—¿Has sabido algo de Patrik y Gösta? —Paula apareció ante la puerta de Annika.
—No, todavía no —dijo Annika. Iba a decir algo, pero Paula ya iba camino de la cocina, con unas ganas tremendas de tomarse un café en una taza limpia, después de haber pasado varias horas de cuchitril en cuchitril interrogando a drogadictos. Por si acaso, fue a los servicios y se lavó las manos a conciencia. Cuando se dio la vuelta, vio que Martin esperaba su turno.
—Dos almas y la misma idea —dijo riendo.
Paula se secó las manos y le dejó sitio libre.
—¿Te sirvo una taza? —dijo volviéndose para preguntarle, ya de camino a la cocina.
—Sí, gracias —respondió Martin en voz alta para acallar el ruido del grifo.
La jarra estaba vacía, pero la cafetera estaba encendida. Paula soltó un taco, la apagó y empezó a limpiar la capa negra que se había formado en el fondo.
—Aquí huele a quemado —dijo Martin al entrar en la cocina.
—Algún imbécil se ha tomado el último café y ha dejado la cafetera encendida. Pero habrá café dentro de unos minutos.
—Yo también podría tomarme uno —dijo Annika a sus espaldas. Entró en la cocina y se sentó.
—¿Qué tal va la cosa? —Martin se sentó a su lado y la rodeó con el brazo.
—No os habéis enterado, supongo.
—¿Enterado? ¿De qué? —Paula estaba midiendo los cacitos de café.
—Del jaleo que hemos tenido aquí esta mañana.
Paula se volvió y la miró llena de curiosidad.
—¿Qué ha pasado?
—Mellberg ha convocado una rueda de prensa.
Martin y Paula se miraron como para comprobar que los dos habían oído lo mismo.
—¿Una rueda de prensa? —dijo Martin, y se recostó en la silla—. Estás de broma, ¿no?
—No. Al parecer, tuvo una idea genial ayer por la tarde y se dedicó a llamar a la prensa y a la radio. Y todos picaron. Hemos tenido esto lleno de periodistas, incluso del Aftonbladet y el GT.
Paula dejó el colador del filtro de golpe.
—¿Es que está chiflado? ¿Dónde tiene ese hombre el cerebro? —Notó que el pulso se le aceleraba y se obligó a respirar hondo—. ¿Lo sabe Patrik?
—Vaya si lo sabe. Estuvo encerrado con Mellberg en su despacho un buen rato. No oí mucho de lo que decían, pero os aseguro que no utilizó un lenguaje apropiado para menores.
—Lo comprendo —dijo Martin—. ¿Cómo narices es capaz Mellberg de difundir nada ahora? Porque doy por hecho que de lo que ha hablado es de la cocaína, ¿no?
Annika asintió.
—Pues era demasiado pronto, desde luego. Todavía no sabemos nada —dijo Paula con cierta desesperación en la voz.
—Ya, seguramente era eso lo que Patrik trató de explicarle —dijo Annika.
—¿Y cómo fue la rueda de prensa? —Paula presionó por fin el botón de la cafetera y se sentó a esperar a que saliera el café y se llenara la jarra.
—Bueno, pues supongo que el típico espectáculo a lo Mellberg. A mí no me sorprendería que los periódicos lo sacaran mañana en primera plana.
—Vaya —dijo Martin.
Se quedaron en silencio unos segundos.
—¿Cómo os ha ido a vosotros? —preguntó Annika para cambiar de tema. Estaba más que harta de hablar de Bertil Mellberg.
—Nada bien. —Paula se levantó y empezó a servir tres tazas de café—. Hemos estado hablando con algunos de los que sabemos que están involucrados en el tráfico de drogas, pero no hemos encontrado ningún vínculo con Mats.
—No me parece verosímil que anduviera con Rolle y sus compinches. —Martin agradeció la taza de café solo que le daba Paula.
—Ya, a mí también me cuesta creerlo —dijo—. Pero había que comprobarlo de todos modos. Y, en general, por aquí no circula mucha cocaína, hay más heroína y anfetaminas.
—¿No sabemos nada de Lennart todavía? —preguntó Martin.
Annika meneó la cabeza.
—No, os avisaré en cuanto sepa algo. Sé que anoche estuvo con ello un par de horas, así que debería haber avanzado. Y dijo que lo tendría el miércoles.
—Bien —dijo Paula, y tomó un poco de café.
—¿Cuándo volvían Patrik y Gösta? —dijo Martin.
