Patrik estaba irritado por la poca información que habían conseguido el día anterior. Pese a que era domingo, fue a la comisaría, redactó la denuncia del bote y comprobó que no lo hubieran puesto a la venta en la web de Blocket u otras páginas de anuncios, pero no encontró nada. Luego habló con Paula y le pidió que revisara el contenido del maletín. Él lo había abierto enseguida y comprobó que dentro estaba el ordenador, junto con un montón de documentos. Por primera vez en el transcurso de la investigación, les sonreía la suerte. En el maletín había, además, un teléfono móvil.
Aquella mañana, muy temprano, quedó con Martin para ir a Gotemburgo. Tenían mucho que hacer.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Martin ya en el coche. Como de costumbre, iba en el asiento del acompañante, pese a que había hecho lo posible por convencer a Patrik de que lo dejase conducir.
—Se me había ocurrido empezar por los servicios sociales. Estuve hablando con ellos el viernes y les dije que creía que llegaríamos sobre las diez.
—¿Y luego a Fristad? ¿Tenemos algo nuevo que preguntarles?
—Espero que en los servicios sociales nos digan algo más del trabajo de la asociación, algo que nos permita seguir investigando.
—¿La antigua novia de Sverin no sabía nada? ¿Él no le hizo ningún comentario que nos sea útil cuando estuvo allí? —Martin no apartaba la vista de la carretera, y se agarró instintivamente al asidero de encima de la puerta cuando Patrik hizo un adelantamiento temerario para dejar atrás a un camión.
—No, eso tampoco nos aportó demasiado. Salvo el maletín, claro. Que, por otro lado, puede resultar un hallazgo, pero no lo sabremos hasta que Paula lo haya revisado todo. Con el ordenador no nos atrevemos, descifrar contraseñas y esas cosas no es lo nuestro, así que tendremos que delegar.
—¿Cómo se tomó Annie la noticia de su muerte?
—Pues se quedó conmocionada. Pero en general, yo la vi débil y un tanto extraña.
—¿No tenías que tomar esa salida? —preguntó Martin señalando el desvío, y Patrik lanzó una maldición e hizo un giro tal que el coche que iba detrás estuvo a punto de chocar con ellos.
—Joder, Patrik —dijo Martin pálido como la cera.
Diez minutos después, habían llegado a las oficinas de Asuntos Sociales, donde los llevaron directamente al despacho de Sven Barkman, el jefe de unidad. Una vez hubieron intercambiado las consabidas frases de cortesía, se sentaron alrededor de una pequeña mesa de reuniones. Sven Barkman era un hombre menudo y ágil, con la cara delgada y la barbilla puntiaguda, que acentuaba una barba alargada. Patrik pensó en el profesor Tornasol; el parecido era sorprendente. Pero la voz no encajaba con el aspecto, lo que sorprendió tanto a Martin como a Patrik. Porque aquel hombrecillo poseía una voz grave y profunda que llenó la habitación. Sonaba como alguien a quien se le da bien el canto, y Patrik vio confirmadas sus suposiciones al ver los diplomas y premios del coro al que Barkman pertenecía. Patrik no reconoció el nombre, pero debía de ser un coro famoso.
—¿Queríais hacer unas preguntas sobre Fristad? —dijo Sven, y se inclinó sobre la mesa—. ¿Puedo saber por qué? Somos muy exhaustivos a la hora de elegir a los colaboradores y, como es natural, nos preocupó un poco que la Policía se interesara. Además, Fristad es una asociación bastante singular, como quizá sepáis, así que sinceramente, cuando se trata de ellos estamos especialmente alerta.
—¿Te refieres al hecho de que trabajen allí tanto hombres como mujeres? —dijo Patrik.
—Sí, no es lo habitual. Leila Sundgren ha apostado por un modelo insólito con su experimento, pero tiene nuestro apoyo.
—No hay motivo para preocuparse. Han asesinado a un antiguo empleado suyo, y estamos tratando de averiguar información sobre su vida. Puesto que trabajó con ellos hasta hace cuatro meses, y teniendo en cuenta a qué se dedican, queremos saber más sobre la asociación. Pero no tenemos razón alguna para pensar que no realicen su trabajo correctamente.
—Bueno, es un alivio oírlo. En fin, pues vamos a ver… —Sven hojeó unos papeles que tenía delante al tiempo que murmuraba algo—. Sí, aquí lo tenemos, mmm…, sí.
Hablaba para sí mientras Patrik y Martin esperaban pacientemente.
—Sí, ya lo tengo claro. Es que necesitaba refrescar un poco la memoria. Llevamos cinco años colaborando con Fristad, o cinco y medio, para ser exactos. Y supongo que en una investigación de asesinato, eso es precisamente lo que hay que ser —dijo con una risa grave y entrecortada—. La cantidad de casos que les hemos derivado ha ido describiendo una curva ascendente. Como es lógico, empezamos con cierta cautela, para ver cómo funcionaba la colaboración, pero este año llevan unas cuatro mujeres derivadas de nuestras oficinas. En total, diría que Fristad se ocupa de alrededor de treinta mujeres al año. —Levantó la vista y los miró como esperando otra pregunta.
—¿Cómo es el proceso exactamente? ¿Qué tipo de casos les deriváis? Me da la impresión de que se trata de una medida extrema, así que supongo que antes probáis otras soluciones —dijo Martin.
—Desde luego. Trabajamos mucho con estos casos, y las asociaciones como Fristad son el último recurso. Pero cuando recurren a nosotros, las mujeres se hallan en fases muy diversas de la situación de maltrato. A veces recibimos la información de que existen problemas en la familia muy al principio, en otras ocasiones nos llega la alarma cuando la situación es grave.
—Pero ¿cómo describirías un caso típico?
—Esa es una pregunta de difícil respuesta. Pero puedo daros una semblanza a grandes rasgos. Puede ser, por ejemplo, que nos llamen de la escuela con el aviso de que hay un niño que parece no encontrarse bien. Hacemos un seguimiento y, entre otras actuaciones, mediante una visita a la familia, nos formamos rápidamente una idea de cuál es la situación. En algunos casos, puede existir documentación previa a la que recurrir, aunque no nos hubiéramos fijado en ella con anterioridad.
—¿Documentación? —preguntó Patrik.
—Sí, por ejemplo, se hacen rondas de visitas a los hospitales que, contrastadas con informes de la escuela, nos dan un patrón. Sencillamente, recogemos tanta información como podemos. En primera instancia, procuramos trabajar con la familia tal y como está constituida en el momento en que surgen los problemas, lo cual nos da resultados más o menos satisfactorios. Y como decía, lo de ayudar a que la mujer y los posibles hijos huyan del hogar es el último recurso. Por desgracia, no tan infrecuente como quisiéramos.
—Y llegado el caso, cuando tenéis que dirigiros a asociaciones como Fristad, ¿cómo lo hacéis, exactamente?
—Pues nos ponemos en contacto con ellos —dijo Sven—. En Fristad hablamos sobre todo con Leila Sundgren, y por lo general, le facilitamos un informe telefónico de los antecedentes y de la situación en que se encuentra la mujer en ese momento.
—¿Ha ocurrido alguna vez que Fristad se niegue a colaborar? —Patrik cambió de postura en la silla, que era incomodísima.
—Nunca. Por consideración a los niños que se alojan en la casa de acogida, no reciben a drogadictas ni a mujeres con problemas psíquicos graves, pero eso ya lo sabemos, así que no contamos con ellos para esos casos. Y para esas mujeres existen otras posibilidades. De modo que no, nunca se han negado a acoger a ninguna mujer.
