Delante del portal había dos personas mayores que se abrazaban como consolándose mutuamente. Patrik supuso que eran los padres de la víctima. Ellos habían encontrado el cadáver y habían llamado a la Policía. Él y Paula salieron del coche y se encaminaron hacia la pareja.

—Patrik Hedström, de la Policía de Tanum. Han llamado ustedes, ¿verdad? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.

—Sí —dijo el hombre, con las mejillas llenas de lágrimas.

Su mujer seguía con la cara apoyada en el pecho del marido.

—Es nuestro hijo —dijo sin levantar la vista—. Él… ahí arriba…

—Vamos a subir a comprobar qué ha ocurrido.

El hombre hizo amago de ir a acompañarlos, pero Patrik los retuvo.

—Creo que será mejor que esperen aquí. Pronto llegará el personal sanitario para atenderlos. Entre tanto, Paula les hará compañía.

Patrik le hizo un gesto a Paula, que se llevó a los padres a un lado. Luego, se dirigió al portal y subió al segundo piso, donde vio una puerta abierta de par en par. No tuvo que poner los pies en el apartamento para constatar que el hombre que yacía en la entrada estaba muerto. Tenía un agujero enorme en la nuca y en el suelo y las paredes se veían salpicaduras ya resecas de sangre y masa cerebral. Aquello era el escenario de un crimen, y no tenía sentido hacer nada antes de que Torbjörn y sus técnicos hubiesen examinado el apartamento. Así que bien podía bajar otra vez y hablar con los padres de la víctima.

Una vez abajo, Patrik se apresuró a reunirse con ellos y con Paula, que estaba hablando con el personal de la ambulancia. La mujer tenía una manta sobre los hombros y aún lloraba tanto que le temblaba todo el cuerpo. Patrik decidió empezar por el hombre, que parecía más sereno, aunque también estaba llorando.

—¿Podemos hacer algo arriba? —preguntó uno de los chicos de la ambulancia señalando el edificio.

Patrik negó con la cabeza.

—No, por ahora no. Los técnicos están en camino.

Se hizo el silencio durante unos instantes. Lo único que se oía era el llanto desgarrador de la mujer. Patrik se acercó al marido.

—¿Podríamos hablar un momento?

—Queremos ayudar en todo lo que podamos. Pero no comprendemos quién…

Al hombre se le quebró la voz, pero acompañó a Patrik hasta el coche de policía, tras lanzar una mirada a su mujer, que no parecía registrar lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Se sentaron en la parte trasera.

—En la placa de la puerta se lee el nombre «Mats Sverin». ¿Es su hijo?

—Sí. Pero lo llamábamos Matte.

—¿Y usted se llama…? —Patrik iba tomando notas en el bloc.

—Gunnar Sverin. Mi mujer se llama Signe. Pero ¿por qué…?

Patrik le puso la mano en el brazo para tranquilizarlo.

—Vamos a hacer cuanto esté en nuestra mano por atrapar al que ha hecho esto. ¿Se encuentra bien como para responder a unas preguntas?

Gunnar asintió.

—¿Cuándo fue la última vez que vieron a su hijo?

—El jueves por la noche. Estuvo cenando con nosotros en casa. Venía mucho a cenar desde que volvió a Fjällbacka.

—¿A qué hora se fue el jueves?

—Se fue en el coche a casa a eso de las nueve, creo.

—¿Hablaron con él después? Por teléfono o en persona.

—No, nada. Signe siempre se preocupa mucho, y ha estado llamándolo todo el fin de semana, pero no respondía, y yo… Yo le decía que era una exagerada, que dejara al chico en paz. —De nuevo acudieron las lágrimas y el hombre se las secó con la manga, un tanto avergonzado.

—O sea, que nadie respondía en casa. ¿Tampoco en el móvil?

—No, solo el contestador automático.

—¿Y eso no era normal?

—No, no lo era. Signe llama quizá con más frecuencia de la cuenta, pero Matte tenía más paciencia que un ángel. —Gunnar volvió a pasarse la manga de la chaqueta por los ojos.

