Hacía una mañana de viernes esplendorosa y soleada. Erica se volvió en la cama y le pasó a Patrik el brazo por encima. Había llegado tarde a casa la noche anterior. Ella ya se había ido a dormir y no tuvo fuerzas más que para murmurar un «hola» con voz somnolienta, antes de dormirse otra vez. Pero ahora estaba despierta y se dio cuenta de cómo lo echaba de menos a él, a su cuerpo y a esa intimidad que tanto había escaseado entre ellos los últimos meses, y que ella se preguntaba a veces cuándo recuperarían. Porque aquellos años estaban pasando tan deprisa… Todo el mundo le había dicho que los años en que los niños eran pequeños se hacían duros, que afectaban a la relación de pareja y que no había tiempo para dedicar al otro. Ahora que se encontraba inmersa en esa situación, veía que tenían razón, pero solo a medias. Era verdad que lo pasó muy mal cuando Maja era un bebé, pero su relación con Patrik no se había resentido desde que nacieron los gemelos. Después del accidente estaban más unidos que nunca y sabían que nada podría separarlos. Pero ella echaba de menos la vida íntima, para la que no tenían tiempo entre cambios de pañales, dar biberones y los viajes a la guardería.
Patrik estaba tumbado de espaldas y Erica se acurrucó pegada a él. Era una de las primeras mañanas que se despertaba por sí misma y no al oír el llanto de un niño. Se apretó más todavía y le deslizó la mano hacia abajo, por dentro de los calzoncillos. Lo acarició muy despacio y notó enseguida la reacción. Él seguía sin moverse, pero Erica oyó cómo le cambiaba el ritmo de la respiración y comprendió que también estaba despierto. Empezó a respirar más profundamente. Erica sintió el placer del calor que le recorría el cuerpo. Se miraron a los ojos y sintieron un cosquilleo en el estómago. Patrik empezó a besarle el cuello muy despacio y ella dejó escapar un gemido y echó la cabeza hacia atrás para que él llegara a ese punto hipersensible, detrás de la oreja.
Las manos se movían por sus cuerpos y Patrik se quitó los calzoncillos. Ella hizo lo propio con la camiseta y las bragas, y soltó una risita.
—Vaya, casi he perdido la costumbre —murmuró Patrik sin dejar de besarle el cuello de tal modo que Erica se retorcía de placer.
—Mmm, yo creo que tenemos que practicar un poco más. —Le iba acariciando la espalda con las yemas de los dedos. Patrik se puso de espaldas y estaba a punto de tumbarse encima de ella cuando, de la habitación de enfrente, llegó un ruido muy familiar.
—¡Buáaaaaa! —A aquella voz chillona siguió de inmediato otra más, y al cabo de un instante, oyeron los pasos de unos piececillos. Maja apareció en la puerta, con el dedo en la boca y su muñeca favorita debajo del brazo.
—Los gemelos están llorando —dijo arrugando la frente—. Arriba, mamá, arriba, papá.
—Sí, sí, ya vamos, Maja, cariño. —Con un suspiro que parecía surgido de lo más hondo de su ser, Patrik se levantó de un salto, se puso unos vaqueros y una camiseta y fue al dormitorio de los gemelos, tras dirigir una mirada de disculpa a Erica.
Los placeres amatorios habían terminado por hoy, así que ella también se puso el chándal que había al lado de la cama y bajó con Maja a la cocina para empezar a preparar el desayuno y los biberones para los gemelos. Aunque aún notaba el calor, del cosquilleo no quedaba ni rastro.
Pero cuando miró hacia el piso de arriba y vio bajar a Patrik con un bebé despierto en cada brazo, volvió a sentirlo. Joder, cómo quería a su marido.
—No averiguamos nada de enjundia —dijo Patrik una vez que todos se hubieron acomodado.
—O sea, ¿nada más sobre la agresión? —Martin parecía abatido.
—No, no hubo testigos del delito, según la Policía. La única información por la que podían guiarse era la proporcionada por el propio Mats Sverin: los agresores eran los integrantes de una pandilla de jóvenes desconocidos.
—¿Por qué tengo la sensación de que hay un «pero»? —dijo Martin.
—Estuvimos hablando de eso a la vuelta —dijo Paula—. Los dos tenemos la sensación de que hay algo más en esta historia, y querríamos seguir indagando.
—¿Estáis seguros de que no es una pérdida de tiempo? —preguntó Mellberg.
—Bueno, como es natural, no puedo garantizar nada, pero creemos que vale la pena investigar más —dijo Patrik.
—¿Y en el trabajo de Sverin? —intervino Gösta.
—Más de lo mismo. Nada interesante. Pero no queremos dejarlo así. Hablamos con la presidente de la asociación, y se impresionó mucho al oír la noticia de la muerte de Mats, pero no la vi…, ¿cómo deciros?
—No parecía del todo sorprendida —remató Paula.
—Una vez más, solo una sensación —dijo Mellberg con un suspiro—. Pensad que la comisaría tiene unos recursos limitados, no podemos andar de acá para allá ni hacer lo que se nos ocurra. Personalmente considero que andar metiendo las narices en la vida que la víctima llevó en Gotemburgo es una pérdida de tiempo. Mi dilatada experiencia me ha enseñado que la respuesta suele encontrarse mucho más cerca. Por ejemplo, ¿les hemos apretado bien las tuercas a los padres? Ya sabéis que, según las estadísticas, la mayoría de los asesinatos los comete un familiar o una persona cercana a la víctima.
—Ya, bueno, a mí Gunnar y Signe Sverin no me parecen candidatos interesantes para este caso. —Patrik tuvo que contenerse para no hacer un gesto de desesperación.
—Pues yo creo de todos modos que no podemos descartarlo tan a la ligera. Nunca se sabe qué secretos puede esconder una familia.
—Puede que en eso tengas razón, pero en este caso, no estoy de acuerdo. —Patrik estaba apoyado en la encimera de la cocina. Se cruzó de brazos y se apresuró a cambiar de tema—. Martin y Annika, ¿vosotros habéis encontrado algo?
Martin miró a Annika, pero como ella no dijo nada, tomó la palabra.