—¿Y qué ocurre cuando el caso pasa a ser de Fristad? —dijo Patrik.
—Hablamos con la mujer, le facilitamos una persona de contacto y procuramos que todo suceda lo más discretamente posible, como es natural. El objetivo es que se sientan seguras y que no se las pueda localizar.
—¿Cómo hacéis el seguimiento? ¿Soléis tener problemas en las oficinas? Me figuro que algunos hombres desfogarán su ira contra vosotros al ver que su mujer y sus hijos desaparecen —dijo Martin.
—Bueno, tampoco desaparecen para siempre. Eso sería ilegal. Los padres disponen de medidas legales para impedir que apartemos de ellos a sus hijos. Pero sí, claro que recibimos nuestra parte proporcional de amenazas en las oficinas, y de vez en cuando tenemos que llamar a la Policía. Aunque todavía no ha ocurrido nada grave, tocaremos madera.
—¿Y el seguimiento? —insistió Martin.
—El caso sigue siendo nuestro, y tenemos contacto permanente con las asociaciones con las que colaboramos. El objetivo consiste en llegar a una solución pacífica. En la mayoría de las familias esto es posible, pero tenemos algunos ejemplos donde no lo hemos logrado.
—Yo he oído hablar de casos en los que las organizaciones han ayudado a las mujeres a huir al extranjero. ¿Tenéis alguno? ¿Se os ha presentado el caso de que la mujer desaparezca del mapa en el transcurso de una investigación? —preguntó Patrik.
Sven se retorció un poco en la silla.
—Sí, sé a qué te refieres. Yo también leo la prensa vespertina. Sí, se han dado varios casos en los que las mujeres con las que trabajamos desaparecen, pero no tenemos posibilidad de demostrar que les hayan ayudado a escapar, solo podemos trabajar con la hipótesis de que se han marchado por voluntad y decisión propias.
—Pero… ¿extraoficialmente?
—Extraoficialmente, creo que algunas de las asociaciones les prestan bastante ayuda. Aunque ¿qué podemos hacer sin pruebas?
—Dime, ¿ha desaparecido así alguna de las mujeres que habéis derivado a Fristad?
Sven guardó silencio unos segundos; luego, respiró hondo.
—Sí.
Patrik decidió dejar el asunto. Seguramente, obtendrían más información preguntando directamente a Fristad. Asuntos Sociales parecía seguir el principio de «cuanto menos sepamos, tanto mejor», y no creía que pudiera averiguar nada más.
—Bueno, pues muchas gracias por dedicarnos tu tiempo. Si no tienes nada más que preguntar… —dijo mirando a Martin, que negó con la cabeza.
Ya camino del coche, Patrik notó en el pecho una sensación de abatimiento. No sabía que fueran tantas las mujeres que se veían obligadas a huir de sus hogares, y eso que solo conocían los casos de Fristad. Era solo la punta del iceberg.
Erica no podía dejar de pensar en Annie. Estaba como siempre, pero muy distinta. Una copia más pálida de sí misma y demasiado ausente, en cierto modo. El resplandor dorado que la rodeaba seguía siendo igual de hermoso, igual de inalcanzable. Tenía la sensación de que se le hubiera apagado algo. A Erica le costaba encontrar las palabras para describirlo. Solo sabía que el encuentro con Annie la había entristecido.
Iba empujando el cochecito y se detuvo varias veces a lo largo de la cuesta de Galärbacken.
—¿Mamá cansada? —preguntó Maja, que iba tranquilamente subida a la plataforma. Los gemelos acababan de dormirse y, con un poco de suerte, seguirían así un buen rato.
—Sí, mamá cansada —repitió Erica. Iba resoplando y tenía pitos al respirar.
—Aúpa, mamá. —Maja dio unos saltitos en la plataforma, para ayudar a Erica.
—Gracias, cariño. Aúpa. —Erica tomó impulso para empujar el último tramo, antes de la tienda de telas.
Con Maja a buen recaudo en la guardería y ya de vuelta a casa, se le ocurrió una idea. La visita a Gråskär le había despertado la curiosidad. La sombra alargada del faro y la mirada de Annie cuando hablaban de los fantasmas despertaron su interés por la historia de la isla. ¿Por qué no averiguar un poco más?
Giró el cochecito y puso rumbo a la biblioteca. Tenía todo el día por delante para matar el tiempo en casa, y bien podía pasar un rato allí mientras los gemelos dormían. Por lo menos, le resultaba más enriquecedor que tirarse en el sofá delante de la tele.
—Hombre, ¡hola! ¿Tú por aquí? —May sonrió encantada al ver que Erica aparcaba el carrito en el vestíbulo, tan pegado a la pared como pudo, para que no estorbara. Pero la biblioteca estaba desierta, así que no corría el riesgo de tener que disputarse el espacio con nadie más.
»Y estos dos primores… —dijo May inclinándose sobre el carrito—. ¿Son tan buenos como guapos?
—Dos angelitos —respondió Erica, con total sinceridad, porque desde luego, no podía quejarse. Los problemas que tuvo cuando Maja era pequeña habían desaparecido como por encanto, lo que seguramente se debía también a su actitud. Cuando se despertaban llorando por la noche, ella sentía gratitud, no angustia. Además, rara vez lloraban y se despertaban por las noches solo una vez, cuando tenían hambre.
—Bueno, tú aquí te orientas muy bien, pero avísame si necesitas algo. ¿Tienes algún libro en preparación? —preguntó May con curiosidad.
Para inmensa satisfacción de Erica, toda la comarca se sentía infinitamente orgullosa de sus éxitos y seguía su obra con un interés enorme.
—No, todavía no he empezado nada. Esto es solo por gusto, quiero investigar un poco.
—Ajá, ¿sobre qué?
Erica se echó a reír. Los habitantes de Fjällbacka no eran célebres por su timidez. Piensan que el que no pregunta, se queda sin saber. Y Erica no tenía nada que objetar al respecto. En realidad, era más curiosa que la mayoría, hecho que Patrik aprovechaba para señalar siempre que tenía ocasión.
—Pues la verdad es que pensaba ver si hay algún libro sobre el archipiélago. Me interesaría encontrar algo sobre la historia de Gråskär.
—¡Sobre la Isla de los Espíritus! —exclamó May. Y se dirigió a las últimas estanterías—. Entonces a ti lo que te interesa son las historias de fantasmas, ¿no? Deberías hablar con Stellan, el de Nolhotten. Y Karl-Allan Nordblom sabe muchísimo del archipiélago.
—Gracias, para empezar miraré lo que tenéis aquí. Pero los fantasmas, la historia del faro, todo puede interesarme, claro. ¿Tú crees que habrá algo?
—Mmm… —May se concentró en las estanterías. Sacó un libro, lo hojeó un poco, lo devolvió a su lugar. Sacó otro, lo hojeó, se lo puso debajo del brazo. Al final encontró cuatro libros, que le dio a Erica.
»Estos te pueden servir. Pero no será del todo fácil encontrar libros solo sobre Gråskär. Podrías hablar con el museo de Bohuslän —sugirió, y volvió al mostrador.
—Bueno, empezaré por estos —dijo Erica señalando la pila de libros. Después de comprobar que los gemelos seguían durmiendo, se sentó a leer.
—¿Qué es eso? —Los compañeros de clase se agolparon en manada a su alrededor en el patio del colegio, y Jon experimentó la agradable sensación de ser el centro de atención.
—Me lo he encontrado, creo que son chucherías —contestó, sosteniendo la bolsa orgulloso.
Melker le dio un codazo en el costado.
