—Limpio y ordenado —dijo Gösta al ver el apartamento. Aunque estaba satisfecho de su iniciativa, se le hacía un leve nudo en el estómago al pensar en cómo reaccionaría Hedström.

—Seguro que era maricón —dijo Mellberg.

Gösta lanzó un suspiro.

—¿En qué te basas para hacer esa afirmación?

—Porque así de limpias y ordenadas solo están las casas de los maricas. Los tíos de verdad tienen algo de mugre en los rincones. Y desde luego, no ponen cortinas. —Arrugó la nariz y señaló las cortinas color marfil—. Y además, todo el mundo dice que no tenía novia.

—Ya, pero…

Gösta volvió a suspirar y abandonó la idea de intentar siquiera expresar una opinión contraria. Cierto era que Mellberg poseía dos oídos como todo el mundo, pero rara vez los usaba para escuchar.

—Tú el dormitorio y yo el salón, ¿te parece? —Mellberg empezó a husmear entre los libros de la estantería.

Gösta asintió y observó la sala de estar. Resultaba un tanto impersonal. Un sofá de color beis, una mesa oscura sobre una alfombra clara, un televisor en una mesa a propósito y una estantería con algunos libros. Por lo menos la mitad eran libros de economía y contabilidad.

—Un tío de lo más raro —dijo Mellberg—. No tiene apenas trastos.

—Puede que le gustara la sobriedad —dijo Gösta, y se dirigió al dormitorio.

Estaba tan ordenado y limpio como el salón. Una cama con el cabecero blanco, una mesilla de noche, un armario de puertas blancas y una cajonera.

—Pues aquí tiene la foto de una tía —dijo Gösta levantando la voz mientras miraba una instantánea que había apoyada en la lámpara de la mesita.

—¿A ver? ¿Es guapa?

Mellberg apareció en el dormitorio.

—Bueno, pssss, mona, diría yo.

Mellberg echó un vistazo a la foto y puso cara de no estar muy impresionado. Volvió al salón, y dejó a Gösta con la foto en la mano. Se preguntaba quién sería la mujer. Debió de ser alguien importante en la vida de Mats Sverin. Era la única foto que había en el apartamento y, además, la tenía en el dormitorio.

La dejó en su sitio y empezó a mirar en los cajones y el armario, donde solo encontró ropa, pero nada más personal. Ninguna agenda, ni cartas antiguas ni álbumes de fotos. Metió la mano a conciencia por todos los rincones, pero al cabo de un rato constató que no había nada interesante. Era como si Sverin se hubiese mudado al apartamento partiendo de cero, sin haber tenido una vida anterior. Lo único que indicaba lo contrario era precisamente la foto de aquella mujer.

Se acercó de nuevo a la mesita de noche y volvió a contemplar el retrato. Era mona, desde luego. Menuda y delicada, con una melena larga y rubia que el viento le agitaba alrededor de la cara en el momento en que tomaron la foto. Gösta entornó los ojos, se la acercó y la examinó con detalle. Buscaba un indicio, cualquier cosa que pudiera revelarle algo de la identidad de la mujer o al menos dónde habían hecho la fotografía. No se leía nada escrito al dorso y lo único que se apreciaba en el fondo eran unos arbustos. Pero al volver a mirar detenidamente advirtió algo. En el borde derecho se veía una mano. Alguien estaba saliendo del cuadro de la foto o entrando en él. Era una mano pequeña y, aunque la imagen estaba demasiado borrosa para estar seguro al cien por cien, podía ser la mano de un niño. Dejó la foto en su sitio otra vez. Por más que estuviera en lo cierto, aquel detalle no les daba información sobre la identidad de la retratada. Gösta se dio media vuelta dispuesto a salir del dormitorio, pero se arrepintió. Volvió a la mesilla de noche y se guardó la foto en el bolsillo.

—Bueno, no puede decirse que haya valido la pena, precisamente —masculló Mellberg. Estaba de rodillas, mirando debajo del sofá—. Bien podríamos haber dejado que Hedström se encargara de esto, después de todo. Me parece una verdadera pérdida de tiempo.

—Nos queda la cocina —observó Gösta sin prestar atención a las quejas de Mellberg.

Empezó a abrir cajones y armarios, pero no encontró nada de particular. La vajilla parecía de las básicas de Ikea y no había muchas provisiones ni en la despensa ni en el frigorífico.

Gösta se volvió y se apoyó en la encimera. De repente, vio algo encima de la mesa. Un cable medio enrollado que bajaba desde la mesa y terminaba en una toma de corriente de la pared. Se acercó y lo examinó. Era un cable de ordenador.

—¿Sabemos si Sverin tenía portátil? —preguntó en voz alta.

No recibió respuesta, pero sí oyó unos pasos que se acercaban a la cocina.

—¿Por qué? —preguntó Mellberg.

—Porque aquí hay un cable de ordenador, pero nadie ha mencionado nada de un portátil.

—Seguramente, lo tendrá en el trabajo.

