Mellberg silbaba de camino al trabajo. Tenía la sensación de que aquel sería un buen día. Había hecho algunas llamadas la noche anterior y ahora disponía de media hora para prepararse.
—¡Annika! —gritó nada más entrar en recepción.
—Estoy aquí, no tienes que gritar.
—Prepara la sala de conferencias, por favor.
—¿La sala de conferencias? No sabía que aquí tuviéramos nada tan elegante. —Se quitó las gafas y las dejó colgando del cordón que tenía al cuello.
—Ya, ya, bueno, ya sabes a qué sala me refiero. La única en la que cabe un número algo mayor de sillas.
—¿Sillas? —Annika sintió cierto malestar en el estómago. Que Mellberg llegara tan temprano y, además, tan animado, no presagiaba nada bueno.
—Sí, filas de sillas. Para la prensa.
—¿La prensa? —dijo Annika, y notó crecer el nudo. ¿Qué se le habría ocurrido ahora?
—Sí, la prensa. Tiene castañas lo lentos que estamos hoy, ¿no? Voy a celebrar una rueda de prensa, y los periodistas necesitan sillas donde sentarse. —Habló con mucha claridad, como si estuviese dirigiéndose a un niño.
—¿Lo sabe Patrik? —Annika miró de reojo el teléfono.
—Hedström se enterará cuando tenga la bondad de venir al trabajo. Son las ocho y dos minutos —dijo Mellberg, sin pensar en que él mismo rara vez se dejaba caer por allí antes de las diez—. La rueda de prensa es a las ocho y media. O sea, dentro de menos de media hora. Y necesitamos una sala.
Annika volvió a mirar el teléfono, pero comprendió que Mellberg no se daría por vencido hasta que levantara el pandero y empezara a organizar la única habitación que valía para su objetivo. Esperaba que se fuera enseguida a su despacho, y entonces tendría la oportunidad de llamar a Patrik y prevenirlo de lo que se avecinaba.
—¿Qué es esto? —La voz de Gösta resonó desde la entrada mientras Annika colocaba las sillas.
—Pues parece que Mellberg va a dar una rueda de prensa.
Gösta se rascó la nuca y miró a su alrededor.
—¿Lo sabe Hedström?
—Exactamente lo mismo que le he preguntado yo a Bertil. No, parece que no. Esta es una de esas ideas brillantes que se le ocurren a él, y no he podido localizar a Patrik para avisarle.
—¿Avisarme de qué? —Patrik asomó la cabeza por detrás de Gösta—. ¿Qué estás haciendo?
—Vamos a celebrar una rueda de prensa dentro de… —Annika miró el reloj— …diez minutos.
—Estás de broma, ¿no? —dijo Patrik, pero la expresión de Annika revelaba que en modo alguno se trataba de una broma—. Maldita sea… —Patrik dio media vuelta y enfiló hacia el despacho de Mellberg. Luego oyeron una puerta que se abría, voces airadas y por fin una puerta que se cerraba.
—Ay, ay, ay —dijo Gösta rascándose otra vez la nuca—. Bueno, pues yo me voy a mi despacho. —Desapareció con tal rapidez que Annika se preguntó si de verdad habría estado allí o si habría sido un espejismo.
Continuó colocando las sillas y refunfuñando, pero habría dado cualquier cosa por convertirse en una mosca y poder pegarse a la pared del despacho de Mellberg. Oía las voces que subían y bajaban de volumen allí dentro, pero no era capaz de distinguir nada de lo que se decían. Luego, llamaron a la puerta y fue corriendo a abrir.
Quince minutos después estaban allí todos los periodistas. Se elevaba de las sillas un leve murmullo. Algunos se conocían, reporteros del Bohusläningen, del Strömstads Tidning y los demás periódicos locales. También había acudido la radio local y, por supuesto, representantes de la prensa vespertina, «los grandes diarios», que no se dejaban ver mucho por la zona. Annika se mordía el labio nerviosa. Mellberg y Patrik seguían sin aparecer y se preguntaba si debería decir algo o simplemente esperar a ver qué pasaba. Optó por la segunda alternativa, pero no dejaba de mirar de reojo hacia la puerta de Mellberg. Finalmente, esta se abrió y Mellberg apareció rojo de ira y con el pelo revuelto. Patrik se había quedado en la puerta, con los brazos en jarras y echando chispas. Mientras que Mellberg se acercaba, Patrik se fue a su despacho y cerró de un portazo tal que temblaron los cuadros del pasillo.