—¿Cómo que te lo has encontrado? Lo hemos encontrado todos.
—¿Lo habéis sacado del contenedor de basura? Puaj, qué asco. Tira eso, Jon —dijo Lisa arrugando la nariz y alejándose de allí.
—Si está en una bolsa. —Desató con cuidado el nudo—. Y además, era una papelera, no un contenedor.
Pero qué pavas son las niñas. Cuando él era pequeño, jugaba mucho con niñas, pero desde que empezó en la escuela, ocurrió algo, y era como si se hubieran transformado en otra cosa. Como si se les hubiera metido dentro el mismísimo Alien. Se pasaban el día con risitas y tonterías.
—Madre mía, qué tontas son las niñas —dijo en voz alta, y los amigos que estaban alrededor le dieron la razón. Todos comprendían perfectamente lo que quería decir. Aquellas chucherías no tenían nada de malo, solo porque estuvieran en una papelera.
—Si vienen en una bolsa —repitió Melker, y todos los chicos asintieron.
Habían esperado a la pausa del almuerzo para sacar la bolsa. En la escuela estaba prohibido llevar golosinas, así que les parecía de lo más emocionante. Parecía polvo blanco como pica-pica, y el hecho de que se lo hubieran encontrado los hacía sentirse como aventureros, como Indiana Jones. Él —y, bueno, Melker y Jack—, se convertirían en los héroes del día. Ahora solo quedaba la cuestión de a cuánto tendrían que renunciar para dárselo a los demás y seguir siendo héroes. Si no lo repartían, los demás se iban a enfadar. Y si les daban demasiado, no les quedaría lo suficiente para repartirse entre ellos.
—Podéis probarlo. Cada uno puede mojar el dedo tres veces —dijo al fin—. Pero nosotros lo probamos primero, que para eso lo hemos visto antes.
Melker y Jack se humedecieron el dedo muy serios y lo metieron en la bolsa. El polvo blanco se les quedó pegado y, con cara de avidez, se llevaron el dedo a la boca. ¿Sería salado, como los polvos de regaliz? ¿O agridulce, como los pica-pica? Qué decepción más grande.
—Pero si no sabe a nada. ¿Es harina o qué? —dijo Melker, y se fue de allí.
Jon miró perplejo la bolsa. Se humedeció el dedo, igual que los demás, y lo hundió en el polvo. Con la esperanza de que Melker estuviese equivocado, se lo llevó a la boca y lo lamió. Pero no sabía a nada. Nada de nada. Solo le picaba un poco en la lengua. Enfadado, la tiró a la papelera y se dirigió a la escuela. Tenía una sensación asquerosa en la boca. Sacó la lengua y se la limpió con la manga del jersey, pero no sirvió de nada. Ahora, además, empezaba a latirle muy rápido el corazón. Y sudaba mucho y las piernas no querían obedecer. Con el rabillo del ojo vio que Melker y Jack iban dando trompicones y se caían al suelo. Debieron de tropezar con algo, o igual estaban haciendo el tonto. Luego sintió que el suelo se le venía encima. Todo se volvió negro y se desplomó en el asfalto.
Paula habría preferido ir a Gotemburgo en lugar de Martin. Pero, por otro lado, así tenía ocasión de revisar tranquilamente el contenido del maletín de Mats Sverin. El ordenador lo envió enseguida al equipo técnico, donde había personal experto en informática que sabía cómo tratarlo.
—Me han dicho que ha aparecido el maletín. —Gösta asomó la cabeza por la puerta de su despacho.
—Pues sí, aquí lo tengo —dijo Paula señalando el escritorio.
—¿Has podido mirar algo? —Gösta entró y se sentó a su lado.
—Bueno, no he tenido tiempo más que de sacar el ordenador y enviarlo a los expertos.
—Sí, es mejor que de eso se encarguen ellos. Aunque puede que tardemos bastante en saber algo —dijo Gösta con un suspiro.
Paula asintió.
—Ya, pero no podemos hacer otra cosa. Al menos yo no me atrevo a correr el riesgo de cargarme algo. Pero he estado trasteando el móvil. En eso no he tardado nada. Apenas tenía números guardados, y solo había llamadas del trabajo y de sus padres. Ni imágenes ni mensajes guardados.
—Un hombre curioso —dijo Gösta. Luego señaló el maletín. ¿Le echamos un vistazo al resto?
Paula abrió el maletín y empezó a vaciarlo despacio. Fue disponiéndolo todo sobre la mesa y, una vez se hubo asegurado de que estaba vacío, lo dejó en el suelo. En el escritorio había varios bolígrafos, una calculadora, clips, un paquete de chicles Stimorol y un montón de documentos.
—¿Lo dividimos por la mitad? —preguntó Paula con el montón entre las manos—. Yo una y tú la otra, ¿de acuerdo?
—Mmm… —dijo Gösta, se puso los folios en la rodilla y empezó a hojear mientras murmuraba como para sus adentros.
—Te lo puedes llevar a tu despacho, ¿no?
—Ah, sí. Claro, claro. —Gösta se levantó y se alejó con paso cansino a su despacho, contiguo al de Paula.
En cuanto se quedó sola, se puso manos a la obra. A medida que iba pasando las hojas y cuanto más leía, más perpleja estaba. Al cabo de media hora de lectura, fue a ver a Gösta.
—¿Tú entiendes algo de todo esto?
—No, ni jota. Son un montón de números y conceptos que me son totalmente desconocidos. Tendremos que pedir ayuda, pero ¿a quién?
—No lo sé —dijo Paula. Había abrigado la esperanza de tener algo que presentarle a Patrik cuando volviera de Gotemburgo. Pero todos aquellos términos económicos no le decían nada de nada.
—No podemos recurrir a nadie del ayuntamiento. Son parte interesada en todo esto. Hemos de encontrar a una persona ajena que pueda explicarnos lo que significa este galimatías. Claro que podemos enviarlo a delitos económicos, pero entonces tendremos que armarnos de paciencia y esperar.
—Pues lo siento, pero yo no conozco a ningún economista.
—Ni yo —dijo Paula, tamborileando con los dedos en el marco de la puerta.
—¿Lennart? —dijo Gösta de repente, con expresión de felicidad.
—¿Qué Lennart?
—El marido de Annika. Es economista, ¿no?
—Ah, pues sí —respondió Paula, y dejó de tamborilear—. Ven, vamos a preguntarle.
Echó a andar hacia la recepción, con Gösta pisándole los talones.
—¿Annika? —llamó dando unos golpecitos en la puerta abierta.
Annika se giró en la silla y sonrió al ver a Paula.
—¿Sí? ¿Qué puedo hacer por ti?
—¿Verdad que tu marido es economista?
—Pues sí —respondió Annika extrañada—. Trabaja para la empresa ExtraFilm.
—¿Tú crees que él podría ayudarnos con un asunto? —Paula blandió los documentos que llevaba en la mano—. Estaban en el maletín de Mats Sverin. Son documentos contables. Gösta y yo nos hemos quedado en blanco y necesitamos ayuda para descifrar lo que dice, por si es relevante para la investigación. ¿Tú crees que Lennart podría echarnos una mano?
—Puedo preguntarle. ¿Cuándo lo necesitáis?
—Hoy —corearon Gösta y Paula al mismo tiempo, y Annika soltó una carcajada.
—Lo llamo enseguida. Si le hacéis llegar los documentos, no creo que haya ningún problema.
—Yo puedo llevárselos ahora mismo —dijo Paula.
