El sol de la mañana acababa de alzarse en el horizonte, pero Annie no lo veía desde donde se encontraba en el muelle, contemplando las islas y la vista de Fjällbacka.

No quería recibir visitas. No quería que nadie se entrometiera en el mundo que Sam y ella tenían en la isla. Era de ellos y de nadie más. Sin embargo, no había podido decir que no cuando llamó ese policía. Además, tenía un problema y necesitaba ayuda. Prácticamente se le había terminado la comida y no había sido capaz de llamar a los padres de Matte. Ahora que no tenía más remedio que recibir gente en la isla, les pidió que le llevaran algunas cosas que le hacían falta. Se sintió un poco descarada, dado que se trataba de alguien a quien no conocía, pero no le quedaba otro remedio. Sam aún no se había recuperado lo bastante como para viajar a Fjällbacka, y si no llenaban el frigorífico y la despensa, se morirían de hambre. De todos modos, no pensaba dejarlos acercarse más allá del muelle. La isla era de ella, era de ellos.

El único al que querría tener allí era a Matte. Continuó mirando al mar mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Aún podía sentir sus brazos en el cuerpo y sus besos en la piel. Aquel olor tan familiar, aunque tan distinto, el olor de un hombre adulto, no el de un muchacho. No se había imaginado lo que podía traer el futuro, cómo iba a influir su reencuentro en el modo en que vivirían sus vidas. Pero la cita le daba una posibilidad, había abierto una ventana por la que entró algo de luz en aquella oscuridad en la que llevaba viviendo tanto tiempo.

Annie se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. No podía permitirse el lujo de ceder a la nostalgia y al dolor. Ya le costaba bastante aferrarse a la vida como quien se agarra a un clavo ardiendo, y no podía soltarlo. Matte se había ido, pero Sam seguía allí. Y tenía que protegerlo. Nada, ni siquiera Matte, era más importante. Proteger a Sam era su principal misión en la vida, su única misión. Y ahora que se acercaban personas extrañas, debía concentrarse en eso.

Algo había cambiado. No la dejaban en paz. Anna sentía a todas horas algún cuerpo junto al suyo. Alguien que respiraba muy cerca de ella transmitiéndole calor y energía. Ella no quería que la tocaran, quería desaparecer en la seguridad de ese desierto de tinieblas en el que habitaba. Lo que había fuera era demasiado doloroso, y tenía la piel y el alma demasiado vulnerables después de todos los golpes que había recibido en la vida. Ya no aguantaba más.

Y ellos no la necesitaban. Solo era capaz de llevar la desgracia a quienes tenía a su alrededor. Emma y Adrián habían sufrido cosas que ningún niño debería sufrir, y el dolor que veía en los ojos de Dan por la pérdida de aquel hijo le era insoportable.

Al principio parecía que lo habían comprendido. La dejaban en paz, la dejaban allí tumbada. A veces trataban de hablar con ella, pero habían tardado tan poco en rendirse que comprendió que sentían lo mismo. Que ella era el origen de sus desgracias, y que, por el bien de todos, debía quedarse donde estaba.

Pero desde la última visita de Erica, las cosas habían cambiado. Anna sintió junto al suyo el cuerpo de su hermana, sintió cómo su calor la rescataba de las sombras, la arrastraba más cerca de la realidad y trataba de hacerla volver. Erica no le dijo gran cosa. Era su cuerpo el que le hablaba, el que hacía que se le difundiera el calor por las articulaciones, que sentía frías y ateridas pese a que las tenía bajo el edredón. Ella trató de resistirse, se concentró en un punto de la oscuridad que llevaba dentro.

Cuando desapareció el calor del cuerpo de Erica, lo sustituyó otro. El cuerpo de Dan era el más fácil de resistir. Su energía irradiaba tanta tristeza que más bien reforzaba la suya, y no tenía que esforzarse para mantenerse en las sombras. La energía de los niños era la más difícil. El cuerpecito de Emma pegado a la espalda, los brazos, que le rodeaban la cintura hasta donde alcanzaban. Anna tenía que recurrir a toda la fuerza que le quedaba para resistirse. Y Adrián, más pequeño y menos seguro que Emma, pero con una energía más poderosa aún. Ni siquiera tenía que mirar para saber quién era el que se había tumbado junto a ella. Aunque siguiera tumbada de costado, sin moverse un ápice, con la mirada fija en el cielo de allá fuera, sentía de quién era el calor.