—No, todo parece encajar. Mats Sverin no ha dejado nada llamativo en los archivos. Nunca estuvo casado, no tiene hijos registrados. Después de mudarse de Fjällbacka estuvo censado en tres direcciones de Gotemburgo, la última, la de Erik Dahlbergsgatan. Seguía conservando ese alquiler y había realquilado el apartamento. Tenía dos préstamos, el de estudios y el del coche, no estaba en ninguna lista de morosos. Era propietario de un Toyota Corolla desde hacía menos de cuatro años. —Martin hizo una pausa para consultar las notas—. Su vida laboral coincide con los datos que tenemos. No pesaba sobre él ninguna condena. En fin, eso es lo que hemos averiguado. Si nos fiamos de los archivos oficiales, Sverin llevó una vida de lo más normal, sin incidencias de ningún tipo.
Annika asintió en silencio. Confiaban en que tendrían algo más que contarles, pero aquello era lo único que habían averiguado.
—De acuerdo, pues una cosa menos —dijo Patrik—. De todos modos, seguimos teniendo pendiente una inspección del apartamento de Sverin. Quién sabe lo que podemos encontrar allí.
Gösta carraspeó incómodo y Patrik lo miró extrañado.
—¿Sí?
—Verás… —comenzó Gösta.
Patrik frunció el entrecejo. Cuando Gösta carraspeaba así, era mala señal.
—¿Querías decir algo? —No estaba seguro de querer oír lo que a Gösta tanto parecía costarle soltar. Por si fuera poco, al ver que le lanzaba a Mellberg una mirada suplicante, se le hizo un nudo en el estómago. Gösta y Bertil no eran una buena combinación, en ningún terreno.
—Pues verás… resulta que Torbjörn llamó ayer mientras tú estabas en Gotemburgo. —Guardó silencio y tragó saliva.
—¿Sí…? —dijo Patrik otra vez. Se esforzaba al máximo por contenerse para no zarandearlo y sacarle la información.
—Torbjörn nos dejó entrar ayer. Y como sabemos que no te gusta perder el tiempo, Bertil y yo pensamos que más valía que fuéramos enseguida para echar un vistazo.
—¿Que hicisteis qué? —Patrik se agarró al borde de la encimera y se obligó a respirar pausadamente. Tenía demasiado presente la presión de la angina de pecho y sabía que no podía alterarse bajo ninguna circunstancia.
—No hay razón alguna para tomárselo así —dijo Mellberg. Por si lo has olvidado, aquí el jefe soy yo. O sea, que soy tu superior, y fui yo quien tomó la decisión de entrar en el apartamento.
Patrik comprendió que tenía razón, pero eso no mejoraba las cosas. Y aunque, desde un punto de vista formal, Mellberg era el responsable de la comisaría, Patrik llevaba siendo el jefe en la práctica desde que ocupó el puesto después de que lo trasladaran de Gotemburgo.
—¿Encontrasteis algo? —preguntó al cabo de unos segundos.
—No mucho —confesó Mellberg.
—Parece más un domicilio provisional que un hogar —intervino Gösta—. Apenas había objetos personales. Ninguno, quisiera decir.
—Qué extraño —reconoció Patrik.
—Falta el ordenador —dijo Mellberg con indiferencia, rascando a Ernst detrás de la oreja.
—¿El ordenador?
Patrik notó cómo le crecía por dentro la indignación. ¿Cómo no había pensado en eso antes? Naturalmente, Mats Sverin tendría un ordenador, y esa debería haber sido una de las primeras preguntas que hiciera a los técnicos. Maldijo para sus adentros.
—¿Cómo sabéis que no está? —continuó—. Puede que lo tenga en el trabajo. Puede que no tuviera ordenador en casa.
—Parece que solo tenía uno —dijo Gösta—. Enchufado en la cocina encontramos el cable de un portátil. Y Erling ha confirmado que Sverin tenía un portátil para el trabajo, y que solía llevárselo a casa.
—O sea, que has vuelto a hablar con Erling, ¿no?
Gösta asintió.
—Fui a verlo ayer, después de la visita al apartamento. Se preocupó un poco al saber que puede que el ordenador se haya extraviado.
—Me pregunto si se lo llevó el asesino. Y, de ser así, por qué lo haría —dijo Martin—. Por cierto, ¿no deberíamos haber encontrado también su móvil? ¿O es que también se ha perdido?
Patrik soltó otra vez un taco silencioso. Otro detalle que se le había escapado.
—Puede que haya algún dato en el ordenador que constituya el móvil del asesinato, que señale al asesino —dijo Mellberg. En fin, que si damos con el ordenador, el caso está cerrado.
—Bueno, no nos precipitemos en las conclusiones —advirtió Patrik—. No tenemos ni idea de dónde puede estar el ordenador ni de quién se lo ha llevado. Tenemos que encontrarlo como sea. Y el móvil también. Pero hasta entonces no sacaremos más conclusiones.
—Si lo encontramos —dijo Gösta. Pero luego se le iluminó la cara—. Erling aseguró que Sverin estaba un tanto preocupado por unos números. Iba a verse con Anders Berkelin, jefe económico de Badis. Puede que él se quedase con el ordenador. Los dos trabajaban juntos en el proyecto, así que no es imposible que se lo dejase allí, ¿no?
—Gösta, Paula y tú vais allí ahora mismo a hablar con él. Martin y yo iremos al apartamento, quiero echarle un vistazo personalmente. Por cierto, ¿no nos llegaba hoy el informe de Torbjörn?
—Sí, eso dijo —respondió Annika.
—Muy bien. Y Bertil, tú controlas el asunto en la comisaría, ¿verdad?
—Naturalmente —aseguró Mellberg—. Pues solo faltaba. Ah, no se os habrá olvidado lo de mañana, ¿no?
—¿Lo de mañana? —Todos lo miraron extrañados.
—Sí, la invitación VIP al Badis. Nos esperan a las diez y media.
—¿Tú crees de verdad que estamos en situación de dedicarnos a eso? —preguntó Patrik—. Di por hecho que se aplazaba, dado que en estos momentos tenemos cosas más importantes que hacer.
—El bien de la comarca y del municipio tienen siempre la máxima prioridad. —Mellberg se levantó—. Somos un modelo importante en este pueblo, y nuestra implicación en los proyectos locales no puede subestimarse. De modo que mañana nos vemos en Badis a las diez y media.
Respondieron con un murmullo de resignación. Sabían que no merecía la pena irle a Mellberg con argumentos. Y una pausa de un par de horas, con masaje y otras delicias beneficiosas para el cuerpo y para el alma, podría obrar milagros y reactivar la energía en el trabajo.