Esperaron mientras Annika hablaba con su marido. Habían visto a Lennart unas cuantas veces, cuando se pasaba por la comisaría a ver a Annika y era imposible que le cayera mal a nadie. Medía cerca de dos metros y era el hombre más amable que cabía imaginar. Y desde que Annika y él, tras muchos años sin hijos, decidieron adoptar a una niña china, los dos tenían un brillo diferente en los ojos.
—Pues ya puedes ir. Dice que la cosa está muy tranquila en el trabajo, así que me ha prometido que los mirará enseguida.
—¡Fantástico! ¡Gracias! —Paula respondió con una amplia sonrisa e incluso Gösta esbozó un amago que cambió por completo su rostro, por lo general sombrío.
Paula salió a toda prisa y se sentó en el coche. Solo le llevó unos minutos dejar los documentos, y recorrió silbando esperanzada todo el camino de regreso. Sin embargo, interrumpió abruptamente la cancioncilla nada más girar ante la puerta de la comisaría. Gösta estaba esperándola fuera. Y a juzgar por la expresión de su cara, allí había ocurrido algo.
Leila los recibió con los mismos vaqueros desgastados de la vez anterior, y una camiseta igual de suelta, solo que gris en lugar de blanca. Llevaba en el cuello una larga cadena de plata con un colgante en forma de corazón.
—Adelante —dijo, y los guio hasta su despacho. Estaba tan pulcro como la última vez, y Patrik se preguntó cómo hacía la gente para tener sus cosas tan ordenadas. Él lo intentaba, pero era como si los duendecillos entrasen y lo revolviesen todo tan pronto como él volvía la vista.
Leila le estrechó la mano a Martin y se presentó antes de sentarse. El joven policía contempló lleno de curiosidad todos los dibujos infantiles que cubrían las paredes.
—¿Habéis averiguado algo más sobre quién disparó a Matte? —preguntó Leila.
—Seguimos trabajando con la investigación, pero no tenemos nada concreto de lo que informar, por ahora —dijo Patrik evasivo.
—Ya, pero supongo que pensáis que tiene algo que ver con nosotros, dado que habéis vuelto, ¿no? —dijo Leila. Jugueteaba con la cadena: esa era la única señal de nerviosismo.
—Bueno, como decía, no hemos llegado a ninguna conclusión. Estamos siguiendo varias pistas posibles. —Patrik hablaba con serenidad. Estaba acostumbrado a que la gente se pusiera nerviosa cuando iba a interrogarlos, lo que no tenía por qué significar que estuviesen ocultando algo. La sola presencia de un policía daba lugar a cierto temor—. Simplemente, queríamos hacer algunas preguntas más y consultar la documentación relativa a las mujeres a las que recibisteis mientras Mats estuvo trabajando aquí.
—Pues no sé si podré hacerlo. Es información muy delicada que no podemos difundir sin más. Las mujeres pueden salir mal paradas.
—Lo comprendo, pero la información estará segura en nuestras manos. Y estamos hablando de una investigación de asesinato. Legalmente, tenemos derecho a que se nos permita el acceso a ese tipo de datos.
Leila reflexionó un instante.
—Claro —dijo al fin—. Pero preferiría que la documentación no saliera de este despacho. Si os parece bien, podéis consultar lo que tenemos.
—Por supuesto. Muchas gracias —dijo Martin.
—Acabamos de hablar con Sven Barkman —añadió Patrik.
Leila empezó a tironearse de la cadena otra vez. Se inclinó hacia ellos.
—Dependemos al cien por cien de que exista una buena colaboración con Asuntos Sociales. Espero que no le dierais la impresión de que nuestra actividad sea sospechosa en ningún caso. Como dije, ya tenemos una situación bastante delicada y se nos considera un tanto heterodoxos.
—No, no, hemos expuesto con total claridad las razones de nuestra visita, y que Fristad está libre de toda sospecha.
—Me alegra oír eso —dijo Leila, aunque no parecía del todo tranquila.
—Sven nos dijo que de Asuntos Sociales os envían en torno a una decena de casos anuales. ¿Es correcto? —preguntó Patrik.
—Sí, esa más o menos es la cifra que os dije la otra vez, si no me engaño. —Adoptó un tono de voz más profesional y cruzó las manos sobre la mesa.
—¿Cuántos de esos casos consideras que traen… cómo llamarlo… problemas a la asociación? —Martin hizo la pregunta como con prisa, y Patrik se dijo que debía dejarle más campo de acción.
—Supongo que al decir problemas te refieres a cuántos hombres vienen por aquí, ¿verdad?
—Sí.
—Ninguno, a decir verdad. La mayoría de los hombres que maltratan a sus mujeres o a sus hijos no son conscientes de que han actuado mal. Todo es cuestión de poder y control. Y si deciden andarse con amenazas, el blanco siempre es la mujer, no la asociación ni la casa de acogida.
—Ya, pero hay de todo, ¿no? —insistió Patrik.
—Sí, desde luego. Tenemos unos cuantos casos al año, pero de ellos sabemos por Asuntos Sociales.
Patrik detuvo la mirada en uno de los dibujos que había en la pared, detrás de Leila y por encima de su cabeza. Un muñeco enorme junto a otros dos más pequeños. El grande enseñaba los colmillos y parecía enfadado. Los pequeños lloraban, y las lágrimas caían al suelo. Tragó saliva. No comprendía de qué pasta estaba hecho el hombre que pegaba a una mujer, y mucho menos a un niño. La sola idea de que alguien le hiciera daño a Erica o a los niños lo ponía frenético.
—¿Cuál es el proceso que se sigue en cada caso? Creo que podemos empezar por ahí.
—Nos llaman de Asuntos Sociales y nos explican el caso brevemente. A veces la mujer nos hace una primera visita antes de mudarse a la casa de acogida. Por lo general, viene acompañada de un asistente social. De lo contrario, acude en taxi o la trae alguna amiga.
—¿Y después? —preguntó Martin.
—Depende. A veces basta con que se queden un tiempo, hasta que la situación se calme, y luego puede abordar los problemas por la vía habitual. En otras ocasiones, hay que trasladarlas a otra casa de acogida, si consideramos que es demasiado peligroso para ellas permanecer en la zona. También puede ser cuestión de ayuda jurídica, de todo lo necesario para resultar invisible en el sistema. Se trata de mujeres que, por lo general, llevan años viviendo en un estado de terror permanente. Pueden presentar varios de los síntomas que se aprecian en prisioneros de guerra; por ejemplo, quedan totalmente incapacitadas para actuar. En esos casos, tenemos que intervenir y ayudarles con los aspectos prácticos.
—¿Y la dimensión psíquica? —Patrik seguía contemplando el dibujo del enorme muñeco negro de grandes colmillos—. ¿La asociación tiene capacidad de asistencia también en ese terreno?
—No tanta como quisiéramos. Es una cuestión de recursos. Pero contamos con la ayuda de varios psicólogos que colaboran desinteresadamente con nosotros y, sobre todo, tratamos de conseguir apoyo psicológico para los niños.
—Los periódicos han hablado mucho últimamente de mujeres a las que diversas asociaciones han ayudado a huir fuera del país, y a las que han denunciado por secuestrar a los niños. ¿Conocéis alguno de esos casos? —Patrik observaba a Leila con suma atención, pero la pregunta no pareció incomodarla.
—Como sabéis, dependemos de la colaboración con Asuntos Sociales, y no podemos permitirnos actuar de ese modo. Ofrecemos la ayuda prevista dentro del marco legal. Naturalmente, hay mujeres que se apartan de dicho marco y que desaparecen por iniciativa propia. Pero Fristad no se hace responsable ni les ayuda en modo alguno.