—No lo sé —respondió Annika—. Primero iban al ayuntamiento, y luego a Fjällbacka, a casa de los padres de Mats, así que puede que tarden.
—Esperemos que puedan hablar con los padres antes de que los llame la prensa —dijo Paula.
—Pues yo no estaría tan seguro —observó Martin abatido.
—Mierda, la que ha liado Mellberg —dijo Annika.
—Sí, mierda, la que ha liado Mellberg —masculló Paula.
Se quedaron cabizbajos y en silencio.
Al cabo de un par de horas de lectura y de búsquedas en Internet, Erica pensó que ya debería irse. Pero habían sido unas horas muy fructíferas. Había encontrado bastante información sobre Gråskär, su historia y las gentes que vivieron en la isla. Y sobre quienes, según la leyenda, nunca la abandonaron. El hecho de que ella no creyese ni por un momento en las historias de fantasmas no tenía la menor importancia. Los relatos eran fascinantes y, en cierto modo, quería creérselos.
—Chicos, ¿no creéis que necesitamos un poco de aire fresco? —les dijo a los gemelos, que estaban tumbados en una manta en el suelo.
Ponerles la ropa de abrigo a los pequeños y abrigarse ella también era toda una empresa, pero empezaba a resultar más fácil ahora que cada vez necesitaban menos capas. Aún podía soplar un viento frío de vez en cuando, así que prefería prevenir y les puso un gorrito. Minutos después, ya habían salido. Estaba deseando poder prescindir del cochecito doble, tan aparatoso. Pesaba mucho, aunque le imponía un entrenamiento que necesitaba de verdad. Sabía que era una bobada preocuparse por los kilos de más del embarazo, pero nunca había conseguido que le gustara su cuerpo. Detestaba ser tan femenina y de una forma tan visible y evidente, pero aquella vocecilla que le resonaba en la cabeza y que le decía que no era lo bastante buena parecía ser mucho más difícil de eliminar que ninguna otra cosa.
Aceleró el paso y empezó a notar el sudor corriéndole por la espalda. No había mucha gente en la calle, e iba saludando a todas las personas con las que se cruzaba, intercambiando unas palabras con unos y otros. Muchos le preguntaban por Anna, pero Erica respondía con parquedad. Era un asunto demasiado privado como para hablar con todo el mundo de cómo se encontraba o dejaba de encontrarse su hermana. Todavía no quería compartir con nadie ese sentimiento tan cálido de esperanza que sentía en el pecho. Aún le parecía demasiado frágil.
Una vez que dejó atrás la hilera de cabañas rojas que orlaban la orilla, se detuvo a contemplar Badis. Le encantaría hablar un rato con Vivianne y darle las gracias por el consejo sobre Anna, pero aquellas escaleras le parecían un obstáculo insalvable. Luego cayó en la cuenta de que podía ir por el otro lado. Al menos era más fácil que la escalera. Se volvió resuelta girando el pesado cochecito y encaminó sus pasos hacia la calle siguiente. Cuando por fin llegó a la cima de la pendiente jadeaba tanto que le parecía que iban a estallarle los pulmones. Pero allí estaba, en la cima, y ya podía llegar a Badis por aquel lado.
—¿Hola? —Dio unos pasos y entró en el local. Había dejado a los gemelos en el cochecito, que había aparcado a la entrada. No tenía sentido llevarlos, con todo lo que ello implicaba, sin saber si Vivianne se encontraba allí.
—¡Hola! —Vivianne parecía encantada de ver a Erica—. ¿Pasabas por aquí y has decidido entrar?
—Espero no llegar en mal momento. Si es así, dímelo, por favor. Solo hemos salido a pasear, he traído a los niños.
—Pues muy bien. Pasa, te invito a un café. ¿Dónde están? —Vivianne los buscó con la mirada, y Erica señaló el cochecito.
—Los he dejado ahí, como no sabía si estarías…
—Últimamente tengo la sensación de que me paso aquí las veinticuatro horas del día —rio Vivianne—. ¿Te arreglas tú con ellos mientras yo preparo algo?
—Claro, no tengo elección —dijo Erica con una sonrisa y salió en busca de sus hijos. Vivianne tenía algo que hacía que se sintiera bien cuando estaba con ella. No sabía exactamente qué era, pero se sentía fuerte en su compañía.
Colocó las hamaquitas de Anton y Noel en la mesa y se sentó.
—Tenía la sospecha de que no iba a contentarte con un té verde, así que he preparado veneno de verdad.