—Mierda de escaleras. —Gösta se detuvo a mitad de camino.
—Podríamos haber subido por el otro lado y haber dejado el coche aparcado delante de Badis —dijo Paula, y se paró a esperarlo.
—Ya, y me lo dices ahora. —Respiró hondo antes de proseguir. Las rondas de golf que llevaba en lo que iba de año no habían bastado para mejorar su condición física. Muy a su pesar, tenía que reconocer que la edad también estaba haciendo lo suyo.
—Patrik no estaba del todo satisfecho con que fuerais al apartamento. —En el coche, habían evitado el tema, pero Paula no podía aguantarse más.
Gösta resopló.
—Si no recuerdo mal, el jefe de la comisaría no es Hedström.
Paula no dijo nada, y después de unos minutos de silencio, Gösta lanzó un suspiro.
—Vale, puede que no fuera tan buena idea ir sin haber hablado con Patrik siquiera. A veces a los viejos lobos nos cuesta aceptar que nos reemplacen las nuevas generaciones. Tenemos de nuestro lado la experiencia y los años, pero es como si no valieran un pimiento.
—Bueno, a mí me parece que te estás subestimando. Patrik habla muy bien de ti. De Mellberg, en cambio…
—¿Ah, sí? —Gösta parecía sorprendido, y Paula esperaba que no descubriera lo que no era sino una mentira piadosa. No podía decirse que Gösta contribuyese demasiado a la realización del trabajo, ni que Patrik lo hubiese elogiado ni mucho menos. Pero el hombre no era mala persona, y su intención era buena. No hacía ningún mal infundirle un poco de aliento.
—Sí, bueno, es que Mellberg es un caso aparte. —Gösta se paró otra vez cuando llegaron al último de los muchos peldaños de la escalera—. Y ahora vamos a ver qué clase de gente es esta. He oído hablar mucho del proyecto, y para colaborar con Erling hay que ser de una pasta especial. —Meneó la cabeza y se volvió, con Badis a su espalda, para contemplar el mar. Hacía otro hermoso día de principios de verano y el mar se extendía en calma ante Fjällbacka. El verde frondoso de los arbustos se divisaba aquí y allá, pero dominaba el panorama el gris de las rocas.
—Esto es de lo más bonito, no se puede decir otra cosa —aseguró al fin, con un tono insólito y filosófico.
—Sí, es muy bonito. Desde luego, Badis tiene una situación envidiable. Me extraña que estuviera abandonado tanto tiempo.
—Cuestión de dinero, naturalmente. Debe de haber costado millones ponerlo a punto. Estaba prácticamente en ruinas. Y no cabe quejarse del resultado, pero la cuestión es qué parte de la factura nos pasarán en los impuestos.
—Ahora sí te reconozco, Gösta. Me estaba preocupando. —Paula sonrió y echó a andar hacia la entrada. Estaba impaciente por verlo con sus propios ojos.
—¿Hola?
Llamaron al entrar en el establecimiento y, al cabo de unos minutos, apareció un hombre alto de aspecto anodino. Llevaba el cabello rubio bien peinado, ni largo ni corto, las gafas eran normales, ni mucho diseño ni poco, y el apretón de manos comedido, ni fuerte ni flojo. Paula pensó que le costaría reconocerlo si se lo encontraba por la calle.
—Hemos llamado antes, —Paula se presentó y presentó también a Gösta, y los tres se sentaron en una de las mesas del comedor, donde había un ordenador rodeado de documentos.
—Bonito despacho —dijo Paula admirando toda la sala.
—Bueno, también tengo un cuchitril ahí detrás —dijo Anders Berkelin señalando con la mano hacia un lugar indefinido—. Pero me gusta más sentarme a trabajar aquí, me siento menos encerrado. En cuanto empiece a funcionar el negocio, tendré que meterme en el agujero otra vez —aseguró sonriendo, también ni mucho ni poco.
—Queríais preguntarme acerca de Mats, ¿verdad? —Bajó la pantalla del ordenador—. Desde luego, es terrible.
—Sí, parece que la gente lo apreciaba mucho —dijo Paula, y abrió el bloc de notas—. ¿Trabajasteis juntos desde los inicios del Proyecto Badis?
—No, solo desde que el municipio lo contrató hace unos meses. Antes no había mucho orden ni concierto en las oficinas del ayuntamiento, la verdad, así que tuvimos que encargarnos nosotros de la mayor parte del trabajo. Mats vino como caído del cielo.
—Debió de llevarle algún tiempo ponerse al día de todo, ¿no? Me imagino que un proyecto así es una empresa complicada.
—Bueno, no, tan complicado no es, en realidad. Somos dos patrocinadores, el municipio y nosotros, o sea, mi hermana y yo. Compartimos los gastos al cincuenta por ciento y así repartiremos también los beneficios.
—¿Y cuánto tiempo calculáis que tardará el negocio en ser rentable? —preguntó Paula.
—Hemos tratado de ser lo más realistas posible en nuestros cálculos. Construir castillos de arena…, nadie gana con eso. Así que calculamos que estaremos en break even dentro de unos cuatro meses.
—¿Break even?
—Con las cuentas a cero —explicó Paula.
—Ajá. —Gösta se sintió como un idiota, se avergonzaba de sus escasos conocimientos de inglés. Claro que algo había aprendido de todas las competiciones de golf que veía en los canales deportivos, pero los términos que usaban no le eran de mucha utilidad en la vida, fuera del golf.
—¿De qué forma colaborabais Mats y tú? —preguntó Paula.
—Mi hermana y yo nos encargamos de todos los asuntos de tipo práctico, coordinamos los trabajos de reforma, contratamos al personal; en resumen, montamos el negocio. Y hemos ido facturando al ayuntamiento su parte de los gastos. La tarea de Mats era supervisar y comprobar que se pagasen las facturas. Aparte de eso, como es lógico, manteníamos un diálogo constante sobre los gastos y los ingresos del proyecto. El ayuntamiento ha intervenido mucho en todo. —Anders se encajó las gafas. Tenía los ojos de un azul indefinido.
—¿Hubo algún motivo de desacuerdo? —Paula iba anotando mientras hablaban, y no tardó en llenar una página con lo que parecían garabatos ilegibles.
—Depende de lo que consideres desacuerdo. —Anders cruzó las manos sobre la mesa—. No estábamos de acuerdo en todo, pero Mats y yo manteníamos un diálogo constructivo y fluido siempre, incluso cuando no veíamos las cosas del mismo modo.
