—¿Tú también te has pasado la noche despierto? —Gösta vio las ojeras de Patrik. Eran tan pronunciadas como las suyas.

—Sí —dijo Patrik.

—Pronto te sabrás el camino de memoria. —Miró hacia Torp cuando se dirigían a Gotemburgo.

—Pues sí.

Gösta comprendió el mensaje y puso la radio. Llegaron al cabo de algo más de una hora oyendo música pop.

—¿Parecía dispuesto a colaborar cuando llamaste? —preguntó Gösta. Sabía por experiencia que la colaboración entre los distritos policiales dependía esencialmente de con quién trataras. Si dabas con un cascarrabias podía resultar casi imposible obtener información.

—Parecía amable. —Patrik se adelantó y se dirigió a recepción—. Patrik Hedström y Gösta Flygare. Estamos citados con Ulf Karlgren.

—Soy yo. —Oyeron a su espalda una voz estentórea y vieron a un hombre robusto con cazadora de cuero negro y botas de vaquero—. He pensado que podríamos hablar en la cafetería. Mi despacho es muy pequeño. Y el café aquí es mejor.

—Claro —dijo Patrik, mirando de arriba abajo la pinta extraordinaria de aquel hombre. Lo del atuendo reglamentario era algo que Ulf Karlgren no sabía ni deletrear, según comprendió cuando Karlgren se quitó la cazadora y dejó al descubierto una camiseta desgastada con la leyenda AC/DC.

—Por aquí.

Ulf se encaminó a grandes zancadas a la cafetería, y Patrik y Gösta lo siguieron como pudieron. Al verlo por detrás constataron que compensaba la escasez de pelo de las entradas con una larga cola de caballo. Y, naturalmente, en el bolsillo trasero se adivinaba una caja de rapé.

—¡Hola, chicas! ¡Vaya día más bonito! —Ulf les hizo un guiño a las mujeres de detrás del mostrador, que soltaron una risita—. ¿Tenéis algo rico que ofrecer hoy? Este tipo hay que mantenerlo. —Ulf se dio una palmada en la enorme barriga que se perfilaba debajo de la camiseta y, sin saber por qué, Patrik pensó en Mellberg. Aunque no había otras similitudes. Ulf irradiaba mucha más simpatía—. Un pastel de mazapán para cada uno —dijo Ulf señalando unas creaciones gigantescas de color verde.

Patrik empezó a protestar, pero Ulf no le hizo el menor caso.

—A ti te hacen falta algunos kilos —insistió poniendo los pasteles en la bandeja.

—Y tres cafés.

—Pero no tienes que… —comenzó Patrik al ver que Ulf sacaba la tarjeta de una cartera negra desgastada.

—Bah, os invito. Venga, vamos a sentarnos.

Lo siguieron hasta una mesa y se sentaron. La expresión de Ulf, hasta entonces alegre, se volvió seria de pronto.

—Queríais información sobre alguna de las bandas de moteros, ¿no es eso?

Patrik asintió. Le explicó brevemente lo ocurrido hasta el momento y lo que habían averiguado: que un testigo había visto cómo un grupo de moteros que llevaban un águila en la espalda de la cazadora agredían a Mats Sverin.

—Sí, parece verosímil. Podrían ser IE.

—¿IE? —Gösta ya se había comido el pastel. Patrik no comprendía dónde echaba todo lo que engullía. Estaba flaco como un galgo.

—Los «Illegal Eagles». —Ulf puso cuatro azucarillos en la taza y empezó a remover despacio—. Son los número uno de las bandas de la zona. Los más crueles, los más feos y los más implacables de todos.

—Joder.

—Si son ellos, yo iría con mucho cuidado. Aquí hemos tenido con ellos varios enfrentamientos algo desastrosos.

—¿A qué se dedican? —preguntó Patrik.

—A casi todo. Drogas, prostitución, protección de delincuentes, extorsión. Es más sencillo enumerar a qué no se dedican.

—¿Cocaína?

—Sí, desde luego. Pero también heroína, anfetaminas y anabolizantes.

—¿Has tenido tiempo de comprobar si Mats Sverin figuraba en vuestras investigaciones? —preguntó Patrik.

