Paula se estiró en la cama y rozó con la mano el pelo de Johanna. Dejó la mano allí. Su tacto la llenó de inquietud. Los últimos meses experimentaban una sensación rara cuando se tocaban. Ya no ocurría de forma espontánea, más bien era como si tuvieran que tomar la decisión de hacerlo. Se querían y, aun así, se encontraban en aquella situación extraña.
En realidad, no se trataba solo de los últimos meses. En honor a la verdad, se decía Paula, empezó cuando nació Leo. Lo habían deseado tanto y habían luchado tanto por tenerlo… Creían que un hijo fortalecería su amor. Y en cierto modo, así fue. Pero por otro lado… Ella no sentía que hubiese cambiado tanto, era la misma. Johanna, sin embargo, se entregó por completo al papel de madre y había empezado a comportarse con cierta superioridad. Era como si Paula no contase o, en cualquier caso, como si Johanna contase más, puesto que ella era la que había dado a luz a Leo. Ella era la madre biológica. No había en el pequeño ningún gen de Paula, solo el amor que sintió por él desde que se formó en el vientre de Johanna, y que se multiplicó por mil cuando nació y lo tuvo entre sus brazos. Se sentía madre de Leo tanto como Johanna. El problema era que Johanna no compartía ese sentimiento, por más que se negase a reconocerlo.
Paula oyó a su madre trajinar en la cocina, mientras hablaba con Leo. Lo tenían bien organizado. Rita se levantaba temprano y atendía de mil amores al pequeño, de modo que Paula y Johanna podían dormir un poco más. Y ahora que la investigación le impedía a Paula tomarse la media jornada de baja maternal, Rita les ayudaba a encajar las piezas del rompecabezas. Incluso Bertil se había mostrado voluntarioso a la hora de levantarse y echar una mano, para asombro general. Pero últimamente, Johanna había empezado a criticar el modo en que Rita cuidaba al hijo de ambas. Nadie más que ella sabía cómo había que atender a Leo.
Paula bajó los pies de la cama con un suspiro. Johanna se removió inquieta, pero no llegó a despertarse. Paula se inclinó y le apartó de la cara un mechón de pelo. Nunca le cupo la menor duda de que lo que había entre ellas era estable e inquebrantable. Ahora ya no. Y esa idea la llenaba de temor. Si perdía a Johanna, perdería también a Leo. Johanna no se quedaría a vivir en Tanumshede, y ella no se planteaba mudarse. Le gustaban el pueblo, el trabajo y los colegas. Lo único que no le gustaba era la situación a la que habían llegado ella y Johanna.
En cualquier caso, le interesaba mucho la visita que haría hoy con Patrik a Gotemburgo. Mats Sverin tenía algo que despertaba su curiosidad. Quería saber más de él. Intuía de un modo instintivo que la respuesta a la pregunta de quién le había metido una bala en la nuca se hallaba en el pasado, en todo aquello de lo que la víctima no hablaba.
—Buenos días —dijo Rita cuando Paula entró en la cocina. Leo estaba en la trona. Extendió los brazos y Paula lo levantó y lo abrazó.
—Buenos días. —Se sentó a la mesa de la cocina, con Leo en las rodillas.
—¿Quieres desayunar?
—Sí, gracias. Tengo muchísima hambre.
—Eso puedo arreglarlo yo. —Rita sirvió un huevo frito en un plato y se lo puso delante a Paula.
—Nos mimas demasiado, mamá. —Paula le rodeó la cintura con el brazo en un impulso y apoyó la cabeza en la blandura de sus pliegues.
—Y lo hago de mil amores, hija, ya lo sabes. —Rita la abrazó y aprovechó para darle a Leo un beso en la cabeza.
Ernst se acercó contoneándose esperanzado y se sentó en el suelo, al lado de Paula y Leo. Con una rapidez a la que nadie alcanzó a reaccionar, Leo echó mano del huevo y se lo arrojó a Ernst, que lo pescó feliz. Satisfecho de haber dado de comer a su perro favorito, Leo empezó a aplaudir.
—Pero hijo mío —dijo Rita dejando escapar un suspiro—. La verdad, a mí no me extrañaría que este perro muriera prematuramente de obesidad.
Se fue a los fogones y cascó otro huevo en la sartén.
—¿Y a vosotras qué tal os va? —preguntó luego con un tono discreto, sin mirar a Paula.
—¿Qué quieres decir? —dijo Paula, pese a que sabía perfectamente a qué se refería Rita.
—A Johanna y a ti. ¿Va todo bien?
—Pues claro, demasiado trabajo, tanto ella como yo, pero eso es todo. —Paula hablaba mirando a Leo para que sus ojos no la traicionaran si Rita se daba la vuelta.
—¿Estáis…? —Rita no tuvo tiempo de terminar la frase.
—¿Hay desayuno? —Mellberg se presentó en calzoncillos. Se rascó la barriga satisfecho y se sentó a la mesa.
—Acabo de decirle a mi madre que nos tiene muy consentidos —dijo Paula, aliviada con el cambio de tema.
—Desde luego, desde luego —dijo Mellberg, mirando ansioso el huevo que había en la sartén.
Rita miró inquisitiva a Paula, que asintió.
—Yo prefiero una rebanada de pan.
Rita puso el huevo en un plato. Ernst lo siguió con la mirada y se sentó junto a Mellberg. Si había tenido suerte una vez, podía repetirse.
—Tengo que irme —dijo Paula después de comerse un buen bocadillo—. Patrik y yo vamos hoy a Gotemburgo.
Mellberg asintió.
—Suerte. Dame al muchachito, que lo tenga un rato.
Extendió los brazos hacia Leo, que se dejó trasladar de muy buen grado.
Cuando Paula salía de la cocina, vio con el rabillo del ojo que Leo, como un rayo, pescaba el huevo de Mellberg y se lo tiraba a Ernst. Para algunos aquel era un día de suerte, sin duda.