—¿Por eso han venido a su casa?

—Sí y no. Signe estaba preocupadísima. Y yo también, aunque trataba de disimularlo. Y cuando llamaron del ayuntamiento diciendo que no había ido al trabajo… En fin, no era propio de él. Siempre era muy puntual y muy formal para esas cosas. En eso se parecía a mí.

—¿Cuál era su trabajo en el ayuntamiento?

—Era el jefe del departamento de finanzas, desde hacía un par de meses. Por eso volvió a Fjällbacka. Tuvo suerte con ese puesto, porque aquí no hay mucho trabajo para licenciados en económicas.

—¿Y cómo es que volvió a Fjällbacka? ¿Dónde vivía antes?

—En Gotemburgo —dijo Gunnar, respondiendo en primer lugar a la segunda pregunta—. Lo cierto es que no sabemos por qué decidió volver. Pero poco antes le ocurrió algo terrible. Una pandilla le agredió cuando iba por el centro y estuvo ingresado en el hospital unas semanas. Ese tipo de sucesos pueden hacernos pensar… En cualquier caso, se mudó a Fjällbacka otra vez, y nosotros estábamos encantados. Sobre todo Signe, claro. No cabía en sí de alegría.

—¿Llegaron a averiguar la identidad de los agresores?

—No, la Policía no dio con ellos. Matte no los conocía, y tampoco podría haberlos identificado después. Pero le dieron una buena paliza. Cuando Signe y yo llegamos al Sahlgrenska para verlo, nos costó reconocerlo.

—Mmm… —murmuró Patrik.

Añadió una interrogación junto a las notas sobre la agresión. Pensaba indagar acerca de ello cuanto antes. Tendría que ponerse en contacto con los colegas de Gotemburgo.

—Es decir, ¿no saben quién podría querer hacerle daño a Mats? ¿Alguien con quien hubiese tenido algún problema?

Gunnar negó con vehemencia.

—Matte no se ha peleado con nadie en toda su vida. Todo el mundo lo quería. Y a él le caía bien todo el mundo.

—¿Y en el trabajo?

—Creo que estaba a gusto. La verdad es que el jueves me pareció un tanto preocupado, pero fue solo una impresión mía. Quizá porque tenía mucho que hacer. En cualquier caso, no mencionó que hubiese discutido con nadie. Erling es un poco especial, por lo que tengo entendido, pero Matte decía que era inofensivo y que sabía cómo había que tratarlo.

—¿Y qué me dice de su vida en Gotemburgo? ¿Estaban ustedes al corriente? ¿Amigos, novia, compañeros de trabajo?

—No, la verdad, no puedo decir que supiéramos mucho. No es que se prodigase contándonos nada al respecto. Signe trataba de sonsacarle algo de cómo le iba la vida en lo que a chicas y amistades se refiere. Pero él nunca daba muchos detalles. Hace unos años sí hablaba más de sus amigos y conocidos, pero desde que empezó en el último trabajo que tenía en Gotemburgo, daba la impresión de haberse apartado de la vida social y estar entregado solo al trabajo. Matte era así, lo absorbía el trabajo.

—¿Y desde que llegó a Fjällbacka? ¿No volvió a contactar con los viejos amigos?

Gunnar volvió a negar con un gesto.

—No, no parecía interesarle. Claro que no son muchos los que siguen viviendo aquí, la mayoría se ha mudado, pero daba la impresión de que prefería estar a lo suyo. A Signe la tenía preocupada esa actitud.

—¿Tampoco había ninguna novia?

—No lo creo. Pero claro, nosotros tampoco estábamos siempre al corriente de esos asuntos.

—¿No fue nunca con nadie a su casa? —preguntó Patrik sorprendido—. ¿Cuántos años tenía Matte? —Patrik iba preguntando y Gunnar respondía. La misma edad que Erica, pensó Patrik.