Patrik decidió dejar de lado esa cuestión. Le pareció que sonaba lo bastante convincente, y tenía el presentimiento de que no conseguirían más presionándola.
—Y esos casos que originan mayores problemas…, ¿es entonces cuando tenéis que trasladar a las mujeres a otro hogar? —preguntó Martin.
Leila asintió.
—Sí, así es.
—¿De qué tipo de problemas estamos hablando? —Patrik notó el móvil vibrando silenciosamente en el bolsillo. Quienquiera que fuese, tendría que esperar.
—Pues ha habido casos en los que los hombres han dado con la dirección segura, por ejemplo, siguiendo a nuestros empleados. En cada ocasión hemos aprendido algo y hemos aumentado las medidas de seguridad. Pero no debemos menospreciar el grado de obcecación de algunos hombres.
El teléfono seguía vibrando, y Patrik se llevó la mano al bolsillo para amortiguar el movimiento.
—¿Y Mats se implicó en alguno de esos sucesos en particular?
—No; normalmente concedemos mucha importancia al hecho de que ninguno de los empleados se involucre demasiado en ningún caso concreto. Tenemos una planificación que permite que las mujeres cambien de persona de contacto al cabo de un tiempo.
—¿No conlleva eso un mayor grado de inseguridad para las mujeres? —El teléfono volvió a vibrar y Patrik empezaba a irritarse de verdad. ¿Tan difícil era comprender que no podía contestar?
—Puede, pero es importante trabajar así y mantener la distancia. Las relaciones personales y la implicación más allá de lo laboral incrementarían el riesgo para las mujeres. Lo hacemos por su propio bien.
—¿Hasta qué punto es segura la nueva dirección? —Martin cambió de tema, tras consultar a Patrik con una mirada.
Leila exhaló un suspiro.
—Por desgracia, actualmente no disponemos en Suecia de los recursos necesarios para garantizar a estas mujeres la seguridad que necesitan. Como decía, solemos trasladarlas a un centro de acogida de otra ciudad, mantenemos los datos personales en el máximo secreto y les facilitamos un sistema de alarma en colaboración con la Policía.
—¿Cómo funciona ese sistema? En Tanumshede no hemos trabajado con él.
—Es un aparato conectado con la central de emergencias de la Policía. Si pulsas el botón de emergencia, la señal de alarma llega directamente a la central. Al mismo tiempo se activa automáticamente el auricular de un teléfono que permite oír todo lo que sucede en el domicilio.
—¿Y los aspectos legales, las cuestiones de custodia y esas cosas? ¿La mujer no tiene que comparecer en el juicio? —preguntó Patrik.
—Se puede hacer a través de un representante legal, así que esa parte la tenemos resuelta —respondió Leila, pasándose detrás de la oreja un mechón de su corta melena.
—Bueno, pues nos gustaría examinar de cerca los casos más problemáticos que se trataron cuando Mats trabajaba aquí —dijo Patrik.
—De acuerdo, pero no los tenemos clasificados y tampoco lo conservamos todo. Enviamos la mayor parte de la información a Asuntos Sociales cuando las mujeres se mudan, y no conservamos nada más allá de un año. Os traeré lo que tenemos para que le echéis una ojeada, a ver qué encontráis. —Y les advirtió señalándolos con el dedo—: Y ya digo, no quiero que salga nada de aquí, así que anotad lo que necesitéis. —Luego se levantó y se encaminó a un archivador.
»Aquí lo tenéis —dijo Leila, y les puso delante una veintena de carpetas—. Me voy a comer, así que no os molestará nadie. Por si tenéis alguna pregunta más, volveré dentro de una hora.
—Gracias —dijo Patrik. Miró desalentado la pila de carpetas. Aquello les llevaría un buen rato. Y ni siquiera sabían lo que buscaban.
No duró mucho la tranquilidad en la biblioteca. Los gemelos decidieron a una que la siestecilla fuera breve, pero duró lo suficiente como para poner en marcha la maquinaria de Erica. Cuando escribía sobre casos de asesinato reales, se veía obligada a dedicar muchas horas a la investigación exhaustiva de los detalles, lo que le resultaba por lo menos tan divertido como el proceso mismo de la escritura. Y ahora estaba resuelta a seguir indagando sobre las leyendas de la Isla de los Espíritus.
Se obligó a dejar a un lado Gråskär, dado que en el mismo momento en que giró el cochecito en Sälvik para ir a casa, los gemelos empezaron a chillar de hambre. Se apresuró a entrar y preparó enseguida los dos biberones, contenta de librarse de amamantarlos, aunque con cargo de conciencia.
—Bueno, bueno, tranquilo —le dijo a Noel.
Como de costumbre, era el más glotón de los dos. A veces tragaba con tanta ansia que se le atragantaba la leche. Anton, en cambio, chupaba siempre con un poco más de calma y tardaba tanto que normalmente necesitaba el doble de tiempo para tomarse el biberón. Erica se sentía como una supermadre, con un biberón en cada mano, alimentando a los dos niños a la vez. Los dos la miraban sin apartar la vista y temía quedarse bizca tratando de mirarlos a los dos a la vez. Cuánto amor al mismo tiempo…
—Eso es, ¿así está mejor? ¿Os parece que mamá debería quitarse ya el chaquetón? —dijo riéndose al caer en la cuenta de que aún no se había quitado ni el abrigo ni los zapatos.
Colocó a los niños en las hamaquitas y los llevó a la sala de estar. Luego se sentó en el sofá y puso las piernas encima de la mesa.
—Mamá se va a poner a trabajar dentro de nada. Pero necesito una dosis de Oprah primero.
Los chicos no le prestaron la menor atención.
—¿Os aburrís porque la hermanita no está en casa?
Al principio dejaba a Maja en casa tanto como podía, pero al cabo de una temporada comprendió que la pequeña estaba desesperada. Necesitaba jugar con otros niños y echaba de menos la guardería. En contraste con aquel período espantoso en que cada vez que la dejaba allí se producía una guerra mundial en miniatura.
—¿Qué os parece si hoy la recogemos un poco antes? ¿Qué me decís? —Erica interpretó el silencio de los pequeños como un sí—. Bueno, mamá todavía no se ha tomado el café —dijo, y se levantó del sofá—. Y ya sabemos cómo me pongo cuando no me tomo el café. Un poco loca, como dice papá. Aunque tampoco hay que hacer demasiado caso de lo que él diga…
Se echó a reír y se fue a la cocina a poner la cafetera. En el contestador lucía un «uno» que no había visto antes. Vaya, alguien se había molestado en dejar un mensaje. Pulsó el botón para escucharlo. Al oír la voz de la grabación, se le cayó al suelo la cuchara de medir el café y se llevó la mano a la boca.
—Hola, hermanita. Soy yo. O sea, Anna, que no tienes más hermanas, claro. Estoy un poco anquilosada y tengo el corte de pelo más feo del mundo. Pero aquí estoy. O eso creo. Aquí estoy casi del todo. Sé que has venido a verme, y que has estado muy preocupada. Y no puedo prometerte que… —La voz se alejó, se volvió rasposa y diferente, con un eco dolorido—. Bueno, solo quería decirte eso, que ya estoy aquí. —Clic.
Erica se quedó petrificada un par de segundos. Luego se fue sentando despacio en el suelo y se echó a llorar. La otra mano se aferraba aún convulsamente al tarro del café.
—¿No tendrías que irte ya a la comisaría? —Rita lanzó a Mellberg una mirada severa mientras cambiaba a Leo.
—Hoy trabajo desde casa a partir del almuerzo.