Erica dejó a los gemelos en el suelo, encima de un edredón, y se apresuró a subir al desván. No quería dejarlos solos más de unos minutos, de modo que subió corriendo la escalera empinada. Una vez arriba, tuvo que detenerse a recobrar el aliento.
Al cabo de un rato de búsqueda, encontró la caja. Con sumo cuidado, bajó la escalera reculando y haciendo equilibrios con el pesado paquete en brazos. Cuando llegó abajo comprobó que los pequeños no parecían haberla echado de menos, así que se sentó en el sofá, dejó la caja en el suelo, a su lado, y empezó a poner el contenido en la mesa. Se preguntaba cuánto hacía que no le echaba un vistazo a todo aquello. Los anuarios escolares, los álbumes de fotos, las postales y las cartas no tardaron en cubrir la mesa entera. Tenían polvo y habían perdido gran parte del color y la nitidez de antaño. De repente, se sintió un carcamal.
Al cabo de unos minutos, encontró lo que buscaba. Un anuario y un álbum. Se recostó en el sofá y empezó a hojear. El anuario era en blanco y negro y estaba muy manoseado. Había caras tachadas, otras rodeadas por un círculo, dependiendo de si había odiado o querido a la persona en cuestión. Además, había escrito comentarios aquí y allá. Guapo, mono, tonto de remate y retrasado eran los títulos que repartía entonces sin mucha delicadeza. La adolescencia no era una época de la que sentirse orgullosa, y cuando llegó a la página de su curso, se sonrojó. ¡Madre mía! ¿Ese era el aspecto que tenía entonces? ¿Con ese peinado y esa ropa? Desde luego, existían razones para pasarse años sin mirar aquellas fotos.
Respiró hondo y se examinó con más detenimiento. A juzgar por la pinta, era durante su período Farrah Fawcett. Llevaba el pelo largo y rubio moldeado con unas tenazas hasta formar grandes rizos con las puntas hacia fuera. Las gafas le cubrían la mitad de la cara y, mentalmente, le dio las gracias al que inventó las lentillas.
De pronto, le entró dolor de estómago. Los últimos años de la secundaria eran una época tan llena de angustia… La sensación de no encajar, de no pertenecer a ningún sitio. La búsqueda incansable de lo que le daría acceso a la pandilla de los duros, los guays. Mira que lo intentó. Imitaba el peinado y el estilo de ropa, usaba las mismas expresiones y la forma de hablar de las chicas de su clase a las que quería parecerse. Chicas como Annie. Pero nunca lo consiguió. Claro que tampoco podía decirse que perteneciera al escalafón más bajo, no era una de las acosadas, de las que encajaban tan mal que no les merecía la pena intentarlo siquiera. No, ella pertenecía a la masa invisible. Los únicos que se fijaban en ella eran los profesores, los que la animaban y le mostraban aprecio. Pero entonces aquello no era ningún consuelo. ¿Quién quería ser una empollona? ¿Quién quería ser Erica, cuando podía ser Annie?
Dejó su cara y centró la atención en la de Annie. Estaba en primera fila, con las piernas cruzadas y un gesto desenvuelto. Todos los demás se esforzaban por posar, pero ella parecía haber caído allí tal y como se la veía. Aun así, atraía todas las miradas. Tenía el pelo rubio por la cintura. Liso y brillante, sin flequillo, y a veces se lo recogía entero hacia atrás, en una cola de caballo. Nada de lo que hacía parecía costarle el menor esfuerzo. Ella era el original, todas las demás, las copias.
Detrás estaba Matte. Aquello fue antes de que empezaran a salir pero, sabiendo cómo se desarrolló todo, ya podía intuirse lo que iba a ocurrir. Porque Matte no dirigía la mirada a la cámara, como todo el mundo. Lo habían captado en el instante en que estaba mirando a Annie de reojo, con la vista fija en su larga y hermosa melena rubia. Erica no recordaba si entonces sabía que a Matte le gustaba Annie, pero seguramente daba por hecho que les gustaba a todos los chicos. No había razón alguna para suponer que él fuera una excepción.
Qué guapo era, se dijo Erica mientras contemplaba la instantánea. No recordaba haberlo pensado entonces, porque estaba totalmente concentrada en que le gustara Johan, un chico del otro grupo del que estuvo unilateralmente enamorada durante toda la secundaria. A decir verdad, Matte era monísimo, según constataba ahora. Rubio, el pelo un tanto encrespado, muy alto, una mirada seria que le agradaba. Algo destartalado, naturalmente, como todos los chicos de esa edad. En realidad, no tenía el menor recuerdo suyo de los años del instituto. Ni había pertenecido a su pandilla. Él era de los más conocidos, sin por ello llamar demasiado la atención. No como los otros chicos famosos, unos fanfarrones que siempre hablaban alto y estaban ocupadísimos consigo mismos y con el estatus que ostentaban en aquel mundo insignificante en el que eran los reyes. Matte más bien se fundía con ellos discretamente.
Erica dejó el anuario y se concentró en el álbum de fotos. Estaba lleno de fotos del instituto, viajes de estudios, fines de curso y algunas fiestas a las que sus padres le habían permitido ir. Annie aparecía en muchas de ellas. Siempre en el centro. Era como si la lente de la cámara la buscara en cada toma. Mierda, qué guapa era, pensó Erica, y se sorprendió abrigando cierta esperanza mezquina de que ahora estuviera un poco gorda y llevara el pelo corto y un peinado práctico de señora mayor. Annie tenía algo que despertaba deseo y envidia a partes iguales. En realidad, la gente quería ser como ella, y la siguiente mejor opción era estar con ella. Erica no había disfrutado ni de lo uno ni de lo otro. Tampoco aparecía en aquellas fotos. Claro que era ella quien las hacía, pero a nadie se le ocurrió quitarle la cámara de las manos y decirle que se pusiera con los demás. Era invisible. Oculta tras la lente, mientras fotografiaba ansiosa aquello de lo que habría querido formar parte.