—Niñatos —masculló Mellberg al pasar delante de Annika—. Mira que venir a decirme a mí cómo tengo que hacer las cosas. —Se detuvo un instante, respiró hondo y se recolocó el pelo. Acto seguido, entró en la sala—. ¿Estamos todos? —dijo con una amplia sonrisa, que recibió un murmullo afirmativo por respuesta.
»Bien, pues entonces, empecemos. Como ya os adelanté ayer, la investigación del asesinato de Mats Sverin ha dado un giro inesperado. —Hizo una pausa, pero nadie tenía aún preguntas que hacer—. Los que trabajáis en la prensa local sabréis ya seguramente que ayer tuvimos un amago de accidente que acabó con cuatro niños ingresados de urgencia en el hospital de Uddevalla.
Algunos de los periodistas asintieron.
—Los chicos habían encontrado una bolsa que contenía un polvo blanco. Creían que eran polvos pica-pica y lo probaron. Dado que resultó ser cocaína, presentaron varios síntomas graves y los llevaron al hospital. —Hizo otra pausa y se irguió en la silla. Estaba en su elemento. Le encantaban las ruedas de prensa.
El periodista del Bohusläningen levantó la mano, y Mellberg le concedió la palabra con un gesto muy profesional.
—¿Dónde encontraron la bolsa los niños?
—En Fjällbacka, en una papelera junto a los bloques de Tetra Pak.
—¿Han sufrido secuelas? —preguntó uno de los periodistas de la prensa vespertina, sin molestarse en que le cedieran el turno de palabra.
—Según los médicos, se recuperarán por completo y no quedarán secuelas. Por suerte, solo probaron un poquito.
—¿Creéis que fue alguno de los drogadictos conocidos de la zona quien se deshizo de la bolsa? ¿O está la droga relacionada con el asesinato? Al principio has mencionado algo en ese sentido… —intervino el periodista del Strömstads Tidning.
Mellberg disfrutaba sintiendo cómo se tensaba el ambiente. Todos notaban que tenía algo gordo que contarles, y él pensaba sacarle todo el jugo posible. Al cabo de un instante de silencio, dijo:
—La bolsa estaba en una papelera, delante del portal de Mats Sverin. —Miró despacio a cada uno de los presentes. Todas las miradas estaban pendientes de él—. Y hemos identificado sus huellas en la bolsa.
Un rumor recorrió la sala.
—Vaya noticia —dijo el chico del Bohusläningen, y varias manos se alzaron en el aire.
—¿Creéis que se trata de un negocio de tráfico de droga que se torció? —El periodista del GT anotaba ansiosamente mientras el fotógrafo tomaba instantáneas. Mellberg pensó que tenía que meter la barriga.
—No queremos desvelar demasiado en esta fase de la investigación, pero esa es la hipótesis sobre la que trabajamos, sí.
Disfrutaba oyéndose a sí mismo. Si hubiera elegido otros caminos en la vida, habría podido convertirse en el jefe de prensa de la Policía de Estocolmo, o algo así. Y habría salido en la televisión cuando asesinaron a la ministra Anna Lindh, y aparecido en el sofá del estudio hablando del asesinato de Palme.
—¿Hay alguna otra pista que indique que se trate de un asunto de drogas? —preguntó el periodista del GT.
—Sobre eso no puedo pronunciarme —dijo Mellberg. Se trataba de darles los huesos justos que roer. Ni más, ni menos.
—¿Habéis comprobado los antecedentes de Sverin? ¿Hay en ellos algo relacionado con las drogas? —El Bohusläningen había conseguido lanzar una pregunta.
—Sobre eso tampoco quiero pronunciarme.
—¿Está lista la autopsia? —continuó el reportero del GT, al que los demás periodistas, más considerados, empezaban a mirar con encono.
—No, esperamos tener los resultados la semana que viene.
—¿Tenéis algún sospechoso? —El reportero del GöteborgsPosten logró hacerse oír.