—¿Y nadie tuvo problemas con él? —preguntó Gösta.
—¿Por el proyecto? —A juzgar por la expresión, a Anders aquella idea le parecía absurda—. No, desde luego que no. Nada más allá de diferencias de punto de vista, pero en relación con los detalles. Nada tan serio que…, no, desde luego que no. —Meneó la cabeza con gesto vehemente.
—Según Erling Larson, Mats iba a pasarse por aquí el viernes para hablar contigo sobre algo que lo tenía preocupado. ¿Llegó a venir? —preguntó Paula.
—Sí, estuvo aquí un rato. Media hora más o menos. Pero yo creo que decir que estaba preocupado es exagerar un poco. Había unas cifras que no encajaban, y había que ajustar ligeramente el presupuesto, pero nada raro. Lo arreglamos en un momento.
—¿Hay alguien aquí que pueda confirmarlo?
—No, yo estaba solo. Vino bastante tarde, sobre las cinco. Después de salir del trabajo, supongo.
—¿Recuerdas si trajo el ordenador?
—Mats siempre llevaba el ordenador encima, así que a eso sí puedo contestar con seguridad. Recuerdo perfectamente que traía el maletín.
—Y no se lo dejaría aquí olvidado, ¿verdad? —preguntó Paula.
—No, me habría dado cuenta. ¿Por qué? ¿Ha desaparecido el ordenador? —Anders los miró con cara de preocupación.
—Todavía no lo sabemos —aseguró Paula—. Pero si apareciera por aquí, te agradeceríamos que te pusieras en contacto con nosotros de inmediato.
—Por supuesto. Aquí no lo dejó, ya digo, de eso estoy seguro. Y para nosotros no sería nada bueno que se hubiera extraviado. Contiene todos los detalles del Proyecto Badis —afirmó, y volvió a encajarse las gafas.
—Claro, lo comprendo —respondió Paula. Se levantó y Gösta interpretó que debía hacer lo propio—. En fin, llámanos si recuerdas algún otro detalle. —Le dejó la tarjeta, y Anders se la guardó en el tarjetero que llevaba en el bolsillo.
—Desde luego —dijo. Aquella mirada de color azul claro los siguió mientras se alejaban hacia la salida.
¿Y si los encontraran allí? Por curioso que pudiera parecer, a Annie no se le había ocurrido pensarlo hasta ese momento. Gråskär siempre había sido el lugar más seguro, y hasta tomaba conciencia de que, si querían, podrían dar con ellos fácilmente.
Los disparos aún le resonaban vigorosos en la memoria. Oyó su eco en la paz de la noche, y luego todo quedó en silencio otra vez. Y huyó, se llevó a Sam y dejó tras de sí aquel caos y aquella desolación. Dejó a Fredrik.
Las personas con las que él se relacionaba podrían localizarla fácilmente. Al mismo tiempo, comprendía que no tenía otra salida que quedarse allí y esperar a que la encontraran o se olvidaran de ella. Sabían que era débil. A sus ojos, había sido un accesorio de Fredrik, una bonita joya, una sombra discreta que les llenaba los vasos y que mantenía lleno el humidificador de puros. Para ellos no era una persona de verdad, y ahora eso podía resultar una ventaja. No había razón para ponerse a perseguir a una sombra.
Annie salió al sol, intentó convencerse de que se sentía segura. Pero la duda seguía allí. Rodeó la casa y, al doblar la esquina, escrutó el mar y las islas, hasta tierra firme. Un día tal vez apareciera un barco, y Sam y ella se verían atrapados como ratas en una jaula. Se sentó en el banco y lo oyó crujir bajo su peso. El viento y la sal habían maltratado duramente la madera, y el viejo banco se torcía vencido hacia la fachada. Había mucho de lo que encargarse en la isla. Como quiera que fuese, algunas de las flores del seto se empecinaban en volver año tras año. Cuando era pequeña y su madre cuidaba las plantas, las flores llenaban toda la hilera interior del arriate. Ahora solo quedaban unos tallos solitarios, y aún estaba por ver de qué color serían las corolas. Las rosas tampoco habían florecido, pero esperaba que las que habían sobrevivido fueran las que a ella más le gustaban, las de color rosa claro. Las macetas de su madre estaban muertas hacía mucho. El único testigo de que allí hubo un huerto en su día eran unas briznas olorosas de cebollino que antes, cuando había quien se ocupaba de las plantas, difundían su aroma.
Se levantó y miró por la ventana. Sam dormía de costado, con la cara vuelta hacia la pared. Últimamente dormía hasta muy tarde por las mañanas, y Annie no veía motivo para sacarlo de la cama. Tal vez el sueño y las ensoñaciones le dieran lo que necesitaba para sanar sus heridas.
Muy despacio, volvió a sentarse y, poco a poco, el ritmo del chasquido de las olas contra las rocas fue eliminando el temor que la embargaba. Estaban en Gråskär, ella era una sombra y nadie los encontraría allí jamás. Estaban a salvo.
—¿Mi madre no podía hoy? —Patrik parecía decepcionado. Hablaba por el móvil al tiempo que, a mucha más velocidad de la recomendable, tomaba la curva que se cerraba a la altura de Mörhult.
»¿Mañana por la tarde? Pues no hay nada que hacer, tendrá que ser mañana. Un beso, hasta luego.
Colgó el teléfono. Martin lo miraba extrañado.
—Había pensado que Erica me acompañara cuando fuera a hablar con Annie Wester, la antigua novia de Sverin. Según sus padres, Mats había pensado ir a verla, pero no saben si llegó a hacerlo.
—¿Y por qué no llamas y le preguntas?
—Sí, claro, podría llamarla simplemente. Pero el encuentro cara a cara suele ser más productivo. Y quiero hablar con tantos conocidos de Mats como sea posible, aunque haga mucho tiempo que no se veían. Mats Sverin sigue siendo un misterio. Tengo que saber más.
—¿Y para qué iba a ir Erica contigo? —Martin salió aliviado del coche, una vez que llegaron al aparcamiento del barrio.
—Porque estaba en el mismo curso que Annie. Y que Mats.
—Ah, sí, es verdad, eso había oído. Pues sí, puede que no sea ninguna tontería que te acompañe. Puede que su presencia la haga sentirse menos tensa.