—No, la verdad es que no. Pero eso no tiene por qué significar que no tuviera novia o amigos —añadió Gunnar, como si hubiera oído los pensamientos de Patrik.

—Muy bien. Si recuerdan algo más, puede llamarme a este número. —Patrik le dio su tarjeta—. Cualquier cosa, por insignificante que les parezca. Tendremos que hablar con su mujer también. Y seguramente necesitemos hablar con usted otra vez. Espero que sea posible.

—Claro —dijo Gunnar guardando la tarjeta—. Por supuesto.

Miró por la ventanilla hacia donde se encontraba Signe que, según le pareció, había dejado de llorar. Probablemente, el personal sanitario de la ambulancia le habría administrado algún tranquilizante.

—Lo siento muchísimo —dijo Patrik. Luego se alzó el silencio entre los dos. No había mucho más que decir.

Cuando Gunnar Sverin y él salían del coche policial, vieron entrar en el aparcamiento a Torbjörn Ruud con su equipo de técnicos. Estaba a punto de comenzar esa parte tan delicada del trabajo que consistía en recoger pruebas.

Ahora que había pasado todo le costaba comprender cómo no adivinó de antemano las intenciones de Fredrik. Claro que no habría resultado tan fácil. Lo que enseñaba a la galería estaba lo bastante pulido, y Fredrik la cortejó como nunca habría podido imaginar que la cortejaran. Al principio se rio de él, pero tal actitud constituyó un incentivo, y Fredrik empezó a esforzarse más aún, hasta que ella se ablandó. La agasajó, la llevaba de viaje al extranjero, a hoteles de cinco estrellas, la invitaba a champán y le enviaba tal cantidad de flores que casi no cabían en su apartamento. Ella merecía todo tipo de lujos, aseguraba Fredrik. Y Annie lo creyó. Era como si le hablara a una parte de ella que siempre había existido: la inseguridad y el deseo de oír que era especial, que merecía más que otras personas. ¿De dónde salía el dinero? Annie no recordaba haberse planteado esa cuestión siquiera.

Aunque el viento había arreciado, se quedó fuera, en el banco del lado de la casa que daba al sur. Ya se le había enfriado el café, pero siguió dando sorbitos de vez en cuando. Estaba encogida y le temblaban las manos. Aún le flaqueaban las piernas, y seguía teniendo el estómago revuelto. Sabía que le duraría un tiempo, no era ninguna novedad.

Poco a poco, fue entrando en el mundo de Fredrik, lleno de fiestas, viajes, gente guapa y cosas bonitas. Un hogar elegante. Se mudó con él casi enseguida, y dejó de buena gana el estudio agobiante que tenía en Farsta. ¿Cómo podría seguir viviendo allí, volver allí tras noches y días enteros en la espléndida casa de Djursholm, donde todo era nuevo, blanco y costoso?

Cuando comprendió a qué se dedicaba Fredrik, cómo ganaba el dinero, ya era demasiado tarde. Su vida estaba vinculada a la de él. Tenían amigos comunes, ella llevaba un anillo en el dedo y estaba sin trabajo, puesto que Fredrik quería que se quedara en casa y se ocupara de que todo en su vida fuera como una seda. La triste verdad era, pese a todo, que Annie ni siquiera se alteró demasiado al enterarse. Simplemente, se encogió de hombros, tranquila y convencida de que él pertenecía a la esfera más alta de un negocio sucio, de que se encontraba tan en las alturas, que la mierda de lo más bajo no le salpicaría. Además, había cierta cantidad de emoción en todo aquello. Le proporcionaba un chute de adrenalina saber lo que se manejaba a su alrededor.