Vivianne le lanzó un guiño y le puso el café a Erica, que le dio las gracias. Luego miró suspicaz el líquido semitransparente de la taza de Vivianne.
—Una se acostumbra, créeme —dijo tomando un trago—. Esto tiene montones de antioxidantes. Y te ayuda a prevenir el cáncer. Entre otras cosas.
—Ajá —dijo Erica, saboreando el café. Aquello podía ser todo lo saludable que se quisiera, pero ella no podía vivir sin cafeína.
—¿Qué tal está tu hermana? —preguntó Vivianne, y le acarició a Noel la mejilla.
—Mejor, gracias. —Erica sonrió—. En realidad, por eso me había pasado por aquí. Quería darte las gracias por el consejo. Creo que me ha ayudado bastante.
—Sí, hay muchos estudios que demuestran el efecto curativo que tiene el contacto físico.
Noel empezó a protestar y, tras preguntarle a Erica con la mirada, Vivianne sacó encantada al pequeño de la hamaquita.
—Le gustas —dijo Erica al ver que su hijo callaba enseguida. No se queda tan tranquilo con todo el mundo.
—Son adorables. —Vivianne se frotó la nariz con la mejilla de Noel, y el pequeño trataba de atrapar un mechón de pelo con el puño regordete—. Y ahora te estarás preguntando por qué yo no tengo hijos.
Erica asintió un tanto avergonzada.
—Nunca ha habido ocasión —dijo Vivianne, y le acarició la espalda a Noel.
Se vio un destello y Erica descubrió el anillo de Vivianne.
—Pero, ¿no me digas que os habéis prometido? ¡Qué bien! ¡Enhorabuena!
—Gracias, sí, es estupendo. —Vivianne esbozó una sonrisa y se puso la trenza en el hombro para que Noel pudiera jugar con ella—. Nos pasamos los días enteros trabajando aquí, así que me cuesta sentir entusiasmo por nada en estos momentos. Pero sí, es estupendo.
—Puede que… —Erica dirigió una mirada elocuente a Noel y se sintió como una entrometida. Al mismo tiempo, no podía evitarlo. Vivianne rebosaba añoranza cuando miraba a los gemelos.
—Ya veremos —dijo Vivianne—. ¿No podrías contarme en qué estás trabajando ahora? Ya sé que estás de baja y que andabas muy ocupada, pero ¿tienes algún proyecto en mente?
—Todavía no. Pero bueno, me entretengo investigando un poco. Para mantenerme alerta y no tener la cabeza llena de balbuceos.
—Ajá, ¿y sobre qué? —Vivianne mecía a Noel en las rodillas y el pequeño parecía estar disfrutando del ritmo. Erica le habló de la visita a Gråskär, de Annie y de cómo llamaba la gente a la isla.
—La Isla de los Espíritus —dijo Vivianne pensativa—. Siempre hay algo de verdad en esas leyendas antiguas.
—Bueno, yo no sé si creer en fantasmas y espíritus —rio Erica, pero Vivianne la miró muy seria.
—Hay muchas cosas que existen, aunque no las veamos.
—¿Quieres decir que crees en fantasmas?
—Bueno, yo no usaría el término fantasmas, pero después de tantos años trabajando con la salud y el bienestar, la experiencia me dice que hay algo más de lo que vemos, algo más que la parte física. El ser humano se compone de energía, y la energía no desaparece, solo se transforma.
—¿Tú has tenido alguna experiencia? ¿Algo que tenga que ver con fantasmas, o lo que sea?
Vivianne asintió.
—Varias veces. Es una parte natural de nuestra existencia. Así que si Gråskär tiene esa fama, será por algo. Deberías hablar con Annie. Seguro que ha visto alguna que otra cosa. Bueno, si es que es receptiva.
—¿Qué quieres decir con eso? —Aquel tema fascinaba a Erica, y engullía con avidez cada palabra de Vivianne.
—Que algunas personas son más receptivas a lo que los demás no podemos ver con los sentidos. Igual que hay personas que oyen o ven mejor que otras. Sencillamente, son más perceptivas. Pero todo el mundo puede desarrollar esa capacidad según sus posibilidades.
—Bueno, yo soy escéptica. Pero me encantaría que me demostraran lo contrario.
—Pues ve a Gråskär. —Vivianne le guiñó un ojo—. Allí parece que hay muchas pruebas.
—Sí, sobre todo es que la isla tiene una historia muy interesante. Me gustaría mucho hablar un poco más con Annie, a ver qué sabe. Y puede que a ella le interese lo que he averiguado.
