos de frío y de miedo, se puso unos vaqueros y una camiseta. Luego respiró hondo y fue a la cocina. No quería mantener aquella conversación, pero no le quedaba otro remedio. Cerrar los ojos y arrojarse por el precipicio, no le quedaba otra salida.
Detestaba tener que mentirle. Ella llevaba tanto tiempo siendo todo para él, y le asustaba el hecho de, por primera vez, estar dispuesto a sacrificar lo que los unía. Anders iba jadeando por el esfuerzo. La pendiente que desembocaba en Mörhult era empinada y estrecha. Había salido un rato, necesitaba salir a la calle, lejos de Vivianne. No podía verlo de otro modo.
A veces el pasado se le antojaba tan cerca… A veces seguía teniendo cinco años y se encontraba debajo de la cama, junto a Vivianne, tapándose los oídos con las manos y sintiendo el brazo de su hermana rodeándole la espalda. Habían aprendido mucho sobre técnicas de supervivencia debajo de aquella cama. Pero él no quería seguir sobreviviendo, quería vivir, y no sabía si Vivianne le ayudaba o se lo impedía.
Pasó un coche a gran velocidad y tuvo que apartarse de un salto hacia el arcén. Badis se alzaba a su espalda. Su gran proyecto, la salida definitiva. Erling era el que lo hacía posible. Pobre insensato, que acababa de pedirle la mano a Vivianne.
Erling lo había llamado para invitarlo a cenar esa noche y celebrar el compromiso. Pero Anders dudaba de que Vivianne estuviera al corriente de los planes. Sobre todo de que el gordinflón del comisario y su pareja también estaban invitados. Él rechazó la invitación con una excusa barata. La combinación de Erling y Bertil Mellberg no era la receta ideal para una velada agradable. Y dadas las circunstancias, cualquier celebración le parecía fuera de lugar.
Ya empezaba a ir cuesta abajo. En realidad, no sabía adónde se dirigía, a cualquier sitio, no importaba. Anders le dio una patada a una piedra, que rodó por la pendiente antes de desaparecer en la cuneta. Así se sentía él en aquellos momentos. Rodaba cada vez más rápido cuesta abajo, y la cuestión era a qué cuneta iría a parar. Aquello solo podía acabar mal, porque no existían buenas alternativas. Se había pasado la noche despierto pensando en una solución, un arreglo; pero no había ninguno. Como tampoco había camino intermedio cuando se tumbaban debajo de la cama y notaban los listones del somier en la coronilla.
Se quedó de pie en el muelle, antes de entrar en el puentecillo de piedra. No había ni rastro de los cisnes. Solían construir su nido a la derecha del puente, según le habían dicho, y todos los años nacían polluelos que debían vivir peligrosamente cerca de la carretera. Decían que el macho y la hembra permanecían juntos toda la vida. Eso era lo que quería él, aunque hasta ahora solo lo había conseguido con su hermana. No como pareja de amantes, claro, pero ella había sido su compañera en la vida, la persona con la que compartiría su existencia.
Ahora, todo había cambiado. Tenía que tomar una decisión, pero no sabía cómo hacerlo. Sobre todo cuando aún sentía los listones del somier en la cabeza y el brazo protector de Vivianne alrededor del cuerpo. Y cuando sabía que ella siempre fue su protectora y su mejor amiga.
Faltó tan poco para que no sobrevivieran… El alcohol y el hedor estuvieron presentes siempre mientras su madre vivió. Pero entonces también contaban con pequeños oasis de amor, momentos a los que poder aferrarse. Cuando ella decidió escapar, cuando Olof la encontró en el dormitorio con un bote de somníferos vacío en el suelo, desaparecieron los últimos restos de su infancia. Él los culpó a ellos, y los castigó duramente. Cada vez que las señoras de Asuntos Sociales iban a verlos, él se esforzaba en parecer bueno y conquistarlas con sus ojos azules, les enseñaba su hogar y a Vivianne y Anders, que callaban con la vista en el suelo mientras que las señoras se pavoneaban ante él. De alguna manera, siempre intuía que estaban en camino, así que el apartamento estaba siempre limpio y ordenado cuando se presentaban de improviso. Si tanto los odiaba, ¿por qué no los entregó? Vivianne y él se dedicaban a soñar horas y horas con cómo habrían sido sus nuevos padres. Si Olof los hubiera dejado ir…
Seguramente quería tenerlos cerca, quería verlos sufrir. Pero al final, ellos vencerían. Pese a que llevaba muerto muchos años, él era su fuerza motriz, aquel a quien querían mostrar su éxito. Un éxito que ahora tenían a su alcance. No podían darse por vencidos y que Olof se saliera con la suya y se cumpliera todo lo que decía: que eran unos inútiles y que jamás conseguirían nada en la vida.