—El nombre nos es desconocido. —Ulf meneó la cabeza—. No tiene por qué significar que no esté involucrado de alguna manera, pero no ha tenido nada que ver con nosotros.

—En realidad, no encaja en el perfil. Quiero decir, en el de motero. —Gösta se acomodó en la silla, satisfecho después del pastel.

—Bueno, los moteros son el núcleo, pero a su alrededor hay de todo, en particular, en lo relativo a las drogas. Algunas de las investigaciones nos han llevado a las esferas más altas de la sociedad.

—¿Es posible ponerse en contacto con ellos? —Patrik apuró el último trago de café.

Ulf se levantó enseguida para servirle otro.

—La segunda taza va incluida —dijo cuando volvió—. Como te decía, no os recomiendo el contacto directo con esos señores. Tenemos unas experiencias muy desagradables, así que si podéis empezar por otro sitio, quizá hablar con personas del entorno de Sverin, os aconsejaría que lo hicierais.

—Comprendo —dijo Patrik—. ¿Quién es el cabecilla de los IE?

—Stefan Ljungberg. Un antiguo nazi que puso en marcha el grupo IE hace diez años. Ha pasado varias temporadas en la cárcel, desde que cumplió los dieciocho, y antes, el reformatorio. Bueno, ya conocéis el tipo.

Patrik asintió, pero debía reconocer que no era aquel la clase de delincuente al que estaba acostumbrado. En Fjällbacka los cacos parecían inofensivos en comparación con aquello.

—¿Qué podría impulsarlos a ir a Fjällbacka a meterle una bala en la cabeza a alguien? —Gösta miraba a Ulf con atención.

—Hay montones de posibilidades. La principal razón de que te llenen la cabeza de plomo es que quieras dejar la banda. Aunque no parece que ese sea el caso, así que podría ser cualquier cosa. Que los hayan engañado en algún negocio de droga, que teman que alguien se vaya de la lengua. De ser así, la agresión puede interpretarse como un aviso. Pero es imposible adivinarlo. Puedo hablar con los colegas, por si han oído algo. Por lo demás, os recomiendo que indaguéis en el entorno de Sverin. Generalmente, saben más de lo que creen.

Patrik dudaba. Precisamente, ese había sido el gran problema de la investigación, que nadie parecía saber mucho sobre Mats Sverin.

—Bueno, pues gracias por la ayuda —dijo, y se levantó.

Ulf le estrechó la mano con una sonrisa.

—De nada. Nos encanta echar una mano, si podemos. Llamadme si queréis saber algo más.

—Seguro que sí —dijo Patrik. Había tantas cosas lógicas en aquella pista… Y, al mismo tiempo, había montones de cosas que no encajaban. Sencillamente, no se aclaraba con aquel caso. No se aclaraba con quién era Mats Sverin en realidad. Y el disparo del día anterior seguía resonándole en la cabeza.

—¿Qué hacemos? —Martin asomó la cabeza por la puerta del despacho de Paula.

—No lo sé. —Se sentía tan abatida como Martin.

Los sucesos del día anterior les habían afectado a todos. A Mellberg ni siquiera lo habían visto. Se había encerrado en su despacho, y mejor así. Tal y como se sentían en aquellos momentos, les costaría mucho no mostrarle su desprecio. Por suerte, Paula tampoco lo había visto en casa. Cuando llegó la tarde anterior, él ya estaba en la cama, y cuando se levantó aún seguía durmiendo. Rita había tratado de hablar con ella de lo ocurrido en el desayuno, pero Paula le dejó muy claro que no se encontraba de humor. Y Johanna ni siquiera lo había intentado. Simplemente, se dio media vuelta y le dio la espalda cuando Paula se metió en la cama. El muro que las separaba era cada vez más alto. Paula sentía en la boca una sequedad como de pánico, y se la tragó con un poco de agua del vaso que tenía en el escritorio. No tenía fuerzas para pensar en Johanna en aquellos momentos.

—¿No hay nada que podamos hacer mientras están fuera? —Martin entró y se sentó.

—Bueno, Lennart iba a decirnos algo hoy mismo —le recordó Paula. Había dormido mal y, por mucho que comprendiera la impaciencia de Martin, estaba demasiado cansada para tomar ninguna iniciativa. En aquellos momentos le daba vueltas la cabeza. Pero Martin la miraba con exigencia.