—Bueno, veo que no se te da nada bien estar de baja a tiempo completo —dijo Vivianne sonriendo.
Erica tuvo que reconocer que tenía razón. Desde luego, no era lo que mejor se le daba. Seguro que Annie se alegraba de saber un poco más de la isla y de su historia. Y sobre los fantasmas.
Gunnar miraba el teléfono, que no dejaba de sonar. Era de los antiguos, de los que tenían dial y un auricular muy pesado que se sostenía bien en la mano. Matte había tratado de convencerlos para que lo cambiaran por uno inalámbrico. Incluso les había regalado uno por Navidad años atrás, pero seguía en la caja, en algún lugar del sótano. A él y a Signe les gustaba el antiguo. Ahora ya daba lo mismo.
Continuó mirando el teléfono. Muy despacio, el cerebro le dijo que aquella señal chillona significaba que debía responder.
—¿Hola? —Escuchó concentrado la voz que le hablaba al otro lado del hilo telefónico—. No puede ser. ¿Pero qué idiota es el que llama? ¿Cómo podéis llamar y…? —No fue capaz de terminar la conversación, sino que colgó sin más.
Un instante después, llamaron a la puerta. Aún temblando por la conversación, fue al vestíbulo a abrir. Lo deslumbró un flash y se le vino encima una cascada de preguntas. Cerró la puerta enseguida, echó la llave y se apoyó en la pared. ¿Qué estaba pasando? Miró hacia el piso de arriba. Signe estaba descansando en el dormitorio y Gunnar se preguntaba si el jaleo la habría despertado y qué iba a decirle si bajaba. Ni siquiera él comprendía lo que acababan de anunciarle. Era demasiado absurdo.
Volvieron a llamar a la puerta y Gunnar cerró los ojos y sintió la madera de la pared en la espalda. Fuera parecían intercambiar frases cuyo contenido él no era capaz de distinguir, tan solo advertía el tono de indignación. Luego oyó una voz conocida.
—Gunnar, somos Patrik y Gösta, de la Policía. ¿Podría abrirnos?
Gunnar vio ante sí la imagen de Matte; primero vivo, luego en el suelo del recibidor, en un charco de sangre, con la cabeza destrozada. Entornó los ojos otra vez, se dio la vuelta y abrió. Patrik y Gösta se colaron dentro.
—Pero ¿qué es lo que pasa? —dijo Gunnar con voz extraña y lejana.
—¿Podemos sentarnos? —Patrik echó a andar hacia la cocina sin esperar respuesta.
Volvió a sonar el timbre, y también el teléfono. Los dos sonidos se cruzaban cortando el aire. Patrik levantó el auricular, lo colgó y volvió a descolgarlo.
—El timbre de la puerta no puedo apagarlo —dijo Gunnar desconcertado.
Gösta y Patrik intercambiaron una mirada y Gösta se acercó a la puerta, la abrió y salió a toda prisa. Una vez más, Gunnar oyó voces airadas. Al cabo de un rato, Gösta volvió a entrar.
—Bueno, yo creo que ahora nos dejarán tranquilos un rato —dijo conduciendo a Gunnar a la cocina.
—Nos gustaría que Signe también estuviera presente —dijo Patrik.
Era obvio lo incómodo que se sentía, y Gunnar empezó a preocuparse de verdad. Es que no comprendía lo que estaba pasando, no tenía ni idea.
—Voy por ella —dijo Gunnar, y se dio media vuelta.
—Ya bajo. —Signe apareció en la escalera, parecía que acabara de despertarse. Llevaba un albornoz y, en un lado de la cabeza, el pelo revuelto—. ¿Quién llama a la puerta con tanta insistencia? ¿Y qué hacen aquí? ¿Es que han averiguado algo? —dijo volviéndose hacia Patrik y Gösta.
—Vengan, vamos a la cocina —dijo Patrik.
Signe empezó, como Gunnar, a estar muy preocupada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó bajando los últimos peldaños.
—Siéntense —repitió Patrik.
Gösta le puso una silla a Signe y se sentó. Patrik se aclaró la garganta y Gunnar sintió deseos de taparse los oídos, no tenía fuerzas para oír nada más sobre lo que aquella voz le había insinuado por teléfono. No quería oírlo, pero Patrik empezó a hablar. Gunnar clavó la mirada en la mesa. Todo aquello eran mentiras, mentiras incomprensibles. Pero él se imaginaba perfectamente lo que iba a ocurrir. Las mentiras aparecerían escritas y se convertirían en verdades. Miró a Signe y se dio cuenta de que ella no entendía nada. Cuanto más hablaba el policía, más parecía abstraerse. Gunnar no había visto nunca morir a nadie, ahora lo estaba presenciando. Al igual que no pudo proteger a Matte, su esposa se extinguía sin que él pudiera hacer nada.