A lo lejos divisó a la familia de cisnes que se acercaba. Las crías cabeceando inestables detrás de la pareja majestuosa que formaban sus padres. Los pequeños le inspiraban ternura con sus finísimas plumas grises, lejos aún de ser las aves elegantes en que llegarían a convertirse. ¿Y él y Vivianne? ¿Habían crecido para transformarse en hermosos cisnes imponentes o seguirían siendo crías de color gris que esperaban llegar a ser otra cosa?
Dio media vuelta y volvió a subir la cuesta despacio. Fuera cual fuera la decisión, debía tomarla pronto.
—Sabemos de la existencia de Madeleine. —Patrik se sentó delante de Leila, sin esperar a que ella lo invitara.
—¿Perdón?
—Sabemos de la existencia de Madeleine —repitió despacio. Gösta se había sentado junto a él, pero con la vista clavada en el suelo.
—Ajá, y… —dijo Leila con una levísima mueca extraña.
—Has insistido en que habéis colaborado con nosotros y nos habéis contado cuanto sabéis. Pero ahora sabemos que no es del todo cierto y queremos una explicación. —Habló con toda la autoridad de la que era capaz, y al parecer, surtió efecto.
—Yo no creía que… —Leila tragó saliva—. No pensé que fuera relevante.
—Por un lado, no creo que eso sea verdad, y por otro, no eres tú quien lo decide. —Patrik hizo una pausa—. ¿Qué tienes que contarnos de Madeleine?
Leila guardó silencio un instante. Luego se levantó bruscamente y se acercó a una de las estanterías. Metió la mano detrás de una hilera de libros y sacó una llave. Después se agachó junto al escritorio y abrió el último cajón.
—Aquí tenéis —dijo muy seria al tiempo que dejaba una carpeta en la mesa.
—¿Qué es esto? —dijo Patrik. Gösta también se inclinó lleno de curiosidad.
—Es de Madeleine. Es una de las mujeres que ha necesitado una ayuda que está fuera de lo que la sociedad puede ofrecer.
—Lo cual implica… —Patrik empezó a hojear los documentos que contenía la carpeta.
—Implica que le ofrecimos ese tipo de ayuda que se encuentra fuera de lo legal. —Leila se los quedó mirando muy seria. Nada quedaba del nerviosismo de antes, ahora parecía más bien desafiante—. Algunas de las mujeres que acuden a nosotros lo han probado todo. Y nosotros lo intentamos todo. Pero ellas y sus hijos se ven amenazados por hombres que ni siquiera fingen prestar atención a las leyes de la sociedad, y en esos casos no tenemos con qué responder. No disponemos de medios para defender a esas mujeres, así que les ayudamos a escapar. Fuera del país.
—¿Y cuál era la relación existente entre Madeleine y Mats?
—Yo entonces no lo sabía, pero luego supe que existía entre ellos una relación amorosa. Trabajamos durante años con la situación de Madeleine y de sus hijos. Y debieron de enamorarse entonces, aunque, como es lógico, está totalmente prohibido. Pero como os decía, yo lo ignoraba por completo… —Hizo un gesto de resignación—. Cuando me enteré, me llevé una gran decepción. Matte sabía lo importante que era para mí demostrar que es necesario que haya hombres en este tipo de asociaciones. Y sabía que todas las miradas estaban puestas en nosotros y que todos esperaban que fracasara. No me explico cómo pudo traicionar a Fristad de aquel modo.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Gösta cogiendo la carpeta de manos de Patrik.
Se diría que Leila se hubiese desinflado.
—La cosa iba cada vez peor. El marido de Madeleine siempre acababa encontrándolos, a ella y a sus hijos. Habíamos implicado también a la Policía, pero eso no servía de nada. Al final, Madeleine no podía más, y también nosotros veíamos que la situación era insostenible. Si ella y los niños querían seguir con vida, tenían que abandonar Suecia. Dejar su hogar, su familia, sus amigos, todo.
—¿Cuándo se tomó esa decisión? —preguntó Patrik.
—Madeleine vino a verme poco después de que atacaran a Matte, y me pidió que le ayudáramos. Para entonces, nosotros habíamos llegado más o menos a la misma conclusión.
—¿Qué decía Mats?
Leila bajó la vista.
—No le preguntamos. Todo ocurrió mientras él estaba en el hospital. Cuando volvió, ella había desaparecido.
—¿Fue entonces cuando descubriste que estaban juntos? —preguntó Gösta, y dejó la carpeta en el escritorio.
—Sí. Matte estaba inconsolable. Me rogó y me suplicó que le dijera dónde estaban, pero ni podía ni quería hacerlo. Si alguien averiguaba dónde se encontraban Madeleine y los niños, habríamos puesto en peligro sus vidas.