—¿No deberían haberlo mencionado cuando Paula y yo estuvimos allí? Debieron de pensar que era lógico que nos interesara algo así.

—¿Les preguntasteis? —Mellberg enarcó una ceja.

Gösta no pudo por menos de reconocer que tenía razón. Sencillamente, se habían olvidado de pedir que les dieran el ordenador de Sverin. Lo más probable era que siguiera en las oficinas del ayuntamiento. De repente se sintió como un idiota ahí, con el cable en la mano, y lo soltó en el suelo.

—Me pasaré por allí luego —dijo saliendo de la cocina.

—¡Dios, cómo detesto esperar! ¿Por qué tiene que tardar todo tanto? —Patrik refunfuñaba irritado cuando aparcaron delante de la comisaría de Gotemburgo.

—Pues yo creo que si lo tienen el miércoles es bastante rápido —dijo Paula, conteniendo la respiración al ver que Patrik se acercaba peligrosamente a una farola.

—Sí, ya, supongo que tienes razón —dijo Patrik, y salió del coche—. Pero luego no sabemos cuánto tardarán los resultados del laboratorio. Sobre todo, el análisis de balística. Si hay alguna coincidencia en los archivos, deberíamos saberlo ya, no tener que esperar semanas.

—Bueno, así son las cosas, no podemos hacer nada para remediarlo —respondió Paula dirigiéndose a la entrada.

Habían llamado para anunciar su llegada, pero la recepcionista les dijo que esperaran de todos modos. Diez minutos después apareció un hombre robusto y altísimo que se dirigió a ellos con paso resuelto. Patrik calculó que mediría unos dos metros, y cuando se levantó para saludarlo, se sintió como un liliputiense. Por no hablar de Paula. Le llegaba un poco por encima de la cintura, eso parecía.

—Bienvenidos, soy Walter Heed. Hemos hablado por teléfono.

Patrik y Paula se presentaron y lo siguieron por el pasillo. Seguramente, tendrá que comprarse los zapatos en tiendas especializadas, pensó Patrik observando fascinado los pies de Walter. Parecen barcas. Paula le dio un codazo en el costado y Patrik levantó la vista otra vez.

—Adelante. Este es mi despacho. ¿Queréis café?

Los dos asintieron y Heed no tardó en traerles un café de la máquina que había en el pasillo.

—Necesitabais información de un caso de agresión, ¿verdad?

Más que de una pregunta, se trataba de una constatación, así que Patrik asintió sin responder.

—Tengo aquí el acta, pero no estoy seguro de que aporte nada de interés.

—¿Podrías ofrecernos una síntesis con lo más destacado? —preguntó Paula.

—Sí, vamos a ver.

Walter abrió la carpeta y ojeó rápidamente unos documentos. Carraspeó.

—Mats Sverin llegó tarde a su domicilio de la calle Erik Dahlbergsgatan. Luego no estaba muy seguro de la hora, pero cree que fue poco después de medianoche. Había salido a cenar con unos amigos. El agredido tenía unos recuerdos muy difusos, entre otras razones porque le agredieron violentamente en la cabeza y sufrió con posterioridad ciertas lagunas.

Walter levantó la vista y dejó de leer:

—Lo que conseguimos sacar en limpio al final fue que se encontró con una pandilla de jóvenes delante de su portal. Al decirle a uno de ellos que no se pusiera a orinar allí, se cebaron con él. Sin embargo, no pudo dar cuenta de cuál era su aspecto ni de cuántos había. Hablamos con Mats Sverin en varias ocasiones cuando recuperó la conciencia pero, por desgracia, no aportó gran cosa. —Walter cerró la carpeta con un suspiro.

—¿Y eso fue todo lo que conseguisteis? —preguntó Patrik.

—Sí, apenas teníamos información sobre la que basar la investigación. No había testigos. Pero… —Dudó un instante y tomó un trago de café.

—Pero ¿qué?

—Bueno, solo son especulaciones mías… —Volvió a vacilar.

—Nos interesa cualquier cosa —apuntó Paula.

—Pues sí, yo tuve en todo momento la sensación de que Mats sabía más de lo que decía. En realidad, no tengo nada concreto en lo que basarme para ello, pero a veces, cuando hablábamos con él, me daba la sensación de que se estaba reservando algo.

—¿Te refieres a que sabía quiénes eran los agresores? —preguntó Patrik.

—Ni idea. —Walter hizo un gesto de resignación—. Ya digo que fue solo una impresión mía, me pareció que tenía más información de la que nos facilitó. Pero sabéis tan bien como yo que las razones por las que testigos y víctimas guardan silencio pueden ser muchas y variadas.

Patrik y Paula asintieron.

—Yo le habría dedicado más tiempo a este caso, la verdad, si hubiera sacado algo en claro. Pero no tenemos recursos y al final lo dejamos sin resolver. Llegamos a la conclusión de que no avanzaríamos nada a menos que surgiera algún dato nuevo.