—¿Y si lo llamamos? Quizá haya terminado, ¿no crees? —dijo, y sacó el móvil.

—No, no, ya llamará él cuando esté listo. Estoy segura.

—Vale. —Martin volvió a guardar el móvil en el bolsillo—. Pero entonces, ¿qué hacemos? Patrik no nos dijo nada antes de irse. Y no podemos quedarnos aquí sentados, ¿no?

—No lo sé. —Paula empezaba a irritarse. ¿Por qué tenía que dar ella las órdenes? Tenía prácticamente la misma edad que Martin, y además, él llevaba más años en aquella comisaría, aunque ella tuviera experiencia de haber trabajado en Estocolmo. Respiró hondo. No tenía ningún derecho a pagar la frustración con Martin.

—Pedersen iba a enviar hoy el informe de la autopsia. Podemos empezar con eso, supongo. Puedo llamarlo y preguntarle si ya tiene resultados que nos pueda contar.

—Sí, así tendré con qué seguir trabajando. —Martin parecía un cachorro feliz al que habían dado una palmadita, y Paula no pudo por menos de sonreír. Era imposible enfadarse con él.

—Lo llamo ahora mismo.

Martin la miraba expectante mientras ella marcaba el número. Pedersen debía de estar junto al teléfono, porque respondió al primer tono.

—Hola, soy Paula Morales, de Tanumshede. ¿Lo tienes? ¡Qué bien! —Señaló hacia arriba con el pulgar—. Claro, envíalo por fax, pero ¿no puedes resumirnos algo? —Paula asentía e iba anotando en el bloc que tenía en el escritorio.

Martin estiraba el cuello tratando de leer lo que escribía, pero se rindió al cabo de un instante.

—Mmm…, ajá…, de acuerdo. —Iba escribiendo mientras escuchaba. Muy despacio, colgó el auricular. Martin la miraba fijamente.

—¿Qué ha dicho? ¿Algo que nos sirva?

—Bueno, no exactamente. Me ha confirmado lo que ya sabíamos. —Leyó las notas—. Que a Mats Sverin le dispararon en la nuca con un arma de nueve milímetros. Un disparo. Y que debió de morir en el acto.

—¿Y la hora?

—Buenas noticias. Ha podido establecer que Mats murió en algún momento durante la noche del viernes.

—Estupendo. ¿Y qué más?

—No había rastro de estupefacientes en la sangre.

—¿Nada?

Paula negó con un gesto.

—No, ni siquiera nicotina.

—Bueno, puede que traficara con ella.

—Sí, claro, puede ser, pero la verdad, empiezo a preguntarme… —Miró de nuevo las notas—. Lo más interesante es ver si la bala coincide con alguna de las armas que tenemos en los registros. Si existe algún vínculo con otro delito, sería mucho más sencillo localizar el arma que usaron. Y, seguramente, al asesino.

De repente, Annika apareció en la puerta.

—Han llamado de Salvamento Marítimo. Han encontrado el barco.

Paula y Martin se miraron. No tenían que preguntar a qué barco se refería.

Tenía el equipaje hecho. En el preciso instante en que recibió la postal, supo lo que tenía que hacer. Ya no era posible huir. Era consciente de los peligros que aguardaban, pero tan peligroso sería huir como quedarse. Quizá los niños y ella tendrían más posibilidades si volvían voluntariamente.

Madeleine se sentó en la maleta para poder cerrarla. Una sola maleta, no pudo llevarse más. Y allí dentro llevaba toda una vida. Aun así, iba llena de esperanza cuando subió al tren de Copenhague con los niños y la maleta. Pena y dolor por lo que dejaba, pero felicidad por lo que tendría.

Contempló el estudio. Era viejo, con una sola cama, donde los niños se habían empeñado en dormir, aunque estrechos. Y un colchón en el suelo, donde dormía ella. No era gran cosa, pero por un tiempo fue un paraíso. Era de ellos tres y era su seguridad. Ahora se había convertido en una trampa. No podían quedarse allí. Mette le había prestado dinero para los billetes sin hacer preguntas. Tal vez estuviera comprando su propia muerte, pero ¿acaso tenía elección?

