Martin detestaba hacer la ronda por el vecindario. Le recordaba demasiado a cuando era pequeño y se veía obligado a vender lotería, calcetines y otras chorradas para conseguir dinero para los viajes escolares. Pero sabía que formaba parte del trabajo. No había otra: tenía que patear los portales, subir y bajar escaleras y llamar a todas las puertas sin dejar una. Por suerte, habían localizado a la mayoría el día anterior, y leyó la lista que llevaba en el bolsillo para ver quiénes faltaban. Empezó por el que le pareció más prometedor: el segundo de los tres apartamentos que había en la planta de Mats Sverin.

Leyó el apellido «Grip» en la puerta, y miró el reloj antes de llamar. No eran más que las ocho, pero esperaba pillar al inquilino antes de que se fuera al trabajo. Al ver que nadie acudía a abrir, dejó escapar un suspiro y volvió a llamar al timbre. El sonido chillón le hirió los oídos, pero seguía sin haber reacción. Acababa de darse media vuelta y poner un pie en el primer peldaño cuando oyó que giraban la cerradura.

—¿Sí? —resonó una voz airada.

Martin dio marcha atrás y volvió a la puerta.

—Soy policía, Martin Molin.

Habían dejado la cadena puesta y entrevió por la rendija una barba muy poblada. Y una nariz muy roja.

—¿Qué quiere?

El hecho de que fuera de la Policía no pareció atenuar la hostilidad del inquilino Grip.

—Se ha producido una muerte en el apartamento de aquí al lado. —Martin señaló la puerta de Mats Sverin, cuidadosamente sellada con cinta policial.

—Sí, ya me he enterado. —La barba le bailaba asomando por la rendija de la puerta—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—¿Podría entrar un minuto? —Martin recurrió al tono de voz más agradable que pudo.

—¿Por qué?

—Para hacerle unas preguntas.

—Yo no sé nada.

El hombre fue a cerrar la puerta, pero Martin metió el pie a tiempo por instinto.

—O bien hablamos aquí un rato, o nos llevará toda la tarde, porque tendrá que venir conmigo a comisaría para que lo interrogue.

Martin sabía perfectamente que no tenía autoridad para llevarse a Grip, pero probó suerte por si el hombre no sabía tanto como él.

—Bueno, entre —dijo Grip.

Quitó la cadena de seguridad y abrió la puerta para que Martin pudiera entrar. Decisión que este lamentó tan pronto como percibió el hedor.

—No, no, no te escapes, bribonzuelo.

Martin atinó a ver con el rabillo del ojo a un ser peludo antes de que el hombre de la barba se abalanzara y agarrara al gato por la cola. El animal maulló protestando, pero luego se dejó atrapar y meter otra vez en la casa.

Grip cerró la puerta y Martin trató de respirar por la boca para no vomitar. Olía a basura y a cerrado, y por encima de todo flotaba un hedor intenso a pis de gato. La explicación no se hizo esperar. Martin se quedó plantado en el umbral de la habitación, atónito. Había gatos sentados, tumbados y en movimiento por todas partes. Hizo un cálculo rápido y constató que habría unos quince, por lo menos. En un apartamento que no podía tener más de cuarenta metros cuadrados.

—Siéntese —gruñó Grip. Espantó a unos gatos que estaban en el sofá.

Martin se sentó despacio, tan al filo como pudo.

—Pregunte. No tengo todo el día. Cuando uno tiene a tantos a su cargo, no le falta el trabajo.

Un gato rechoncho de pelaje rojizo se posó de un salto en las rodillas del hombre, se acomodó y empezó a ronronear. Tenía el pelo enmarañado y heridas en las dos patas traseras.

Martin soltó una tosecita.

—Su vecino, Mats Sverin. Lo encontraron muerto ayer en el apartamento. Y estamos preguntando a los vecinos si han visto u oído algo anormal los últimos días.