Le zumbaba la cabeza. Un rumor le inundó los oídos, y le llamó la atención que ninguno de los demás reaccionase. El ruido resonaba cada vez más fuerte, hasta que dejó de oír lo que decían los policías, solo los veía mover la boca. Notó que también él movía la boca, formulaba la frase para anunciar que necesitaba ir al baño, notó que las piernas se estiraban y se dirigían al recibidor. Era como si otra persona hubiese tomado el mando y gobierno de su cuerpo, y él obedecía para no tener que oír unas palabras que no quería oír, para no tener que ver el vacío en los ojos de Signe.
A su espalda, ellos continuaban hablando, y él siguió hasta el recibidor, dejó atrás el baño y abrió la puerta que había junto a la de la calle. Estuvo a punto de dar un traspié en la escalera, pero recobró el equilibrio y bajó peldaño a peldaño.
El sótano estaba a oscuras, pero él no tenía intención de encender nada. La oscuridad encajaba muy bien con el zumbido, y le ayudaba a continuar. Abrió a tientas el armero que había junto a la caldera. No estaba cerrado con llave como debería, pero no tenía la menor importancia. De haber sido así, habría forzado la cerradura.
Reconoció en la mano el tacto de la culata, después de todas las cacerías de alce en las que había participado hacía años. Con movimientos mecánicos, sacó un cartucho de la caja. Con uno bastaría, no había razón para malgastar más. Lo introdujo en la recámara, oyó el clic que, curiosamente, atravesó el zumbido, cada vez más intenso.
Luego se sentó en la silla que había junto al banco de trabajo. Sin la menor vacilación. El dedo llegó al gatillo. Se estremeció al notar el acero en los dientes, pero luego solo quedó la idea de lo acertado que era aquello, lo necesario.
Gunnar apretó el gatillo. El zumbido cesó.
Mellberg notaba en el pecho un peso para él desconocido. No se parecía a ninguna de las sensaciones que había tenido antes, pero lo experimentó en el mismo instante en que Patrik lo llamó desde Fjällbacka. Un peso muy desagradable que se resistía a desaparecer.
Ernst lanzó un gemido en la cesta. Parecía notar el humor apagado de su amo, como suele ocurrir con los perros, y se levantó, se sacudió un poco, se acercó a Mellberg y se tumbó a sus pies. Algo sí lo consoló, pero no logró erradicar la desazón. ¿Cómo iba a saber él que podía ocurrir aquello, que el hombre bajaría al sótano, se metería la escopeta en la boca y se volaría la cabeza? No era humano exigir que él hubiera podido prever tal cosa, ¿verdad?
Pero por más vueltas que le daba, no lograba que aquellas justificaciones echaran raíces en la conciencia. Mellberg se levantó abruptamente y Ernst se sobresaltó al notar que se quedaba sin el almohadón que eran los pies del amo.
—Vamos, amigo mío, vamos a casa. —Alcanzó la correa que tenía colgada de un perchero en la pared y se la puso a Ernst.
Reinaba en el pasillo un silencio sobrecogedor. Todas las puertas estaban cerradas, pero era como si pudiera oír las acusaciones a través de las paredes. Lo había visto en los ojos de todos. Y quizá por primera vez en la vida, hizo examen de conciencia. Una voz interior le decía que pudiera ser que tuvieran razón.
Ernst tironeó de la correa y Mellberg se apresuró a salir a la calle. Inhibió la imagen de Gunnar en la fría camilla del depósito, del cadáver frío a la espera de que le hicieran la autopsia. Trató de apartar también la imagen de su mujer; o de su viuda, más bien. Hedström le dijo que parecía totalmente ausente y que no pronunció un solo sonido cuando se oyó el disparo en el sótano. Patrik y Gösta bajaron a toda prisa, y cuando volvieron a la cocina, ella no se había movido del sitio. Al parecer, la habían llevado al hospital y la tenían en observación, pero según Hedström, tenía algo en la mirada que le decía que jamás volvería a ser persona. Él también lo había visto alguna vez en su carrera profesional: gente que parecía viva, que respiraba y se movía, pero cuyo interior estaba totalmente vacío.