Como era lógico, nada de aquello se veía de puertas afuera. Sobre el papel, Fredrik era importador de vinos, lo cual era verdad, en cierta medida. Su empresa obtenía una cantidad más o menos normal de beneficios anuales, le encantaba visitar los viñedos que había comprado en la Toscana y tenía el proyecto de lanzar su propio vino. Esa era la versión oficial que todos conocían, y nadie la cuestionaba. A veces, mientras cenaba rodeada de personas de la nobleza y el mundo empresarial, se extrañaba de lo fácil que resultaba embaucarlos, lo bien que se tragaban todo lo que decía Fredrik. Aceptaban que aquellas sumas enormes de dinero que manejaban en las conversaciones procedían de su empresa de importación. Seguramente, porque preferían creer lo que les convenía. Exactamente igual que ella.

Al nacer Sam, todo cambió. Era Fredrik quien insistía en tener hijos. Exigía que fuera un varón. Ella no estaba muy convencida. Todavía sentía vergüenza al recordar su preocupación por cómo el embarazo afectaría a la línea, cómo limitaría sus posibilidades de celebrar almuerzos de tres horas con sus amigas o de dedicar el día entero a ir de compras. Pero Fredrik se mostró inquebrantable, y muy a su pesar, Annie accedió.

En el preciso momento en que la matrona dejó al niño en sus brazos, su vida cambió por completo. Ninguna otra cosa importaba ya lo más mínimo. Fredrik tuvo el varón que deseaba, pero empezó a notar cómo él desaparecía en la periferia y perdía su posición. No era el tipo de hombre que toleraba que le arrebataran el primer puesto, y los celos de Sam adquirieron las formas de expresión más extraordinarias. Le prohibió amamantarlo y, en contra de su voluntad, contrató a una niñera para que se ocupase del niño. Pero ella no se dejó amilanar. Puso a Elena a planchar y a pasar la aspiradora, mientras que ella dedicaba las horas enteras a Sam. Nadie podía interponerse entre ellos dos. Se sentía tan segura en su nuevo papel de madre como vacilante y perdida se había sentido antes del nacimiento de su hijo.

Pero en el mismo momento en que tuvo a Sam en sus brazos, su vida empezó a desmoronarse. La violencia no era una novedad, se había manifestado cuando Fredrik bebía un poco más de la cuenta o cuando se llenaba la nariz y se le iba la pinza. Ella acababa con unos cuantos cardenales que le dolían un par de días, o sangrando un poco por la nariz. Solo eso, nada más serio.

Sin embargo, después de nacer Sam, su vida se convirtió en un infierno. El viento y los recuerdos le llenaron los ojos de lágrimas. Le temblaban tanto las manos que se salpicó de café el pantalón. Parpadeó para eliminar las lágrimas y también las imágenes. La sangre. Había tanta sangre… Los recuerdos se superponían, como dos negativos mezclados en uno. Aquello la desconcertaba. La aterrorizaba.

Annie se levantó bruscamente. Necesitaba estar cerca de Sam. Necesitaba a Sam.

—Verdaderamente hoy es un día trágico.

Erling presidía la mesa gigante de conferencias y miraba a sus colaboradores con expresión grave.

—Pero ¿cómo fue?

Gunilla Kjellin, la secretaria, se sonaba con un pañuelo. Las lágrimas le corrían sin cesar por las mejillas.

—El policía que llamó no ha dicho gran cosa, pero he creído entender que Mats ha sido víctima de un crimen.

—¿Lo han matado?

Uno Brorsson se acomodó en la silla. Como de costumbre, llevaba la camisa de franela con estampado de cuadros remangada por encima de los codos.

—Ya digo que todavía no sé mucho, pero cuento con que la Policía nos mantendrá informados.

—¿Cómo afecta eso al proyecto? —Uno se atusó un poco el bigote, como siempre que se alteraba.

—En nada. Eso quiero dejarlo claro aquí y ahora ante todos vosotros. Matte invirtió muchas horas en el Proyecto Badis, y él habría sido el primero en decir que debemos seguir adelante. Todo continuará tal y como dictan los planes, y yo mismo asumiré la responsabilidad de las finanzas hasta que encontremos a un buen sustituto.

—¿Cómo es posible que habléis ya de reemplazarlo? —sollozó Gunilla.

