—Era del trabajo de Matte. Ayer no se presentó, y hoy todavía no ha aparecido. Y no han recibido noticias de que esté enfermo. —Gunnar estaba atónito, con el teléfono en la mano.

—Tampoco a mí me ha contestado al teléfono en todo el día —dijo Signe.

—Voy a su casa a ver qué ha pasado.

Gunnar ya iba hacia la puerta y se puso la cazadora por el camino. De modo que así era como se sentía Signe. Ese era el terror que le galopaba en el pecho como un animal. Así se había sentido durante todos aquellos años.

—Voy contigo. —La voz resonó decidida, y Gunnar sabía que no debía oponerse. Asintió y aguardó pacientemente mientras se ponía el abrigo.

No dijeron una palabra en el coche mientras se dirigían al barrio de bloques de alquiler. Gunnar dio un rodeo; en lugar de cruzar por el pueblo, fue por la ladera que llamaban Siete Baches, que los niños bajaban en trineo en invierno. Igual que Matte cuando era niño. Gunnar tragó saliva. Seguro que existía una explicación lógica. Pudiera ser que estuviera con fiebre y no se hubiera acordado de llamar para avisar y darse de baja. O quizá… No se le ocurrían más razones. Matte era muy responsable con esas cosas. Si no hubiera podido ir al trabajo, habría llamado.

Signe tenía la cara pálida. Miraba por la ventanilla. Se agarraba convulsivamente al bolso que tenía en las rodillas. Gunnar se preguntaba para qué se habría llevado el bolso, y tuvo la sensación de que era un salvavidas, algo a lo que aferrarse.

Aparcaron delante del edificio de Matte. Portal B. Él habría querido entrar corriendo, pero trataba de parecer tranquilo por Signe, y se obligó a ir a paso normal.

—¿Tienes las llaves? —le preguntó su mujer, que se había adelantado con paso presuroso y ya tenía la mano en el picaporte.

—Sí, toma. —Gunnar le alargó el llavero que Matte les había dado con un juego de llaves extra.

—Pero seguro que estará en casa, así que no harán falta, claro. Abrirá él mismo y…

Gunnar oía la verborrea incoherente de Signe, que subía a toda prisa las escaleras. Matte vivía en el último piso, y los dos iban sin resuello cuando llegaron a la puerta. Tuvo que contenerse para no meter la llave en la cerradura directamente.

—Vamos a llamar primero. Si está en casa, se pondrá hecho una furia al ver que abrimos sin más. Puede que tenga visita, y por eso no ha ido al trabajo.

Signe llamó a la puerta. Oyeron resonar el timbre en el interior del apartamento. Volvió a llamar otra vez, y otra, y otra. Esperaban oír pasos dentro, los pasos de Matte al dirigirse a la puerta para abrir. Pero todo seguía en silencio.

—Pues venga, haz el favor de abrir. —Signe lo miraba acuciante.

Él asintió, la apartó y sacó el llavero. Giró la llave en la cerradura y tiró del picaporte. La puerta estaba cerrada. Desconcertado, comprendió que acababa de cerrarla él, que Matte se la habría dejado abierta. Miró a Signe, y cada uno vio el pánico reflejado en los ojos del otro. ¿Por qué iba a tener la puerta abierta si no estaba en casa? Y si estaba allí, ¿por qué no abría?

Gunnar volvió a girar la llave y oyó el clic de la cerradura. Con las manos temblándole sin control, presionó el picaporte y abrió.

En cuanto vio el vestíbulo comprendió que Signe tenía razón.

Estaba enferma. Más enferma que nunca en la vida. El olor a vómito le llenaba la nariz. No lo recordaba, pero creía que había vomitado en un cubo que había junto al colchón. Todo estaba envuelto en bruma. Annie se movió despacio. Le dolía todo el cuerpo. Entornó los ojos, le escocían cuando intentó ver qué hora era. ¿Qué día era? ¿Y cómo estaría Sam?

Pensar en Sam le infundió la fuerza suficiente para incorporarse. Estaba tumbado junto a su cama. Dormido. Consiguió enfocar la mirada lo suficiente como para poder ver la hora. Era poco más de la una. Sam estaba durmiendo la siesta. Le acarició la cabeza.

De alguna manera, debió de arreglárselas para cuidarlo en el sopor de la fiebre. De alguna manera, su instinto maternal había sido lo bastante fuerte. Sintió una oleada de alivio por todo el cuerpo, y el dolor se hizo más llevadero. Miró a su alrededor. Había una botella de agua en la cama de Sam y, a su alrededor, paquetes de galletas, fruta y un trozo de queso. A pesar de todo, se había preocupado de darle comida y agua.

