Esa noche los oyó. Los mismos susurros, las mismas voces que cuando era pequeña. Cuando se despertó, el reloj daba las tres. En un primer momento no supo qué la había arrancado del sueño. Pero luego los oyó. Estaban hablando abajo. Arrastraron una silla. ¿De qué hablarían los muertos? ¿De lo que ocurría antes de que murieran, o de lo que estaba sucediendo en ese momento, muchos años después?

Annie estaba convencida de su presencia en la isla desde que tenía memoria. Su madre le contó que desde que era un bebé, a veces rompía a reír y a manotear de repente, como si estuviera viendo algo que nadie más podía ver. Y a medida que iba creciendo fue tomando conciencia de que estaban allí. Una voz, algo que entreveía al pasar, la sensación de que había alguien más en la habitación. Pero no querían hacerle daño. Lo supo entonces igual que ahora. Solía quedarse despierta un buen rato, escuchándolos, hasta que por fin se dormía al arrullo de sus voces.

Cuando llegó el día, solo recordaba el sonido como un sueño lejano. Preparó el desayuno para ella y para Sam, que ni siquiera quiso tomar sus cereales favoritos.

—Cariño, por favor. Solo una cucharada. ¿Una cucharadita? —Intentaba engatusarlo, sin conseguir que probara un solo bocado. Soltó la cuchara con un suspiro—. Tienes que comer, ¿comprendes? —Le acarició la mejilla.

No había pronunciado una palabra desde lo sucedido. Pero Annie ahuyentaba la inquietud arrinconándola en algún lugar del fondo de su conciencia. Tenía que darle tiempo, no podía presionarlo, solo quedarse allí hasta que los recuerdos se enquistaran y otros vinieran a sustituirlos. No había nada mejor que estar allí, en Gråskär, lejos de todo, cerca de los acantilados, del sol y de la sal del agua marina.

—¿Sabes qué? Vamos a dejar lo de la comida y bajamos a bañarnos. —Al ver que no recibía respuesta, lo sacó fuera sin más, al sol. Con cuidado, muy despacio, lo desvistió y lo llevó al agua, como si fuera un bebé de un año, y no un niño mayorcito de cinco. El agua no estaba muy caliente, pero el pequeño no protestó, sino que la dejó que se adentrara y que lo metiera a él también, mientras le apretaba la cabeza contra el pecho con gesto protector. Aquella era la mejor medicina. Se quedarían allí hasta que amainase la tormenta. Hasta que todo volviera a ser como antes.

—Creía que no vendrías hasta el lunes. —Annika se bajó las gafas e inspeccionó a Patrik. Se había parado en la entrada de su despacho, que también era la recepción de la comisaría.

—Erica me ha echado. Dice que está harta de ver esta jeta tan fea. —Trató de sonreír, pero aún le quedaba el recuerdo del día anterior, así que no logró que la sonrisa se le reflejara en la mirada.

—Comprendo perfectamente el punto de vista de tu querida esposa —dijo Annika, aunque con la mirada tan melancólica como la de Patrik. La muerte de un bebé no dejaba a nadie indiferente, y desde que Annika y Lennart, su marido, supieron que pronto podrían ir a buscar a la niña china que habían adoptado y que tanto tiempo llevaban esperando, la recepcionista se mostraba más sensible aún a todo lo relacionado con niños que lo pasaban mal o que sufrían de alguna manera.

—Y aquí qué, ¿no pasa nada?

—Pues no, yo diría que no, lo de siempre. La señora Strömberg ha llamado por tercera vez en lo que va de semana e insiste en que su yerno quiere matarla. Y unos jóvenes a los que detuvieron por hurto en Hedemyrs.

—O sea, a toda máquina.

—Ya ves. Así que por ahora el notición es que nos han invitado a probar todas las maravillas que promete el nuevo local de Badis.

—Pues no suena nada mal. Yo creo que podría hacer un sacrificio.

—Bueno, de todos modos, a mí me encanta la idea de que Badis haya quedado tan bonito —dijo Annika—. El edificio parecía a punto de derrumbarse de un momento a otro.