—No es asunto mío ver ni oír nada. Yo me cuido de mis cosas y espero que los demás hagan lo propio.

—¿No oyó nada en el apartamento del vecino? ¿Ni vio a ningún desconocido en el rellano? —insistió Martin.

—Lo dicho. Yo voy a lo mío —dijo el hombre rascando el lomo del gato por entre las marañas de pelo.

Martin cerró el bloc y decidió darse por vencido.

—Por cierto, ¿cuál es su nombre de pila?

—Gottfrid Grip, así me llamo. Y supongo que quiere saber el nombre de los demás, ¿no?

—¿De los demás? —preguntó Martin mirando a su alrededor. ¿Viviría más gente en aquel apartamento?

—Sí, esta es Marilyn —dijo Gottfrid señalando al gato que tenía en el regazo—. No le gustan las mujeres. Ruge nada más verlas.

Martin abrió el bloc otra vez, dispuesto a cumplir con su deber, y tomó buena nota de todo lo que decía el hombre. Al menos, podrían reírse a gusto en la comisaría.

—Ese gris de allí se llama Errol; el blanco de las patas marrones es Humphrey, luego están Cary, Audrey, Bette, Ingrid, Lauren y James.

Grip siguió recitando los nombres de los gatos y señalando, mientras Martin anotaba. Ya tenía algo que contar cuando volviera al trabajo.

Al salir, en la puerta, se detuvo.

—Seguro que ni usted ni los gatos han visto ni oído nada, ¿verdad?

—Yo no he dicho que los gatos no hayan visto nada. He dicho que yo no he visto nada. Pero Marilyn, por ejemplo, vio un coche muy temprano, la mañana del sábado, desde la ventana de la cocina, en cuyo alféizar estaba sentada. Me la encontré rugiendo como una loca.

—¿Marilyn vio un coche? ¿Qué coche? —dijo Martin, decidido a no pensar en lo raro que era aquello.

Grip lo miró compasivo.

—¿Usted cree que los gatos se saben las marcas de los coches? ¿Es que no está en sus cabales? —preguntó señalándose la sien y meneando la cabeza entre risas. Cuando Martin salió, cerró la puerta y echó la cadena.

—¿Está Erling?

Gösta dio unos golpecitos discretos en el marco de la puerta del primer despacho del pasillo. Paula y él acababan de llegar a las oficinas del Ayuntamiento de Tanumshede.

Gunilla dio un salto en la silla, que tenía de espaldas a la puerta.

—¡Ay, me habéis asustado! —exclamó agitando las manos con nerviosismo.

—No era mi intención —dijo Gösta—. Estamos buscando a Erling.

—¿Es por Mats? —preguntó con un sollozo—. Es terrible. —Alargó la mano para alcanzar un paquete de pañuelos y se secó las lágrimas.

—Sí, por Mats —dijo Gösta—. Queremos hablar con todos vosotros, pero quería empezar por Erling, si es que está en su despacho.

—Sí, claro. Os acompaño.

Se levantó y, después de sonarse ruidosamente, se adelantó y los condujo a un despacho que había algo más adelante, en el mismo pasillo.

—Erling, tienes visita —dijo haciéndose a un lado.

—Hombre, hola. ¿No me digas que has venido a verme?

Erling se levantó y le estrechó la mano a Gösta calurosamente.

Luego miró a Paula como rebuscando con urgencia en la memoria.

—Petra, ¿verdad? Este cerebro mío es como una maquinaria bien engrasada, nunca olvida un dato.

—Paula —lo corrigió Paula estrechándole la mano.

Erling se quedó desconcertado un instante, y se encogió de hombros.

—Queríamos hacerte unas preguntas sobre Mats Sverin —dijo Gösta rápidamente. Se sentó en una de las sillas que había delante del escritorio de Erling, obligando así a Paula y al propio Erling a imitarlo.