—Vamos, Gunilla.

Erling no sabía exactamente cómo enfrentarse a aquel estallido emocional, que hallaba de lo más inapropiado a pesar de las circunstancias.

—Tenemos una responsabilidad, por el municipio, por sus habitantes y por todos aquellos que han entregado su alma no solo a este proyecto, sino a todo aquello que emprendemos con la intención de hacer florecer a esta comunidad.

Hizo una pausa, sorprendido y satisfecho de su propia oratoria, antes de proseguir:

—Por trágico que nos resulte el hecho de que la vida de este joven se haya extinguido antes de tiempo, no podemos pararnos sin más. The show must go on, como dicen en Hollywood.

Reinaba ya un silencio absoluto en la sala de conferencias, y la última frase había sonado tan bien, que Erling no pudo evitar repetirla. Se irguió, sacó el pecho y con ese acento suyo de la región de Bohuslän, insistió:

—The show must go on, people. The show must go on.

Apáticos y sentados a la mesa de la cocina, el uno frente al otro. Así llevaban desde que los policías, muy amables, los dejaron en casa. Gunnar habría preferido conducir él, pero los agentes se empeñaron en llevarlos. De modo que tuvo que dejar el coche en el aparcamiento, y se vería obligado a ir allí a pie al día siguiente para recogerlo. Pero claro, una vez allí, podría aprovechar para saludar a…

Gunnar dejó escapar un sollozo. ¿Cómo podía haberlo olvidado tan pronto? ¿Cómo era capaz de olvidar ni por un segundo que Matte había muerto? Si lo habían visto boca abajo en la alfombra de rayas que Signe le había tejido cuando se aficionó a esa labor. Boca abajo y con un agujero en la nuca. ¿Cómo había podido olvidar la sangre?

—¿Quieres que ponga un poco de café?

Tenía que romper el silencio. Lo único que oía era su corazón, y haría cualquier cosa por no tener que percibir aquellos latidos que lo obligaban a sentirse vivo y a seguir respirando suspiro tras suspiro, cuando su hijo estaba muerto.

—Voy a prepararlo.

Se levantó, aunque Signe no había respondido. Aún se encontraba bajo los efectos de los tranquilizantes y estaba inmóvil, con la mirada perdida y las manos cruzadas sobre el hule de la mesa.

Gunnar se movía mecánicamente. Puso el filtro, vertió el agua, abrió la lata del café, contó las cucharadas y apretó el botón. Enseguida empezó a salir vapor del café burbujeante.

—¿Quieres algo para acompañar el café? ¿Un trozo de bizcocho? —Hablaba con una normalidad extraña. Se acercó al frigorífico y sacó el trozo de bizcocho que Signe había hecho el día anterior. Con mucho cuidado, retiró el plástico, puso el bizcocho en la tabla y cortó dos buenos trozos. Los colocó en sendos platos y le puso uno a Signe y el otro delante de su sitio en la mesa. Ella no reaccionó, pero Gunnar no se sentía con fuerzas para preocuparse por eso en aquellos momentos. Solo oía los latidos en el pecho, que el tintineo de los platos y el burbujeo de la cafetera consiguieron acallar unos segundos.

Una vez que el café se hubo filtrado a la jarra, se levantó para ir por dos tazas. La fuerza de la costumbre parecía tener más peso a medida que pasaban los años, y cada uno tenía su favorita. Signe siempre se tomaba el café en la delicada taza de color blanco con una orla de rosas pintada en el borde, mientras que él prefería una de cerámica, más consistente, que habían comprado en una excursión en autobús a Gränna. Café solo con un azucarillo para él, café con leche y dos azucarillos para ella.

—Aquí tienes —dijo colocando la taza junto al plato de bizcocho.

Signe no se movió. Él tomó un gran sorbo de café, que le quemó la garganta, y empezó a toser hasta que se le pasó la sensación ardiente. Dio un bocado al bizcocho, pero enseguida le aumentó en la boca hasta formar una bola enorme de azúcar, huevo y harina. Al final, la bilis le subió por la garganta y tuvo que expulsar la bola, que no paraba de crecer.