Respiró hondo antes de abrir la puerta del apartamento. El pánico lo acechaba y habría querido deshacerse del pesar que le agobiaba el pecho y que todo volviera a la normalidad. No quería pensar en lo que había hecho o dejado de hacer. Nunca se le dio muy bien asumir las consecuencias de sus actos, y tampoco se preocupaba mucho cuando la cosa se torcía. Hasta ahora.
—¿Hola? —De repente, sintió un deseo desesperado de oír la voz de Rita y de sentir el sosiego que ella le transmitía y que tan bien le sentaba.
—Hola, cariño, estoy en la cocina.
Mellberg le quitó la correa a Ernst, dejó los zapatos en la entrada y siguió al perro, que entró meneando la cola en dirección a la cocina. Señorita, la perra de Rita, recibió con entusiasmo a Ernst. Los dos animales se olisquearon encantados.
—La comida estará dentro de una hora —dijo Rita sin volverse.
De los fogones le llegaba un olor estupendo. Bertil sorteó a los perros, que siempre parecían ocupar adrede tanto espacio como les fuera posible, se acercó a Rita y la rodeó con los brazos. Notó la calidez de su cuerpo rollizo y familiar y la abrazó con fuerza.
—¡Pero bueno! ¿A qué viene este ataque? —dijo Rita riendo, y se volvió para abrazarlo ella también. Bertil cerró los ojos, consciente de la suerte que tenía y de lo poco que pensaba en ello. La mujer que tenía en sus brazos era todo lo que él había soñado siempre, y no se explicaba cómo hubo un tiempo en que pensaba que la vida de soltero era lo mejor del mundo.
—Oye, ¿estás bien? —Se retiró un poco para poder verlo—. Cuéntame, ¿qué ha pasado?
Mellberg se sentó y se lo soltó todo sin atreverse a mirarla.
—Pero Bertil —dijo Rita sentándose a su lado—. ¿Cómo no lo pensaste antes, hombre?
Por curioso que pudiera parecer, era un alivio que no le fuera con retóricas de consuelo. Tenía razón. No lo había pensado mucho antes de ir a la prensa. Pero jamás se habría imaginado aquello.
—¿Qué ves en mí? —dijo al fin. La miró a la cara, como si quisiera oír pero también ver su respuesta. Le resultaba incómodo y poco habitual dar un paso atrás y verse desde fuera. Verse a través de los ojos de los demás. Siempre hizo lo posible por evitarlo, pero ya no podía seguir así. Y ni siquiera lo deseaba. Por Rita quería ser mejor persona, un hombre mejor.
Ella no esquivó su mirada y se quedó un buen rato así, en silencio. Luego le acarició la mejilla.
—Veo a alguien que me mira como si fuera la octava maravilla. Alguien tan cariñoso que haría cualquier cosa por mí. Veo a alguien que ayudó a que mi nieto viniera al mundo, que estaba cuando lo necesitaba. Que daría su vida por un niño para quien el abuelo Bertil es lo mejor del mundo. Veo a alguien con más prejuicios que nadie que yo haya conocido, pero que siempre está dispuesto a dejarlos a un lado cuando la realidad le demuestra lo contrario. Y veo a alguien que tiene sus pegas y defectos, y quizá incluso un concepto demasiado alto de sí mismo, pero que ahora tiene el alma herida porque sabe que ha cometido un gran error. —Le apretó la mano con fuerza—. Como quiera que sea, tú eres la persona a cuyo lado quiero despertarme por las mañanas, y eres para mí tan perfecto como se pueda imaginar.
La comida se salió de la olla en el fogón, pero Rita no se inmutó. Mellberg notó que el peso del pecho empezaba a aligerarse. Y empezó a dejar sitio para otro sentimiento. Bertil Mellberg sintió una gratitud inmensa.
Las ganas estaban ahí. Se preguntaba si algún día se vería libre de la añoranza de aquello que sabía que nunca más podría tocar. Annie se revolvió en la cama. Era temprano, aún no era hora de acostarse, pero Sam se había vuelto a dormir y ella trataba de leer un rato allí tumbada. Pero media hora después, había pasado una sola página, y apenas recordaba cuál era el libro que tenía entre las manos.