—Lo que quizá acabe de suceder —dijo Patrik.

—¿Creéis que existe un vínculo entre la agresión y el asesinato? ¿Trabajáis partiendo de esa hipótesis?

Patrik tenía las piernas cruzadas y pensó unos segundos antes de responder.

—Bueno, en realidad por ahora no tenemos ninguna hipótesis. Tratamos de operar con amplitud de miras. Pero sí, claro, es una posibilidad. Es innegable que es una coincidencia que le agredieran unos meses antes de que lo encontraran muerto de un tiro.

—Sí, es cierto. En fin, dime cómo puedo ayudaros. —Walter se levantó y desplegó todos los centímetros de su cuerpo—. Nosotros tenemos el caso abierto, así que quizá podamos ayudarnos mutuamente si surge algo, ¿no?

—Desde luego —asintió Patrik, y le tendió la mano—. ¿Podemos llevarnos una copia del acta?

—Sí, ya la he preparado —dijo Walter, y le dio a Patrik un montón de documentos—. ¿Encontraréis la salida?

—Sí, tranquilo. Por cierto, —Patrik se dio la vuelta cuando ya estaban a punto de cruzar el umbral—, estábamos pensando hacer una visita a la asociación en la que trabajaba Sverin. ¿Podrías decirnos cómo se va? —Le señaló el número en el papel donde tenía la dirección.

Walter les explicó brevemente el camino más fácil para llegar en coche y ellos le dieron las gracias antes de marcharse.

—No hemos sacado mucho en claro —suspiró Paula cuando ya estaban de nuevo en el coche.

—No te creas. Uno tiene que tenerlo muy claro antes de decir que la víctima de un delito calla algo. Tendremos que averiguar más acerca de lo que pasó cuando agredieron a Sverin. Quizá haya algo en Gotemburgo de lo que no consiguió huir del todo mudándose a Fjällbacka.

—Y lógicamente, empezamos por su anterior trabajo —constató Paula poniéndose el cinturón.

—Sí, creo que es el mejor punto de partida.

Patrik salió marcha atrás del aparcamiento y Paula cerró los ojos al ver que estaba a punto de chocar con un Volvo 740 de color azul que, por alguna razón inexplicable, no había visto en el retrovisor. La próxima vez, insistiría en conducir ella. Sus nervios no aguantarían otra vez la forma de conducir de Patrik.

Los niños corrían por el jardín. Madeleine fumaba un cigarro detrás de otro, aunque sabía que debería dejarlo. Pero en Dinamarca fumaban todos de una manera tan distinta… Daba la sensación de que fueran más permisivos.

—Mamá, ¿puedo ir a casa de Mette?

Tenía delante a su hija Vilda, con los rizos revueltos y las mejillas encendidas de correr al aire libre.

—Pues claro que puedes —dijo dándole un beso en la frente.

Una de las mejores cosas que tenía aquel apartamento era que el jardín siempre estaba lleno de niños y la gente entraba y salía de una casa a otra como si fueran una gran familia. Sonrió y encendió otro cigarrillo. Era una sensación extraña. Sentirse segura. Hacía tanto tiempo que apenas podía recordar cómo fue. Llevaban cuatro meses viviendo en Copenhague y los días transcurrían despacio. Incluso había dejado de agacharse al acercarse a las ventanas. Ahora cruzaba bien erguida por delante, sin echar las cortinas siquiera.

Lo habían preparado todo. No era la primera vez, pero ahora era diferente. Había hablado con ellos personalmente, les había explicado por qué ella y los niños tenían que irse otra vez. Y ellos la habían escuchado. La noche siguiente le dieron aviso de que recogiera sus cosas y bajara con los niños al coche, que esperaba con el motor en marcha.

Había decidido no mirar atrás. Ni por un instante dudó de que fuera la decisión correcta, pero había ocasiones en que no lograba aplacar el dolor. Se presentaba en sueños, la despertaba y la mantenía despierta mirando al techo en la oscuridad. Y allí veía a aquel en quien no podía permitirse pensar.

Se quemó los dedos con el cigarro y lo arrojó al suelo soltando un taco. Kevin la miraba fijamente. Estaba tan sumida en sus recuerdos que ni siquiera notó que se había sentado junto a ella en el banco. Le alborotó el pelo y él no se lo impidió. Era tan serio… Su niño grande que, pese a no tener más que ocho años, ya había vivido tanto.

Por todas partes se oían gritos alegres entre las casas. Empezaba a darse cuenta de que los niños ya habían incorporado algunas palabras danesas a su vocabulario. La divertía, pero al mismo tiempo la asustaba. Dejar atrás lo que habían pasado, quiénes habían sido, implicaba también perder algo. Los niños perderían su lengua con el tiempo, perderían lo sueco, lo típico de Gotemburgo. Pero estaba dispuesta a sacrificarlo. Ahora tenían un hogar y ya no volverían a mudarse. Se quedarían allí y olvidarían lo que había pasado.