Gunnar salió corriendo, pasó por delante de Signe en dirección al baño del pasillo y se puso de rodillas con la cabeza sobre el váter. Vio café, migas y bilis caer al agua que siempre coloreaba de verde el desinfectante que Signe se empecinaba en fijar al interior de la porcelana.

Con el estómago prácticamente vacío, volvió a oír los latidos. Bum-bum-bum. Se inclinó y vomitó otra vez. En la cocina, a Signe se le enfriaba el café en la taza blanca decorada con rosas.

Llegó la tarde y aún no habían terminado de examinar el apartamento de Mats Sverin y alrededores. Todavía era de día, pero apenas había actividad y ya casi no pasaba gente.

—Ya está aquí —informó Torbjörn Ruud.

El técnico forense parecía cansado cuando se acercó a Patrik, móvil en mano. Patrik había trabajado con Torbjörn y su equipo en varias investigaciones de asesinato, y sentía un gran respeto por el criminalista de cabello ceniciento.

—¿Cuándo crees que habrán terminado con la autopsia? —preguntó Patrik dándose un masaje entre las cejas. Él también empezaba a notar los efectos de lo que estaba resultando ser un día muy largo.

—Tendrás que preguntárselo a Pedersen, yo no lo sé.

—¿Cuál es tu valoración preliminar?

Patrik se estremeció al notar el viento frío que azotaba el jardincillo de césped que se extendía delante del edificio. Se cerró más la cazadora.

—En mi opinión, no es muy complicado. Herida de bala en la nuca. Un disparo, murió en el acto. La bala sigue alojada en la cabeza. El casquillo que hemos encontrado es de una 9 mm.

—¿Algún rastro en el apartamento?

—Hemos hallado huellas dactilares por todas partes, y también tenemos algunas fibras. Si localizamos a algún sospechoso con el que cotejarlas, tendremos algo sobre lo que trabajar.

—Siempre y cuando sea el sospechoso quien haya dejado esas huellas y esas fibras —objetó Patrik.

La técnica era algo estupendo, pero sabía por experiencia que, para resolver un asesinato, también hacía falta una buena dosis de suerte. La gente iba y venía, y quienes habían dejado sus huellas bien podían ser amigos o familiares de la víctima. Si el asesino se encontraba entre ellos, se hallarían ante unos problemas totalmente distintos a la hora de vincular al autor de los hechos con el lugar del crimen.

—¿No te parece un poco pronto para ser pesimista?

Torbjörn le dio con el codo.

—Sí, lo siento —respondió Patrik riéndose—. Es que empiezo a notar el cansancio.

—Vas con cuidado, ¿verdad? Me han dicho que has estado a las puertas. De esas cosas tarda uno en reponerse.

—No acaba de gustarme la expresión «estar a las puertas» —protestó Patrik—. Pero sí, tienes razón, ha sido un aviso.

—Bueno. Hombre, no eres un viejo, y esperemos que sigas trabajando en la Policía muchos años.

—¿Qué opináis de los rastros que habéis recogido? —dijo Patrik tratando de desviar la conversación del tema de su salud. Aún tenía muy vivo el recuerdo del dolor en el pecho.

—Ya te digo, algo tenemos. Y todo irá al laboratorio. Como sabes, eso puede tardar un poco. Pero me deben varios favores, así que con un poco de suerte, se darán algo más de prisa.

—Como comprenderás, agradeceremos mucho que los resultados estén cuanto antes.

Patrik seguía helado. Hacía demasiado frío para el mes de junio, y era imposible fiarse del tiempo. Ahora parecía que estuvieran a principios de primavera, pero unos días atrás hizo tanto calor que Erica y él pudieron sentarse en el jardín en manga corta.

—¿Y vosotros? ¿Habéis sacado algo en claro? ¿Alguien ha visto u oído algo? —Torbjörn señaló los edificios de los alrededores.