—¿Y no sospechasteis que podía existir un vínculo entre la agresión a Mats y todo este asunto? —Patrik abrió la carpeta y señaló un nombre que había anotado en uno de los documentos.
—Claro que se nos pasó por la cabeza, es natural. Pero Matte aseguró siempre que no fue así. Y no había mucho que pudiéramos hacer.
—Tendríamos que hablar con ella.
—Eso es imposible —dijo Leila negando vehemente con la cabeza—. Sería demasiado peligroso.
—Adoptaremos todas las medidas preventivas necesarias. Pero tenemos que hablar con ella.
—Ya digo que es imposible.
—Comprendo que quieres proteger a Madeleine, y te prometo que no haré nada que pueda ponerla en peligro. Esperaba que pudiéramos resolver esto de un modo discreto y que esto —dijo señalando la carpeta— quedara entre nosotros. Si no, tendremos que incluirlo en el informe y hacerlo público.
Leila se puso tensa, pero sabía que no le quedaba otra opción. Patrik y Gösta podían hacer que toda la asociación se fuera al garete con una simple llamada.
—Veré lo que puedo hacer. Me llevará unas horas. Puede que hasta mañana.
—No importa. Avisa en cuanto sepas algo.
—De acuerdo. Pero a condición de que se hagan las cosas a mi manera. Está en juego el destino de muchas personas, no solo el de Madeleine y sus hijos.
—Lo comprendemos —dijo Patrik. Se levantaron y salieron para, una vez más, recorrer el trayecto hasta Fjällbacka.
—¡Bienvenidos, bienvenidos! —Erling les abrió la puerta con una amplia sonrisa. Se alegraba de que Bertil Mellberg y Rita, su pareja, hubieran podido ir a celebrarlo con ellos, porque Mellberg le gustaba de verdad. Tenía una visión pragmática de la vida que se parecía bastante a la suya y, sencillamente, era una persona sensata.
Le estrechó la mano con entusiasmo y le dio un beso a Rita en las dos mejillas, por si acaso. No estaba muy seguro de cuál era la costumbre en los países del sur, pero con el doble no podía equivocarse. Entonces salió Vivianne, los saludó y les ayudó a quitarse la chaqueta. Le entregaron un ramo de flores y una botella de vino, y ella les dio las gracias profusamente, tal y como mandaba el protocolo, antes de llevarlo todo a la cocina.
—Entrad, entrad —dijo Erling alentándolos con la mano. Como siempre, le encantaba enseñar su casa. Había luchado duramente por conservarla después del divorcio, pero había valido la pena.
—Qué casa más bonita —dijo Rita mirando a su alrededor.
—Sí, desde luego, te lo has montado muy bien. —Mellberg le dio una palmadita en la espalda.
—No puedo quejarme, no —dijo Erling, y les ofreció una copa de vino.
—¿Qué nos has preparado para cenar? —dijo Mellberg. Aún tenía muy vivo el recuerdo del almuerzo en Badis, y si les ponían semillas y frutos secos, tendrían que hacer una parada en el quiosco de perritos de camino a casa.
—No te preocupes, Bertil. —Vivianne le guiñó un ojo a Rita—. Esta noche he hecho una excepción y he preparado una comida vigorizante solo por ti. Aunque puede que se me haya colado alguna que otra verdura.
—Bueno, tendré que sobrevivir a ellas —dijo Bertil, y exageró un poco al soltar una risotada.
—¿Nos sentamos? —Erling rodeó a Rita con el brazo y la condujo al comedor, amplio y luminoso. Su anterior esposa tenía buen gusto a la hora de decorar, imposible negarlo. Por otro lado, era él quien pagaba la fiesta, de modo que podía decirse que aquella era su obra, algo que le encantaba dejar claro siempre que tenía ocasión.
Con el primer plato acabaron enseguida, y a Mellberg se le iluminó la cara al ver que lo siguiente era una buena ración de lasaña. Vivianne no empezó a enseñar la mano izquierda hasta los postres, después de que Erling le diera varios puntapiés por debajo de la mesa.
—¡Anda! ¿Es eso lo que yo creo? —exclamó Rita.
Mellberg entornó los ojos tratando de distinguir lo que había provocado su entusiasmo, y detectó el anillo que brillaba en el dedo de Vivianne.
—¿No me digas que os habéis prometido? —Mellberg examinó minuciosamente la joya que Vivianne llevaba en la mano. Erling, menudo granuja, tienes que haber abierto bien la cartera, ¿eh?
—Lo bueno sale caro. Pero ella lo vale.
—Es precioso —dijo Rita sinceramente con una sonrisa—. Enhorabuena, de verdad.