—Por ahora, ninguno. Bueno, me temo que no tenemos mucho más que decir por el momento. Os hemos dado la información que podíamos ofrecer, y la iremos actualizando a medida que avance la investigación. Pero puedo adelantaros que, en las circunstancias actuales, considero que estamos a punto de dar un paso decisivo.
A tal declaración siguió una lluvia de preguntas, pero Mellberg meneó la cabeza. Tendrían que contentarse con los despojos que les había arrojado. Se felicitó a sí mismo por tan brillante intervención mientras volvía a su despacho con pasos ágiles. La puerta de Patrik estaba cerrada. Qué tío más agrio, pensó Mellberg enfurruñado. Hedström debería tomar conciencia de quién era el que adoptaba las decisiones en la comisaría y quién tenía más experiencia en aquellas cuestiones. Si no le gustaba, ya podía buscar trabajo en otro sitio.
Mellberg se sentó ante el escritorio, puso los pies encima de la mesa y cruzó las manos en la nuca. Se había ganado un sueñecito.
—¿Por quién empezamos? —preguntó Martin, y salió del coche aparcado delante del bloque de apartamentos de alquiler.
—¿Qué tal Rolle?
Martin asintió.
—Sí, hace ya mucho que no hablamos con él. Le vendrá bien que le dediquemos un poco de atención.
—Pues esperemos que esté en condiciones de hablar.
Subieron la escalera y, una vez ante la puerta de Rolle, Paula llamó al timbre. Nadie acudía a abrirles, así que llamó otra vez. Entonces empezó a ladrar un perro.
—Joder, el pastor alemán. Se me había olvidado. —Martin se estremeció de miedo. No le gustaban los perros grandes, y los perros de los drogadictos se le antojaban muy poco de fiar.
—No es peligroso. Yo me lo he cruzado muchas veces. —Paula volvió a llamar y ahora sí se oyeron pasos al otro lado de la puerta, que se abrió despacio.
—¿Sí? —Rolle preguntó con cara de desconfianza, y Paula dio un paso atrás para que la viera bien. El perro ladraba furioso entre las piernas del amo, y parecía querer salir por la rendija de la puerta. Martin se plantó en el primer peldaño del tramo de escalera que subía al piso siguiente, aunque no se explicaba por qué debía sentirse más seguro allí subido.
—Paula, de la Policía de Tanum. Nos hemos visto un par de veces.
—Sí, claro, me acuerdo de ti —dijo, pero sin hacer amago de quitar la cadena y abrir la puerta del todo.
—Nos gustaría entrar un momento. Solo para hablar un rato.
—Solo para hablar un rato. Ya, eso ya lo había oído antes. —Rolle no se inmutó.
—Lo digo en serio. No venimos por ti. —Paula hablaba con serenidad.
—Bueno, bueno, pues adelante. —Rolle abrió la puerta.
Martin se quedó mirando al perro, que el amo tenía sujeto por el collar.
—Hola, chucho. —Paula se arrodilló y empezó a rascar al perro detrás de la oreja. El animal dejó de ladrar enseguida y se dejó acariciar de buen grado—. Eres una chica preciosa. Claro, claro, ahí te gusta que te rasque, ¿eh? —Continuó rascándole las orejas; la perra estaba encantada.
—Nikki es muy buena —dijo Rolle, que soltó el collar.
—Ven, Martin. —Paula le hizo una señal para que se acercara. Todavía vacilante, Martin bajó del peldaño y se acercó a Paula y a Nikki—. Deja que te diga hola, es muy buena.
Martin obedeció reticente. Empezó a rascar al enorme pastor alemán y recibió a cambio un lametón en la mano.
—¿Lo ves? Le has caído bien —dijo Paula con una sonrisa burlona.
—Mmm… —replicó Martin un poco avergonzado. La perra no parecía tan peligrosa así, vista de cerca.
—Bueno, ahora tenemos que hablar un poco con tu dueño. —Paula se levantó y Nikki ladeó la cabeza con expresión suplicante, antes de deslizarse hacia el interior del piso.
—Me gusta la decoración —dijo Paula mirando a su alrededor.