—Hemos llamado a todas las casas, pero hasta ahora no hemos conseguido mucho. Uno de los vecinos creyó oír un ruido el sábado por la noche, pero estaba durmiendo cuando lo despertó, así que es imposible que sepa qué lo había provocado. Aparte de eso, nada. Mats Sverin parecía una persona solitaria, al menos, en el bloque. Pero dado que se crio en Fjällbacka, y que sus padres aún viven aquí, la mayoría sabían quién era, naturalmente. Y saben que trabajaba en el ayuntamiento y eso.

—Ya, el boca oreja funciona a las mil maravillas en Fjällbacka —dijo Torbjörn—. Con un poco de suerte, ¡puede que hasta os ayude!

—Claro. Por ahora, parece que hubiera vivido como un eremita, pero volveremos a la carga mañana.

—Bueno, tú vete a casa a descansar. —Torbjörn le dio una palmada resuelta en el hombro.

—Sí, gracias, eso pienso hacer —mintió Patrik. Ya había llamado a Erica para avisar de que llegaría más tarde. Tendrían que establecer una estrategia esa misma noche. Y después de dormir unas horas, habría que madrugar. Sabía que debería haber aprendido algo de la experiencia reciente. Pero el trabajo era lo primero. Él era así.

Erica miraba absorta la chimenea. Había tratado de no parecer preocupada cuando Patrik llamó. Por fin lo veía repuesto, se movía con más energía y tenía mejor color. Naturalmente, comprendía que tenía que quedarse a trabajar, pero le había prometido que se lo tomaría con calma, y ahora parecía haberlo olvidado.

Se preguntaba quién sería la víctima. Patrik no quiso contarle nada por teléfono, solo le dijo que habían encontrado a un hombre muerto en Fjällbacka. Ella era una mujer muy curiosa, quizá a causa de su profesión. En su oficio de escritora, seguía el impulso de la curiosidad por las personas y los sucesos. Llegado el momento, se enteraría de qué había ocurrido exactamente. Aunque Patrik no le contase todos los detalles, pronto se habrían difundido por el pueblo. Era la ventaja y la desventaja de vivir en Fjällbacka.

Aún se emocionaba y se le llenaban los ojos de lágrimas al recordar el apoyo masivo que recibieron después del accidente. Todo el mundo se ofreció a ayudar, tanto aquellos a quienes conocían bien como otras personas a las que solo habían saludado alguna vez. Les ayudaron a cuidar de Maja y de la casa y, cuando por fin volvieron del hospital, les llevaban comida y la dejaban en la entrada. Mientras estuvieron en el Sahlgrenska, siempre tuvieron la habitación rebosante de flores, tarjetas, bombones y juguetes para los niños. Todo enviado por gente del pueblo. Así eran las cosas allí. En Fjällbacka, la gente estaba unida.

Pero aquella noche y a pesar de todo, se sentía sola. El primer impulso después de hablar con Patrik fue llamar a Anna. Le dolió como siempre tomar conciencia de que no era posible y, muy despacio, dejó el teléfono inalámbrico sobre la mesa.

Los niños dormían en el piso de arriba. El fuego crepitaba en la chimenea y fuera caía la noche. Los últimos meses había tenido miedo muchas veces, pero nunca se había sentido sola. Más bien al contrario, se vio en todo momento rodeada de gente. Aquella noche, en cambio, todo estaba en silencio, desolado.

Oyó el llanto de los niños en el piso de arriba y se levantó en el acto. El rato que le llevara dar de comer a los gemelos y conseguir que se durmieran otra vez, no tendría tiempo de preocuparse por Patrik.

—Ha sido un día muy largo, pero estaba pensando que podríamos reunirnos un par de horas y ver qué tenemos, antes de ir a casa.

Patrik miró a su alrededor. Se los veía a todos cansados, pero concentrados. Hacía ya mucho tiempo que habían abandonado la idea de reunirse en un lugar distinto de la cocina, y Gösta mostró una amabilidad extraordinaria y ahora todos se habían sentado con una taza de café humeante.