Subieron las escaleras y se detuvieron ante la puerta del apartamento de Mats Sverin.
—Espero que Mellberg y Gösta no lo hayan revuelto todo más de la cuenta —dijo Martin.
—Sí, la esperanza es lo que nos queda. —Patrik no se hacía grandes ilusiones de que hubieran puesto el debido cuidado. Al menos Mellberg. Gösta podía tener momentos de lucidez en los que resultaba bastante competente.
Con mucho cuidado, pasaron bordeando la mancha de sangre reseca de la entrada.
—Alguien tendrá que encargarse de esto en breve —dijo Martin.
—Por desgracia, me temo que les corresponde a los padres de la víctima. Espero que tengan a quien pedir ayuda. Nadie debería verse obligado a limpiar la sangre de su hijo muerto.
Patrik entró en la cocina.
—Ahí está el cable del ordenador que mencionó Gösta. Me pregunto si él y Paula lo habrán localizado. Claro que, de ser así, habrían llamado —dijo como si estuviera hablando solo.
—¿Por qué iba a dejarse Sverin el ordenador en Badis? —preguntó Martin—. No, apostaría cualquier cosa a que se lo llevó el que le pegó el tiro.
—Por lo menos parece que Torbjörn y sus hombres han sacado huellas del cable, así que quizá esos resultados nos den algo.
—¿Tenemos que vérnoslas con un asesino torpe? ¿Es eso lo que quieres decir?
—Bueno, parece que los de esa clase abundan, por suerte.
—Ya, pero se diría que se han vuelto más meticulosos desde que empezaron todos esos programas sobre delitos y procesos judiciales. Hoy por hoy, cualquier ladronzuelo sabe lo básico de huellas dactilares y ADN.
—Sí, es verdad, pero idiotas habrá siempre.
—Pues esperemos que el nuestro sea uno de ellos. —Martin volvió al recibidor y continuó hasta la sala de estar—. Comprendo a qué se refería Gösta —dijo a gritos.
Patrik se había quedado plantado en medio de la cocina.
—¿Sobre qué?
—Lo de que parecía una residencia provisional. Tiene una pinta de lo más impersonal. Nada que insinúe siquiera quién era, ni fotos ni objetos decorativos, y solo un montón de libros de economía en la estantería.
—Ya te digo, ese hombre es un misterio —dijo Patrik ya en el salón.
—Bueno, supongo que sería una persona reservada, nada más. En realidad, ¿qué tiene de misterioso? Hay personas más taciturnas que otras, y el hecho de que en el trabajo no hablara de mujeres y esas cosas no me parece tan extraño.
—No, claro, si eso fuera lo único… —dijo Patrik recorriendo despacio la habitación—. Pero no parece que tuviera amigos, tenía un hogar de una impersonalidad pasmosa, como tú mismo has visto, oculta información sobre la agresión de la que fue víctima…
—Ya, pero de eso último no tienes pruebas, ¿no?
—No, es cierto. Pero aquí hay algo que no encaja. Y, después de todo, lo encontraron muerto de un tiro en el recibidor de su casa. O sea, eso no le pasa a cualquiera. El equipo de música y la tele siguen ahí, de modo que si el móvil fue el robo, tenemos a un ladrón de lo más manazas.
—Pero el ordenador no está —señaló Martin mientras abría un cajón del mueble del televisor.
—Ya, pero…, en fin, es una sensación que tengo. —Patrik entró en el dormitorio y empezó a inspeccionarlo. Estaba de acuerdo con todo lo que decía Martin. No había justificación alguna para aquella sensación sorda que tenía en el estómago de que en todo aquello había algo que él debía encontrar y sacar a la luz.
Durante una hora, lo revisaron todo a conciencia, hasta que llegaron a la misma conclusión que Gösta y Mellberg el día anterior. No había nada. Aquel apartamento podría haber sido uno de los de exposición de Ikea. Si es que esos no tenían un toque más personal que el de Mats Sverin.
—¿Nos vamos? —dijo Patrik con un suspiro.
—Sí, no hay mucho más que hacer aquí. Espero que Torbjörn saque algo en limpio.
Patrik echó la llave del apartamento. Tenía la esperanza de encontrar algo interesante sobre lo que seguir investigando. Por ahora, solo contaban con las vaguedades de sus presentimientos, y ni siquiera él mismo confiaba en ellos al cien por cien.
—Almuerzo en Lilla Berith, ¿te hace? —preguntó Martin cuando entraron en el coche.
—Vale —respondió Patrik sin entusiasmo, y metió marcha atrás para salir del aparcamiento.
Vivianne abrió despacio la puerta del comedor y se encaminó adonde se encontraba Anders. Él no levantó la vista, sino que siguió tecleando concentrado.
—¿Qué querían? —Se sentó enfrente, en la silla que aún conservaba el calor de Paula.
—Me preguntaron por Mats y por cómo trabajábamos juntos. Me preguntaron si su ordenador sigue aquí —dijo sin levantar la vista todavía.
—¿Qué les dijiste? —preguntó inclinándose sobre la mesa.
—Lo menos posible. Que la colaboración funcionaba perfectamente, que no se había dejado el ordenador aquí.
—¿Esto…? —Vivianne vaciló un instante—. ¿Esto nos influirá de alguna manera?
Anders meneó la cabeza y miró por fin a su hermana.
—No, si lo impedimos. Vino aquí el viernes pasado, estuvimos hablando un rato y corregimos unas cosillas. Cuando terminamos, se fue a su casa, y ninguno de nosotros lo ha vuelto a ver desde entonces. Es lo único que tienen que saber.
—Dicho así, suena muy sencillo —dijo Vivianne, que notaba cómo el desasosiego le crecía por dentro. Desasosiego, y preguntas que no se atrevía a formular.
—Es que es sencillo. —Anders hablaba entrecortadamente, sin desvelar ningún sentimiento en el tono de voz. Pero Vivianne conocía bien a su hermano. Sabía que, a pesar de aquella mirada firme tras las lentes, se sentía inquieto. Pero no quería que ella lo supiera.
—¿Vale la pena? —preguntó al fin.
Él la miró sorprendido.
—De eso intentaba yo hablar el otro día, pero no quisiste escucharme.
—Lo sé. —Se llevó la mano a un rizo de la melena rubia y lo enrolló jugueteando con el dedo—. En realidad no tengo ninguna duda, pero quisiera que ya hubiera pasado todo para que pudiéramos estar tranquilos.