—Sí, ha sido espantoso. —Erling hizo una mueca extraña—. Aquí estamos terriblemente afectados y, naturalmente, nos preguntamos qué ha ocurrido. ¿Tenéis ya alguna información?

—No mucha, por ahora. —Gösta meneó la cabeza—. Solo puedo confirmarte lo que ya os dijimos cuando llamamos ayer. Que encontraron a Sverin muerto en su apartamento y que estamos investigando las circunstancias.

—¿Lo han asesinado?

—Eso es algo que no podemos ni desmentir ni confirmar.

Gösta se dio cuenta del tono demasiado formal de su respuesta, pero sabía que tendría que vérselas con Hedström si se iba de la lengua y perjudicaba la investigación.

—Pero necesitamos vuestra ayuda —continuó—. Tengo entendido que Sverin no vino al trabajo el lunes pasado, y tampoco el martes, cuando llamasteis a sus padres. ¿Era normal que se ausentara de su puesto?

—Al contrario. No creo que faltara al trabajo un solo día desde que empezó. Ni uno solo, que yo recuerde. Ni siquiera una visita al dentista. Era puntual, cumplidor y muy exhaustivo. Por eso nos preocupamos cuando ni se presentó ni llamó por teléfono para avisar.

—¿Cuánto tiempo llevaba trabajando aquí? —preguntó Paula.

—Dos meses. Tuvimos muchísima suerte al contratar a alguien como Mats. El anuncio llevaba puesto cinco semanas, y llamaron varios candidatos, pero ninguno tan cualificado como él, ni de lejos. Cuando se presentó, casi nos preocupaba que tuviera un perfil demasiado alto, pero nos tranquilizó asegurando que este era precisamente el trabajo que estaba buscando. Sobre todo, parecía muy interesado en volver a Fjällbacka. ¿Y quién se lo reprocha? ¡La perla de la costa! —Erling extendió los brazos.

—¿Y explicó por qué quería mudarse de nuevo a Fjällbacka? —Paula se inclinó hacia la mesa.

—No, solo dijo que quería huir del estrés de la ciudad y ganar en calidad de vida.

Erling hablaba enfatizando cada sílaba.

—O sea, que no mencionó circunstancias de carácter privado, ¿no? —Gösta empezaba a impacientarse.

—Bueno, era muy reservado para sus cosas. Yo sabía que él era de Fjällbacka y que sus padres viven allí, pero por lo demás, no recuerdo que contara nada de su vida fuera de la oficina.

—Sufrió un incidente muy desagradable poco antes de venirse de Gotemburgo. Le agredieron brutalmente y estuvo ingresado en el hospital. ¿No dijo nada al respecto? —preguntó Paula.

—No, en absoluto —respondió Erling atónito—. Tenía unas cicatrices en la cara, pero me dijo que se le había enganchado el pantalón en la rueda de la bicicleta y se había caído.

Gösta y Paula intercambiaron una mirada de perplejidad.

—¿Quién fue el agresor? ¿El mismo que…? —Erling casi susurró la pregunta.

—Según sus padres, fue un caso de violencia no provocada por parte de Sverin. No creemos que guarde relación con esto, pero desde luego, no podemos descartar ninguna hipótesis —dijo Gösta.

—¿Seguro que no contó nada sobre su época en Gotemburgo? —insistió Paula.

Erling meneó la cabeza.

—Os lo aseguro. Mats nunca hablaba de sí mismo. Era como si su vida hubiera empezado cuando empezó con nosotros.

—¿Y no os extrañó?

—Bueno, no creo que nadie pensara en eso. No es que fuera un hombre asocial, de ninguna manera. Reía y bromeaba y nos seguía cuando hablábamos de programas de televisión y de los temas que salen a relucir en las pausas del café. No se notaba mucho que nunca hablaba de sí mismo. No había caído hasta ahora.

—¿Hacía bien su trabajo? —dijo Gösta.