Ella lo que quería era que la dejaran en paz, en la cama. La idea de que sus fuerzas no bastaran para resistir hacía crecer el miedo en su interior.

Ahora era Emma la que estaba con ella. Se movía un poco. Se habría dormido, porque pese a encontrarse en el país de las sombras, Anna notó que le cambiaba la respiración, que se hacía más profunda. Pero ahora se había movido, se pegó más aún a ella, como un animal en busca de consuelo. Y Anna sintió que la arrancaban de las sombras de nuevo, hacia la energía que se filtraba hasta los resquicios más inaccesibles de su cuerpo. El punto, sí, debía concentrarse en el punto de oscuridad.

La puerta de la habitación se abrió de pronto. Anna notó que la cama se hundía, que alguien trepaba a su lado y se le acurrucaba a los pies. Unos bracitos que le abrazaban las piernas como si no tuvieran intención de ir a soltarlas nunca. También el calor de Adrián quería envolverla, y le iba costando más quedarse en las sombras. De uno en uno, sí lo conseguía, pero con los dos, no, no contra aquellas dos energías juntas, mucho más poderosas. Poco a poco fue notando cómo perdía fuerza. Se veía arrastrada a lo que había en la habitación y en la realidad.

Anna exhaló un suspiro y se dio media vuelta. Contempló el rostro durmiente de su hija, todos aquellos rasgos tan familiares, que tanto tiempo llevaba sin poder mirar. Y por primera vez desde hacía todo ese tiempo, se durmió de verdad, con la mano en la mejilla de su hija y con la nariz pegada a la suya. A los pies de Anna también se durmió Adrián, como un cachorrillo. Aflojó los brazos al relajarse. Estaban dormidos.

Erica lloraba de risa cuando entraron en el barco.

—¿Me estás diciendo que te diste un baño de algas? —Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano hipando de risa al ver la expresión ofendida de Patrik.

—Pues sí, ¿y? ¿Es que los hombres no pueden cuidarse también o qué? Por lo que yo sé, tú has hecho montones de cosas extrañas. No hace mucho te envolvieron en plástico después de cubrirte de arcilla, ¿no? —Soltó el barco y salió del muelle de Badholmen.

—Sí, claro, pero… —A Erica le dio otro ataque de risa y apenas podía hablar.

—Hombre, me está pareciendo detectar ciertos prejuicios mezquinos —dijo Patrik dirigiéndole una mirada asesina—. El baño de algas es de lo más saludable para los hombres. Elimina toxinas y otros residuos del cuerpo y, puesto que al parecer a nosotros nos cuesta más eliminar ese tipo de cosas, es un tratamiento muy apropiado.

A aquellas alturas, Erica estaba prácticamente tirada en el suelo, con las manos en la barriga y sin parar de reír. Seguía sin poder articular palabra. Patrik tampoco dijo nada más, sino que subrayó su intención de no hacer el menor caso y se concentró en gobernar el barco para salir del puerto. Y claro que había exagerado para bromear un poco con Erica, pero lo cierto era que tanto él como sus colegas habían disfrutado muchísimo de todos los tratamientos que les habían aplicado en Badis.

Al principio se mostró muy escéptico ante la idea de meterse en una bañera llena de algas. Luego constató que, a decir verdad, no olía tan mal como él temía, y el agua estaba templada y agradable. Cuando le pidieron que se tumbara boca abajo y empezaron a darle un masaje en la espalda y a presionarle los músculos con ramas de algas, adiós reticencias. Y no podía negar que se notaba la piel como nueva cuando salió de la bañera. Más suave, más flexible y con otro lustre. Pero a Erica le dio un ataque de risa histérica en cuanto empezó a contárselo. Incluso su madre, que se había quedado con Maja y con los gemelos, se rio del entusiasmo que mostró al relatar la experiencia.