Rolle tenía alquilado un estudio, y era obvio que crear un ambiente acogedor no era para él una prioridad. El mobiliario se componía de una cama pequeña de madera cuyas sábanas no eran del mismo juego, un televisor enorme de los antiguos, que estaba en el suelo, un sofá marrón lleno de motas y una mesa baja y desportillada. Todo parecía sacado de un contenedor, y así sería, probablemente.
—Nos sentamos en la cocina —dijo Rolle, y se adelantó para guiarlos.
Martin sabía que, según los datos del archivo, tenía treinta y un años, aunque parecía por lo menos diez años mayor. Alto, pero algo encorvado, la melena grasienta le caía por encima del cuello desgastado de la camisa de cuadros. Los vaqueros estaban cuajados de manchas resecas y de desgarrones que no obedecían a ninguna moda, sino al largo camino recorrido.
—No tengo nada que ofreceros —dijo Rolle con sarcasmo, y chasqueó los dedos para llamar a Nikki, que se tumbó a su lado.
—No hace falta —respondió Paula. A juzgar por la cantidad de platos sucios que había en la encimera y en el fregadero, tampoco habría ninguna taza limpia, si hubieran querido tomar café.
—Bueno, ¿qué queréis? —Dejó escapar un suspiro y empezó a morderse la uña del pulgar derecho. Tenía las uñas tan mordisqueadas que se veían las yemas de los dedos plagadas de heridas.
—¿Qué sabes del chico de la escalera vecina? —Paula lo miraba fijamente.
—¿Qué chico?
—¿Tú quién crees? —dijo Martin, que se sorprendió llamando por señas a Nikki, para que se tumbara a su lado.
—El que encontraron con un tiro en la nuca, supongo. —Rolle no esquivó la mirada de Paula.
—Correcto. ¿Y?
—¿Qué? Yo no sé nada de eso. Ya lo dije cuando estuvisteis aquí la otra vez.
Paula miró inquisitiva a Martin, que asintió. Él había estado hablando con Rolle justo después del asesinato, el día que hicieron la primera ronda por el vecindario.
—Ya, pero desde entonces nos hemos enterado de algunas cosas. —A Paula se le endureció la voz de pronto. Martin pensó que no le gustaría tener ninguna diferencia con ella. Era bajita, pero más valiente que la mayoría de los tíos que conocía.
—¿Ah, sí? —respondió Rolle descarado, pero Martin advirtió que tenía curiosidad.
—¿Te has enterado de que unos niños encontraron una bolsa de cocaína aquí abajo? —preguntó Paula. Rolle dejó de morderse las uñas.
—¿Cocaína? ¿Dónde?
—En la papelera que hay delante del portal. —Señaló hacia la papelera, que se veía por la ventana de la cocina.
—¿Cocaína en la papelera? —repitió Rolle con cierta ansia en la mirada.
Debía de ser el sueño de cualquier drogadicto, pensó Martin. Encontrar una bolsa en una papelera. Como ganar la lotería sin haber jugado.
—Sí, y los niños la probaron. Tuvieron que llevarlos a Urgencias y podrían haber muerto —dijo Paula.
Rolle se pasó la mano por el pelo grasiento.
—Es una mierda. Los niños no deben tocar esas cosas.
—Tienen siete años. Creían que eran golosinas.
—Pero dices que han salido ilesos, ¿no?
—Sí. Y esperemos que nunca vuelvan a acercarse a esa mierda. La mierda en la que andas metido tú.
—Yo jamás les vendería a unos niños. Me conocéis, joder. Yo nunca daría droga a los niños.
—No, si lo sabemos. Ya te digo que la encontraron en la papelera. —Paula suavizó un poco el tono—. Pero hay ciertos vínculos entre el joven asesinado y la bolsa de cocaína.
—¿Qué vínculos?
—Eso no importa. —Paula subrayó sus palabras con un gesto de la mano—. Lo que queremos saber es si tú y él tuvisteis algún contacto, si sabes algo. Y no, no te vamos a meter ningún puro por eso —continuó antes de que Rolle pudiera decir nada—. Estamos investigando un asesinato, y eso es mucho más importante. En cambio, si nos ayudas, podría serte útil en el futuro.