Le acarició la mejilla a Kevin. Con el tiempo, volvería a ser un niño como los demás. Y eso lo compensaría todo.

Maja se le acercó corriendo como siempre y se le tiró en los brazos. Y después de darle a Erica un abrazo y de ponerle la cara perdida de baba, levantó los brazos para poder ver a sus hermanos en el cochecito.

—Vaya, parece que aquí hay alguien que quiere mucho a sus hermanitos —dijo Ewa, que estaba fuera anotando los nombres de los niños a medida que los iban recogiendo.

—Sí, casi siempre. Aunque a veces se llevan alguna torta. —Erica le acarició a Noel la mejilla.

—Bueno, no es de extrañar que los niños reaccionen así cuando tienen un hermano y ya no son los únicos en disputarse la atención de los padres. —Ewa se inclinó sobre el cochecito para ver a los gemelos.

—No, la verdad es que es perfectamente comprensible. Y además, ha ido divinamente hasta ahora.

—¿Duermen bien por las noches? —Ewa hacía carantoñas a los gemelos, que le respondieron con sendas sonrisas sin dientes.

—Duermen muy bien, sí. El único problema es que a Maja le parece muy aburrido que duerman, así que a la menor oportunidad, sube sin que me dé cuenta y los despierta.

—Ya me imagino, ya. Es una niña muy intrépida y emprendedora.

—Sí, no tienes que jurarlo. Eso, como poco.

Los gemelos empezaron a moverse inquietos en el carrito y Erica miró a su alrededor en busca de su hija, a la que había perdido de vista.

—Mira en la torre —dijo Ewa señalando hacia el parque de columpios—. Ahí es donde más le gusta estar.

En efecto. En ese mismo instante, Erica vio a Maja bajar a toda velocidad por el tobogán con cara de felicidad, y tras una breve negociación, consiguió que se subiera a la plataforma antes de marcharse de la guardería.

—¿A casa? —dijo Maja. Erica había girado a la derecha en lugar de a la izquierda, tal y como solía hacer cuando iban paseando a casa.

—No, vamos a ver a la tía Anna y al tío Dan —dijo, y Maja reaccionó con un grito de júbilo.

—Y juego con Lisen. Y con Emma. No con Adrián —explicó Maja resuelta.

—Vaya, ¿y por qué no piensas jugar con Adrián?

—Adrián es niño.

Al parecer, no era preciso añadir más explicación, porque esa fue la única que le proporcionó la pequeña. Erica suspiró. ¿Tan pronto empezaban las divisiones chico-chica? ¿Lo que se hacía y no se hacía, la ropa que uno se ponía y con quién jugaba? Se preguntó, llena de remordimientos, si ella estaría contribuyendo a todo ello al no oponerse a los deseos de su hija de que todo fuera rosa y estilo princesa. El armario de Maja estaba repleto de ropa rosa, porque ese era el único color que su hija estaba dispuesta a llevar, so pena de arriesgarse a tener una trifulca. ¿Sería un error dejar que decidiera ella?

Erica no llegó a las últimas consecuencias del razonamiento. No se sentía con fuerzas en aquellos momentos. Ya le exigía bastante esfuerzo empujar el cochecito. Se detuvo un instante junto a la rotonda antes de tomar impulso y doblar a la izquierda por la calle de Dinglevägen. Divisó la casa de Dan y Anna en Falkeliden, pero el trecho hasta allí se le antojó mucho más largo de lo que era. Por fin llegó a su destino, aunque el último tramo de la pendiente casi le cuesta la vida, y se quedó un buen rato delante de la puerta, tratando de recobrar el aliento. Cuando se le normalizó el pulso tanto como para poder llamar al timbre, no tardaron ni dos segundos en abrirle la puerta.

—¡Maja! —gritó Lisen—. ¡Y los bebés! —Se volvió a medias y gritó—: ¡Han venido Erica y Maja y los bebés! ¡Qué guapos son!

Erica no pudo evitar echarse a reír ante tanto entusiasmo, y se apartó un poco para que Maja pudiera entrar en el recibidor.

—¿Está tu padre en casa?

—¿¡Papaaaá!? —aulló Lisen en respuesta a la pregunta de Erica.

Dan salió de la cocina y apareció en el recibidor.

—Hombre, qué sorpresa. —Extendió los brazos para abrazar a Maja, que se le abalanzó corriendo. Dan era su tío favorito.

—Pasad, pasad. —Después de abrazar a Maja, la dejó en el suelo para que corriera junto a los otros niños. A juzgar por el ruido, estaban viendo un programa infantil en la tele.

—Perdona, me tenéis aquí a todas horas —dijo Erica quitándose la chaqueta. Con los gemelos en las mochilas, siguió a Dan hacia la cocina.

—Nos encanta que vengas —respondió Dan, pasándose la mano por la cara. Parecía agotado y abatido.

—Acabo de poner café, ¿te apetece? —dijo mirando a Erica.

—¿Desde cuándo tienes que preguntarme? —dijo ella con una sonrisa. Dejó a los gemelos en una manta que llevaba en el bolso del cochecito.