Muy despacio, se levantó, y guardó la postal en el viejo bolso ajado que tenía. Aunque lo que quería era partirla en mil pedazos y tirarla al retrete y verla desaparecer, sabía que tenía que guardarla como recordatorio. Para no arrepentirse.

Los niños estaban en casa de Mette. Se fueron allí cuando llevaban un rato jugando en el jardín, y Madeleine se alegró de disponer de un poco más de tiempo a solas antes de contarles que volvían a su hogar. Para ellos, la palabra hogar no tenía ningún valor positivo. Solo les habían quedado cicatrices, tanto externas como internas, de lo que la gente llama «hogar». Esperaba que comprendieran que ella los quería, que nunca haría nada que pudiera perjudicarlos, pero que no le quedaba otra opción. Si los encontraban mientras estaban huyendo, si los atrapaban en la madriguera, ninguno se salvaría. Eso era lo único que sabía. La única salida de los conejillos era volver con el zorro.

Le dolían las articulaciones y se levantó a duras penas. Tenían que salir pronto, no podía postergar lo inevitable por más tiempo. Los niños lo comprenderían, se dijo. Solo deseaba poder creérselo ella misma.

—Ya me he enterado de lo de Gunnar —dijo Anna.

Miraba como un pajarillo a Erica, que trató de esbozar una sonrisa.

—No debes pensar en esas cosas ahora. Ya tienes bastante con lo tuyo.

Anna frunció el entrecejo.

—No sé. Por extraño que parezca, a veces encontramos alivio cuando podemos sentir pena de otro, en lugar de sentirla de uno mismo.

—Sí, para Signe debe de ser horrible. Ahora está totalmente sola.

—¿Cómo se lo ha tomado Patrik? —Anna subió las piernas al sofá. Los niños estaban en la escuela y en la guardería, y los gemelos dormían su siesta de media mañana en el cochecito.

—Ayer estaba muy afectado —dijo Erica, y alargó el brazo en busca de un bollo de canela.

Los había hecho Belinda, la hija mayor de Dan. Empezó a aficionarse en la época en que tuvo un novio al que le gustaban las mujeres hacendosas. El novio había pasado a la historia, pero ella seguía haciendo bollos, y había que reconocer que tenía un talento natural para ello.

—Por Dios, están buenísimos —dijo Erica encantada.

—Sí, a Belinda se le da estupendamente la repostería. Dan dice que se ha portado de maravilla con los pequeños.

—Sí, ha estado disponible siempre que ha hecho falta.

Era cierto que Belinda tenía una pinta salvaje, con el pelo teñido de negro, las uñas negras y todo ese maquillaje… Pero cuando Anna se encerró en sí misma, ella acogió a sus hermanos bajo sus alas, incluidos Adrián y Emma.

—Bueno, no fue culpa de Patrik —dijo Anna.

—No, ya lo sé, y eso es lo que yo intentaba decirle. A quien habría que culpar es a Mellberg, pero no sé por qué, Patrik siempre asume la responsabilidad de todo. Él y Gösta estaban en casa de Gunnar cuando se suicidó, y dice que debería haber notado algo.

—Pero ¿cómo iba a notarlo? —dijo Anna—. La gente no avisa de que piensa quitarse la vida. Yo había pensado varias veces… —Se interrumpió y miró a Erica.

—Tú nunca harías algo así, Anna. —Erica se inclinó hacia su hermana y la miró a los ojos—. Has pasado mucho, más que la mayoría, y de haber querido, ya lo habrías hecho. Eso no va contigo.

—¿Y eso cómo se sabe?

—Se sabe porque no has bajado al sótano, no te has puesto una escopeta en la boca y no has disparado.

—No tenemos escopeta —dijo Anna.

—No te hagas la tonta. Ya sabes a qué me refiero. No te has arrojado delante de un coche en marcha, no te has cortado las venas, no te has atiborrado de somníferos o lo que sea. No has hecho nada de eso porque eres más fuerte.

—No sé si es fortaleza —murmuró Anna—. Yo creo que es preciso ser muy valiente para apretar el gatillo.

—En realidad, no. Solo se precisa un instante de valor. Luego se acabó, y los demás, que recojan los restos, si me permites la expresión. Para mí eso no es valor. Es cobardía. Gunnar no pensó en Signe en ese instante. De haberla tenido presente, no lo habría hecho, sino que habría mostrado el valor suficiente para quedarse y ayudarse mutuamente. Cualquier otra salida es propia de un cobarde, y eso no es lo que has elegido tú.