Rolle parecía reflexionar a fondo. Luego, se encogió de hombros y suspiró.
—Lo siento. Lo vi alguna que otra vez de pasada, pero nunca cruzamos una palabra. No me parecía que entre él y yo hubiera nada de qué hablar. Pero si lo que decís es verdad, puede que tuviéramos más en común de lo que yo creía —dijo entre risas.
—¿Y no has oído nada de tus contactos? —intervino Martin. Nikki se había sentado a sus pies, y la estaba acariciando.
—No —dijo Rolle a disgusto. Le habría encantado ganarse unos puntos, pero era obvio que no sabía nada.
—Si oyes algo, nos llamarás, ¿verdad? —dijo Paula entregándole su tarjeta. Rolle volvió a encogerse de hombros y se guardó la tarjeta en el bolsillo trasero del pantalón.
—Claro. Encontráis solos la salida, ¿verdad? —Sonrió y alargó el brazo en busca de la caja de rapé que tenía en la mesa. Al subírsele la manga de la camisa, quedaron al descubierto los pinchazos del brazo. Rolle se metía heroína, no cocaína.
Nikki los acompañó a la puerta en lugar del amo, y Martin le dio unas cuantas palmaditas antes de cerrar.
—Uno menos. Nos quedan tres. —Paula empezó a bajar las escaleras.
—Es una maravilla pasar el día de agujero en agujero en el barrio de la droga —dijo Martin, siguiéndola escaleras abajo.
—Con un poco de suerte, conocerás a más perros. Nunca he visto a nadie pasar tan rápido del pánico al enamoramiento.
—Es que era una perra preciosa —dijo Martin bajito—. Pero a mí me siguen dando miedo los perros grandes.
Erica sintió como si le hubieran quitado un peso enorme de encima. En el fondo, era consciente de que aún quedaba mucho camino por recorrer, y que Anna podía caer de nuevo en el abismo. No había nada seguro. Al mismo tiempo, sabía que su hermana era una luchadora. Se había levantado en otras ocasiones contando solo con su voluntad, y Erica estaba convencida de que volvería a hacerlo.
Patrik también se había alegrado mucho la noche anterior cuando le contó los progresos de Anna. Aquella mañana se fue silbando al trabajo, y Erica esperaba que el buen humor le durase todo el día. Desde que estuvo ingresado en el hospital, exageraba un poco a la hora de vigilar su estado de ánimo. La paralizaba la idea de que a Patrik le ocurriera algo. Era su amigo, su amor y el padre de sus tres maravillosos hijos. No podía arriesgar todo aquello estresándose. Ella jamás se lo perdonaría.
—Hola, aquí estamos otra vez —saludó al entrar con el cochecito en la biblioteca.
—Hola —respondió May con tono alegre—. Claro, ayer no te dio tiempo de terminar, ¿no?
—Pues no, y hay varios libros de consulta a los que quería echar una ojeada. Pensaba aprovechar ahora que los niños se han dormido.
—Muy bien, pues ya sabes, si necesitas ayuda, aquí me tienes.
—Gracias —dijo Erica, y se sentó a una mesa.
Resultaría complicado encontrar lo que buscaba. Iba tomando notas de las referencias a otras fuentes de información, pero la mayoría conducían a un exceso de datos sobre otras islas y zonas de la comarca. De vez en cuando, no obstante, encontraba pepitas de oro diminutas que la animaban a seguir adelante. En otras palabras, como en cualquier investigación.
Se inclinó a echar un vistazo al cochecito. Los gemelos dormían tranquilos. Estiró un poco las piernas y siguió leyendo. Descubrió que le gustaban las historias de fantasmas. Hacía mucho tiempo que no leía ninguna. Cuando era pequeña devoraba las más terribles de cuantas caían en sus manos, desde Edgar Allan Poe hasta las sagas tradicionales nórdicas. Quizá por eso empezó su carrera literaria escribiendo acerca de casos reales de asesinato, como una prolongación de las cruentas historias de la niñez.
—Puedes fotocopiar lo que necesites llevarte —dijo May solícita.