—¿Tú crees que podremos estar tranquilos alguna vez? Puede que estemos tan desquiciados que nunca encontremos lo que buscamos.
—No digas eso —lo reprendió Vivianne.
Anders acababa de expresar con palabras lo que ella pensaba en momentos de debilidad, los pensamientos que se le colaban dentro cuando se acostaba y estaba a punto de dormirse.
—No podemos hablar así, ni siquiera pensarlo —repitió con énfasis—. Lo hemos probado todo en la vida, hemos luchado por todo, nunca nos han dado nada gratis. Nos merecemos esto.
Se levantó tan bruscamente de la silla que la volcó y cayó al suelo con estruendo. La dejó tal cual y se fue corriendo a la cocina. Allí había trabajo que hacer, y no tendría que darle vueltas a la cabeza. Temblando, empezó a revisar el frigorífico y la despensa para asegurarse de que tenían cuanto necesitaban para la inauguración de prueba del día siguiente.
Mette, la vecina del apartamento de al lado, fue tan amable que se ofreció a cuidar de los niños un par de horas. Madeleine no tenía nada de particular que hacer, a diferencia de las demás, su vida no se regía por las tareas y obligaciones cotidianas que ella tanto añoraba. Únicamente necesitaba un par de horas para estar a solas.
Fue paseando por Strøget hacia la plaza Kongens Nytorv. Las tiendas anunciaban tentadoras los artículos del verano. Ropa, trajes de baño, pamelas, sandalias, bisutería y juguetes de playa. Todo lo que la gente normal, que llevaba una vida normal, podía comprar sin ser conscientes de lo afortunados que eran. No es que ella fuese una desagradecida, al contrario, se sentía infinitamente feliz de encontrarse en una ciudad extraña que le ofrecía lo que tantos años llevaba sin sentir: seguridad. Y por lo general bastaba con eso, pero había días, como aquel, en que, además, tenía muchísimas ganas de ser normal… No quería lujos ni poder comprar un montón de cosas inútiles que solo servían para llenar los armarios. En cambio añoraba poder permitirse las pequeñas cosas de la vida, entrar en las tiendas y comprar un bañador para llevar a los niños a la piscina el fin de semana siguiente. O poder entrar en los almacenes BR y comprarle a Kevin unas sábanas de Spiderman, solo porque creía que, si compartía la cama con su ídolo, tal vez durmiera mejor. Sin embargo, tenía que rebuscar en los bolsillos las coronas suficientes para tomar el autobús al centro. Eso no tenía nada de normal pero, al menos, se sentía segura. Aunque por el momento, eso solo lo sabía el cerebro, no el corazón.
Entró en Illum y se dirigió resuelta a la pastelería. Olía tan bien… A pan recién hecho y a chocolate, y al ver los bollos de crema con chocolate en el centro casi se le cae la baba. Ella y los niños no pasaban hambre, no. Y los vecinos se habían dado cuenta de la situación, porque a veces les llevaban algo para la cena aduciendo que habían preparado demasiada comida. Desde luego, no podía quejarse, pero le gustaría tanto acercarse a la chica del mostrador, señalar los bollos de crema y decir: «tres bollos de chocolate, por favor». O mejor aún: «seis bollos de chocolate, por favor». Así podrían comer a cuatro carrillos, devorar dos por cabeza antes de, con el estómago un poco revuelto, chuparse los dedos llenos de chocolate. Sobre todo a Vilda le encantaría. Siempre le chifló el chocolate. Le gustaba incluso el relleno de licor de cerezas que había en la caja Aladdin. El que no le gustaba a nadie. Vilda solía comérselo con aquella sonrisa beatífica en los labios que a ella tanta alegría le daba ver. Él siempre les llevaba chocolate a Vilda y a Kevin.
Se obligó a pensar en otra cosa. No debía pensar en él. Si lo hacía, la angustia le crecería hasta asfixiarla. Salió a toda prisa de Illum y continuó hacia Nyhavn. Al ver el mar, sintió que volvía a respirar mejor. Con la mirada clavada en el horizonte, dejó atrás el hermoso barrio antiguo cuyas terrazas se veían llenas de gente, y donde abrillantaban orgullosos sus barcos atracados en el canal. Al otro lado estaba Suecia, y Malmö. Los transbordadores salían prácticamente cada hora, y si uno no quería ir en barco, podía optar por el tren o ir en coche cruzando el puente. Suecia estaba tan cerca y, aun así, tan lejos… Tal vez nunca pudieran regresar. Solo de pensarlo se le hacía un nudo en la garganta. La sorprendía lo mucho que añoraba su país. No se había ido muy lejos, y Dinamarca se parecía engañosamente a Suecia. Aun así, había tantas cosas que eran diferentes…, y allí no tenía a su familia ni a sus amigos. La cuestión era si volvería a verlos algún día.
Le dio la espalda al mar, se irguió y volvió paseando al centro. Iba absorta en sus pensamientos cuando notó una mano en el hombro. El pánico la azotó con toda su fuerza. ¿La habían encontrado, la habían encontrado? Se dio la vuelta con un grito, dispuesta a golpear, arañar, morder, lo que fuera preciso. Pero se encontró con una cara aterrada.
—Perdona si te he asustado —le dijo un hombre obeso y de cierta edad, que parecía a punto de sufrir un infarto y la miraba sin saber muy bien qué hacer—. Se te ha caído el pañuelo. Te estaba llamando, pero no me oías.
—Perdón, perdón —acertó a balbucir, antes de romper a llorar amargamente, para horror del desconocido.
Sin decir una palabra más, salió huyendo, corrió hacia el autobús más cercano que pudiera llevarla a casa. Tenía que volver a casa, con sus hijos. Tenía que sentir sus brazos en el cuello y sus cuerpecillos cálidos cerca del suyo. Así estaban las cosas todavía, solo se sentía segura con ellos.
—Ha llegado el informe de Torbjörn —dijo Annika en cuanto vio entrar a Patrik y a Martin.
Patrik estaba tan lleno que apenas podía respirar. Se había tomado una ración de pasta gigantesca en el Lilla Berith.
—¿Dónde está? —preguntó entrando en recepción para abrir enseguida la puerta del pasillo.
—En tu mesa —respondió Annika.
Se apresuró pasillo arriba con Martin pisándole los talones.