—Según esa de ahí, todo se arregla si empiezas a hacer yoga, dejas de comer carne y respiras hondo cinco minutos al día. —Anna señaló al televisor, donde una entusiasta gurú de la salud explicaba cuál era el único camino de la felicidad y el bienestar.

—¿Cómo puede nadie encontrar la felicidad sin comer carne? —preguntó Erica.

Anna no pudo contener una carcajada.

—Joder, qué payasa eres —dijo, y le dio a Erica un codazo en el costado.

—Mira quién fue a hablar, con la pinta de conejillo de Indias que tienes.

—Eso ha sido un golpe bajo. —Anna le lanzó el cojín con todas sus fuerzas.

—Lo que sea, con tal de hacerte reír —dijo Erica en voz baja.

—Bueno, era cuestión de tiempo —constató Petra Janssen. Las náuseas subían y bajaban por la garganta, pero dado que era madre de cinco hijos, había desarrollado un alto grado de tolerancia hacia los olores repugnantes.

—Pero no ha sido ninguna sorpresa. —Konrad Spetz, colega de Petra de toda la vida, parecía tener más dificultades a la hora de aguantarse las ganas de vomitar.

—Ya, pero los colegas de narcóticos llegarán en cualquier momento, seguro.

Salieron del dormitorio. El olor los siguió, pero en la planta baja, donde se encontraba la sala de estar, resultaba más fácil respirar. Una mujer de unos cincuenta años lloraba desconsolada en un sillón, mientras que una de las colegas más jóvenes trataba de consolarla.

—¿Lo ha encontrado ella? —preguntó Petra señalando a la mujer.

—Sí, es la asistenta de los Wester. Suele venir a limpiar una vez por semana, pero si se iban de viaje, solo tenía que venir cada dos semanas. Y hoy, cuando llegó, se encontró…, bueno… —Konrad carraspeó.

—¿Y la mujer y el niño, los hemos encontrado? —Petra había sido la última en llegar. En realidad, era su día libre, y estaba en el parque de atracciones de Grönalund cuando la llamaron pidiéndole que se personara.

—No. Al parecer, según la asistenta, pensaban irse a Italia. Y pasarían allí todo el verano.

—Tendremos que comprobar el vuelo. Con un poco de suerte, estará tan tranquila tomando el sol en estos momentos —dijo Petra, pero con una expresión de amargura. Sabía perfectamente quién era la persona que estaba arriba, en la cama. Y sabía de quiénes se rodeaba. Y las posibilidades de que la mujer y el niño estuvieran disfrutando del sol eran mucho menores que las de que estuvieran muertos y enterrados en algún rincón del bosque. O en el fondo de la bahía de Nybroviken.

—Sí, ya hay varios colegas en ello.

Petra asintió satisfecha. Ella y Konrad llevaban más de quince años trabajando juntos y funcionaban mejor que muchos matrimonios, pero vistos desde fuera, constituían una pareja de lo más desigual. Con más de metro ochenta de estatura y un cuerpo exuberante de tantos embarazos, Petra le sacaba la cabeza a Konrad, que no solo era bajito, sino también menudo. Y su aspecto asexual la hacía preguntarse si su compañero sabría siquiera cómo venían los niños al mundo. En todo el tiempo que llevaban juntos, jamás lo oyó hablar de ningún tipo de relación amorosa, ni con hombres ni con mujeres. Tampoco es que ella le hubiese preguntado. Lo que tenían en común era una inteligencia aguda, un carácter seco y una entrega profesional que habían logrado conservar pese a todas las reorganizaciones, los jefes inútiles que designaban los políticos y todas las decisiones policiales absurdas.

—Tendremos que emitir una orden de búsqueda y hablar con los chicos de estupefacientes —añadió Konrad.

—Los chicos y las chicas —lo corrigió Petra.

Konrad exhaló un suspiro.

—Sí, Petra, los chicos y las chicas.

Petra tenía cinco hijas, y para ella la igualdad de la mujer era un tema delicado. Sabía que, en realidad, Petra pensaba que las mujeres eran superiores a los hombres, y si él hubiera tenido algo de temerario, le habría preguntado si, en el fondo, eso no era igual de discriminatorio. Pero él era más listo que todo eso y se guardaba sus opiniones.