La irritaba que la amargura de entonces fuera tan intensa. Que los recuerdos de aquella época la redujesen y la hiciesen sentir como la niña que era, en lugar de la mujer en que se había convertido. Era una escritora de éxito, estaba felizmente casada y tenía tres hijos maravillosos, una casa preciosa y buenos amigos. Aun así, sentía crecer en el pecho la envidia de antaño, el ansia de ser parte del grupo de elegidos y el dolor agudo que le causaba la certeza de que nunca sería una de ellos, de que no sería lo bastante buena, por mucho que se esforzara.
Los pequeños, que seguían tumbados en el edredón, empezaron a protestar. Con el alivio de verse obligada a salir de la burbuja, se levantó y fue por ellos. Dejó el anuario y lo demás en la mesa. Seguro que Patrik quería echarle un vistazo.
—¿Por dónde empezamos?
Paula trataba de combatir el mareo. Había empezado a sentirlo a la altura de Uddevalla, y había ido empeorando a medida que avanzaban.
—¿Quieres que paremos un momento? —preguntó Patrik mirándola de reojo. Tenía la cara de un verdoso preocupante.
—No, si ya no queda nada —respondió Paula tragando saliva.
—Estaba pensando empezar por el hospital Sahlgrenska —dijo Patrik mientras conducía concentrado por las calles intrincadas de Gotemburgo—. Tenemos licencia para consultar la historia clínica de Mats, y he llamado al médico que lo atendió para avisar de que vamos de camino.
—Bien —dijo Paula, y tragó saliva otra vez. Las náuseas eran lo peor.
Diez minutos después, cuando entraron en el aparcamiento del Sahlgrenska, se lanzó fuera del coche en cuanto se detuvo. Apoyada en la puerta, respiró hondo unos minutos. Poco a poco notó que el mareo iba cediendo. Aún persistía un ligero malestar que se le pasaría en cuanto hubiera comido algo.
—¿Estás lista o prefieres que esperemos unos minutos más? —preguntó Patrik, aunque Paula constató que estaba tan ansioso que le temblaba todo el cuerpo.
—No, vamos, ya estoy bien. ¿Sabes dónde es? —preguntó señalando con la cabeza el edificio gigantesco.
—Creo que sí —respondió Patrik, y se encaminó hacia la gran puerta de entrada.
Tras perderse unas cuantas veces, encontraron la consulta y llamaron a la puerta de Nils-Erik Lund, el médico que había atendido a Mats Sverin mientras estuvo ingresado en el Sahlgrenska.
—Adelante —resonó una voz varonil, que ellos obedecieron.
El médico se levantó, salió de detrás del escritorio y se les acercó para estrecharles la mano.
—La Policía, supongo.
—Sí, yo soy quien llamó esta mañana. Patrik Hedström. Y esta es mi colega Paula Morales.
Se saludaron e intercambiaron las frases de cortesía habituales antes de sentarse.
—He reunido el material que creo que puede serles útil —dijo Nils-Erik, entregándoles una carpeta llena de documentos.
—Gracias. ¿Podría contarnos lo que recuerde de Mats Sverin?
—Lo cierto es que tengo miles de pacientes al año, así que es imposible recordarlos a todos. Pero después de releer el historial, se me ha refrescado un poco la memoria —aseguró mesándose una barba poblada y blanca—. El paciente ingresó con lesiones graves. Había sido víctima de una agresión violenta, probablemente a manos de varias personas. De eso supongo que hablarán con la Policía de aquí.
—Sí, claro —dijo Patrik—. Pero nos gustaría oír su opinión y sus reflexiones. Toda la información que pueda facilitarnos resultará valiosa.
—Muy bien —dijo Nils-Erik Lund—. No utilizaré terminología específica, que además, pueden leer en el historial, pero en resumen podría decirse que le habían dado en la cabeza golpes y patadas que le ocasionaron un derrame cerebral menor y fracturas en varios huesos de la cara y hematomas. Asimismo, presentaba lesiones en el abdomen, dos costillas rotas y, en consecuencia, el bazo también estaba afectado. Su estado era muy grave y lo operamos de inmediato. También tuvimos que sacar radiografías para hacernos una idea de la extensión del derrame cerebral.
—¿Se trataba de lesiones mortales, en su opinión? —preguntó Paula.
—Bueno, consideramos que su estado era crítico, y el paciente llegó al hospital inconsciente. Una vez que comprobamos que el derrame era leve y que no precisaba cirugía, nos centramos en las lesiones del abdomen. Temíamos que alguna de las costillas rotas le produjera una lesión pulmonar, situación nada deseable.
—Pero, al final, lograron estabilizarlo, ¿no es cierto?
—Pues me atrevería a decir que nuestra intervención fue brillante. Rápida y eficaz. Un excelente trabajo de equipo.
—¿Mencionó Mats Sverin algo de lo que le había ocurrido? ¿Cualquier cosa relacionada con la agresión? —preguntó Patrik.
Nils-Erik se mesaba la barba mientras hacía memoria. Era un milagro que le quedase algún pelo, pensó Patrik, teniendo en cuenta que no paraba.
—No, al menos no lo recuerdo.
—¿Le pareció asustado? ¿Como si se sintiera amenazado y tratase de ocultar algo?
—Pues no sé, eso no lo recuerdo. Pero como decía, han pasado varios meses y han sido muchos los pacientes desde entonces. Tendrán que preguntar a los responsables de la investigación.
—¿Recibió alguna visita mientras estuvo ingresado?
—Puede ser, pero por desgracia, de eso no sé nada.
—Bueno, en fin, gracias por atendernos —dijo Patrik levantándose—. ¿Esto son copias? —preguntó señalando la carpeta.
—Sí, puede llevárselas —dijo Nils-Erik Lund ya de pie.
Cuando salían, Patrik tuvo una idea.
—¿Le hacemos una visita a Pedersen? Puede que ya tenga algo de lo nuestro.
—Claro —dijo Paula.
Siguió a Patrik que, en esta ocasión, sí parecía orientarse bien por los pasillos. Aún notaba cierto malestar. Estaba convencida de que la visita al depósito lo arreglaría todo.