El viento arreció, cerró los ojos y lo sintió en la cara. Aún no se veían muchos barcos, pero dentro de unas semanas habría un tráfico incesante en el puerto.

Erica había dejado de reír, se puso seria, rodeó con los brazos a Patrik, que estaba al timón, y apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Cómo reaccionó cuando llamaste?

—Sin mucho entusiasmo —dijo Patrik—. No parecía agradarle la idea de recibir visita, pero cuando le dije que podía venir a tierra si lo prefería, le pareció mejor que fuéramos nosotros.

—¿Le dijiste que iba a acompañarte yo? —Una ola balanceó el bote y Erica se agarró más fuerte a Patrik.

—Sí, claro, le dije que estábamos casados y que a ti te gustaría acompañarme y saludarla. Pero no reaccionó de ningún modo en particular, me dio la impresión de que le parecía bien.

—¿Qué esperas sacar de la conversación con Annie? —Erica soltó a Patrik y se sentó en el banco.

—Si quieres que te sea sincero, no tengo la menor idea. Pero seguimos sin saber si Mats fue a verla o no el viernes. Eso es lo primero que quiero averiguar. Y luego, debo informarla de lo que ha ocurrido.

Patrik modificó un poco el rumbo con el timón para dejar paso a una motora que se acercaba a gran velocidad.

—¡Idiotas! —soltó irritado, y les lanzó una mirada iracunda cuando pasaron demasiado cerca del bote.

—¿Y no podías haberle preguntado por teléfono? —Erica también se quedó mirando a la motora. Había reconocido a los que la llevaban, una pandilla de muchachos mayores. Uno de esos grupos de veraneantes que pronto inundarían Fjällbacka.

—Pues sí, claro que podría haberle preguntado. Pero prefiero hacerlo cara a cara. La respuesta es más fiable. En realidad, lo único que quiero es formarme una idea mejor de Mats. Por ahora, tengo la sensación de que es un personaje de cartón en tamaño natural, plano, de una sola dimensión. Nadie parece saber nada de él, ni siquiera sus padres. El apartamento parecía una habitación de hotel. Apenas tenía objetos personales. Y lo de la agresión… Tengo que saber más.

—Pero, según tengo entendido, hacía mucho que Matte y Annie no tenían ningún contacto.

—Eso dicen sus padres, sí. En realidad no lo sabemos. En cualquier caso, ella parece haber sido una persona importante en su vida y, si fue a verla, puede que le contara algo que nos sea útil en la investigación. Puede que Annie sea una de las últimas personas que lo vio con vida.

—Sí, claro —dijo Erica, aunque parecía escéptica. Ella sentía más bien curiosidad, por eso había insistido en acompañarlo, porque se preguntaba cómo habría cambiado Annie con los años, en qué clase de persona se habría convertido.

—Aquello debe de ser Gråskär —dijo Patrik entornando los ojos.

Erica levantó la cabeza y escrutó el horizonte.

—Sí, ahí está. El faro es una maravilla. —Se hizo sombra con la mano para verlo mejor.

—A mí la isla me parece espantosa —dijo Patrik, aunque consciente de que no sabía explicar por qué. Luego, tuvo que concentrarse en atracar en el muelle.

Una mujer alta y delgada los estaba esperando, y le lanzó el cabo a Erica.

—Hola —dijo Annie dándoles la mano para ayudarles a subir al muelle.

Era guapa, pero demasiado delgada, pensó Patrik al darle la mano. Se le notaban claramente los huesos a través de la piel y, aunque parecía que esa fuera su constitución, debía de haber adelgazado mucho últimamente, porque los vaqueros le quedaban enormes y los llevaba con un cinturón bien ajustado a la cintura.

—Mi hijo no se encuentra bien del todo, está durmiendo, así que he pensado que podríamos tomar café y hablar aquí, en el muelle. —Annie señaló una manta que había extendido sobre la cubierta de madera.

—Claro, sin problemas —dijo Patrik, y se sentó—. Espero que no sea nada grave.