—Menuda marranada lo de ahí arriba. —Petra meneó la cabeza.

—Parece que efectuaron varios disparos. La cama está llena de agujeros de bala. Y Wester también.

—¿Cómo puede nadie pensar que merece la pena hacer tantos disparos? —Paseó la mirada por la sala de estar, agradable y luminosa, y meneó la cabeza otra vez—. Bueno, esta es la casa más maravillosa que he visto, y seguro que llevaban una vida de lujo en todos los sentidos, pero ellos mismos saben que estas cosas se joden tarde o temprano. Y luego acaba uno en la cama, entre sábanas de seda, y se pudre traspasado como un colador.

—Sí, es ese tipo de cosas que los currantes como tú y como yo no comprendemos. —Konrad se levantó del sofá blanco y mullido donde se encontraba y se dirigió al recibidor—. Parece que los colegas de estupefacientes ya están aquí.

—Bien —dijo Petra—. Pues vamos a ver lo que nos cuentan los chicos.

—Y las chicas —añadió Konrad, sin poder ocultar una sonrisa.

—¿Qué hacemos? —preguntó Gösta resignado—. No ha sido una gran idea hablar con esta gente.

—No —reconoció Patrik—. En fin, lo guardaremos como último recurso.

—¿Pero qué hacemos? Creemos que la banda de los Illegal Eagles es la responsable de la agresión y quizá también del asesinato, pero no nos atrevemos a hablar con ellos. Vaya policías. —Gösta meneó la cabeza.

—Vamos a volver al lugar donde trabajaba Mats cuando le agredieron. Hasta ahora solo hemos hablado con Leila, pero ya veremos lo que los demás compañeros tienen que decir. Es el único camino, tal y como están las cosas. —Puso el coche en marcha y se dirigió a Hisingen.

Los recibieron enseguida, pero Leila los miró con hastío al verlos entrar.

—Queremos ayudar, desde luego, pero no sé qué creéis que vais a sacar en claro con tanta visita. —Hizo un gesto de resignación—. Hemos facilitado el material y respondido a todas las preguntas. Sencillamente, no sabemos nada más.

—Quisiera hablar con los demás empleados. Aquí había dos personas más, ¿no? —preguntó Patrik con voz suave, pero firme. Comprendía que para ellos era una molestia tenerlos por allí a todas horas, pero al mismo tiempo, Fristad era el único lugar donde podían encontrar algo más de información. Mats seguía siendo una página en blanco, y la asociación a la que tanto se entregó podría ser una fuente fiable para empezar a escribirla.

—Vale, podéis sentaros en la sala de personal —dijo Leila con un suspiro, y señaló hacia la puerta de la derecha—. Le diré a Thomas que vaya y que avise a Marie cuando hayáis terminado con él. —Se pasó el pelo detrás de la oreja—. Luego me gustaría disfrutar de un poco de tranquilidad, a ver si podemos trabajar. Comprendemos perfectamente que la Policía tiene que investigar el asesinato, y lo sentimos mucho por la familia de Matte, pero nuestro trabajo es importante y no tenemos mucho más que añadir. Matte estuvo trabajando aquí cuatro años, pero ni siquiera nosotros sabíamos mucho de su vida privada, y ninguno tenemos ni idea de quién pudo matarlo. Además de que ha ocurrido después de que dejara su puesto aquí y se fuera de la ciudad.

Patrik asintió.

—Lo comprendo. En cuanto hayamos hablado con los demás empleados, trataremos de no molestar más.

—Lo agradezco muchísimo, y no quisiera parecer desagradable. —Se fue a su despacho, y Patrik y Gösta se instalaron en la sala de personal.

Al cabo de unos minutos llegó un hombre alto y moreno de unos treinta y cinco años. Patrik lo había visto de pasada en las visitas anteriores, pero nunca habían hablado.

—¿Tú trabajabas con Mats? —Patrik se inclinó con los codos apoyados en las rodillas y las manos cruzadas.

—Sí, empecé poco después de que él llegara, así que estuvimos juntos casi cuatro años.

—¿Os veíais fuera del trabajo? —preguntó Patrik.