—Martin, ¿podrías resumirnos lo que habéis averiguado en la ronda por el vecindario?

—Hemos visitado a los vecinos de todos los apartamentos, y conseguimos localizarlos a casi todos. Solo hay un par de apartamentos a los que tendremos que volver otro día. Lo más interesante, naturalmente, es que nadie había oído ruido proveniente del apartamento de Mats Sverin. Ni discusiones, ni jaleo ni disparos. Pero no hemos recabado prácticamente ningún dato de interés. El único que quizá tenga algo que decirnos es el vecino del apartamento de al lado. Se llama Leandersson. La noche del viernes lo despertó un ruido que pudo ser un disparo, pero también cualquier otra cosa. Tiene un recuerdo bastante difuso. Lo único cierto es que algo lo despertó.

—¿Y no vieron a nadie entrar o salir? —preguntó Mellberg.

Annika anotaba febrilmente mientras hablaban.

—Nadie recuerda haber visto ninguna visita en todo el tiempo que vivió allí.

—¿Y de cuánto tiempo hablamos? —preguntó Gösta.

—Su padre dijo que se vino de Gotemburgo hace bastante poco. Pero había pensado hablar con los padres mañana, a ver si están más tranquilos, así que les pediré más detalles entonces —dijo Patrik.

—O sea, nada de la ronda por el vecindario. —Mellberg miraba a Martin como si lo tuviera por responsable del resultado.

—No, no mucho —dijo Martin sosteniéndole la mirada. Seguía siendo el más joven de la comisaría pero, desde luego, había perdido el respeto rayano en el miedo que le inspiraba Mellberg cuando empezó.

—Continuemos. —Patrik volvió a tomar la palabra—. Yo estuve hablando con el padre, la madre estaba demasiado alterada para interrogarla. Y, como decía, había pensado ir a su casa mañana para mantener con ellos una conversación más exhaustiva y ver si puedo sacar algo más en limpio. Pero según Gunnar, el padre de la víctima, ninguno de los dos conoce a nadie que quisiera hacerle daño a su hijo. No parece que tuviera un círculo de amistades cuando volvió a Fjällbacka, aunque era de aquí. Quisiera que alguno de vosotros fuera mañana a hablar con sus compañeros de trabajo. Paula y Gösta, ¿podéis encargaros vosotros?

Los dos agentes se miraron y asintieron.

—Martin, tú sigue tratando de localizar a los vecinos con los que aún no hemos hablado. Ah, y Gunnar mencionó que Mats había sufrido una agresión grave en Gotemburgo, poco antes de mudarse aquí; yo me encargaré de indagar ese asunto.

Por último, Patrik se dirigió a su jefe. Ya se había convertido en una rutina tratar de reducir al mínimo las influencias perniciosas de Mellberg en cualquier investigación.

—Bertil —dijo con tono muy serio—. A ti te necesitamos en la comisaría, en calidad de mando. Tú eres quien mejor se entiende con la prensa, y nunca sabemos cuándo se olerán algo.

Mellberg, que estaba en un rincón, se despabiló enseguida.

—Por supuesto, eso es lo mejor. Yo tengo una relación excelente con la prensa, y gran experiencia a la hora de manejar a los periodistas.

—Perfecto —concluyó Patrik sin el menor indicio de ironía en la voz—. Pues ya tenemos todos algo con lo que empezar mañana. Annika, a ti te iremos encargando las tareas según vayamos necesitando información.

—Aquí me tenéis —dijo Annika, y cerró el bloc de notas.

—Bien. Pues ahora nos vamos a casa con nuestros seres queridos, a ver si dormimos unas horas.

Al decir aquello, sintió con toda intensidad hasta qué punto echaba de menos a Erica y a los niños. Era muy tarde y había pasado el límite del cansancio. Diez minutos después, iba camino de Fjällbacka.