—Mats era un jefe financiero brillante. Era meticuloso, ordenado y concienzudo, cualidades muy deseables en quienes se encargan de las cuentas, sobre todo, en una actividad tan ligada a la política como la nuestra.

—¿No había ninguna queja contra él? —preguntó Paula.

—No, era extremadamente bueno en su trabajo. Y su intervención en el Proyecto Badis fue de un valor incalculable. Llegó cuando ya estaba en marcha, pero enseguida se puso al día y nos ayudó muchísimo hasta el final.

Gösta miró a Paula, que negó con un gesto. No tenían más preguntas por el momento, pero Gösta no podía por menos de pensar que la figura de Mats Sverin seguía siendo tan anónima e impersonal como antes de hablar con su jefe. Y no podía por menos de preguntarse qué pasaría cuando empezaran a rascar la superficie.

La casita de los Sverin tenía una ubicación ideal en Mörhult, a orillas del mar. Hacía mejor tiempo, era un día espléndido de principios de verano, y Patrik dejó la cazadora en el coche. Había llamado para avisar de su visita y, cuando Gunnar le abrió la puerta, vio desde la entrada que la mesa de la cocina estaba puesta con el café. Era lo normal en la costa. Café y pastas tanto para el luto como para las fiestas. En su trabajo como policía, se había tragado litros y litros de café en las visitas a los habitantes del municipio.

—Adelante. Iré a ver si consigo que Signe… —Gunnar no concluyó la frase y subió al piso de arriba.

Patrik se quedó esperando en el vestíbulo. Pero Gunnar tardaba y al final decidió entrar en la cocina. El silencio llenaba cada rincón de la casa, y se tomó la libertad de continuar hasta el salón. Estaba limpio y ordenado, con hermosos muebles antiguos y tapetes por todas partes, típico de las casas de las personas mayores. La habitación estaba llena de fotografías enmarcadas de Mats. Mirándolas, Patrik pudo seguir su vida desde que era un bebé hasta que llegó a la edad adulta. Parecía agradable y simpático. Alegre, feliz. A juzgar por las fotos, había tenido una buena vida.

—Signe no tardará en bajar.

Patrik estaba tan inmerso en sus pensamientos que la foto que tenía en la mano casi se le cae al oír su voz.

—Son unas fotos muy bonitas.

Dejó con cuidado el marco en la cómoda y siguió a Gunnar hasta la cocina.

—Siempre me gustó la fotografía, así que he acumulado algunas fotos a lo largo de los años. Y ahora me alegro. Me refiero a que me alegro de que haya quedado algo.

Gunnar empezó a trajinar apenado con las tazas y a servir el café.

—¿Quiere leche o azúcar? ¿Las dos cosas?

—Solo, gracias. —Patrik se sentó en una de las sillas blancas.

Gunnar le puso una taza y se sentó al otro lado de la mesa.

—Ya podemos empezar, Signe baja enseguida —dijo después de echar una ojeada nerviosa a la escalera. Arriba no se oía ningún ruido.

—¿Cómo se encuentra?

—No ha dicho una palabra desde ayer. El médico vendrá a verla luego, dentro de un rato. No quiere salir de la cama, pero no creo que haya pegado ojo en toda la noche.

—Les han mandado muchas flores —dijo Patrik señalando la encimera, donde había un montón de ramos en jarrones más o menos improvisados.

—La gente es muy amable. Incluso se han ofrecido a venir, pero no tengo fuerzas para atender a un montón de visitas.

Puso un azucarillo en el café y mojó una galleta antes de llevársela a la boca. Se diría que le costaba tragar, y tomó un sorbo de café.

—Ah, mira, aquí estás —dijo Gunnar volviéndose hacia Signe, que venía por el pasillo.

No la habían oído bajar por la escalera y Gunnar se levantó para ayudarle. La rodeó con el brazo y la acompañó a la mesa, como si fuera una anciana. Parecía haber envejecido varios años desde el día anterior.