Thomas negó con un gesto. Lo miraba sereno con sus ojos castaños, y respondió sin tener que pensarlo mucho.

—No, Matte era muy reservado. En realidad, no sé con quiénes se relacionaba, salvo con el sobrino de Leila. Pero parece que luego perdieron el contacto.

Patrik suspiró para sus adentros. Era lo mismo que decían todos los que conocían a Mats.

—¿Sabías si tenía algún problema? Personal o laboral —intervino Gösta.

—No, nada —respondió Thomas rápidamente—. Matte era siempre… Matte. Increíblemente tranquilo y estable, jamás estallaba por nada. Si algo hubiera ido mal, se le habría notado. —Miraba a Patrik sin pestañear.

—¿Y cómo se enfrentaba a las situaciones que se os presentaban aquí?

—Pues, como es natural, a todos los que trabajamos aquí nos afecta enormemente el destino de las personas a las que conocemos en este contexto. Al mismo tiempo, era importante guardar cierta distancia, de lo contrario, no aguantaríamos. Matte lo llevaba muy bien. Era cálido y compasivo sin implicarse demasiado.

—¿Tú cómo viniste a trabajar aquí? Por lo que tengo entendido, Fristad es la única asociación de ayuda a mujeres maltratadas que contrata hombres, y Leila nos explicó lo concienzuda que es a la hora de elegiros —dijo Patrik.

—Sí, Leila ha recibido muchísimas críticas por Matte y por mí. A Matte lo conoció a través de su sobrino, eso quizá ya lo sepáis. Mi madre es la mejor amiga de Leila, y yo la conozco desde que era pequeño. Cuando volví a Suecia después de haber trabajado de voluntario en Tanzania, me preguntó si no me gustaría trabajar aquí. No me arrepiento ni por un segundo. Aunque es una responsabilidad enorme. Si cometo algún error, aquellos que son contrarios al hecho de que haya hombres en las asociaciones de mujeres maltratadas se saldrán con la suya.

—¿Sabes si Mats tuvo algún contacto más estrecho con alguien? —Patrik escrutó el semblante de Thomas por ver si ocultaba algo al responder, pero seguía igual de sereno.

—No, está totalmente prohibido, entre otras razones por lo que acabo de decir. Debemos mantener una relación estrictamente profesional con las mujeres y con sus familias. Es la regla número uno.

—¿Y Mats la cumplía? —preguntó Gösta.

—Todos la cumplimos —respondió Thomas, ligeramente molesto—. Una actividad como la nuestra se mantiene gracias a la buena fama. El menor paso en falso puede ser fatal y llevar, por ejemplo, a que Asuntos Sociales interrumpa de inmediato la colaboración. Lo que, a la larga, perjudica a las personas a las que tratamos de ayudar. Y como ya he intentado explicaros, los hombres tenemos una responsabilidad aún mayor. —Thomas hablaba cada vez con más acritud.

—Es nuestro deber hacer estas preguntas —dijo Patrik para quitarle hierro al asunto.

Thomas asintió.

—Sí, lo sé. Perdonad si parece que me he enfadado. Es que es tan importante que nada ensombrezca nuestro trabajo, y sé que Leila está muy preocupada por el modo en que todo esto pueda afectar a la asociación. Tarde o temprano, alguien empezará a pensar que no hay humo sin fuego, y a partir de ahí, todo puede venirse abajo. Leila ha corrido grandes riesgos para poner en marcha Fristad, y para gestionarla de un modo distinto.

—Lo comprendemos perfectamente. Pero tenemos la obligación de hacer preguntas incómodas. Como por ejemplo, esta. —Patrik tomó impulso—. ¿Observaste alguna vez que Mats consumiera drogas o traficase con ellas?

—¿Drogas? —Thomas se lo quedó mirando fijamente—. Sí, ya he leído los periódicos esta mañana. Aquí estamos escandalizados de toda la basura que decían. Es ridículo. La sola idea de que Matte hubiera estado implicado en algo así es absurda.

—¿Conoces a los IE? —Patrik se obligó a continuar, aunque tenía la clara sensación de estar hurgando en una herida abierta.

—¿Te refieres a los Illegal Eagles? Sí, por desgracia, sé quiénes son.