Luego se sentó a la mesa y, después de haber servido el café, también Dan tomó asiento enfrente de ella. Estuvieron callados un rato. Se conocían tan bien que el silencio nunca resultaba incómodo. Curiosamente, ella y el marido de su hermana fueron novios en su día. Pero de eso hacía ya tanto tiempo que apenas se acordaban. Su relación se consolidó más bien bajo la forma de una amistad sincera, y Erica no podía imaginar mejor marido para su hermana.

—Hoy he tenido una conversación muy interesante —dijo al fin.

—¿No me digas? —respondió Dan, y tomó un sorbo de café. No era un hombre muy hablador, y además sabía que Erica no necesitaba que la animaran a continuar.

Le contó su encuentro con Vivianne, y lo que le había dicho de Anna.

—Hemos dejado que Anna se encierre en sí misma, cuando deberíamos haber hecho lo contrario.

—No lo sé —dijo Dan, que se había levantado para servir más café—. Yo tengo la sensación de que me equivoco haga lo que haga.

—Pues yo creo que es verdad. Estoy segura de que Vivianne tiene razón. No podemos permitir que Anna se consuma en la cama. Tendremos que obligarla si es preciso.

—Puede que tengas razón —dijo Dan, aunque no parecía muy seguro.

—En cualquier caso, vale la pena intentarlo —insistió Erica. Se asomó por el borde de la mesa para comprobar que los gemelos se encontraban bien. Estaban tumbados en el suelo, agitando las manitas y los pies y parecían tan satisfechos que Erica volvió a recostarse en la silla.

—Vale la pena intentar cualquier cosa, pero… —Dan guardó silencio, como si no se atreviera a formular el pensamiento en voz alta por miedo a que se hiciera realidad—. Pero ¿y si nada funciona? ¿Y si Anna se ha rendido para siempre?

—Anna no se rinde para siempre —dijo Erica—. Ahora mismo ha caído en lo más hondo, pero no se rendirá, y tú debes tener fe. Tienes que creer en ella.

Clavó la vista en Dan y lo obligó a mirarla a los ojos. Anna no se rendía, pero necesitaba algo de ayuda para salvar el primer tramo. Y esa ayuda tenían que dársela ellos.

—¿Puedes echarles un ojo a los niños? Voy a verla un rato.

—Claro, yo me ocupo de los muchachos. —Dan sonrió con desgana. Se levantó y se sentó en el suelo, junto a Anton y Noel.

Erica ya estaba saliendo de la cocina. Subió al piso de arriba y abrió despacio la puerta del dormitorio. Anna estaba exactamente en la misma postura que la última vez. De lado, mirando hacia la ventana. Erica no dijo nada, sino que se tumbó a su lado en la cama y se pegó a su hermana. La rodeó con el brazo, la abrazó fuerte y notó que le transmitía su calor.

—Estoy aquí, Anna —le susurró—. No estás sola. Yo estoy aquí.

La comida que le había llevado Gunnar estaba empezando a acabarse, pero rechazaba la idea de volver a llamar a los padres de Matte. No quería pensar en él, en la decepción que se había llevado.

Annie cerró los ojos para contener el llanto y decidió esperar y llamar al día siguiente. Aún les quedaba suficiente como para aguantar un poco más Sam y ella. Él apenas comía nada. Annie tenía que seguir dándole de comer como si fuera un bebé, meterle en la boca a la fuerza cada bocado, para ver cómo lo echaba enseguida.

Estaba temblando, encogida. A pesar de que en realidad no hacía frío fuera, tenía la sensación de que el viento que barría la isla silbando atravesara las paredes de la casa, la gruesa ropa que llevaba, la piel y el esqueleto. Se puso otro jersey, uno grueso de lana que su padre se ponía cuando salía a pescar. Pero no sirvió de nada. Era como si el frío le naciera de dentro.

A sus padres no les habría gustado Fredrik. Lo supo desde que lo conoció. Pero no quería pensar en ello. Los dos murieron y la dejaron sola, ¿con qué derecho iban a influir en su vida? Porque así fue como se lo planteó durante mucho tiempo, como si la hubieran abandonado.

Su padre fue el primero en morir. Un día sufrió un infarto en casa, se desplomó en el suelo y nunca más se levantó. Murió en el acto, según dijo el médico para consolarla. Su madre había recibido la sentencia tres semanas antes de aquello. Cáncer de hígado. Vivió medio año más antes de dormirse calladamente, por primera vez en varios meses, con una expresión apacible, casi de felicidad. Annie estaba a su lado cuando sucedió, dándole la mano y tratando de sentir lo que debía sentir, tristeza y ausencia. Pero lo que la invadió fue la ira. ¿Cómo podían dejarla sola? Los necesitaba. Ellos eran su seguridad, el regazo al que volver cuando cometía una tontería, algo que los hacía menear la cabeza y decirle cariñosamente, «pero Annie, hija…». ¿Quién iba a contenerla a partir de entonces, quién iba a domeñar su lado salvaje?