¿A qué dedicaría su vida ahora? Signe se había levantado, había preparado el desayuno y luego el almuerzo. Ninguno de los dos probó bocado. Pasó la aspiradora por la planta baja, lavó las sábanas y preparó un café que no se tomaron. Hizo todo lo que solía hacer, en un intento de imitar la vida que llevaban hacía tan solo unos días, pero era como si estuviera tan muerta como Matte. Lo único que conseguía era desplazar por la casa un cuerpo sin contenido, sin vida.
Se desplomó en el sofá. El cable de la aspiradora cayó al suelo, pero ninguno de los dos reaccionó. Gunnar estaba en la cocina. Allí se habían pasado el día. Como si se hubieran cambiado los papeles. Ayer aún podía moverse, mientras que ella solo con un esfuerzo de voluntad enorme lograba que los músculos colaborasen con el cerebro adormecido. Hoy era él quien permanecía inmóvil, en tanto que ella trataba de llenar el vacío del corazón moviéndose con una actividad febril.
Clavó la vista en la nuca de Gunnar y, como en tantas otras ocasiones, reparó en que Matte había heredado exactamente el mismo remolino abajo, donde quedaba el borde del cuello de la camisa. Ya nadie lo transmitiría al pequeño de pelo rizado con el que ella tantas veces había soñado despierta. O a la niña, claro. Niño o niña, eso era lo de menos, cualquiera de los dos habría sido igual de bien recibido, con tal de que ella hubiera tenido a alguien a quien mimar, a quien dar caramelos antes de la comida y montones de regalos por Navidad. Un pequeñín con los ojos de Matte y la boca de otra persona. Porque también había soñado con eso, con ver un día a la mujer a la que llevaría a casa. ¿Cómo sería? ¿Conocería a alguien que se pareciera a ella, o más bien que fuera su opuesto? Desde luego, no podía negar que sentía una gran curiosidad, pero habría sido muy buena con ella de todos modos. No una de esas suegras terribles de las que a veces oía hablar, sino una nada entrometida, solo dispuesta a hacer de canguro cuando quisieran.
Bien era verdad que había empezado a perder la esperanza poco a poco. En alguna ocasión incluso se había preguntado si las inclinaciones de Matte no serían otras. A ella le habría supuesto un esfuerzo de adaptación, y habría sido una pena por lo de los nietos, pero también se habría alegrado. Ella solo quería que fuera feliz. Pero no apareció nadie, y ahora la esperanza se había esfumado para siempre. Nunca vería al rubito al que darle a hurtadillas un caramelo antes de comer. Ni regalos navideños inútiles, de los que hacían mucho ruido y se rompían al cabo de unas semanas. Nada, salvo el vacío. Los años se presentaban ante ellos como una carretera desierta. Miró a Gunnar, inmóvil junto a la mesa. ¿A qué dedicarían su vida ahora? ¿A qué dedicaría ella su vida?
—Cómo te habría gustado ir a Gotemburgo, ¿eh?
Annika levantó la vista de la pantalla y se quedó mirando a Martin. Era su protegido en la comisaría, y entre ellos había un vínculo.
—Pues sí —confesó Martin—. Pero esto también es importante.
—¿Quieres saber por qué Patrik se ha llevado a Paula? —dijo Annika.
—Bah, no tiene importancia. Lógicamente, Patrik puede elegir a quien quiera —respondió Martin un tanto mustio. Antes de que llegara Paula, él casi siempre había sido la primera elección de Patrik. En honor a la verdad, quizá se debía al hecho de que la comisaría no contaba con nadie mejor que ofrecer, pero no podía negar que se sentía herido.
—Patrik ve a Paula algo tristona y yo creo que quiere que tenga otra cosa en la que pensar.
—Vaya, pues no me había dado cuenta —dijo Martin con un punto de remordimiento—. ¿Tú sabes qué le pasa?
—No tengo ni idea. Paula no es muy habladora, pero estoy de acuerdo con Patrik, algo le ocurre. No es la de siempre.
—Ya, bueno, por lo que a mí respecta, la sola idea de vivir con Mellberg acabaría conmigo.
—Sí, desde luego —rio Annika, pero enseguida se puso seria otra vez—. De todos modos, yo creo que no tiene nada que ver con eso. Habrá que dejarla tranquila, hasta que ella misma quiera contarlo. Pero ahora ya sabes por qué Patrik se lo ha pedido a Paula.
—Gracias.
Martin se sentía aún algo avergonzado por lo inmaduro de su reacción. Se trataba de sacar adelante el trabajo, no de quién lo hacía.
—Bueno, ¿nos ponemos manos a la obra? —dijo irguiéndose en la silla—. Estaría bien que recabáramos un poco más de información sobre Sverin para cuando vuelvan.
—Me parece una buena idea —respondió Annika, y empezó a teclear.
—¿Piensas en él en algún momento?
Anders daba sorbitos de café. Vivianne y él habían quedado para almorzar en el Lilla Berith, cosa que hacían casi a diario para librarse del jaleo de las obras de Badis.
—¿En quién? —respondió Vivianne, pese a que debía de imaginarse perfectamente a quién se refería. Lo había advertido en lo fuerte que la vio agarrar la taza de café.
—En Olof.
Siempre lo llamaban por el nombre de pila. Él había insistido en que así lo hicieran y otra cosa les habría parecido antinatural. No merecía otro tratamiento.
—Pues sí, a veces.
Vivianne miraba el césped, fuera del restaurante Galärbacken. El pueblo empezaba a despertar a la vida. Había más gente en movimiento y era como si Fjällbacka empezara a desperezarse, a estirar las articulaciones y a prepararse para la invasión. El verano exigía una adaptación radical en relación con el sopor en que el pueblo se encontraba inmerso el resto del año.
—¿En qué estás pensando?
Vivianne se volvió hacia él y lo miró con encono.
—¿Por qué me hablas de él ahora? Ya no existe. No significa nada.
—No lo sé —respondió Anders—. Fjällbacka tiene algo… No sé por qué, pero aquí me siento seguro. Lo bastante como para pensar en él.