Junto al colchón había un cubo cuyo hedor le provocó náuseas. Debió de darse cuenta de que estaba poniéndose muy enferma y lo dejó allí. Tenía el estómago vacío; seguramente, lo habría vomitado todo.

Muy despacio, intentó ponerse de pie. No quería despertar a Sam, y tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar un grito. Finalmente, logró levantarse, aunque le temblaban las piernas. Tenía que beber y tomar algo sólido. No tenía hambre, pero el estómago protestaba gruñendo ante la falta de algo con lo que trabajar. Levantó el cubo, evitó mirar el interior mientras lo sacaba de la habitación. Le dio un empujón a la puerta con el hombro y, al abrirla, se estremeció de frío. El calor inminente del verano debía de haberse tomado una pausa mientras ella estuvo enferma.

Con mucho cuidado, continuó hasta el muelle y apartó la vista antes de vaciar el cubo. Alcanzó una cuerda y la ató al asa. Luego, lo hundió por el otro lado y lo enjuagó con agua del mar.

Volvió dentro encogida por el frío soplo del viento. Todo el cuerpo protestaba por el esfuerzo, y notó el sudor recorriéndole la piel. Asqueada, se quitó toda la ropa y se lavó como pudo antes de ponerse una camiseta limpia y un chándal. Con las manos temblando, se preparó una rebanada de pan, se sirvió un vaso de zumo y se sentó a la mesa de la cocina. Tardó un par de bocados en notar el sabor, pero luego se comió dos rebanadas más. Poco a poco, volvió a reanimarse.

Miró el reloj otra vez, la cuadrícula de la fecha. Tras un pequeño cálculo mental, llegó a la conclusión de que era martes. Llevaba casi tres días enferma. Tres días de vacío y de sueños. ¿Qué había soñado? Trató de atrapar las imágenes que le recorrían la memoria. Una de esas imágenes había vuelto. Annie meneó la cabeza, pero el movimiento le provocó náuseas. Dio un bocado de la cuarta rebanada y se le calmó el estómago. Una mujer. En los sueños aparecía una mujer, y había algo en su cara. Annie frunció el ceño. La cara de la mujer le resultaba muy familiar. Sabía que la había visto antes, pero no era capaz de recordar dónde.

Se levantó. Seguro que terminaría acordándose. Pero recordaba algo del sueño. La mujer parecía tan triste… Con la misma sensación de tristeza, Annie entró en la habitación para ver cómo estaba Sam.

Patrik había dormido mal. Erica le había contagiado su preocupación por Anna y se había despertado varias veces durante la noche, presa de pensamientos sombríos sobre lo rápido que podía cambiar la vida. Su propia experiencia también le había hecho perder algo de confianza. Quizá no estuviera de más no dar la vida por supuesta, pero al mismo tiempo, un miedo pertinaz le había arraigado por dentro. Se sorprendía reaccionando con una actitud sobreprotectora desconocida en él. Prefería que Erica no llevase a los niños en el coche. A decir verdad, preferiría que no condujese sola. Y lo más seguro sería, desde luego, que ni ella ni los niños salieran nunca de casa, sino que se quedasen dentro, lejos de todo peligro.

Naturalmente, comprendía que esa manera de pensar no era ni sana ni racional. Pero había faltado tan poco…, tan poco para que él perdiera la vida, para que perdiera a Erica y a los gemelos… En cuestión de segundos, su familia habría desaparecido.

Se aferró al escritorio y se obligó a respirar pausadamente. A veces lo invadía el pánico, y tal vez debiera aprender a vivir con él. En ese caso, tendría que arreglárselas para conseguirlo: a pesar de todo, había conservado a su familia.

—¿Cómo estás? —Paula apareció de pronto en la puerta.

Patrik respiró hondo una vez más.

—Bien. Un poco cansado, eso es todo. Ya sabes, las tomas de la noche —dijo tratando de sonreír.

Paula entró y se sentó.

—Anda ya. —Lo miró fijamente, como diciéndole que ni por un momento pensaba creerse ningún tipo de excusa ni de sonrisas falsas—. Te he preguntado: ¿cómo estás?

—Con altibajos —reconoció Patrik a su pesar—. Lleva un poco de tiempo hacerse a la idea. Aunque ya estamos bien todos. Bueno, menos la hermana de Erica.

—¿Cómo se encuentra?

—Bastante mal.

—Necesita tiempo.

—Sí, supongo. Pero se ha encerrado en sí misma. Ni siquiera Erica puede hablar con ella.