—El médico no tardará en llegar. Tómate un café y una galleta, Signe. Tienes que comer algo. ¿No quieres que te prepare un bocadillo?

Ella meneó la cabeza. La primera reacción que indicaba que al menos había entendido lo que le decía su marido.

—Lo siento muchísimo.

Patrik no pudo evitar tomarle la mano. Signe no la apartó, pero tampoco respondió al gesto, sino que la dejó inmóvil, como si fuera una extremidad muerta.

—Habría preferido no venir a molestarles en un momento como este. O bueno, cuando está tan reciente…

Como de costumbre, le costaba encontrar las palabras adecuadas. Desde que era padre, le resultaba aún más difícil hablar con personas que habían perdido a un hijo, ya fuese niño o adulto. ¿Qué se le podía decir a una persona que se sentía como si le hubieran arrancado el corazón? Porque así se imaginaba él que debían de sentirse.

—Sabemos que es su trabajo. Y, naturalmente, queremos que encuentren a quien… lo hizo. Si podemos ayudar de alguna manera, estamos más que dispuestos.

Gunnar se había sentado junto a su mujer, y acercó un poco más la silla, con un gesto protector. Signe no había tocado el café.

—Bebe un poco —le dijo Gunnar, y le llevó la taza a los labios. La mujer tragó reacia unos cuantos sorbos.

—Ayer ya les hice algunas preguntas, pero ¿podrían empezar hablándome un poco más de Mats? Lo que sea, no importa, puede ser algo que les apetezca contar.

—Era tan bueno… desde que era un bebé —dijo Signe. Tenía la voz reseca y rota. Desentrenada—. Dormía las noches enteras desde el principio y nunca daba un problema. Pero yo me preocupaba, desde siempre. Como a la espera de que le ocurriera algo horrible.

—Y al final, tenías razón. Debería haberte hecho más caso —dijo Gunnar bajando la mirada.

—No, eras tú quien tenía razón —dijo Signe. Parecía que hubiese despertado de pronto del sopor—. Malgasté tanto tiempo y perdí tanta alegría en preocuparme, mientras que tú eras feliz y te sentías agradecido por lo que teníamos, y por Matte. Porque cuando por fin ocurre, es imposible estar preparado. Me he pasado la vida preocupándome por todo lo habido y por haber, pero jamás habría podido prepararme para esto. Debería haber disfrutado más de él —calló un instante—. ¿Qué quería saber? —continuó, y tomó un sorbo de café, sin ayuda, esta vez.

—Cuando se fue de casa, ¿se mudó directamente a Gotemburgo?

—Sí, después del instituto, entró en la Escuela Superior de Ciencias Económicas. Sacaba muy buenas notas —respondió Gunnar sin disimular su orgullo.

—Pero venía a menudo los fines de semana —añadió Signe. Hablar de su hijo parecía surtir un efecto benéfico. Incluso le había vuelto el color a las mejillas y tenía la mirada más clara.

—Bueno, con los años, cada vez menos, claro, pero los primeros cursos venía prácticamente todos los fines de semana —asintió Gunnar.

—¿Y le iba bien con los estudios?

Patrik decidió seguir hablando de lo que les infundía confianza y tranquilidad.

—Sí, también en la facultad obtenía buenos resultados —dijo Gunnar—. Nunca pude explicarme de dónde sacó aquella cabeza para estudiar. De mí no, desde luego.

Gunnar sonrió y, por un instante, pareció olvidar por qué estaban hablando de aquello. Pero luego cayó en la cuenta, y se le murió la sonrisa en los labios.

—¿Y qué hizo después de terminar los estudios?

—El primer trabajo fue en la asesoría fiscal, ¿no? —Signe se volvió a Gunnar con el ceño fruncido.