—Bueno, no te acomodes demasiado. No nos quedaremos aquí mucho más tiempo —respondió ella cortante, aunque enseguida se arrepintió del tono. No estaba enfadada con Anders, sino con Olof, y por el hecho de que Anders hubiera empezado a hablar de él en ese momento. ¿Para qué? Pero respiró hondo y decidió responder a su pregunta. Él la había apoyado, la había seguido a todas partes y había sido su sostén en la vida: lo menos que podía hacer era responderle.
—Pienso en lo mucho que lo odio. —Notó que se le tensaban las mandíbulas—. Pienso en el daño que ha hecho, y en lo mucho que ha destrozado, en lo mucho que me ha arrebatado a mí, a los dos. ¿Tú no piensas en ello?
De repente, sintió miedo. El odio hacia Olof siempre los había unido. Era el aglutinante que los mantenía juntos, impidiendo que tomaran caminos separados en la vida, y les había permitido encajar conjuntamente éxitos y fracasos. Principalmente, fracasos.
—No lo sé —dijo Anders volviendo la vista al mar—. Quizá ya sea hora de…
—¿Hora de qué?
—De perdonar.
Ahí estaban. Esas palabras, que ella no quería oír, la idea en la que no quería pensar. ¿Cómo podrían perdonar a Olof? Les había robado la infancia, los había convertido en unos adultos que se aferraban el uno al otro como barcos naufragados. Él era la fuerza motriz de cuanto habían hecho y de lo que aún seguían haciendo.
—He estado pensando mucho en eso últimamente —continuó Anders—. Y no podemos seguir así. Estamos huyendo, Vivianne. Huimos de algo de lo que no podemos librarnos, porque está aquí dentro —dijo señalándose la cabeza con una mirada penetrante y resuelta.
—¿Qué estás tratando de decirme? No irás a echarte atrás, ¿verdad? —Vivianne sintió el escozor de las lágrimas en los párpados. ¿Acaso iba a abandonarla ahora? ¿A traicionarla, igual que Olof?
—Es como si anduviésemos siempre tras el caldero de oro al pie del arcoíris en la creencia de que Olof desaparecerá tan pronto como lo hayamos encontrado. Pero yo empiezo a tener cada vez más claro que es en vano. No encontraremos nunca ese caldero, porque no existe.
Vivianne cerró los ojos. Recordaba muy claramente la suciedad, los olores, las personas que iban y venían sin que Olof estuviera allí para protegerlos. Olof, que los odiaba. Incluso se lo decía abiertamente, que no deberían haber nacido nunca, que los había tenido en castigo por sus pecados. Que eran despreciables, feos y malos, y que eran la causa de la muerte de su madre.
Volvió a abrir los ojos de pronto. ¿Cómo podía hablar Anders de perdón? Él, que se había interpuesto en tantas ocasiones, que la había protegido con su cuerpo, recibiendo así los peores golpes.
—No quiero hablar de Olof —afirmó con voz quebrada por el esfuerzo de contenerse. La inundaba el terror. ¿Qué implicaba el hecho de que Anders hablara de perdón, cuando no había perdón que conceder?
—Yo te quiero, hermanita —dijo Anders acariciándole la mejilla. Pero Vivianne no lo oía. Un sinfín de recuerdos tenebrosos le zumbaba ruidosamente en los oídos.
—Vaya, qué sorpresa, una visita de lo más distinguida. —Tord Pedersen los miraba por encima de las gafas.
—Sí, nos pareció que más valía que la montaña fuera a Mahoma —dijo Patrik con una sonrisa, y se acercó a estrecharle la mano—. Esta es mi colega, Paula Morales. Hemos estado en el Sahlgrenska, haciendo algunas averiguaciones acerca de Mats Sverin. Y hemos pensado aprovechar para preguntarte cómo te va.
—Os habéis adelantado un poco —dijo Pedersen meneando la cabeza.
—¿No tienes nada todavía?
—Bueno, he podido echarle un vistazo.
—¿Y qué opinas?
Pedersen se echó a reír.
—Yo creía que lo peor que me podía pasar era tener a Patrik agobiándome a todas horas.
—Perdón —dijo Paula, aunque mirando a Pedersen como si siguiera esperando una respuesta.
—Bueno, venid, vamos a mi despacho.
Pedersen abrió una puerta que había a la izquierda.
Lo siguieron y se sentaron delante del escritorio. Pedersen se sentó enfrente y cruzó las manos.
—Tras una inspección ocular externa, solo puedo decir que la única lesión evidente es un agujero de bala en la nuca. En cambio, se aprecian una serie de lesiones ya curadas que parecen bastante recientes y que, seguramente, le causaron cuando le agredieron hace unos meses.
Patrik asintió.
—Sí, de eso hemos estado hablando en el hospital. ¿Cuánto crees que llevaba muerto?
—No más de una semana, diría yo. Pero eso lo dirá la autopsia.
—¿Tienes idea de qué tipo de arma utilizaron? —preguntó Paula inclinándose en la silla.
—La bala sigue en la cabeza, pero en cuanto la haya extraído, podréis haceros una idea, siempre y cuando se encuentre en un estado aceptable.
—Ya —dijo Paula—, pero tú habrás visto infinidad de heridas de bala. ¿No tienes ni idea? —insistió, evitando conscientemente hablar de lo que indicaba el casquillo, pues quería oír la opinión de Pedersen.
—Otra que no se rinde —rio Pedersen, que parecía casi entusiasmado—. Si me prometéis que vais a considerarlo como la suposición que es, yo diría que seguramente se trata de una nueve milímetros. Pero ya os digo que es una suposición, puedo estar equivocado —aseguró, haciendo un gesto de advertencia con el dedo.
—Lo comprendemos —dijo Patrik—. ¿Cuándo podrás hacer la autopsia para que tengamos la bala?
—Veamos… —Pedersen se volvió hacia el ordenador e hizo clic con el ratón—. La autopsia está programada para el lunes de la semana que viene. Así que tendréis el informe el miércoles.