—No, un simple resfriado. ¿Vosotros tenéis niños? —Se sentó enfrente de ellos y empezó a servir café de un termo. El muelle estaba prácticamente al abrigo del viento, el sol brillaba y calentaba el aire. Era un lugar precioso.

—Pues sí, podría decirse que tenemos hijos —dijo Erica riendo—. Tenemos a Maja, que pronto cumplirá dos años, y a Noel y Anton, gemelos de casi cuatro meses.

—Huy, entonces estáis entretenidos. —Annie sonrió, pero sus ojos seguían revelando tristeza. Les ofreció una fuente con galletas.

—Lo siento, pero no tengo mucho más.

—Ah, sí, por cierto —dijo Patrik, y se levantó—. Te he traído la comida que pediste.

—Gracias, espero que no haya sido demasiada molestia. Como Sam está enfermo, no quiero pasearlo por el pueblo para ir a comprar. Signe y Gunnar ya me han ayudado alguna vez, pero no me gusta abusar.

Patrik dejó en el muelle dos bolsas del supermercado Konsum llenas de comida.

—¿Cuánto te debo? —Annie alargó el brazo en busca del bolso.

—Ha salido por mil coronas —dijo Patrik como excusándose.

Annie sacó del monedero dos billetes de quinientas y se los dio.

—Gracias —dijo otra vez.

Patrik asintió y volvió a sentarse en la manta.

—Aquí debes de estar bastante aislada, ¿no? —preguntó mirando a su alrededor. El faro se alzaba sobre ellos y proyectaba su larga sombra sobre las rocas.

—Estoy muy a gusto —dijo Annie, y tomó un sorbo de café. Llevaba muchos años sin venir, y Sam no conocía la isla. Pensé que ya iba siendo hora.

—¿Y por qué ahora? —dijo Erica, con la esperanza de no parecer demasiado entrometida.

Annie no la miró, sino que fijó la vista en algún punto del horizonte. Las ráfagas de viento que les llegaban de vez en cuando le alborotaban la larga melena rubia delante de la cara. Annie se apartó el pelo impaciente.

—Hay unos asuntos sobre los que tengo que reflexionar y para mí era lógico venir aquí. En la isla no hay nada. Salvo los pensamientos; nada, salvo tiempo.

—Y fantasmas, según dicen —apuntó Erica, alargando la mano hacia las galletas.

Annie no se rio.

—¿Lo dices porque la llaman la Isla de los Espíritus?

—Sí. A estas alturas, tú ya deberías haberlo notado, si es que es verdad. Recuerdo la noche que dormimos aquí, cuando íbamos al instituto, el miedo que pasamos…

—Quizá.

Parecía reacia a hablar del tema, y Patrik respiró hondo antes de contarle lo que no podía postergar por más tiempo. Mientras le explicaba lo sucedido, Annie empezó a temblar. Se lo quedó mirando atónita. No decía nada, simplemente, siguió temblando sin control, como si fuera a romperse en mil pedazos allí mismo.

—Todavía no sabemos con exactitud cuándo le dispararon, de modo que tratamos de averiguar lo más posible de sus últimos días. Gunnar y Signe nos dijeron que pensaba venir a hacerte una visita el viernes.

—Sí, estuvo aquí. —Annie se volvió y miró a la casa, y Patrik tuvo la sensación de que lo hacía para que no le vieran la cara.

Cuando se volvió de nuevo hacia ellos, seguía teniendo los ojos llorosos, pero ya no temblaba.

Erica siguió el impulso de inclinarse y acariciarle la mano. Era tan débil y vulnerable que despertó su instinto protector.

—Tú siempre te portabas estupendamente —dijo Annie, y apartó la mano sin mirar a Erica.

—El viernes pasado… —comenzó Patrik, sin querer acuciarla.

Annie se sobresaltó y se le empañaron los ojos.

—Llegó por la noche. Yo no sabía que iba a venir. Llevábamos años sin vernos.

—¿Cuánto? —Erica no podía evitar mirar la casa de reojo. Temía que el hijo de Annie se despertara y saliera al fresco. Desde que tenía hijos, vivía con la sensación de haberse convertido en madre de todos los niños.