—Pues sí, esto hay que celebrarlo. ¿No tienes nada fuerte con lo que brindar? —Mellberg miraba con desprecio la botella de Baileys que Erling había servido con el postre.
—Bueeeno, seguro que puedo encontrar algo de whisky. —Erling se levantó y abrió un gran mueble bar. Puso en la mesa dos botellas y fue a buscar cuatro vasos, que colocó al lado.
—Esto es una verdadera joya. —Erling señaló una de las botellas—. Un Macallan de veinticinco años. Que vale sus buenos billetes, no te creas.
Sirvió la bebida en dos vasos y colocó uno en el lugar donde él estaba sentado y el otro delante de Vivianne. Luego, tapó la botella y devolvió su preciado contenido al mueble bar, donde la puso a buen recaudo.
Mellberg lo seguía extrañado con la mirada.
—Pero ¿y nosotros? —No pudo por menos de preguntar; y Rita estaba pensando lo mismo, aunque no lo dijo en voz alta.
Erling se dirigió de nuevo a la mesa y abrió impasible la otra botella. Un Johnnie Walker Red Label, que Mellberg sabía que costaba doscientas cuarenta y nueve coronas en el Systembolaget.
—Sería un despilfarro malgastar en vosotros ese whisky tan caro. No creo que pudierais apreciarlo de verdad.
Con una sonrisa espléndida, sirvió el otro whisky y le dio los vasos a Mellberg y a Rita. Los dos se quedaron sin habla mirando el contenido de sus vasos de Johnnie Walker, y luego el de los vasos de Vivianne y Erling, que presentaba un color muy diferente. Vivianne tenía cara de querer que se la tragara la tierra.
—Bueno, pues, ¡salud! ¡Y salud por nosotros dos, querida! —Erling alzó el vaso y Mellberg y Rita lo imitaron, aún mudos de asombro.
Al cabo de un rato, se disculparon y se fueron a casa. Qué tío más tacaño, pensó Mellberg mientras iban en el taxi. Aquel había sido un duro golpe a tan prometedora amistad.
El andén estaba desierto cuando bajaron del tren. Nadie sabía que llegaban. A su madre le daría un ataque cuando aparecieran, pero no podía avisarle. Ya sería bastante peligroso para ella que los dejara dormir allí. En realidad, habría preferido no involucrar a sus padres, pero no tenían adónde ir. Llegado el momento, tendría que hablar con ciertas personas y explicarles la situación, y Madeleine se prometió que le pagaría los billetes a Mette. Odiaba la sensación de deber dinero, pero no tenía otra forma de volver a casa. Todo lo demás tendría que esperar.
No se atrevía a pensar en lo que pasaría ahora. Al mismo tiempo, la invadió una tranquilidad inevitable. Le producía una extraña calma saberse atrapada en un rincón, sin posibilidad alguna de ir a ninguna parte. Se había dado por vencida y, en cierto modo, era un descanso. Resultaba agotador huir y luchar, y ya no tenía miedo por sí misma. Solo por los niños dudaba a veces, pero haría cuanto estuviera a su alcance por conseguir que él comprendiera y perdonara. A los niños nunca los había tocado, y ellos saldrían adelante pasara lo que pasara. O al menos, ella tenía que convencerse de que así sería. De lo contrario, se hundiría.
Se subieron al tranvía número tres en la plaza de Drottningtorget. Todo les resultaba familiar. Los niños estaban tan cansados que se les cerraban los ojos; aun así, miraban llenos de curiosidad con la nariz pegada a la ventanilla.
—Ahí está la cárcel. ¿Verdad que eso es la cárcel, mamá? —dijo Kevin.
Ella asintió. Sí, acababan de dejar atrás la cárcel de Härlanda. A partir de ahí, se sabía las paradas de memoria: Solrosgatan, Sanatoriegatan, y se bajarían en Kålltorp. A pesar de todo, estuvieron a punto de saltársela, porque se le había olvidado pulsar el botón. Se acordó en el último segundo, y el tranvía fue frenando y se detuvo para que se bajaran. Aún clareaba la noche estival, pero acababan de encender las farolas de la calle. Las luces brillaban en la mayoría de las ventanas y, al aguzar la vista, comprobó que también en el apartamento de sus padres estaban encendidas. El corazón le latía cada vez más aprisa a medida que se acercaban. Vería otra vez a su madre, y a su padre. Sentir sus abrazos y contemplar su alegría cuando vieran a los nietos. Caminaba cada vez más deprisa, y los niños iban detrás dando trompicones, sin rendirse, ansiosos por encontrarse con los abuelos, a los que tanto llevaban sin ver.
Finalmente llegaron ante la puerta. A Madeleine le temblaba la mano cuando pulsó el timbre.