—¿Y no puede ser antes?
—Lo siento. Hemos tenido un mes de perros. Han caído personas como moscas, a saber por qué, y además, dos empleados están de baja indefinida por enfermedad. Estrés laboral. Este trabajo produce ese efecto en ciertas personas —aclaró Pedersen, dejando muy claro que él no se consideraba perteneciente a esa categoría.
—Bueno, no parece que tenga mucho remedio. Pero me llamarás cuando sepas algo más, ¿verdad? Y doy por hecho que la bala llegará lo antes posible al laboratorio, ¿no?
—Por supuesto —respondió Pedersen, ligeramente ofendido. Es cierto que estamos un poco sobrecargados en estos momentos, pero hacemos nuestro trabajo a la perfección.
—Sí, lo sé, perdona —se disculpó Patrik—. Ya sabes, me entra la impaciencia… Avísame en cuanto lo tengas listo y te prometo que, entre tanto, no te daré más la lata.
—Sin problemas —dijo Pedersen. Se levantó y se despidió de ellos. Tenían la sensación de que faltara una eternidad para el miércoles.
—Entonces, ¿podemos entrar en el apartamento? —preguntó Gösta extraordinariamente ansioso—. Y mañana tenemos el informe, qué bien. A Hedström le encantará oírlo.
Colgó con una sonrisa en los labios. Torbjörn Ruud acababa de decirle que habían terminado la investigación técnica y que podían entrar sin problemas en el apartamento de Mats Sverin. De repente, se le ocurrió una idea genial. Sería absurdo quedarse allí mano sobre mano hasta que volvieran Patrik y Paula. Claro que estar mano sobre mano era una de las actividades favoritas de Gösta, pero al mismo tiempo lo irritaba que siempre fuera Patrik el que tomaba las decisiones, a pesar de que Bertil y él eran los agentes con más experiencia de la comisaría. No podía negar que lo embargaba cierto deseo de revancha, y aunque se resistía a trabajar sin necesidad, sería un placer demostrarles a aquellos mocosos quién debía llevar las riendas. Adoptó enseguida una decisión y se apresuró a hablar con Mellberg. Iba tan entusiasmado que se olvidó de llamar a la puerta y, no había hecho más que abrirla cuando vio que Bertil se despertaba de lo que parecía un sueñecito de lo más agradable.
—Joder. —Mellberg miraba desconcertado a su alrededor, y Ernst se incorporó en la cesta con las orejas tiesas.
—Perdona. Estaba pensando…
—¿Estabas pensando qué? —vociferó Mellberg recolocándose el nido de pelo postizo que se le había deslizado dejando al descubierto la calva.
—Verás, es que acabo de hablar con Torbjörn Ruud.
—¿Y? —Mellberg seguía enojado, pero Ernst había vuelto a acomodarse en la cesta.
—Dice que ya podemos entrar en el apartamento.
—¿Qué apartamento?
—El de Mats Sverin. Ya han terminado. O sea, los técnicos. Y estaba pensando… —Gösta empezaba a lamentar haber seguido el impulso. Quizá no fuera una idea tan genial, después de todo—. Estaba pensando…
—¿¡Quieres ir al grano de una vez por todas!?
—Pues sí, Hedström tiene siempre tanto interés en que todo se haga de inmediato y, preferentemente, para ayer… Vamos, que me pregunto si no podríamos ponernos en marcha ahora mismo y empezar nuestra propia investigación. En lugar de esperar a que vuelva.
Mellberg se iluminó. Empezaba a comprender el razonamiento de Gösta, y le gustaba una barbaridad.
—Tienes toda la razón. Sería una vergüenza aplazarlo hasta mañana. ¿Y quiénes hay más competentes que nosotros para continuar con este caso? —preguntó con una amplia sonrisa.
—Exactamente lo mismo que había pensado yo —confesó Gösta, sonriendo también—. Ya es hora de enseñarles a los gallitos de qué somos capaces los expertos.
—Eres un genio, amigo mío.
Mellberg se levantó y se encaminó al garaje. Los veteranos se lanzaban a la investigación de campo.
Annie lo bañó otra vez. Lo refrescaba vertiendo sobre él el agua salada, le mojaba el pelo tratando de evitar que le salpicara en los ojos. Sam no parecía disfrutar, pero tampoco incómodo. Permanecía en silencio en sus brazos y se dejaba enjuagar.
Ella sabía que tarde o temprano despertaría del sopor. Su cerebro estaba procesando lo ocurrido, algo por lo que nadie debería pasar y mucho menos un niño tan pequeño. Nadie debería verse arrancado de los brazos de su padre a los cinco años, pero Annie no tuvo otra opción. Era necesario huir, era la única salida, pero Sam y ella hubieron de pagar un alto precio.
Sam quería a Fredrik. No había visto, como ella, sus otras facetas, ni había sufrido lo que ella. Para él Fredrik era un héroe incapaz de cometer errores. Idolatraba a su padre y principalmente por eso le resultó tan difícil optar por esa elección. Si es que se podía hablar de elección.
A pesar de todo lo que había sucedido, le dolía que Sam hubiera perdido a su padre. Con independencia de lo que Fredrik le hubiese hecho a ella, para Sam su padre significaba mucho. No más que ella, pero mucho a fin de cuentas. Y ahora, jamás volvería a verlo.
Annie sacó al pequeño del agua y lo tumbó en la toalla que había extendido en el muelle. Su padre siempre le decía que el sol era bueno para el cuerpo y para el alma, y el calor de los rayos surtía verdaderamente un efecto benefactor. Las gaviotas volaban describiendo círculos sobre ellos y pensó que a Sam le gustaría observarlas cuando se encontrara mejor.
—Mi niño querido, mi niño. —Le acarició el pelo. Era tan pequeño, tan indefenso. Tenía la sensación de que hacía muy poco que era un bebé que cabía perfectamente en sus brazos. Tal vez debiera llevarlo al médico, después de todo, pero su instinto maternal le gritaba ¡no! Allí estaba seguro. No necesitaba hospitales ni medicinas, necesitaba paz y tranquilidad, y sus cuidados. Eso le devolvería la salud.