—Siéntate —le dijo señalando la silla. Él también se sentó y empezó a leer los documentos que Annika le había dejado en el escritorio.
Martin estaba tan impaciente que parecía dispuesto a arrebatárselos.
—¿Qué dice? —preguntó al cabo de unos minutos, pero Patrik lo aplacó con un gesto y continuó leyendo. Al cabo de lo que le pareció una eternidad insoportable, dejó el informe con la decepción en el semblante.
—¿Nada? —dijo Martin.
—Bueno, nada que aporte ninguna novedad, al menos. —Patrik respiró hondo, se retrepó en la silla y cruzó las manos detrás de la cabeza.
Se quedaron unos minutos en silencio.
—¿Ningún indicio, nada? —Martin ya sabía cuál sería la respuesta.
—Léelo tú mismo, pero no me da esa impresión. Por raro que pueda parecer, las únicas huellas que había en el apartamento eran de Sverin. En el picaporte y en el timbre había otras, dos de las cuales pertenecen seguramente a Gunnar y a Signe. Entre ellas, encontraron una también en el picaporte de dentro, y esa podría ser del asesino. En ese caso, podemos usarla para vincular a un sospechoso al lugar del crimen, pero puesto que no está en los registros, no nos sirve de mucho por ahora.
—Ya. Bueno, pues ya lo sabemos. Esperemos que Pedersen tenga algo más que ofrecernos —dijo Martin.
—Pues no sé qué novedades puede traernos Pedersen, la verdad. Esto parece muy sencillo. Alguien le disparó en la nuca y luego se largó. No parece que el asesino haya estado en el apartamento siquiera. O al menos, ha sido lo bastante hábil como para borrar sus huellas al salir.
—¿Decía el informe algo al respecto? ¿Si habían limpiado el picaporte y esas cosas? —Martin recobró la esperanza por un instante.
—Bien pensado, pero yo creo… —Patrik no terminó la frase, sino que empezó a hojear el informe de nuevo. Después de comprobarlo, meneó la cabeza—. No, parece que no. Hallaron las huellas de Sverin en todas las superficies imaginables: picaportes, tiradores de armarios, el fregadero… No parece que hayan limpiado nada.
—Pues eso indica que el asesino no pasó del recibidor.
—Sí. Lo que significa que, por desgracia, seguimos sin saber si era o no un conocido de Mats. Quien llamó a la puerta pudo ser alguien de su entorno o un completo desconocido.
—Al menos sabemos que se sentía seguro con la persona a la que abrió la puerta, puesto que le dio la espalda.
—Bueno, según se mire. También podría estar huyendo y por eso le dio en la espalda.
—Tienes razón —dijo Martin. Callaron de nuevo—. ¿Y qué hacemos ahora?
—Pues sí, buena pregunta. —Patrik estiró la espalda y se pasó la mano por el pelo—. La inspección del apartamento no ha dado ningún resultado. Los interrogatorios tampoco. Ni el informe de la Científica. Y las probabilidades de que Pedersen encuentre algo son mínimas. Así que, ¿qué hacemos ahora?
No era propio de Patrik venirse abajo de ese modo, pero había tan pocas pistas que seguir en aquel caso, tan poca información en la que continuar indagando… De repente, se irritó consigo mismo. Tenía que haber algo que ignoraban sobre Mats Sverin, pero que era decisivo para el caso. Por algo lo habían asesinado en su propia casa. Algo había, y Patrik no se rendiría hasta encontrarlo.
—Tú te vienes conmigo a Gotemburgo el lunes. Vamos a hacer otra visita a Fristad —dijo.
A Martin se le iluminó la cara.
—Claro. Ya sabes que te acompaño sin problemas. —Se levantó y retrocedió hasta la puerta, y Patrik casi sintió vergüenza al ver lo feliz que se había puesto al pedírselo. Y pensó que lo había dejado un poco de lado últimamente.
—Llévate el informe —dijo cuando estaba a punto de salir—. Será mejor que lo leas tú también, por si se me ha pasado algo importante.
—Vale. —Martin alargó el brazo enseguida y echó mano de los documentos.
Cuando se fue, Patrik sonrió para sus adentros. Al menos hoy había conseguido hacer feliz a alguien.
Las horas pasaban con una lentitud insufrible. Signe y él deambulaban por la casa en silencio. No tenían nada que decirse, apenas se atrevían a abrir la boca por miedo a que se les escapara el grito que tenían encerrado dentro.
Él había intentado que Signe probara bocado. Siempre era ella la que insistía y se lamentaba de que él o Matte no comían lo suficiente. Ahora era Gunnar quien preparaba bocadillos y los partía en bocados pequeñitos que trataba de hacerle tragar. Ella hacía lo que podía, pero Gunnar veía crecer los trozos en la boca, y enseguida venían las arcadas. Al final ya no lo aguantaba, no resistía ver su mirada reflejada en la de ella al otro lado de la mesa.
—Voy a ver el barco. No estaré fuera mucho rato —dijo. Signe no pestañeó siquiera.
Se puso la chaqueta con desgana. Había caído la tarde y el sol ya no brillaba alto en el cielo. Se preguntaba si podría volver a disfrutar de una puesta de sol. Si podría volver a sentir nada en absoluto.
El camino por el pueblo le era muy familiar y, al mismo tiempo, tan extraño… Nada se le antojaba como antes. Ni siquiera caminar. Un movimiento que antes le parecía natural, resultaba ahora artificioso y torpón, como si tuviera que decirle al cerebro que pusiera un pie detrás del otro. Se arrepintió de no haber ido en coche. Había un trecho hasta Mörhult y notó que la gente con la que se encontraba se lo quedaba mirando. Algunos incluso cambiaban de acera cuando creían que no los había visto, para no tener que pararse a hablar con él. Seguramente, no sabrían qué decir. Y Gunnar no habría sabido qué responder, así que tal vez fuese lo mejor después de todo, que lo tratasen como a un leproso.
El amarre estaba en Badholmen. Hacía mucho que lo tenían, y encaminó los pasos mecánicamente a la derecha, cruzando el puentecillo de piedra. Estaba totalmente inmerso en su mundo y no se dio cuenta hasta que no llegó al amarre. El barco no estaba. Gunnar miró desconcertado a su alrededor. Tenía que estar allí, donde había estado siempre. Un bote de madera con una lona azul. Avanzó unos metros, hasta el fin del pontón. Tal vez estuviera en otro amarre, por alguna razón que no acertaba a explicarse. O quizá se hubiese soltado y hubiese ido a la deriva mezclándose con los otros botes. Pero llevaban días de calma total y Matte siempre era muy cuidadoso a la hora de amarrar el barco debidamente. Volvió al amarre vacío. Y luego sacó el móvil.