—¿Y te extraña? —preguntó Paula con calma.

Patrik sabía que su colega tenía la capacidad de ir derecha al grano. Y no solía decir lo que uno quería oír, sino lo que había que decir. Rara vez se equivocaba.

—Vuestros dos hijos sobrevivieron. Anna perdió el suyo. No creo que sea tan raro que quiera excluir a Erica.

—Sí, eso es lo que ella teme. Pero ¿qué podemos hacer?

—Nada. En estos momentos, nada. Anna tiene a su familia, a su marido, el padre del niño. Antes de que Erica pueda hablar con ella otra vez, ellos dos tienen que reencontrarse. Por duro que pueda parecer, Erica debe mantenerse al margen por ahora. Eso no significa que abandone a Anna, seguirá estando ahí cuando la necesite.

—Ya, si yo lo entiendo, pero no sé cómo se lo voy a explicar a Erica. —Patrik volvió a exhalar un hondo suspiro. Hablar con Paula había aliviado la presión que sentía en el pecho.

—Yo creo que eso… —comenzó Paula, pero la interrumpieron unos golpecitos en la puerta.

—Perdón —dijo Annika, con la cara encendida—. Acaban de llamar de Fjällbacka. Han encontrado a un hombre muerto a tiros en su casa.

Al principio, todo quedó en silencio. Luego estalló una actividad febril y, en el transcurso de un minuto, Paula y Patrik iban camino del garaje. A su espalda oyeron que Annika llamaba a la puerta de Gösta y Martin para avisarles. Ellos irían en el otro coche y llegarían algo después.

—¡Esto tiene un aspecto espléndido! —Erling miró encantado a su alrededor en el local de Badis, antes de volverse hacia Vivianne—. No ha sido barato, pero por lo que al municipio se refiere, vale cada corona invertida. Yo creo que va a ser un éxito. Y teniendo en cuenta el dinero que has invertido, para nosotros será una suma insignificante una vez que hayamos recuperado los costes. No pagaréis sueldos demasiado altos, ¿verdad? —le preguntó mirando suspicaz a una joven vestida de blanco que pasó delante de ellos.

Vivianne se le enganchó del brazo y lo llevó a una de las mesas.

—No te preocupes, somos muy conscientes de los costes. Anders siempre ha sabido controlar bien el dinero. Gracias a él obtuvimos grandes beneficios del centro de salud Ljuset y pudimos invertir aquí.

—Sí, es una suerte que cuentes con Anders. —Erling se sentó a una de las mesas del comedor, donde habían servido un aperitivo—. Por cierto, ¿consiguió localizarte Matte? La semana pasada dijo que había varias cuestiones que quería comentar con Anders y contigo.

Alargó el brazo en busca de un bollo, pero lo dejó en el plato después del primer mordisco.

—¿Qué es esto?

—Bollos de espelta.

—Mmm —dijo Erling, y se limitó a saborear el café.

—No, no ha llamado. Seguro que no era nada importante. Supongo que se pasará a vernos o llamará cuando tenga ocasión.

—Es curioso. Ayer no vino al trabajo y no ha pedido la baja por enfermedad. Y esta mañana tampoco lo he visto.

—Seguro que no es nada —aseguró Vivianne alcanzando un bollo.

—¿Puedo sentarme aquí o quieren estar solos los tortolitos? —Anders se les había acercado sin que Erling ni Vivianne se hubiesen dado cuenta. Los dos dieron un respingo, pero Vivianne lo miró sonriendo y le ofreció una silla a su hermano.

Como siempre, Erling se fijó en lo mucho que se parecían. Los dos eran rubios, con los ojos azules y el labio superior arqueado y bien perfilado. Pero en tanto que Vivianne era dinámica y extrovertida y ejercía lo que él llamaba una atracción magnética, su hermano era reservado y tranquilo. El típico asesor financiero, pensó Erling el día que lo conoció durante su estancia en Ljuset. No es que le pareciese negativo. Con tanto dinero como había en juego, era una tranquilidad que una persona seria entendida en números se encargase de las finanzas.

—Anders, ¿a ti te ha llamado Mats? Erling dice que quería hacernos unas preguntas —dijo Vivianne.

—Sí, se pasó un momento por la oficina el viernes pasado. ¿Por qué?

Erling se aclaró la garganta.

—Pues sí, es que al final de la semana pasada me dijo que tenía unas dudas.

Anders asintió.

—Sí, ya te digo, se pasó por la oficina y aclaramos varios puntos.

—Ah, estupendo. Me alegro de que todo esté en orden —dijo Erling con una sonrisa de satisfacción.