Annie se estremeció. Unas ráfagas de viento más fresco empezaron a barrer el muelle, y le preocupó que Sam se resfriara. No sin esfuerzo, se levantó con él en brazos y se encaminó a la casa. Empujó la puerta con el pie y lo llevó dentro.
—¿Tienes hambre? —preguntó mientras lo desvestía.
Sam no dijo nada, pero ella lo sentó en una silla y empezó a darle cereales. Sam volvería a ella llegado el momento. El mar, el sol y su cariño le sanarían las heridas del alma.
Erica trataba de dar un paseo todas las tardes cuando iba a buscar a Maja a la guardería. Tanto por los pequeños, para que tomaran el aire, como por sí misma, que necesitaba moverse un poco. El carrito doble no era ninguna tontería como instrumento para hacer ejercicio y cuando, además, le ponía la plataforma para llevar también a Maja, empujarlo hasta la casa se convertía en un verdadero reto.
Decidió recorrer el trayecto más largo, pasar por Badis y la fábrica de conservas Lorentz, en lugar de ir derecha por Galärbacken. Se detuvo en el atracadero que había al pie de Badis y se hizo sombra con la mano para poder contemplar el viejo edificio recién pintado de blanco que resplandecía a la luz del sol. Se alegraba de que lo hubieran restaurado. Además de la iglesia, los baños eran lo primero que llamaba la atención cuando uno llegaba en barco a Fjällbacka, y era una parte esencial del pueblo. Lo fueron dejando abandonado año tras año y al final daba la impresión de ir a derrumbarse en cualquier momento. Ahora volvía a ser un motivo de orgullo para Fjällbacka.
Respiró hondo, feliz, y se rio de sí misma un tanto avergonzada de la emoción que despertaba en ella un viejo edificio, tablones y pintura. Pero en realidad era más que eso. Tenía bastantes recuerdos entrañables del lugar e igual que para la mayoría de los habitantes de Fjällbacka, aquel edificio tenía un sitio en su corazón. Badis era un trozo de historia que había vuelto a cobrar vida para el presente y el futuro. No era de extrañar que se hubiera emocionado.
Erica empujó el carro de nuevo, preparándose para la larga pendiente que discurría junto a la depuradora y la pista de minigolf, cuando un coche se detuvo a su lado. Se paró y entornó los ojos para ver quién era. Una mujer se bajó del coche y ella la reconoció enseguida. En honor a la verdad, Erica no la había visto nunca, pero había provocado un mar de rumores desde que llegó al pueblo hacía unos meses. Tenía que ser Vivianne Berkelin.
—¡Hola! —saludó la mujer con voz jovial y se le acercó para estrecharle la mano—. Tú debes de ser Erica Falck.
—Sí, la misma. —Erica le dio la mano sonriendo.
—Llevo tiempo queriendo conocerte. He leído todos tus libros y me gustan muchísimo.
Erica notó que se sonrojaba, como siempre que alguien elogiaba sus libros. Aún no se había acostumbrado al hecho de que la mayoría de la gente hubiera leído alguno. Y después de llevar varios meses de baja maternal, era una liberación encontrarse con alguien que la veía en primera instancia como la escritora Erica y no solo como la madre de Noel, Anton y Maja.
—La verdad, admiro a las personas que tienen la paciencia de sentarse y escribir un libro entero.
—Bueno, lo único que hace falta es una buena almohadilla de grasa en el trasero —rio Erica.
Vivianne irradiaba un entusiasmo contagioso y Erica experimentó una sensación que le costó identificar en un principio. Luego cayó en la cuenta. Quería gustarle a Vivianne.
—¡Qué bonito ha quedado! —exclamó mirando hacia Badis.
—Sí, no sabes lo orgullosos que estamos —respondió Vivianne alzando la vista hacia el edificio—. ¿Quieres verlo?
Erica miró el reloj. Había pensado ir a recoger a Maja antes de tiempo, pero a aquellas alturas la pequeña lo pasaba fenomenal en la guardería y no sufriría demasiado si iba a recogerla a la hora de siempre. Resultaba muy tentador comprobar si aquel exterior tan hermoso se correspondía con un interior igual de elegante.
—Me encantaría. Aunque no sé cómo vamos a subir esto —dijo señalando el carrito y mirando la empinada escalera.
—Yo te ayudo. —Vivianne empezó a caminar hacia la escalera sin aguardar respuesta.
Cinco minutos después habían subido el cochecito y Erica cruzó la puerta empujándolo. Se detuvo en la entrada y miró asombrada a su alrededor. No quedaba nada viejo ni deslucido, pero no se había perdido el estilo original. Recorrió con la mirada todos los detalles, todo aquello que tanto le recordaba a la discoteca de verano de su adolescencia, y que ahora tenía un aspecto nuevo y reluciente. Aparcó el cochecito junto a la pared y sacó a Noel. Cuando iba por la mochila de Anton, oyó la voz suave de Vivianne:
—¿Puedo?
Erica asintió y la mujer se inclinó y tomó en brazos a Anton con cuidado. Los gemelos estaban tan acostumbrados a que los cuidaran otras personas que nunca protestaban ante un extraño. El pequeño miró a Vivianne con los ojos muy abiertos y le lanzó una de sus sonrisas.
—¡Menudo granujilla! —exclamó Vivianne entusiasmada, y le quitó despacio el abrigo y el gorrito.
—¿Tienes hijos?
—No, no tengo. —Vivianne apartó la cara—. ¿Quieres un té? —preguntó dirigiéndose al comedor con Anton en brazos.
—Si tienes, prefiero café. No tomo mucho té, la verdad.
—Normalmente no recomendamos a la gente que tome cafeína y se intoxique, pero puedo hacer una excepción y ver si tengo café de verdad.