Patrik acababa de entrar por la puerta cuando lo llamó Annika. Hizo malabares con el teléfono entre la oreja y el hombro derecho para poder llevar en brazos a Maja, que apareció corriendo hacia él.
—Perdona, ¿qué has dicho? ¿Que ha desaparecido el bote? —frunció el entrecejo—. Sí, estoy en casa, pero puedo ir a ver. No, no pasa nada, yo me encargo.
Dejó a Maja en el suelo para poder colgar el teléfono, le dio la mano y fue a la cocina, donde Erica estaba preparando dos biberones, espoleada por los chicos, que estaban en las hamaquitas que Erica había colocado en la mesa de la cocina.
—Hola, ¿quién llamaba? —dijo Erica, poniendo los biberones en el microondas.
—Annika. Tengo que irme otra vez, solo un momento. Parece que han robado el bote de Gunnar y Signe.
—No, ¿además eso? —Erica se volvió hacia Patrik—. ¿Quién puede tener tan mala idea de hacerles algo así ahora?
—No lo sé. Según Gunnar, el último que lo usó fue Mats, cuando fue a visitar a Annie. Es un tanto extraño que desaparezca su barco precisamente.
—Anda, vete a ver. —Erica le dio un beso en los labios.
—Vuelvo enseguida —dijo encaminándose a la puerta. Demasiado tarde, cayó en la cuenta de que Maja sufriría un pequeño ataque al ver que se iba cuando acababa de llegar. Pero se convenció con cierto remordimiento de que Erica resolvería la situación. Y además, no tardaría en volver.
Gunnar estaba esperándolo en Badholmen, al otro lado del puente de piedra.
—No me explico adónde ha podido ir a parar. —Se levantó la gorra para rascarse la cabeza.
—¿Y no será que se ha soltado y se ha ido a la deriva? —preguntó Patrik, siguiendo a Gunnar hasta el amarre vacío.
—Pues, no sé, lo único que puedo decir con seguridad es que el bote no está aquí —dijo Gunnar meneando la cabeza—. Matte era siempre tan concienzudo a la hora de amarrarlo…, es algo que aprendió de pequeño. Y no puede decirse que hayamos tenido tormenta, así que me cuesta creer que se haya soltado. —Volvió a menear la cabeza con más vehemencia si cabe—. Lo han robado, seguro. Aunque no entiendo para qué quiere nadie un bote tan viejo.
—Bueno, la verdad es que ahora dan unas coronas por él —dijo Patrik poniéndose en cuclillas. Paseó la mirada por el sitio vacío y se levantó otra vez—. Redactaré una denuncia en cuanto llegue a la comisaría. Pero empezaremos por ver si hay alguien en Salvamento Marítimo. Si están de servicio, pueden tener los ojos abiertos.
Gunnar no respondió y siguió a Patrik de vuelta hacia el puente. Recorrieron juntos el corto trayecto por las cabañas de pescadores, hasta el muelle donde Salvamento Marítimo tenía las oficinas y los barcos. No parecía que hubiese nadie y Patrik comprobó que las oficinas estaban cerradas. Pero entonces vio moverse algo dentro de una de las embarcaciones más pequeñas, la MinLouis, se acercó y dio unos golpecitos en el ventanuco. Apareció en la popa un hombre al que Patrik reconoció enseguida, era Peter, que les ayudó en alta mar aquel día fatídico en que apareció asesinada una de las participantes del programa Fucking Tanum.
—¡Hombre, hola! ¿Qué puedo hacer por vosotros? —preguntó sonriendo, mientras se secaba las manos con una toalla.
—Estamos buscando un barco, —Patrik señaló el amarre—. El de Gunnar. No está donde debiera y no sabemos qué habrá sido de él. Pensábamos que quizá vosotros podríais estar pendientes cuando salgáis a hacer el turno.
—Sí, por cierto, me he enterado de lo ocurrido —dijo Peter mirando a Gunnar—. Te acompaño en el sentimiento. Y por supuesto, te echamos una mano con la búsqueda. ¿Creéis que ha podido perderse a la deriva? Porque en ese caso, no habrá llegado muy lejos. Habrá ido hacia el pueblo, no hacia alta mar.
—Pues no, lo que creemos es que lo han robado —dijo Patrik.
—Vaya, la gente es de lo peor. —Peter meneó la cabeza—. Es un bote de madera, ¿verdad, Gunnar? Y la lona, ¿es azul o verde?
—Sí, y es azul. Se llama Sophia, lo pone en la popa. —Se volvió a Patrik—. Cuando era joven, me gustaba mucho Sophia Loren. Y cuando conocí a Signe, se le parecía tanto… Así que le puse Sophia al barco.
—Ya, sí, sé cuál es. Bueno, pues yo voy a salir dentro de un rato, te prometo que estaré muy atento por si veo a Sophia.
—Gracias —dijo Patrik. Miró a Gunnar pensativo—. ¿Está seguro de que Mats fue el último en usar el barco?
—No, claro, seguro del todo no puedo estar. —Gunnar se lo pensó un poco antes de continuar—. Pero dijo que iría a ver a Annie, de modo que supuse que…
—¿Cuándo fue la última vez que vio el barco?
Peter estaba en la cabina, comprobando el instrumental, y Gunnar y Patrik estaban solos en el muelle.
—Pues el miércoles pasado. Pero no hay más que preguntarle a Annie. ¿No han hablado con ella todavía?
—No, pensábamos ir mañana. Vale, le preguntaré.
—Bien —dijo Gunnar con tono inexpresivo. Luego se estremeció—. Dios bendito, ella ni siquiera sabrá… No se nos ha ocurrido llamarla. No hemos…
Patrik le puso la mano en el hombro para tranquilizarlo.
—Ya han tenido bastante en que pensar. Yo mismo se lo diré cuando vayamos. No se preocupe por eso.
Gunnar asintió.
—¿Quiere que lo lleve a casa? —preguntó Patrik.
—Pues se lo agradecería —dijo Gunnar con un suspiro de alivio, y acompañó a Patrik hasta el coche. Fueron en silencio todo el trayecto hasta Mörhult.