—Ya, que trabajas desde casa… —dijo Rita mirando con expresión censora la tele, donde daban un programa sobre unos fanáticos que construían automóviles con piezas de desguace y luego competían con ellos.
—Estoy haciendo acopio de fuerzas. Eso también es importante. El trabajo de policía es extenuante. —Mellberg levantó a Leo por los aires: el pequeño se moría de risa.
Rita se ablandó. No podía enfadarse con él. Claro que ella veía lo mismo que los demás: que era un bruto, que podía ser terriblemente torpe y a veces no veía más allá de sus narices, y que además no quería mover un dedo más de lo necesario. Pero al mismo tiempo advertía otra faceta. Cómo se le iluminaba la cara en cuanto veía a Leo, que nunca dudaba a la hora de cambiarle el pañal o de levantarse si lloraba por la noche, que la trataba como a una reina y la miraba como si fuera un regalo divino. Incluso se había entregado en cuerpo y alma a aprender a bailar salsa solo porque era su pasión. Mellberg nunca llegaría a ser el rey de la pista, pero era capaz de bailar de un modo más que aceptable, sin gran perjuicio para los pies de Rita. Además, sabía que Bertil quería a su hijo Simon con toda el alma. Simon, que pronto cumpliría diecisiete, había irrumpido en la vida de Bertil hacía unos años, pero cada vez que el nombre del hijo salía a relucir, le brillaban los ojos de orgullo, y lo llamaba con regularidad para hacerle saber a su hijo que podía contar con él. Por todo ello en su conjunto, Rita quería tanto a Bertil Mellberg que a veces pensaba que iba a estallarle el corazón.
Fue a la cocina. Mientras empezaba a preparar el almuerzo, pensaba en las chicas, que la tenían muy preocupada. Algo les pasaba, de eso estaba segura. Le dolía ver la expresión de tristeza en la cara de Paula. Intuía que su hija tampoco tenía claro lo que no funcionaba. Johanna se había encerrado en sí misma y se apartó de todos ellos, no solo de Paula. Tal vez la superase vivir así, todos juntos. Y ella comprendía que para Johanna no fuese ningún aliciente vivir con la madre de Paula y con su padrastro y, encima, con dos perros. Pero al mismo tiempo era muy práctico que tanto Bertil como ella pudieran hacer de canguro con Leo mientras Paula y Johanna estaban en el trabajo.
Naturalmente, no se le ocultaba que aquello desgastase el ánimo, y que debería alentarlas a que buscaran vivienda propia. Mientras removía la comida en las cacerolas, se le encogía el corazón solo de pensar que no podría sacar a Leo de la cuna por las mañanas cuando se lo encontraba allí sentado y despierto, sonriéndole adormilado. Rita se enjugó las lágrimas con la mano. Sería la cebolla que había puesto en la comida porque, ¿no iba ella a ponerse a llorar de aquella manera, en pleno día? Tragó saliva con la esperanza de que las chicas lo arreglasen solas. Probó la comida y puso un poco más de guindilla en polvo. Así sentirían una quemazón agradable por todo el cuerpo, porque antes había puesto demasiado poco.
El teléfono de Bertil sonó encima de la mesa de la cocina, y Rita se acercó y miró la pantalla. La comisaría. Claro, estarían preguntándose dónde se había metido, pensó encaminándose a la sala de estar con el aparato en la mano. Bertil estaba en el sofá y dormía con la cabeza apoyada en el respaldo y la boca abierta de par en par. Leo estaba enroscado encima de la barriga gigantesca. Tenía el puñito cerrado bajo la mejilla y dormía respirando pausada y tranquilamente, al ritmo de la respiración del abuelo Bertil. Rita apagó el móvil. La comisaría podía esperar. Bertil tenía cosas más importantes que hacer.
—Qué bien salió lo del sábado pasado. —Anders miraba a Vivianne con curiosidad.
Parecía cansada, y su hermano se preguntaba si era consciente de cuántas fuerzas le restaba todo aquello. Tal vez no pudieran seguir ignorando su pasado. Pero él sabía que no tenía mucho sentido decir nada al respecto. Vivianne no quería ni oír hablar del tema. Era tan tozuda y tan resuelta… Claro que, seguramente, por eso habían sobrevivido tanto ella como él. Anders siempre había dependido de su hermana. Ella se ocupaba de él y lo hacía todo por él. Pero ahora se preguntaba si las cosas no estaban cambiando, si no habían ido intercambiándose los papeles poco a poco.
—¿Qué tal va todo con Erling? —preguntó, y Vivianne hizo una mueca.
—Pues si no fuera porque se queda dormido prácticamente todas las noches, no sé si lo habría aguantado —respondió con una risotada triste.
—Ya casi hemos llegado a la meta —dijo Anders para consolarla, pero se dio cuenta de que ella no terminaba de creérselo. Vivianne siempre había tenido una luz interior y, aunque nadie más se diera cuenta, él la veía extinguirse.
—¿Crees que encontrarán el ordenador?
Vivianne se sobresaltó.
—No, deberían haberlo encontrado ya, ¿no crees?
—Sí.
Guardaron silencio.
—Ayer intenté llamarte por teléfono —dijo Vivianne, tratando de ser discreta.
Anders sintió que se le tensaba todo el cuerpo.
—¿Ah, sí?
—No contestaste en toda la noche.
—Lo tendría apagado —respondió evasivo.
—¿Toda la noche?
—Estaba cansado, me metí en la bañera a leer un poco. Y luego estuve un rato viendo las noticias.
—Ajá —dijo Vivianne, pero, por el tono de voz, Anders se dio perfecta cuenta de que no lo había creído.
Nunca habían tenido secretos entre sí, pero también eso había cambiado. Al mismo tiempo, estaban más unidos que nunca. Anders no sabía cómo iban a ponerlo todo en orden. Ahora que se hallaban tan cerca de la meta, no le parecía tan fácil, y tanto pensar le impedía dormir, de modo que se pasaba las noches dando vueltas en la cama. Lo que antes resultaba tan sencillo se le antojaba ahora dificilísimo.
¿Cómo iba a contárselo? Lo había tenido mil veces en la punta de la lengua, pero cuando abría la boca para pronunciar aquellas palabras, solo surgía silencio. No podía. Tenía tanto que agradecerle a Vivianne… Aún sentía el olor a tabaco y a alcohol, aún oía el tintineo de vasos y el ruido de gente gimiendo como animales. Ellos dos se escondían encogidos debajo de la cama de Vivianne. Ella lo abrazaba y, aunque no era mucho mayor que él, parecía un gigante e irradiaba una confianza capaz de protegerlo de todo mal.
—Bueno, lo del sábado fue un éxito, según me han dicho. —Erling salió de los servicios secándose las manos en los pantalones—. Acabo de hablar con Bertil y estaba encantado. Eres fantástica, ¿lo sabías?
Se sentó al lado de Vivianne y le rodeó los hombros con el brazo con cara de ser su propietario. Acto seguido, le plantó un beso húmedo en la cara, y Anders se dio cuenta de que ella se esforzaba por no apartarse. Al contrario, le dedicó una sonrisa espléndida y tomó un poco de té de la taza que tenía en la mesa.
—Lo único problemático, al parecer, fue la comida —dijo Erling con una arruga de preocupación en la frente—. Bertil no estaba demasiado satisfecho con lo que les sirvieron. Claro que no sé si los demás comparten su opinión, pero él es el más importante, y tenemos que escuchar a nuestros clientes.
—¿Qué fue lo que no le gustó exactamente? —dijo Vivianne con voz fría, aunque a Erling le pasó inadvertido el tono.