Erica asintió y se levantó. Había dado con una serie de páginas que quería leer en casa más despacio. Sintió un cosquilleo muy familiar en el estómago. Le encantaba husmear e indagar y luego ir componiendo el rompecabezas pieza a pieza. Muy en particular, después de unos meses pensando solo en bebés, disfrutaba más aún de tener una actividad más adulta a la que dedicarse. Le había dicho a la editorial que empezaría a escribir el siguiente libro dentro de seis meses, y pensaba mantenerse firme en su decisión. Pero necesitaría algo con lo que entretener el cerebro hasta entonces, y aquello se le antojaba lo bastante suave para empezar.
Con un puñado de copias en el neceser de los niños, se marchó a casa tranquilamente. Los chicos seguían durmiendo. La vida era maravillosa.
—Mierda de imbécil de mierda… —Patrik no solía expresarse de forma tan grosera, pero Gösta lo comprendía perfectamente. En aquella ocasión, Mellberg se había superado a sí mismo.
Patrik dio tal puñetazo en el salpicadero que Gösta dio un respingo.
—Oye, piensa en tu corazón.
—Ya, ya —dijo Patrik, y se obligó respirar hondo un par de veces y a tranquilizarse.
—Ahí —dijo Gösta señalando un aparcamiento vacío—. ¿Cómo lo organizamos? —añadió sin salir del coche.
—No hay ningún motivo para andarse con paños calientes —dijo Patrik—. De todos modos, lo leerán en los periódicos.
—Sí, ya lo sé, pero ahora debemos concentrarnos en resolverlo, con independencia de la que haya liado Mellberg.
Patrik miró a Gösta asombrado y un tanto avergonzado.
—Tienes razón. Lo hecho, hecho está, y tenemos que seguir trabajando. Propongo que empecemos por Erling, y luego con los demás compañeros de trabajo de Mats. A ver si alguno notó algo que relacionaran con el consumo de drogas.
—¿Algo como qué? —preguntó Gösta, con la esperanza de no parecer demasiado idiota, pero sencillamente, no comprendía lo que quería decir Patrik.
—Pues sí, si se había comportado de un modo extraño o diferente en algún sentido. Parecía muy recto, pero quizá recuerden algo que se saliera de lo normal.
Patrik salió del coche y Gösta lo siguió. No habían llamado para preguntar quiénes estaban en las oficinas del ayuntamiento, pero cuando hablaron con la recepcionista, comprobaron que habían tenido suerte. Todos estaban en sus puestos.
—¿Podrá recibirnos Erling? —Patrik se las arregló para que sonara como una orden, más que como una pregunta.
La chica de recepción asintió asustada.
—No tiene ninguna reunión —dijo señalando hacia el lugar donde Gösta ya sabía a aquellas alturas que se encontraba el despacho de Erling.
—Hola —dijo Patrik cuando llegaron a la puerta.
—¡Hombre, hola! —Erling se levantó y se acercó a saludarlos—. Adelante, adelante. ¿Cómo va todo? ¿Habéis avanzado algo? Por cierto que ya me he enterado de lo de esos niños, lo de ayer. Por Dios bendito, ¿qué va a ser de esta sociedad? —Volvió a sentarse.
Patrik y Gösta intercambiaron una mirada, y Patrik tomó la palabra.
—Bueno, parece que existe un vínculo —carraspeó un poco, dudando sobre cómo continuar—. Tenemos motivos para creer que Mats Sverin estaba relacionado con la cocaína que encontraron los chicos.
Se hizo un silencio compacto en el despacho. Erling se los quedó mirando y ellos aguardaron pacientemente. Su perplejidad parecía sincera.
—Yo… pero… ¿cómo? —balbució por fin, y meneó la cabeza.
—¿No sospechaste nada? —dijo Gösta, para facilitarle las cosas.
—No, de ninguna manera. Jamás habríamos sospechado siquiera nada por el estilo. —No quedaba ni rastro de su habitual verborrea.
—¿No había ningún indicio de que Mats tuviera algún problema? ¿Cambios de humor, retrasos en el trabajo, que le costara cumplir el horario, una conducta extraña? —Patrik examinó a Erling, que parecía sincero.
—No, tal y como ya os dije, Mats era la estabilidad personificada. Un tanto reservado para ciertas cosas, puede ser, pero nada más. —Se estremeció—. ¿Sería por eso? ¿Sería por la droga? De ser así, quizá no fuera tan raro que no quisiera hablar de su vida privada.