A Fredrik no le gustaba que leyera. Decía que era una pérdida de tiempo y, cuando la sorprendía enfrascada en un libro, se lo arrancaba de las manos y lo tiraba al suelo. Pero ella sabía bien por qué lo hacía. No le gustaba sentirse necia y poco ilustrada. Él no había leído un solo libro en su vida, y no soportaba la idea de que ella supiera más o tuviera acceso a otros mundos distintos del suyo. Se suponía que él era el listo y el hombre de mundo. Ella solo tenía que ser mona y cerrar el pico, y mejor si no hacía preguntas ni daba su opinión. Un día en que tenían invitados cometió el error de implicarse en la conversación sobre la política exterior de Estados Unidos. Al quedar claro que sus puntos de vista eran fundados y meditados, Fredrik no lo pudo soportar. Guardó las apariencias hasta que se fueron los invitados. Luego, Annie tuvo que pagarlo caro. Estaba embarazada de tres meses.
Le había arrebatado tantas cosas…, no solo la lectura. Lento pero seguro, le fue hurtando sus pensamientos, su cuerpo, la seguridad en sí misma. No podía dejar que se llevara también a Sam. Su hijo era su vida y sin él ella no era nada.
Dejó el libro encima de la colcha y se acostó de lado, de cara a la pared. Casi de inmediato notó como si alguien se sentara en la cama y le pusiera la mano en el hombro. Sonrió y cerró los ojos. Alguien tarareaba una nana y lo hacía con una voz suave, quedamente, como en un susurro. Se oyó una risa infantil. Un niño jugaba en el suelo a los pies de su madre, escuchando la canción, igual que Annie. Le gustaría poder quedarse con ellos para siempre. Allí Sam y ella estaban seguros. La mano que sentía en el hombro era tan suave y le infundía tanta confianza… La voz seguía cantando y ella quería volverse a mirar al niño, pero le pesaban los ojos.
Lo último que vio en la linde entre el sueño y la realidad fueron sus manos llenas de sangre.
—¿Erling te ha dejado ir sin más? —Anders la besó en la mejilla cuando ella entró.
—Crisis en la oficina —dijo Vivianne, que aceptó agradecida el vaso de vino que le daba su hermano—. Además, sabe que hay mucho que hacer antes de la inauguración.
—Bueno, ¿lo repasamos todo? —dijo Anders. Se sentó a la mesa, que estaba atestada de documentos.
—A veces me parece tan absurdo… —dijo Vivianne, y se sentó enfrente.
—Pero sabes por qué lo hacemos, ¿verdad?
—Sí, lo sé —respondió ella mirando el fondo del vaso.
Anders vio el anillo que llevaba en el dedo.
—¿Qué es eso?
—Erling me ha pedido que me case con él. —Vivianne alzó la copa y dio un buen trago.
—Vaya, hasta ese punto…
—Sí —dijo. ¿Y qué iba a decir?
—¿Tenemos las invitaciones controladas? —Anders comprendió que debía cambiar de tema. Entresacó del montón unos documentos grapados donde se leían las listas de nombres.
—Sí, el viernes era el último día para confirmar.
—Bien, entonces eso está listo. ¿Y la comida?
—Todo comprado, el cocinero parece bueno y tenemos bastante personal para servir las mesas.
—¿No te parece esto un tanto absurdo? —dijo Anders, y dejó la lista en la mesa.
—¿Por qué? —preguntó Vivianne. Esbozó una sonrisa—. Nunca está de más divertirse un poco.
—Ya, pero es una cantidad terrible de trabajo. —Anders señaló los montones de papeles.
—Pero el resultado será una tarde fantástica. Una grande finale. —Levantó la copa y bebió. De repente, el sabor y el olor le dieron náuseas. Tenía las imágenes tan nítidas en la retina, a pesar de lo lejos que habían llegado desde entonces…
—¿Has pensado en lo que te dije? —Anders la miró inquisitivo.
—¿De qué? —respondió Vivianne, fingiendo no comprender.
—De Olof.
—Ya te he dicho que no quiero hablar de él.
—No podemos seguir así. —Le hablaba con tono suplicante, aunque ella no comprendía bien por qué. ¿Qué quería? Aquello era lo único que conocían. Ella y él. Seguir siempre adelante. Así habían vivido desde que se liberaron de él, del hedor a vino tinto, a tabaco y a los olores extraños de los hombres. Todo lo habían hecho juntos y ella no comprendía lo que quería decir con que no podían seguir así.
—¿Has visto las noticias de hoy?
—Sí. —Anders se levantó para empezar a servir la cena. Había reunido todos los papeles en un montón, que dejó encima de una silla.
—¿Tú qué crees?
—No creo nada —dijo Anders, y puso dos platos en la mesa.