—Pues te lo agradezco. —Erica fue detrás de Vivianne. El café era lo que la mantenía en funcionamiento, y tomaba tanto que seguramente le corría por las venas en lugar de la sangre. Algún vicio hay que tener, y la cafeína no es de los peores.
—No te creas —dijo Vivianne, pero optó por no abundar en el tema. Probablemente, era consciente de que sería como hablarle a la pared.
—Tú siéntate, vuelvo enseguida. Después del café, veremos las instalaciones.
Desapareció por una puerta giratoria que, según supuso Erica, debía de dar a la cocina.
Se preguntó por un instante cómo se las arreglaría Vivianne para preparar café con un niño en brazos. Ella había aprendido a hacerlo casi todo con una mano, pero sin tener costumbre, no era lo más fácil del mundo. Dejó de pensar en ello. Si Vivianne necesitaba ayuda, ya la pediría.
Al cabo de unos minutos, llegó con el café listo, lo puso en la mesa y se sentó enfrente de Erica, que vio que también era nueva, como las sillas. Eran elegantes y modernas, pero encajaban de maravilla en aquel ambiente tan lujoso. Quien hubiera elegido el mobiliario tenía muy buen gusto. La vista desde la hilera de ventanas que tenían enfrente era maravillosa. Todo el archipiélago de Fjällbacka se extendía ante sus ojos.
—¿Cuándo abrís? —Erica se llevó a la boca una galleta con un aspecto de lo más extraño, pero se arrepintió enseguida. Fuera lo que fuera, contenía muy poca azúcar y era demasiado saludable para poder calificarse de galleta.
—Dentro de una semana o poco más. Si es que lo tenemos todo listo a tiempo —suspiró Vivianne, y mojó la galleta en el té. Seguro que es té verde, pensó Erica, saboreando satisfecha el café solo.
—Vendrás a la fiesta, ¿no? —preguntó Vivianne.
—Me encantaría, tengo la invitación, pero todavía no nos hemos decidido. Encontrar canguro para tres no es lo más sencillo del mundo.
—Intenta venir, sería estupendo. Por cierto que el sábado vendrán tu marido y sus colegas a una especie de preestreno. Y podrán probar todos los servicios que ofrecemos.
—Vaya —dijo Erica entre risas—. Pues Patrik no me ha dicho nada. No creo que haya puesto el pie en un spa en su vida, así que será una experiencia interesante para él.
—Sí, esperemos. —Vivianne acarició la cabecilla de Anton. ¿Cómo está tu hermana? Espero que no te tomes a mal que pregunte, pero me he enterado del accidente.
—No, no te preocupes. —Erica notó indignada que se le llenaban los ojos de lágrimas. Tragó saliva y logró controlar la voz—. Sinceramente, no está nada bien. Ha sufrido muchas desgracias en su vida.
A Erica le cruzaron por la cabeza los recuerdos de Lucas, el que fuera marido de Anna. Había tantas cosas de las que no podía hablar…, pero aquella mujer, sin saber cómo, la animaba a intimar… Y lo contó todo. Por lo general, ella no hablaba nunca de la vida de Anna con la gente, pero tenía la sensación de que Vivianne lo comprendería. Cuando terminó, se echó a llorar.
—Desde luego, no lo ha tenido fácil. Y ese hijo le habría hecho mucho bien —dijo Vivianne en voz baja, expresando con palabras exactamente lo mismo que Erica había pensado tantas veces. Anna se merecía aquel hijo. Merecía ser feliz.
—No sé qué hacer. Ni siquiera parece darse cuenta de que estoy con ella. Es como si hubiera desaparecido. Y temo que no vuelva.
—No ha desaparecido —dijo Vivianne, meciendo a Anton en las rodillas—. Ha buscado refugio en un lugar donde no hay tanto dolor. Pero sabe que estás ahí. Lo mejor que puedes hacer es ir a verla y acariciarla. Hemos olvidado lo importante que es que nos toquen, pero lo necesitamos para sobrevivir. Así que tócala, y díselo también a su marido. Solemos cometer el error de dejar solo al que está sufriendo la pérdida de un ser querido. Creemos que necesitan tranquilidad y silencio, que necesitan que los dejen en paz. Pero nada más lejos. El ser humano es un animal de manada y necesitamos a la manada a nuestro alrededor, necesitamos tenerla cerca, necesitamos el calor y el tacto de otros seres humanos. Procura que Anna esté con su manada. No la dejes sola, no dejes que se aparte sin que la molesten allí donde no existe el dolor, pero tampoco ningún otro sentimiento. Oblígala a salir de ahí.
Erica se quedó en silencio un instante, pensando en lo que le decía Vivianne, y comprendió que tenía razón. No deberían haber permitido que Anna se encerrara en sí misma. Tenían que haber insistido con más ahínco.
—Y no te sientas culpable —continuó Vivianne—. Su dolor no tiene nada que ver con tu dicha.
—Pero…, ella pensará sin duda que… —comenzó Erica, y las lágrimas le brotaron sin freno—. Pensará que yo lo tengo todo y ella nada.
—Anna sabe que eso no tiene nada que ver. Lo único que puede interponerse entre vosotras dos es tu sentimiento de culpa. No la envidia ni la ira que ella pudiera sentir porque tus hijos han sobrevivido. Eso solo existe en tu cabeza.
—¿Cómo lo sabes? —Erica quería creer en las palabras de Vivianne, pero no se atrevía. ¿Qué sabía ella de lo que pudiera sentir o pensar Anna? Ni siquiera la conocía. Al mismo tiempo, todo lo que le había dicho parecía cierto y verdadero.
—No puedo explicarte por qué lo sé, pero tengo una gran sensibilidad y conozco al ser humano. Sencillamente, tendrás que confiar en mí —dijo Vivianne con tono firme. Y Erica notó con sorpresa que sí, que confiaba en ella.
Cuando, un rato después, se fue en dirección a la guardería, pensó que hacía mucho que no caminaba con paso tan ligero. Se había deshecho de lo que le impedía acercarse a Anna. Se había deshecho del sentimiento de impotencia.