—No lo sabemos. Pero esa podría ser la explicación.
—Es terrible. Si se supiera que hemos tenido aquí algo así, a alguien así…, sería una catástrofe.
—Creo que tenemos una noticia que daros —dijo Patrik, y soltó un taco para sus adentros—. Resulta que Bertil Mellberg ha celebrado esta mañana una rueda de prensa sobre el asunto y los medios de comunicación lo difundirán hoy mismo.
Como por orden de un director de escena, la recepcionista apareció en la puerta con las mejillas encendidas y la angustia en la mirada.
—No sé por qué, Erling, pero el teléfono no para de sonar. Un montón de periódicos quieren hablar contigo, y tanto el Aftonbladet como el GT quieren verte enseguida.
—Por Dios bendito —dijo Erling, y se pasó la mano por la frente, que tenía llena de sudor.
—El único consejo que puedo daros es que digáis lo menos posible —dijo Patrik—. Lamento de verdad la intervención de la prensa en esta fase inicial, pero no he podido hacer nada. —Lo dijo con amargura, pero Erling solo parecía consciente de su propia situación de crisis.
—Naturalmente, tengo que responder a esas llamadas —dijo retorciéndose en la silla, desesperado—. Tengo que arreglar esta situación, pero un drogadicto en el ayuntamiento…, ¿cómo voy a explicar una cosa así?
Patrik y Gösta comprendieron que no tenían una sola palabra de consuelo que decirle, así que se levantaron.
—Querríamos hablar con los demás también —dijo Patrik.
—Sí, claro. No tenéis más que decírselo. Si me perdonáis, tengo que atender esas llamadas. —Se pasó un pañuelo por la calva.
Salieron y llamaron a la puerta del despacho contiguo.
—Adelante —gorjeó Gunilla, claramente ignorante de lo que ocurría.
—¿Podemos hablar contigo unos minutos? —preguntó Patrik.
Gunilla asintió jovial. Luego se le ensombreció el semblante.
—Vaya, yo aquí sonriendo, y seguro que vosotros habéis venido para hablar de Mats, ¿no? ¿Habéis encontrado algo?
Sin saber muy bien cómo comunicarle la noticia, Patrik y Gösta volvieron a intercambiar una mirada elocuente. Se sentaron.
—Tenemos varias preguntas más que hacerte sobre Mats —dijo Gösta, dando pataditas nerviosas en el suelo. En realidad, sabían demasiado poco para hacer las preguntas adecuadas.
—Adelante, preguntad lo que queráis —dijo Gunilla sonriendo de nuevo.
Debía de pertenecer a ese tipo de personas que siempre se comportan de un modo insufriblemente positivo y alegre, pensó Gösta. De esas que uno no quiere tener cerca a las siete de la mañana, antes de la primera taza de café. Su querida difunta esposa se despertaba con el mismo mal humor que él, de modo que los dos podían dedicarse a refunfuñar cada uno por su lado.
—Unos niños ingresaron ayer en el hospital después de haber probado la cocaína que encontraron en una papelera —dijo Patrik—. Puede que ya lo sepas.
—Sí, un asunto terrible. Pero terminó bien, ¿no?
—Sí, los chavales se repondrán sin problemas. Pero parece que existe algún tipo de vínculo con nuestra investigación.
—¿Vínculo? —dijo Gunilla dirigiendo a Patrik y a Gösta aquella mirada suya de ardilla nerviosa.
—Sí, hemos encontrado cierta relación entre Mats Sverin y la cocaína. —Lo dijo en un tono algo más formal de la cuenta, como siempre que se sentía incómodo dando una noticia. Y con aquello se sentía fatal. Aun así, era mejor que los antiguos compañeros de trabajo de Mats se enteraran por ellos, en lugar de leerlo en los periódicos.
—No entiendo.
—Sí, creemos que Mats pudo tener algo que ver con la cocaína —dijo Gösta, mirando al suelo.