—Sí, yo creo que sí, pero por más que me esfuerce, no recuerdo cómo se llamaba. Era algo americano. Pero allí solo se quedó unos años. En realidad, nunca le gustó. Muchos números y muy pocas personas, decía siempre.

—¿Qué pasó luego? —A Patrik ya se le había enfriado el café, pero siguió bebiendo a sorbitos.

—Estuvo en varios sitios. Si queréis saber dónde con exactitud, puedo mirarlo. Pero los últimos cuatro años, fue el responsable económico de una asociación altruista llamada Fristad.

—¿Qué tipo de asociación era?

—Para mujeres que huyen de maridos violentos, les ayudan a reconstruir su vida. A Matte le encantaba trabajar allí. Apenas hablaba de otra cosa.

—¿Y por qué lo dejó?

Gunnar y Signe se miraron, y Patrik comprendió que ellos se habían formulado la misma pregunta.

—Bueno, nosotros lo relacionamos con lo que le ocurrió. Tal vez no se sentía seguro viviendo en la ciudad —respondió Gunnar.

No, pensó Patrik, desde luego que no era seguro. Cualquiera que fuese la razón que lo impulsó a irse de Gotemburgo, la violencia terminó encontrándolo.

—Y después de la agresión, ¿cuánto tiempo estuvo en el hospital?

—Tres semanas, si no recuerdo mal —dijo Gunnar—. Nos quedamos sobrecogidos cuando fuimos a verlo al Sahlgrenska.

—Enséñale las fotos —dijo Signe con serenidad.

Gunnar se levantó y se dirigió a la sala de estar. Volvió a la mesa, con una caja en las manos.

—En realidad, no sé por qué las he guardado. No son de las que uno arde en deseos de sacar y contemplar. —Con su mano huesuda, Gunnar sacó despacio las primeras fotografías de la caja.

—¿Puedo verlas? —Patrik extendió el brazo y Gunnar le dio el montón de fotos—. ¡Madre mía!

No pudo contenerse al ver las fotos de Mats Sverin en el hospital. Resultaba imposible reconocerlo como el Mats de las fotos que había visto en la sala de estar. Tenía la cara hinchada, y también la cabeza. Y la piel de diversos tonos de rojo y morado.

—Sí —dijo Gunnar, apartando la vista.

—Dijeron que la cosa podría haber acabado muy mal, pero tuvo suerte, dadas las circunstancias. —Signe cerró los ojos para contener el llanto.

—Y, según tengo entendido, no dieron con los agresores, ¿verdad?

—No. ¿Cree que esto guardará relación con lo que le ha ocurrido? La agresión se produjo en la calle, y fueron unas personas totalmente desconocidas. Una pandilla de chicos. Al parecer, le había dicho a uno de ellos que no se pusiera a orinar delante de su portal. Según nos contó, no los había visto nunca. ¿Por qué iban a…? —A Signe se le quebró la voz.

Gunnar le acarició el brazo para tranquilizarla.

—Nadie sabe nada todavía. La Policía solo quiere averiguar tanto como sea posible.

—Exacto —dijo Patrik—. Por ahora no tenemos ninguna hipótesis. Queremos saber más acerca de Mats y de su vida. —Se volvió a Signe—. Su marido dijo que Mats no tenía novia en estos momentos, que ustedes supieran.

—No, ese tema siempre lo llevó con toda discreción. De hecho, yo ya empezaba a perder la esperanza de tener nietos —dijo Signe. Pero, al caer en la cuenta de lo que acababa de decir, de que había desaparecido toda esperanza de tener nietos, empezó a llorar.

Gunnar le apretó la mano entre las suyas.

—Yo creo que en Gotemburgo tenía a alguien —continuó Signe con el llanto en la voz—. No es que él nos lo contara, era más bien una sensación mía. Y a veces, cuando venía a vernos, le olía la ropa a perfume. Siempre el mismo olor.

—¿Y nunca mencionó un nombre?