Estaba junto al lecho de muerte de su madre y, en un instante, se había convertido en una huérfana. Little orphan Annie, pensaba recordando su película favorita de cuando era niña. Pero ella no era una niña de rizos pelirrojos a la que adoptaba un millonario bondadoso. Ella era Annie, la que tomaba decisiones impulsivas, equivocadas; la que quería probar sus límites aunque era consciente de que no debía. Era Annie, la que salía con Fredrik, lo cual habría llevado a sus padres a hablar muy seriamente con ella. Sus padres, que podrían haber conseguido que lo dejara, que dejara una vida que conducía directamente al averno. Pero sus padres no estaban. La habían abandonado y, en lo más hondo de su corazón, ella seguía indignada por eso.

Se sentó en el sofá y se encogió con las rodillas flexionadas. Matte logró apaciguar su ira. Por unas horas, una tarde y una noche breves, no se había sentido sola desde la muerte de sus padres. Pero ya no estaba. Apoyó la frente en las rodillas y lloró. Seguía siendo Annie, una pobre niña abandonada.

—¿Está Erling?

—En su despacho, no tenéis más que llamar. —Gunilla se levantó a medias de la silla y señaló en dirección a la puerta cerrada de Erling.

—Gracias —respondió Gösta, y se fue por el pasillo. Iba irritado por lo que consideraba un viaje de lo más innecesario. Si se hubiera acordado de preguntar por el ordenador cuando Paula y él estuvieron allí, no habría tenido que volver. Pero los dos se olvidaron.

—¡Adelante! —Se oyó la voz de Erling, que respondió de inmediato cuando oyó que llamaban a la puerta. Gösta abrió y entró.

—Si la Policía sigue visitándonos tan asiduamente, no tendremos que preocuparnos por la seguridad del edificio —dijo Erling con su mejor sonrisa de político, estrechándole la mano a Gösta con entusiasmo.

—Mmm…, sí, verás, hay un asunto del que tengo que hacer un seguimiento —comenzó Gösta en un murmullo mientras tomaba asiento.

—Pregunta. Estamos al servicio de la Policía.

—Pues sí, es lo del ordenador de Mats Sverin. Acabamos de revisar su apartamento y parece que tenía un portátil. ¿Es posible que esté aquí?

—¿El ordenador de Mats? Vaya, pues en eso no había pensado yo. Espera, voy a mirar.

Erling se levantó y salió al pasillo, pero entró enseguida en la oficina contigua. Volvió casi de inmediato.

—No, ahí no está. ¿Lo han robado? —preguntó con aire de preocupación, antes de sentarse otra vez en su puesto.

—No lo sabemos. Pero tenemos mucho interés en encontrarlo.

—¿Habéis encontrado el maletín? —preguntó Erling—. Uno de piel marrón. Siempre lo llevaba cuando venía al trabajo, y sé que solía llevar dentro el ordenador.

—No, nada de maletines marrones.

—Vaya, pues eso no es nada bueno. Si han robado el maletín y el ordenador, hay un montón de información delicada por ahí.

—¿A qué te refieres?

—Pues a que, como es lógico, no nos interesa que se difundan detalles sobre las finanzas del municipio y esas cosas de forma incontrolada. Son datos públicos, o sea, que no nos andamos con ningún secreto, pero nos gusta saber cómo y cuándo se maneja esa información. Y con esto de Internet, uno nunca sabe adónde van a parar las cosas.

—Eso es verdad —dijo Gösta.

Se sentía decepcionado por el hecho de que el ordenador no estuviera allí. ¿Adónde habría ido a parar? ¿Estaría Erling en lo cierto y lo habrían robado, o lo tendría Matte guardado en algún lugar del apartamento?

—Gracias de todos modos, —Gösta se levantó—. Seguro que volvemos a preguntar por este asunto. Si aparecieran el ordenador o el maletín, ¿podríais avisarnos enseguida?

—Por supuesto —respondió Erling, y acompañó a Gösta al pasillo—. Y vosotros podéis hacer lo mismo, ¿verdad? Resulta muy desagradable pensar que algo que es propiedad del ayuntamiento haya desaparecido de ese modo. Sobre todo ahora que estamos inmersos en el Proyecto Badis, la mayor apuesta de nuestra historia. —Erling se paró en seco—. A propósito, cuando Mats se fue del despacho el viernes, mencionó que había algunas irregularidades que lo tenían preocupado. Pensaba hablarlo con Anders Berkelin, el responsable del plan económico de Badis. Podéis preguntarle a él si sabe algo del ordenador. Un poco rebuscado, sí, pero como te decía, tenemos mucho interés en recuperarlo.

—Hablaremos con él y, por supuesto, os avisaremos enseguida si lo encontramos.

Gösta suspiró para sus adentros al salir del ayuntamiento. Aquello presagiaba mucho trabajo, demasiado trabajo. Y la temporada de golf había empezado ya hacía tiempo.