—Por lo visto, había una cantidad bárbara de verduras, y unas combinaciones rarísimas, según me dijo. Y tampoco es que hubiera mucha salsa que digamos. Así que Bertil proponía que lo sustituyéramos por un menú algo más tradicional, más del gusto de la gente, comida casera de toda la vida, sencillamente. —Erling resplandecía de entusiasmo, casi como si se esperara una ovación.
Sin embargo, Vivianne ya había oído bastante. Se levantó y le clavó una mirada como una aguja.
—Es obvio que la experiencia de la granja fue tiempo perdido. Creía que habías comprendido mi filosofía, mi visión de lo que es importante para el cuerpo y para el alma. Esta es una casa de salud, y aquí servimos alimentos que proporcionan fuerza y energía positiva, no basura de la que provoca infartos y cáncer. —Dicho esto, se dio media vuelta y se marchó de allí visiblemente airada. La trenza le golpeaba en la espalda conforme se alejaba.
—Vaya —dijo Erling, claramente sorprendido por la acogida dispensada a su opinión—. Se ve que he puesto el dedo en la llaga.
—Pues sí, puede decirse que sí —respondió Anders con sequedad. Erling podía comportarse como quisiera. Pronto ya no importaría nada de todas formas. Enseguida lo invadió de nuevo la angustia. Tendría que hablar con Vivianne. Tenía que contárselo.
—¿Qué es lo que estamos buscando? —preguntó Martin. Miraba indeciso a Patrik, que meneó la cabeza despacio.
—Pues no lo sé con certeza. Creo que tendremos que guiarnos por la intuición, leer el material de las carpetas y ver si hay algo en lo que nos parezca interesante indagar más.
Se quedaron en silencio mientras hojeaban los documentos.
—Joder —dijo Patrik al cabo de un rato. Martin asintió.
—Y esto es solo el último año. O ni siquiera eso. Y Fristad no es más que una de las asociaciones de acogida a mujeres maltratadas. En cierto modo, vivimos en un espacio protegido. —Martin cerró despacio la carpeta, la dejó a un lado y abrió la siguiente.
—Yo es que no lo comprendo… —dijo Patrik, formulando en voz alta el pensamiento que le venía rondando por la cabeza desde que llegaron a Fristad.
—Cobardes asquerosos —convino Martin—. Y parece que puede pasarle a cualquiera. No he coincidido con Anna muchas veces, pero tengo la sensación de que sabe lo que quiere y que nunca caería en las garras de un hombre como Lucas, con el que estuvo casada.
—Desde luego. —A Patrik se le ensombreció el semblante al recordar a Lucas. Aquella época ya había pasado a la historia, por suerte, pero ese hombre había tenido tiempo de hacerle mucho daño a su familia antes de morir—. Es fácil decir que no comprendes que alguien pueda seguir con un maltratador.
Martin dejó otra carpeta en la mesa y respiró hondo.
—Me pregunto cómo lo verán las personas que trabajan aquí y se encuentran con ello a diario. Puede que no fuera tan extraño que Sverin se hartara y quisiera volver a Fjällbacka.
—Estoy pensando que, después de todo, lo que nos contó Leila de cambiar continuamente a las personas de contacto es una buena medida. Debe de resultar totalmente imposible no implicarse de más.
—Entonces, ¿no crees que fue eso lo que le ocurrió a Sverin? —dijo Martin—. Y que la agresión está relacionada con alguien de aquí. Obsesionados, dijo Leila. A alguno de los hombres le dio por pensar que Sverin se había convertido en algo más que una persona de contacto, y decidió darle un aviso.
Patrik asintió.
—Ya, claro, yo también lo había pensado. Pero ¿quién? —Señaló el montón de carpetas que había en la mesa—. Leila asegura que no sabe nada de eso, y yo creo que no servirá de nada presionarla más.
—Podríamos preguntar a los demás empleados, y quizá ver si podemos hablar con algunas mujeres. Me figuro que corrieron rumores y, de ser así, se propagarían como el fuego.
—Mmm… tienes razón —dijo Patrik—. Pero me gustaría tener algo más concreto antes de seguir hurgando en esto.
—¿Y cómo vamos a conseguirlo? —Martin se pasó las manos por el pelo pelirrojo de pura impaciencia, y se lo puso todo de punta.
—Lo mejor será que hablemos con los vecinos de la casa donde vivía Mats. Le agredieron delante del portal y puede que alguien viera algo, aunque no informara de ello. Ahora, además, tenemos los nombres de las mujeres que tenían a Mats como persona de contacto; esperemos que consigamos algo que nos dé motivos para volver.
—Vale —dijo Martin, bajando la vista para seguir leyendo.
No acababan de cerrar la última carpeta cuando Leila entró acelerada. Se quitó la cazadora y el bolso y los dejó en un perchero que había en la puerta.
—¿Habéis encontrado algo interesante?
—Bueno, no es fácil saberlo en esta fase. Pero ahora tenemos los nombres de las mujeres cuya persona de contacto era Mats. Gracias por permitirnos echar un vistazo. —Patrik ordenó todas las carpetas en una pila que Leila devolvió al archivador.
—De nada. Espero que comprendáis que queremos hacer cuanto esté en nuestra mano por colaborar. —Se colocó de espaldas a la estantería llena de archivadores.
—Y lo agradecemos de verdad —dijo Patrik. Él y Martin se levantaron.
—Le teníamos mucho cariño a Matte. Era de esa clase de personas que no tienen nada de maldad. Tenedlo presente mientras trabajáis en el caso.
—Eso hacemos —dijo Patrik, y le estrechó la mano—. Créeme. Eso hacemos.
—¿Por qué coño no responde nadie? —gritó Paula.
—¿Mellberg tampoco contesta? —preguntó Gösta.
—No, ni Patrik. En el teléfono de Martin salta directamente el contestador, así que lo tendrá apagado.
—De Mellberg no me extraña, seguro que está durmiendo en casa. Pero a Hedström siempre se lo puede localizar.
—Estará ocupado con algo. Pues nos tendremos que ocupar nosotros e informar cuando demos con ellos. —Giró hacia el aparcamiento del hospital de Uddevalla y detuvo el coche.
—Al parecer, están en cuidados intensivos —dijo y se apresuró a entrar delante de Gösta.
Encontraron el ascensor, entraron y aguardaron pacientemente mientras subía arrastrándose.
—Un asunto feo. Me refiero a esto —dijo Gösta.
—Sí, me imagino lo preocupados que estarán los padres. ¿De dónde habrán sacado esa porquería? ¡Solo tienen siete años!
Gösta meneó la cabeza.
—Pues sí, a saber dónde.
—Vamos a ver qué nos cuentan.
Cuando entraron en la planta, Paula se dirigió al primer médico que pasaba por allí.
—Hola, hemos venido por los niños que han ingresado hoy de la escuela de Fjällbacka.
El hombre era alto y llevaba una bata blanca. Asintió.
—Están a mi cargo. Venid conmigo. —Echó a andar por el pasillo con pasos de gigante, y tanto Paula como Gösta tuvieron que ir a medio correr para alcanzarlo.
Paula trataba de respirar solo por la boca. Detestaba el olor y la atmósfera de hospital. Era un ambiente del que hacía lo posible por mantenerse apartada pero, con la profesión que había elegido, se veía obligada a visitarlo con más frecuencia de la que habría deseado.
—Están bien —dijo el médico girando la cabeza—. En la escuela reaccionaron con rapidez y teníamos una ambulancia por la zona, así que llegaron lo bastante rápido y enseguida tuvimos la situación controlada.