—No, nunca, y desde luego, no porque Signe no preguntara —dijo Gunnar con una sonrisa.

—Ya, porque no me explicaba por qué tenía que ser tan secreto. No habría pasado nada porque la hubiera traído a casa un fin de semana para que la conociéramos. Cuando nos esforzamos, sabemos comportarnos.

Gunnar meneó la cabeza.

—Bueno, ese es un tema delicado, ya lo ves.

—¿Tenían la impresión de que la mujer, quienquiera que fuese, seguía en la vida de Mats cuando se mudó a Fjällbacka?

—Pues… —Gunnar miró inquisitivo a Signe.

—No, estoy segura —afirmó esta—. Las madres nos damos cuenta de esas cosas. Y podría jurar que no había ninguna mujer en su vida.

—Yo creo que nunca olvidó a Annie —intervino Gunnar.

—Pero ¿qué bobadas dices? De eso hace una eternidad. Si eran unos niños.

—¿Y qué importa? Lo de Annie fue algo especial. Siempre lo pensé, y creo que Matte… Ya viste cómo reaccionó cuando le dijimos que había vuelto, ¿no?

—Ya, pero ¿qué edad tenían? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho?

—Bueno, yo sé lo que creo —dijo Gunnar adelantando la barbilla—. Y además, dijo que iba a ir a verla.

—Perdón —interrumpió Patrik—. ¿Quién es Annie?

—Annie Wester. Matte y ella crecieron juntos. Estaban en la misma clase que su mujer, por cierto, tanto Matte como Annie.

Gunnar se sintió un poco avergonzado de admitir que conocía a Erica. Pero a Patrik no le sorprendió. Aparte de que en Fjällbacka se conocía todo el mundo, los vecinos llevaban un control algo más exhaustivo de Erica, después del éxito cosechado con sus libros.

—¿Sigue viviendo aquí?

—No, hace mucho que se mudó. Se fue a Estocolmo y Matte y ella perdieron el contacto. Pero es propietaria de una isla del archipiélago. Se llama Gråskär.

—¿Y cree que Mats fue a verla?

—No sé si tuvo tiempo de ir… —dijo Gunnar—. Pero no tenéis más que llamar a Annie y preguntarle. —Se levantó y fue a buscar una nota que tenía en el frigorífico—. Aquí tiene su móvil. No sé cuánto se quedará. Ha venido con su hijo.

—¿Suele venir por aquí?

—No, la verdad es que nos sorprendió un poco. Apenas ha venido desde que se trasladó a Estocolmo, y ya han pasado muchos años desde la última vez. Pero la isla es suya. La compró su abuelo hace tiempo, y Annie es la única propietaria, puesto que no tiene hermanos. Nosotros le hemos ayudado cuidándole la casa, pero el faro quedará insalvable si no se hace algo pronto.

—¿El faro?

—Sí, en la isla hay un viejo faro del siglo diecinueve. Y una sola casa. En ella vivía antiguamente el farero con su familia.

—Parece un tanto solitario. —Patrik apuró el café e hizo una mueca.

—Solitario o agradable y tranquilo, según se mire —dijo Signe—. Claro que yo no habría sido capaz de pasar allí sola ni una noche.

—¿No decías que eso eran bobadas y viejas supersticiones? —preguntó Gunnar.

—¿El qué? —preguntó Patrik lleno de curiosidad.

—La gente la llama la Isla de los Espíritus. Según cuentan en esta zona, le pusieron el nombre porque quienes mueren allí no la abandonan nunca —explicó Gunnar.

—O sea que hay fantasmas, ¿no?

—¡Bah! La gente dice tantas cosas… —resopló Signe.

—Bueno, sea como sea, llamaré a Annie. Muchísimas gracias por el café y las galletas, y por haberme dedicado su tiempo. —Patrik se levantó y colocó la silla en su sitio.