Los locales de la asociación Fristad se hallaban discretamente situados en una zona de oficinas en Hisingen. A Patrik le pasó inadvertida la puerta cuando llegaron, pero logró dar con ella después de dar varias vueltas.

—¿Nos esperan? —preguntó Paula al salir del coche.

—No. Preferí no avisar de nuestra llegada, la verdad.

—¿Qué sabes de ellos? —dijo Paula señalando la placa de la puerta en la que se leían los nombres de las empresas.

—Se dedican a ayudar a mujeres maltratadas. Les ofrecen un refugio cuando tienen que huir, de ahí el nombre. Incluso les dan apoyo mientras aún viven inmersas en la relación con el agresor, para ayudarles a ellas y a los hijos a salir del atolladero. Annika no ha encontrado mucha información sobre ellos, según me dijo. Parece que lo llevan con suma discreción.

—Perfectamente comprensible —dijo Paula, y llamó al timbre que había junto al nombre de la asociación—. Aunque no ha sido fácil encontrar el sitio, supongo que no es aquí donde reciben a las mujeres.

—No, claro, tendrán un local en otro sitio.

—¿Hola? ¿Fristad? —Se oyó un chisporroteo en el telefonillo y Paula miró a Patrik, que carraspeó antes de hablar.

—Soy Patrik Hedström. He venido con una colega, somos de la Policía de Tanum y querríamos subir a haceros unas preguntas. —Hizo una pausa—. A propósito de Mats Sverin.

Se hizo un silencio. Luego se oyó un zumbido y entraron. Las oficinas se encontraban en la segunda planta, y subieron por la escalera. Patrik se dio cuenta de que tenían una puerta distinta de las demás. Era más robusta, de acero y con cerradura de dos pestillos. Llamaron a otro timbre y volvieron a oír el consabido chisporroteo.

—Soy Patrik Hedström.

Aguardaron unos segundos, hasta que abrieron la puerta.

—Lo siento. Somos muy cautos con las visitas. —Les abrió una mujer de unos cuarenta años, con vaqueros desgastados y una camiseta blanca. Les dio la mano—. Leila Sundgren. Soy la responsable de Fristad.

—Patrik Hedström. Esta es mi colega Paula Morales.

Se saludaron educadamente.

—Pasad, vamos a sentarnos en mi despacho. Se trata de Matte, ¿no? —Un punto de inquietud le resonó en la voz.

—Sí, podemos entrar en materia en cuanto nos hayamos sentado —dijo Patrik.

Leila asintió y los condujo a una habitación pequeña pero luminosa. Las paredes aparecían cubiertas de dibujos infantiles, pero la mesa estaba limpia y ordenada. No se parecía en nada a la suya, pensó Patrik cuando él y Paula se sentaron.

—¿A cuántas mujeres ayudáis al año? —preguntó Paula.

—Unas treinta, a las que damos alojamiento. Aunque la demanda es enorme. A veces tenemos la sensación de que esas treinta son una gota en la inmensidad del mar pero, por desgracia, dependemos de los recursos.

—¿Cómo se financia la asociación? —Paula tenía verdadera curiosidad, y Patrik se relajó en la silla y dejó que se encargara de las preguntas.

—Recibimos dinero de dos fuentes. Ayudas municipales y donaciones privadas. Pero, como decía, el dinero es un bien escaso, y nos gustaría poder hacer más.

—¿Cuántos empleados hay?

—Tres contratados, y una serie de voluntarios. Aunque quiero señalar que los sueldos no son altos. Los que trabajamos aquí hemos perdido salarialmente en comparación con los trabajos que teníamos antes. No hacemos esto por dinero.

—Pero Mats Sverin era asalariado, ¿verdad? —intervino Patrik.

—Sí, era jefe financiero. Trabajó para nosotros durante cuatro años y lo hizo de maravilla. En su caso, el salario era una limosna en comparación con lo que ganaba antes. Él fue verdaderamente una de las almas de la asociación. Y no me costó mucho convencerlo de que colaborase en el proyecto.

—¿El proyecto? —preguntó Patrik.

Leila reflexionó unos segundos sobre cómo expresarlo.

—Fristad es una asociación única —dijo al final—. En condiciones normales, no hay hombres en los centros para mujeres maltratadas. Incluso diría que es tabú tener a un hombre trabajando en ellos. Nosotros, en cambio, teníamos una distribución totalmente equitativa cuando Matte trabajaba aquí, dos mujeres y dos hombres, y eso era precisamente lo que yo quería cuando puse en marcha Fristad. Pero no siempre ha sido fácil.

—¿Por qué? —preguntó Paula. Jamás se había planteado aquellos problemas, y tampoco había tenido nada que ver con mujeres maltratadas hasta ese momento.