—¿Mats? —preguntó Gunilla con voz algo chillona—. Qué va, no podéis hablar en serio…
—Por ahora, no sabemos nada de las circunstancias —explicó Patrik—. Y por eso estamos aquí. Para saber si notasteis algo raro en su comportamiento que recordéis ahora.
—¿Algo raro? —preguntó Gunilla, y Patrik se dio cuenta de que empezaba a indignarse—. Mats era la persona más amable del mundo, y ni por asomo puedo imaginarme que… No, es imposible.
—¿No había nada en su conducta que te pareciera extraño? ¿Nada que te llamase la atención? —Patrik sabía que estaba dispuesto a agarrarse a un clavo ardiendo.
—Mats era un hombre excelente y una buenísima persona. Es impensable que hubiera tenido algo que ver con nada relacionado con la droga. —Golpeteó la mesa con el bolígrafo a cada sílaba, para subrayar su convicción.
—Lo siento, pero teníamos que hacerte estas preguntas —dijo Gösta, y Patrik asintió y se levantó. Gunilla se los quedó mirando enojada mientras se alejaban.
Una hora después, abandonaron el ayuntamiento. Habían hablado con el resto de los antiguos compañeros de Mats Sverin, y la reacción fue la misma. Nadie podía imaginarse que hubiera estado involucrado en ningún asunto de drogas.
—Lo cual confirma mis sospechas. Y ni siquiera lo conocí —dijo Patrik otra vez en el coche.
—Pues sí. Y todavía nos queda lo peor.
—Lo sé —dijo Patrik, y puso rumbo a Fjällbacka.
Había dado con ellos. Ella lo sabía, era tan cierto como que ya no tenían otro lugar en el que refugiarse. Se le habían agotado las posibilidades de escapar. Con lo fácil que habría sido romperlo todo en pedazos otra vez. Había bastado con una postal, sin mensaje y sin remitente, con matasellos de Suecia, para destrozarle las esperanzas de futuro.
Con manos temblorosas, Madeleine le dio la vuelta a la postal para examinar la superficie blanca con su nombre y su nueva dirección. No hacían falta palabras, el motivo de la postal lo decía todo. El mensaje no podía ser más claro.
Muy despacio, se acercó a la ventana. Fuera, en el jardín, jugaban Kevin y Vilda, ignorantes de que su vida volvería a cambiar en breve. Apretó la postal entre las manos sudorosas, y trató de ordenar sus pensamientos para tomar una decisión.
Los niños parecían tan felices… Jugaban solos o con los demás niños. Ya empezaba a extinguirse la desesperación de su mirada, aunque siempre les quedaría una chispa de miedo. Habían visto demasiado, y por mucho amor que derrochara con ellos, nunca podría deshacer lo hecho. Y ahora, todo se había torcido. Siempre pensó que aquella era la única salida, la última oportunidad de llevar una vida normal. Dejar Suecia, dejarlo a él, dejarlo todo tras de sí. ¿Cómo podría ofrecerles una vida segura cuando habían cortado el último cabo al que agarrarse?
Madeleine apoyó la cabeza en el cristal de la ventana. Notó el frescor en la frente. Vio cómo Kevin ayudaba a su hermana a subir la escalera del tobogán. Le ponía a Vilda las manos en el trasero y la sujetaba al tiempo que le daba impulso. Quizá hubiera cometido un error al dejar que se convirtiera en el hombre de la casa. Después de todo, solo tenía ocho años. Pero el pequeño había asumido con toda naturalidad el papel y se ocupaba de sus chicas, como él mismo las llamaba lleno de orgullo. Era una responsabilidad con la que había crecido y que le daba seguridad. Kevin se apartó el flequillo de los ojos. Se parecía tanto a su padre físicamente…, aunque tenía el corazón de Madeleine. Su debilidad, como él solía llamarla cuando venían los golpes.
Muy despacio, empezó a dar cabezazos con la frente en el cristal. La desesperación se apoderó de ella. Nada quedaba del futuro que había planeado. Cada vez más fuerte, siguió dando cabezazos contra el cristal y sintió que aquel dolor familiar le infundía cierta calma. Tiró la postal y la imagen del águila con las alas desplegadas surcó brevemente el aire hasta caer al suelo. Fuera, al pie del tobogán, jugaba Vilda con una sonrisa de felicidad.