—Yo estuve en tu casa hasta tarde aquel viernes, después de que Matte se hubiera pasado por Badis. Erling se había dormido y yo tenía que hablar contigo. Pero tú no estabas en casa. —Ya lo había dicho. Ya había soltado lo que tanto tiempo llevaba rumiando. Miraba a Anders, rogando para sus adentros que reaccionara, que hiciera cualquier cosa que pudiera tranquilizarla. Pero él no era capaz de mirarla a la cara. Se quedó inmóvil, con la vista fija en algún punto de la mesa.
—No lo recuerdo bien. Puede que saliera a dar un paseo nocturno.
—Fue después de medianoche. ¿Quién sale a pasear a esas horas?
—Tú sí saliste.
Vivianne sintió el llanto escociéndole en los párpados. Anders nunca había tenido secretos para ella. Entre ellos no había secretos. Hasta aquel momento. Y eso le causaba más pavor que nada en la vida.
Patrik hundió la cara en su pelo y se quedó así un buen rato en el recibidor.
—Ya me he enterado —dijo Erica.
Los teléfonos se pusieron a sonar en toda Fjällbacka en cuanto empezó a saberse lo ocurrido, y a aquellas alturas, todo el mundo estaba enterado. Gunnar Sverin se había pegado un tiro en el sótano de su casa.
—Cariño… —Erica notó que respiraba entrecortadamente, y cuando por fin se soltó de sus brazos, vio que estaba llorando. ¿Qué ha pasado?
Ella lo llevó de la mano a la cocina. Los niños estaban dormidos y lo único que se oía era el sonido amortiguado del televisor en la sala de estar. Lo sentó en una silla y empezó a preparar sus tostadas favoritas: galletas de pan con mantequilla, queso y caviar, para mojar en el chocolate caliente.
—No puedo comer —dijo Patrik con la voz empañada por el llanto.
—Sí, algo tienes que tomar —insistió ella con voz maternal, y continuó con los preparativos.
—Joder con Mellberg. Él ha sido el que lo ha causado todo —dijo Patrik al fin, y se enjugó las lágrimas en la manga de la camisa.
—Yo lo he oído en las noticias. ¿Ha sido Mellberg el que…?
—Sí.
—Desde luego, esta vez se ha superado a sí mismo. —Erica removió el cacao en la cacerola con la leche. Y le puso una cucharada extra de azúcar.
—En cuanto oímos el chasquido lo comprendimos. Tanto Gösta como yo. Iba al baño. Eso nos dijo. Pero no lo comprobamos. Deberíamos haber pensado… —Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que secarse las lágrimas otra vez.
—Toma —dijo Erica alargándole un poco de papel de cocina.
No solía ver llorar a Patrik, y le dolía. Ahora quería hacer cuanto estuviera en su mano por conseguir que volviera a estar feliz. Le preparó dos tostadas y sirvió el chocolate caliente en una taza grande.
—Aquí tienes —dijo resuelta, y se lo puso todo delante, en la mesa.
Patrik sabía cuándo no tenía el menor sentido llevarle la contraria a su mujer. Mojó a disgusto una de las tostadas hasta que el pan empezó a reblandecerse, y dio un gran mordisco.
—¿Cómo está Signe? —Erica se sentó a su lado.
—Me tenía preocupado antes de que ocurriera esto. —Patrik se esforzaba por tragar—. Y ahora… No sé. Le dieron tranquilizantes y está en observación. Pero no creo que vuelva a ser la misma. No le queda nada. —Empezó a llorar otra vez, y Erica se levantó y le dio otro trozo de papel de cocina.
—¿Qué vais a hacer ahora?
—Continuar. Gösta y yo iremos a Gotemburgo mañana para seguir una pista. Además, Pedersen nos hará llegar el resultado de la autopsia por la mañana. Tenemos que seguir trabajando como antes. O con más empeño aún.
—¿Y los periódicos?
—No podemos impedirles que escriban. Pero te prometo que nadie de la comisaría volverá a hablar con ellos en esta fase. Mellberg tampoco. Si lo hace, lo comunicaré a la autoridad policial de Gotemburgo. Podría añadir otras cosas, además.
—Pues sí, yo en tu lugar lo haría —dijo Erica—. ¿Quieres quedarte aquí un rato o prefieres que nos vayamos a la cama?
—Mejor nos acostamos. Quiero abrazarte muy fuerte. ¿Puede ser? —Le rodeó la cintura con el brazo.
—Por supuesto que puede ser.