—Nos despedimos cuando me mudé a Estocolmo. Yo tenía diecinueve años, si no recuerdo mal. O sea, hace una eternidad —dijo con una risita corta y amarga.

—¿Habéis mantenido el contacto estos años?

—No. Bueno, quizá alguna postal al principio. Pero los dos sabíamos que no tenía sentido. ¿Para qué prolongar el tormento fingiendo lo contrario? —Annie se apartó un mechón de la cara.

—¿Quién decidió cortar la relación? —dijo Erica. No podía contener la curiosidad. Los había visto juntos tantas veces, había visto la luz dorada que irradiaban. La pareja ideal.

—Bueno, nunca lo dijimos expresamente, pero fui yo quien decidió mudarse. No podía quedarme. Tenía que irme, ver mundo. Ver cosas, hacer cosas, conocer gente. —Rio con la misma risa amarga, que ni Erica ni Patrik podían comprender.

—Pero el viernes pasado, Mats vino a verte. ¿Cuál fue tu reacción? —Patrik continuaba preguntando, pero no estaba seguro de que aquel interrogatorio lo condujera a algún sitio. Annie parecía tan frágil, y tenía la sensación de que podría destrozarla solo con decir algo inadecuado. Y al fin y al cabo, quizá aquello no tuviera importancia.

—Me sorprendió. Pero Signe me dijo que había vuelto a Fjällbacka. Así que pensé que quizá viniera a verme.

—¿Te alegraste? —preguntó Erica, y se sirvió más café del termo.

—Pues al principio, no. O bueno, no lo sé. Yo no creo en los reencuentros. Matte pertenecía al pasado. Al mismo tiempo… —Pareció alejarse con el pensamiento—. Al mismo tiempo, quizá nunca lo dejé del todo. No lo sé. En cualquier caso, estuvo en casa.

—¿Sabes a qué hora llegó aproximadamente? —preguntó Patrik.

—Mmm…, creo que fue sobre las seis o las siete. No lo sé con exactitud. Aquí el tiempo no tiene mucha importancia.

—¿Cuánto se quedó? —Patrik se removió un poco con una mueca de dolor. Su cuerpo no aguantaba estar sentado tanto tiempo en una base tan dura. Y se sorprendió pensando en lo bien que le sentaría un baño de algas.

—Se fue a medianoche, en algún momento. —El dolor se le dibujó en la cara tan evidente como si lo hubiera manifestado a gritos.

Patrik se sintió incómodo de pronto. ¿Con qué derecho le hacía aquellas preguntas? ¿Con qué derecho husmeaba en algo que debería ser privado, algo que había ocurrido entre dos personas que un día se quisieron? Pero se obligó a continuar. Recordó el cadáver boca abajo en el vestíbulo, con aquel agujero enorme en la nuca, el charco de sangre en el suelo, las salpicaduras en la pared. Mientras no hubieran encontrado al culpable, su trabajo era ese, husmear. El asesinato y el derecho a la vida privada no podían ir parejos.

—¿No recuerdas qué hora era? —insistió sin apremiar.

Annie se mordió el labio y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No, se fue mientras yo dormía. Creía que… —Tragó saliva una y otra vez, y parecía que tratara de dominarse, como si no quisiera perder el control en su presencia.

—¿No se te ocurrió llamarlo? ¿O llamar a Signe y a Gunnar para preguntarles? —dijo Patrik.

El sol había ido moviéndose mientras hablaban, y la sombra alargada del faro se acercaba cada vez más.

—No. —Annie empezó a temblar otra vez.

—¿Te dijo algo que pudiera ser una pista de quién podría querer matarlo?

Annie meneó la cabeza.

—No, no puedo imaginar siquiera la idea de que alguien le deseara ningún mal a Matte. Era…, bueno, tú lo sabes, Erica. Era ahora como entonces: bueno, considerado, cariñoso. Exactamente igual. —Bajó la vista y pasó la mano por la manta.

—Sí, ya nos hemos dado cuenta de que Mats era un hombre muy querido y simpático —dijo Patrik—. Al mismo tiempo, hay cosas en su vida que no terminamos de comprender. Por ejemplo, sufrió una agresión grave antes de mudarse de nuevo a Fjällbacka. ¿No te contó nada sobre ese asunto?