—Ha sido un regalo poder hablar de él un rato —dijo Signe con un hilo de voz.

—¿Podría llevármelas prestadas? —preguntó Patrik señalando las fotos del hospital Sahlgrenska—. Les prometo que tendremos mucho cuidado con ellas.

—Sí, claro, quédeselas. —Gunnar le entregó las copias—. Tenemos una de esas cámaras digitales modernas, así que guardo las imágenes en el ordenador.

—Gracias —respondió Patrik, y las metió en el maletín.

Signe y Gunnar lo acompañaron hasta la puerta. Cuando se sentó en el coche, aún recordaba las fotos de Mats Sverin de niño, de adolescente, de adulto. Decidió almorzar en casa. Sentía una necesidad imperiosa de darles un beso a los gemelos.

—¿Cómo está hoy el ojito derecho del abuelo?

También Mellberg había ido a casa a almorzar, y tan pronto como entró por la puerta, Rita le dio a Leo y él empezó a subirlo por los aires. El niño chillaba entre risas.

—Claro, cómo no. En cuanto el abuelo llega a casa, ya puede perderse la abuela. —Rita adoptó una expresión severa, pero enseguida se adelantó sonriendo para besar las mejillas rollizas del nieto y del abuelo.

Desde la participación de Bertil en el nacimiento de Leo, existía entre él y el pequeño un lazo inquebrantable, y nada podía satisfacer más a Rita. Aun así, sintió un gran alivio cuando Bertil se dejó convencer para empezar a trabajar otra vez a jornada completa. Fue una buena idea descargar de trabajo a Paula, pero por mucho que Rita quisiera a su héroe, no se hacía demasiadas ilusiones sobre su buen juicio, que a ratos se le antojaba deficiente, como poco.

—¿Qué hay para almorzar? —Mellberg sentó al niño en la trona y le anudó el babero.

—Pollo y mi salsa casera, la que tanto te gusta.

Mellberg se relamía. En la vida había comido nada más exótico que carne al eneldo con patatas, pero Rita había conseguido operar en él una transformación. Su salsa era tan picante que casi le quemaba el esmalte de los dientes, pero le chiflaba.

—Anoche acabasteis tarde —dijo colocando un plato de comida más suave, que había preparado para Leo, y le dejó a Bertil la tarea de darle de comer.

—Sí, ya estamos en plena vorágine otra vez. Paula y los chicos están haciendo el trabajo de campo, pero Hedström señaló con mucho acierto que hacía falta alguien que se quedase al frente de la comisaría, alguien capaz de manejar a la prensa. Y no hay nadie más apto que yo para asumir esa responsabilidad. —Le dio una cucharada demasiado grande a Leo, que dejó chorrear la mitad alegremente por la barbilla.

Rita se aguantó la risa. Al parecer, Patrik había conseguido una vez más arreglárselas para mantener a su jefe al margen. Le gustaba Hedström. Se las ingeniaba para tratar a Mellberg del modo adecuado: con paciencia, diplomacia y la medida justa de adulación, uno podía llevar a Bertil a donde quisiera. Ella hacía exactamente lo mismo para que la vida en casa fluyera sin fricciones.

—Pobrecillo, qué trabajo más duro —dijo mientras le servía el pollo con un buen cucharón de salsa.

El plato de Leo estaba vacío y Mellberg se empleó con el suyo. Un par de raciones después, se retrepó satisfecho en la silla y se dio unas palmaditas en la barriga.

—Qué rico estaba. Y ya sé yo cuál es el mejor colofón, ¿a que sí, chiquitín?

Se levantó y se dirigió al congelador.

Rita sabía que debería detenerlo, pero no tuvo valor. Lo dejó sacar tres helados Magnum, que repartió con expresión de felicidad. La cara de Leo apenas se atisbaba detrás del helado. Si por Bertil fuera, el pequeño no tardaría en estar tan ancho como alto. Hoy harían una excepción.