—Es un tema explosivo y hay defensores de dos posturas totalmente opuestas. Quienes sostienen que los hombres deben quedar totalmente al margen de los refugios de mujeres entienden que estas necesitan una zona sin hombres después de todo lo que han pasado. Otros, como en mi caso, pensamos que ese es un camino equivocado. En mi opinión, los hombres tienen una función que cumplir en los refugios. El mundo está lleno de hombres, y apartarlos crea una sensación de seguridad ilusoria. Sobre todo, me parece una aportación esencial la de demostrar que existe otro tipo de hombres distintos de aquellos a los que estas mujeres tienen costumbre de ver, cuando no son los únicos con los que han tratado. Es importante mostrarles que hay hombres buenos. Por eso yo he ido contracorriente poniendo en marcha el primer refugio con un equipo compuesto de hombres y mujeres. —Hizo una pausa—. Pero, como es lógico, eso implica investigar a fondo a los hombres para tener plena confianza en ellos.

—¿Por qué tenías esa confianza en Mats? —preguntó Patrik.

—Era muy buen amigo de mi sobrino. Salían mucho juntos y, durante un par de años, tuve ocasión de verlo en varias ocasiones. Me habló de lo insatisfecho que se sentía en su trabajo y me dijo que estaba buscando otra cosa. Cuando le conté lo que hacíamos en Fristad se entusiasmó y logró convencerme de que era la persona idónea para el trabajo. Quería ayudar a la gente de verdad, y aquí tuvo la oportunidad de hacerlo.

—¿Por qué dejó el trabajo? —Patrik miraba a Leila. Vio un destello en sus ojos, pero se extinguió enseguida.

—Quería seguir adelante. Y después de la agresión, supongo que se le despertó la idea de volver a casa. No es de extrañar. Salió muy mal parado, como ya sabréis.

—Sí, hemos estado hablando con el médico del Sahlgrenska.

Leila exhaló un largo suspiro.

—¿Por qué habéis venido a preguntar por Matte? Hace varios meses que se fue de aquí.

—¿Sabes si alguien de la asociación ha tenido contacto con él desde entonces? —preguntó Patrik, evitando responder a su pregunta.

—No, fuera del trabajo apenas nos relacionábamos, así que no mantuvimos el contacto después. Pero la verdad, quisiera saber por qué me hacéis todas estas preguntas —insistió elevando ligeramente el tono de voz y con las manos cruzadas sobre la mesa.

—Lo encontraron muerto anteayer. De un tiro en la nuca.

Leila se estremeció.

—No puede ser.

—Sí, por desgracia —dijo Patrik. Leila se había puesto pálida, y Patrik pensó si no debería ir por un vaso de agua.

La mujer tragó saliva y pareció serenarse un poco, pero le temblaba la voz:

—¿Por qué? ¿Sabéis quién lo hizo?

—Por ahora, el autor de los hechos nos es desconocido, —Patrik se oyó a sí mismo caer en el tono seco y la jerga policial, como siempre que las emociones cobraban protagonismo.

Leila estaba visiblemente afectada.

—¿Existe alguna conexión entre…? —No concluyó la pregunta.

—Por ahora no sabemos nada —respondió Paula—. Sencillamente, estamos tratando de obtener más información sobre Mats, y si había en su vida alguien que tuviera motivos para matarlo.

—El trabajo que aquí realizáis es muy particular —dijo Patrik. Supongo que las amenazas no son algo insólito, ¿verdad?

—No, no lo son —dijo Leila—. Aunque por lo general van dirigidas más bien a las mujeres, no a nosotros. Además, Mats se encargaba principalmente de la economía, y actuaba de enlace de muy pocas mujeres. Como ya he dicho, dejó de trabajar con nosotros hace tres meses. Me cuesta entender cómo…

—¿No recuerdas ningún suceso especial mientras estuvo aquí? ¿Ninguna situación llamativa, ninguna amenaza dirigida específicamente contra él?

Una vez más, Patrik creyó advertir ese destello en su mirada, pero se esfumó tan rápido que dudaba de que no hubieran sido figuraciones suyas.

—No, no recuerdo nada de eso. Matte trabajaba más bien entre bambalinas. Llevaba los libros contables. El debe y el haber.

—¿Qué contacto tenía con las mujeres que os pedían ayuda? —preguntó Paula.

—Muy poco. Él se ocupaba sobre todo de lo administrativo. —Leila seguía conmocionada por la noticia de la muerte de Mats. Miraba sin comprender a Paula y a Patrik.

—Bueno, pues creo que ya no tenemos más preguntas, por ahora —dijo Patrik. Sacó una tarjeta y la dejó en la mesa de Leila—. Si tú o algún otro empleado cayera en algún detalle, no tenéis más que llamar.

Leila asintió y guardó la tarjeta.

—Por supuesto.

Cuando se despidieron, la pesada puerta de acero se cerró a sus espaldas.

—¿Qué te parece? —preguntó Patrik con un tono discreto mientras bajaban la escalera.

—Creo que nos oculta algo —dijo Paula.

—Estoy de acuerdo.

Patrik parecía disgustado. Tendrían que investigar la asociación Fristad un poco más a fondo.