—Tenemos un testigo que asegura que fueron varios de sus miembros quienes enviaron a Mats al hospital de una paliza. No una pandilla de muchachos, como el propio Mats declaró.

—¿Que fueron los Illegal Eagles?

—Esa es la información que tenemos —dijo Gösta—. ¿Habéis tenido algo que ver con ellos?

Thomas se encogió de hombros.

—Bueno, la mujer de alguno ha pasado por aquí. Pero no hemos tenido más problemas que los que nos plantean otros idiotas, novios o maridos.

—¿Y Mats no fue el enlace de alguna de esas mujeres?

—No que yo sepa. La agresión debió de ser un caso de violencia no provocada. Seguramente, estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

—Sí, esa fue su versión: lugar equivocado y momento equivocado.

Patrik oyó su propio escepticismo. Thomas debía de saber que aquel tipo de bandas criminales no se dedicaban a agredir a la gente de forma gratuita. ¿Por qué querría convencerlos de lo contrario?

—Bueno, pues eso es todo por ahora. ¿Tienes un teléfono al que podamos llamarte por si surge algo más? —preguntó Patrik sonriendo a medias.

—Claro. —Thomas garabateó un número en un papel y se lo entregó—. También queríais hablar con Marie, ¿no?

—Sí, por favor.

Estuvieron hablando en voz baja mientras esperaban. Gösta parecía haberse tragado todo lo que les había dicho Thomas, cuya versión le parecía totalmente fiable, pero Patrik dudaba. Claro que parecía sincero y honrado, y había respondido a sus preguntas sin titubear. Aun así, Patrik había percibido cierta duda en un par de ocasiones, pero era más una sensación que una observación.

—Hola. —Una mujer, más bien una jovencita, entró en la sala y los saludó con un apretón de manos. Las tenía un poco frías y sudorosas, y tenía rojeces en el cuello. A diferencia de Thomas, era evidente que estaba nerviosa.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí? —comenzó Patrik.

Marie se pasaba la mano por la falda. Era bonita como una muñeca. Naricilla respingona, melena rubia y larga que le daba continuamente en la cara, con forma de corazón, y ojos azules. Patrik calculaba que tendría veinticinco años, pero no estaba seguro. A medida que pasaba el tiempo, le costaba cada vez más calcular la edad de la gente joven. Quizá un instinto de supervivencia, para poder creerse que él seguía teniendo veinticinco.

—Empecé hace poco más de un año. —Las rojeces se oscurecían cada vez más, y Patrik tomó nota de que de vez en cuando tragaba saliva, como si estuviera angustiada.

—¿Y estás a gusto? —Quería que se relajara, que no estuviera alerta. Gösta parecía haberle dejado el timón, y se había recostado en su asiento para escuchar tranquilamente.

—Sí, mucho. Es un trabajo muy enriquecedor; o, bueno, también es duro, pero de un modo enriquecedor, no sé si me entiendes. —Hablaba atolondradamente, como si le costara explicarse.

—¿Qué opinión te merecía Mats como compañero de trabajo?

—Matte era un encanto. Todo el mundo lo quería. Los que trabajamos aquí y las mujeres. Con él se sentían seguras.

—¿Se implicó más de la cuenta con alguna de las mujeres?

—No, no, esa es la regla número uno, no puedes tomártelo como algo personal. —Marie meneó la cabeza con tal vehemencia que se le movió la melena entera.

Patrik miró de reojo a Gösta, para ver si a él también le parecía que aquel era un tema muy delicado. Pero Gösta estaba extrañamente tenso. Patrik lo miró. Pero ¿qué le pasaba?

—Oye…, tengo que… ¿Podemos hablar un momento? A solas. —Le tiró a Patrik de la manga de la camisa.

—Claro, ¿quieres que…? —Hizo un gesto hacia la puerta, y Gösta asintió.

—¿Nos perdonas un momento? —dijo Patrik, y Marie no se opuso, aliviada al ver que se interrumpía el interrogatorio.

—¿Qué te pasa? Justo ahora que estábamos a punto de averiguar algo —lo reprendió Patrik cuando estaban en el pasillo.

Gösta se miraba los zapatos. Después de carraspear un par de veces, miró a Patrik con cara de espanto.

—Es que creo que he cometido una gran tontería.