—¿Están despiertos? —preguntó Paula. Jadeaba un poco mientras corría por el pasillo y pensó que debía ponerse en serio con la gimnasia. Últimamente se había abandonado mucho. Y no había que olvidar las comidas de Rita.
—Están despiertos y si los padres dan su consentimiento, podéis hablar con ellos. —Se detuvo delante de la puerta que había al fondo del pasillo.
—Dejad que entre primero, les preguntaré a los padres. Desde un punto de vista puramente médico no hay inconveniente para que habléis con ellos. Me figuro que tenéis mucho interés en saber dónde encontraron la cocaína.
—¿Seguro que es cocaína? —preguntó Paula.
—Sí, les hemos hecho análisis de sangre. —El médico abrió la puerta y entró.
Paula y Gösta iban y venían por el pasillo mientras esperaban. Al cabo de unos minutos, se abrió la puerta otra vez y un grupo de personas con expresión grave y la cara enrojecida por el llanto se acercó a ellos.
—Hola, somos de la Policía de Tanum —dijo Paula, y les estrechó la mano. Gösta hizo lo propio, parecía conocer a algunos padres. Una vez más, Paula tomó conciencia de la desventaja que suponía ser nuevo en el pueblo. Ya empezaba a conocer a algunos de los habitantes de la zona, pero no era algo que se consiguiera de la noche a la mañana.
—¿Sabéis de dónde sacaron la droga? —preguntó una de las madres, secándose las lágrimas con un pañuelo—. Se cree una que en la escuela están seguros y… —Empezó a temblarle la voz y la mujer apoyó la cabeza en el hombro de su marido, que la abrazó.
—Pero ¿los niños no os han contado nada?
—No, yo creo que les da vergüenza. Les hemos insistido en que no tendrán problemas por eso, pero no hemos conseguido sacarles nada y tampoco hemos querido presionarlos —respondió uno de los padres. Aunque parecía sereno, tenía los ojos enrojecidos.
—¿Os importaría que habláramos con ellos a solas? Os aseguro que no vamos a asustarlos —dijo Paula con una sonrisa. Sabía que su aspecto no era nada amenazador, y Gösta era como un perro buenazo y tristón. Le costaba comprender que ellos pudieran asustar a la gente, y los padres parecían ser de la misma opinión, porque no vieron ningún problema.
—¿Qué tal si nosotros nos tomamos un café mientras tanto? —propuso el padre de los ojos enrojecidos, y los demás aceptaron. Se volvió a Paula y a Gösta—: Estamos en aquella sala de espera. Y os agradeceríamos que nos avisarais si averiguáis algo.
—Por supuesto —respondió Gösta, y le dio una palmadita en el hombro.
Entraron en la habitación. Los niños estaban en camas contiguas, tres cuerpecillos endebles tapados hasta la barbilla.
—Hola —saludó Paula, y los tres respondieron tímidamente. Estaba preguntándose al lado de cuál se sentaría, y después de ver las miradas fugaces que dos de ellos lanzaban al niño de pelo oscuro y rizado, decidió que empezarían por él.
—Me llamo Paula —se presentó acercando una silla, e indicándole a Gösta que la imitara—. ¿Tú cómo te llamas?
—Jon —dijo el niño con voz débil, pero sin atreverse a mirarla a los ojos.
—¿Cómo te encuentras?
—Regular —respondió tironeando nervioso de la manta del servicio público de salud.
—Menuda historia, ¿eh? —Hablaba concentrándose exclusivamente en Jon, pero vio con el rabillo del ojo que los otros dos estaban muy atentos.
—Sí… —respondió el chico levantando la vista—. ¿Tú eres policía de verdad?
Paula soltó una carcajada.
—Pues claro. ¿Es que no tengo pinta de policía?
—Bueno, no mucho. Ya sé que hay mujeres que son policías, pero tú eres tan bajita… —dijo sonriendo un tanto turbado.
—Tiene que haber policías bajitos también. Imagínate que tenemos que entrar en un espacio muy pequeño, por ejemplo —dijo, y Jon asintió como si acabara de oír algo totalmente obvio.
—¿Quieres ver la placa?
El niño volvió a asentir entusiasmado y los otros dos estiraron el cuello para ver mejor.
—¿Por qué no les enseñas la tuya a los chicos, Gösta?
Gösta sonrió, se levantó y se acercó a la cama más próxima.
—Hala, es una placa como las de la tele —dijo Jon. Se la quedó mirando un rato, antes de devolvérsela.
—Oye, eso que encontrasteis era peligroso. Supongo que os habéis dado cuenta, ¿no? —preguntó Paula, tratando de no ser brusca.
—Mmm… —Jon bajó la vista y volvió a tironear de la manta.
—Nadie está enfadado con vosotros. Ni vuestros padres, ni los profesores, ni nosotros.
—Creíamos que eran golosinas.
—Sí, claro, se parece a los polvos de los platillos volantes de caramelo —dijo Paula—. Yo también me habría equivocado.
Gösta había vuelto a sentarse y Paula esperaba que interviniera con alguna pregunta, pero al parecer prefería que ella se encargara del interrogatorio. Paula no tenía nada en contra. Siempre se le habían dado bien los niños.
—Mi padre me ha dicho que era droga —dijo Jon, y sacó un hilo de la manta.
—Pues sí, ¿y tú sabes lo que es la droga?
—Es como un veneno, solo que no te mueres.
—Bueno, también puedes morirte con la droga. Pero tienes razón, es como un veneno. Por eso es muy importante que nos ayudéis a averiguar de dónde ha salido, para que podamos evitar que se envenenen otros. —Hablaba despacio y con tono amable, y Jon ya empezaba a relajarse.
—¿Seguro que no estáis enfadados? —La miró a los ojos conteniendo el llanto.
—Seguro, segurísimo. Palabra de honor —dijo con la esperanza de que la expresión no estuviera irremediablemente anticuada—. Y vuestros padres tampoco están enfadados, solo preocupados.
—Fue ayer, junto a los bloques de alquiler —dijo Jon—. Estábamos lanzando pelotas de tenis a la fachada. Bueno, al lado. Allí hay una fábrica, o yo creo que es una fábrica, con paredes muy altas y sin ventanas que se puedan romper. Así que siempre jugamos al tenis allí. Luego, cuando íbamos a casa, nos pusimos a buscar en las papeleras del barrio botellas para devolver, y fue cuando encontramos la bolsa. Creíamos que eran golosinas. —Jon había logrado sacar por completo el hilo de la manta, que dejó un sendero en el tejido.
—¿Por qué no lo probasteis enseguida? —preguntó Gösta.
—Porque pensamos que era muy guay haberse encontrado tanto polvo, y queríamos llevarlo hoy a la escuela para enseñárselo a los demás. Era más emocionante si estaba todo el mundo. Pero pensábamos quedarnos con la mayor parte. Y darles solo un poco.
—¿Y en qué papelera fue? —dijo Paula. Sabía a qué fábrica se refería Jon, pero quería estar totalmente segura.
—La del aparcamiento. Se ve enseguida, nada más salir por la verja del sitio donde estábamos jugando.
—¿Y hay bosque y montañas a la derecha?
—Sí, eso es.
Paula miró a Gösta. La papelera donde los niños habían encontrado la cocaína era la que estaba delante del portal de Mats Sverin.
—Gracias, chicos, nos habéis ayudado muchísimo —dijo, y se levantó. Se le encogió un poco el estómago. Tal vez hubieran encontrado la pista decisiva que tanto necesitaban.