—No mucho, pero le vi las cicatrices y le pregunté. Solo me dijo que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado, y que los agresores eran unos jóvenes.

—¿Te habló de su trabajo en Gotemburgo? —Patrik esperaba averiguar algo sobre el incidente que pudiera explicar la desazón que lo corroía. Pero, nada. Solo callejones sin salida.

—Me dijo que le gustaba mucho, pero que era muy duro. Ver a todas aquellas mujeres destrozadas… —A Annie se le quebró la voz y volvió la cara hacia la casa.

—¿No dijo nada más que pudiera sernos útil? ¿Ninguna persona por la que se hubiera sentido amenazado?

—No, nada. Solo hablaba de lo mucho que aquel trabajo significaba para él. Pero que al final se sentía vacío, que no podía más y que, después del tiempo que pasó en el hospital, decidió volver aquí.

—¿Para siempre, o una temporada?

—Yo creo que no lo sabía. Dijo que trataba de vivir al día. Trataba de curarse, el cuerpo y el alma.

Patrik asintió, y dudó antes de formular la pregunta siguiente.

—¿Te dijo si había alguna mujer en su vida? ¿O mujeres?

—No, y no le pregunté. Él tampoco me preguntó por mi marido. Aquella noche, a quiénes queríamos o habíamos querido no tenía ninguna importancia.

—Comprendo —dijo Patrik—. Por cierto, el barco ha desaparecido —dijo como de pasada.

Annie pareció sorprendida.

—¿Qué barco?

—El de Signe y Gunnar. El barco con el que Mats vino a verte.

—¿Ha desaparecido? ¿Quieres decir que lo han robado?

—No lo sabemos. Pero cuando Gunnar fue a echarle un vistazo, encontró el amarre vacío.

—Pues Matte tuvo que llevárselo —dijo Annie—. ¿Cómo iba a llegar a casa, si no?

—O sea que se marchó de aquí en el bote, ¿no? ¿No lo llevaría alguien?

—¿Pero quién? —preguntó Annie.

—No lo sé. Solo sabemos que el bote no está, y no nos explicamos dónde puede estar.

—Bueno, aquí llegó en ese bote, y en él tuvo que irse. —Volvió a pasar la mano por la manta.

Patrik miró a Erica, que llevaba un buen rato guardando un extraño silencio y escuchando.

—Yo creo que ya podemos irnos —dijo, y se puso de pie—. Gracias por recibirnos, Annie. Y lamento haberte dado la noticia.

Erica también se levantó.

—Me alegro de haberte visto, Annie.

—Sí, lo mismo digo. —Annie abrazó a Erica tímidamente.

—Cuida de Sam y, si necesitas algo, avisa, o si podemos ayudarte como sea. Si se pone peor, podemos pedirle al médico de la zona que venga a verlo aquí.

—Sí, eso haré, gracias. —Annie los siguió hasta el barco.

Patrik puso el motor en marcha. Pero de pronto, se paró en seco.

—¿Recuerdas si Mats traía un maletín?

Annie frunció el entrecejo y reflexionó un instante, hasta que se le iluminó la cara.

—¿Uno marrón? ¿De piel?

—Sí, exacto —dijo Patrik—. Pues también ha desaparecido.

—Espera. —Annie se dio media vuelta y entró corriendo en la casa. Al cabo de unos minutos, salió otra vez con algo en la mano. Cuando se acercó al muelle, Patrik pudo distinguir lo que era. El maletín. El corazón le dio un vuelco en el pecho.

—Se le olvidó aquí, no lo he tocado. Espero no haber causado problemas por no avisar —dijo arrodillándose en el muelle para entregárselo.

—Bueno, es estupendo que lo hayamos encontrado. ¡Gracias! —dijo. Enseguida empezó a darle vueltas a la cabeza pensando en qué contendría.

Cuando ya iban rumbo a Fjällbacka, él y Erica se volvieron para despedirse. Annie también les decía adiós.

La sombra del faro se extendía ya hasta el muelle. Parecía que fuese a engullirla.