—Sí, está muy bien. Pero tengo mis dudas de que sea rentable. Debe de haber costado una cantidad enorme de dinero rehabilitarlo y, ¿tú crees de verdad que la gente querrá venir aquí, solo por el spa?

—Pues a Erling se le va a caer el pelo. Tengo una amiga que trabaja en el ayuntamiento y dice que ha invertido una buena parte del presupuesto en ese proyecto.

—Me lo imagino. Además, en Fjällbacka todo el mundo habla de la fiesta de inauguración. Que tampoco será gratis.

—Todos los de la comisaría estamos invitados, por si no lo sabías. Así que habrá que ponerse las mejores galas.

—¿Está todo el mundo fuera? —preguntó Patrik, cambiando de tema. No le interesaba demasiado ni vestirse de traje ni ir a fiestas de etiqueta.

—Sí, todos menos Mellberg. Estará en su despacho, como siempre. Aquí nada ha cambiado, salvo que asegura que ha vuelto tan pronto porque, según él, la comisaría estaba a punto de irse a pique en su ausencia. Por lo que me ha contado Paula, tuvieron que encontrar otra solución, si no querían que Leo iniciara una carrera precoz como luchador de sumo. Para Rita, el colmo fue el día que llegó a casa un poco antes y se encontró a Bertil metiendo un menú completo de hamburguesa en la batidora, para dárselo a Leo. Se fue derecha al trabajo y pidió reducción de jornada durante unos meses.

—Estás de broma.

—Pues no, es la pura verdad. Así que ya sabes que ahora lo tenemos aquí a tiempo completo. Pero al menos Ernst está contento. Mellberg lo dejaba aquí cuando estaba cuidando a Leo, y el chucho se moría de añoranza. Se pasaba los días en la cesta, lamentándose.

—Sí, bueno, en cierto modo, es un alivio que todo esté como siempre —dijo Patrik. Se dirigió a su despacho y respiró hondo antes de entrar. Cabía la posibilidad de que el trabajo le ayudase a olvidar el día anterior.

No quería volver a levantarse nunca. Solo quedarse en la cama, mirando por la ventana, viendo el cielo, a veces azul, a veces gris. Por un instante deseó incluso estar de nuevo en el hospital. Allí todo era mucho más sencillo. Tranquilo y sereno. Todos eran cuidadosos y solícitos, hablaban en voz baja y le ayudaban a comer y a lavarse. En casa, la molestaban mil cosas. Oía jugar a los niños y sus gritos retumbaban entre las paredes. De vez en cuando entraban y la miraban con los ojos muy abiertos. Le daba la impresión de que estuvieran reclamándole algo, como si le pidieran algo que ella no podía darles.

—Anna, ¿estás dormida?

La voz de Dan. Ella habría preferido fingir que sí, pero sabía que él la descubriría.

—No.

—He preparado algo de comer. Sopa de tomate con pan tostado y queso fresco. He pensado que igual te apetecía bajar a comer con nosotros, ¿no? Los niños preguntan por ti.

—No.

—¿No quieres comer o no quieres bajar?

Anna oía perfectamente la frustración en la voz de Dan, pero no le afectaba. Ya nada le afectaba. Era como si solo tuviera vacío por dentro. Ni lágrimas, ni dolor, ni ira.

—No.

—Pero es que tienes que comer. Tienes que… —Se le quebró la voz, y dejó la bandeja en la mesita de noche con tal brusquedad que se derramó parte de la sopa.

—No.

—Yo también he perdido a un hijo, Anna. Y los niños, a un hermano. Todos te necesitamos. Todos…

Sabía que Dan buscaba las palabras adecuadas. Pero en su cabeza solo había espacio para una palabra. Una sola palabra que encontraba arraigo en el vacío. Apartó la vista.

—No.

Al cabo de un instante, oyó que Dan salía de la habitación. Y volvió a mirar por la ventana.

Le preocupaba verlo tan ausente.

—Sam, cariño… —Lo mecía y le acariciaba el pelo. Todavía no había pronunciado una palabra. Se le ocurrió de pronto que quizá debería llevarlo a un médico, pero enseguida rechazó la idea. No pensaba permitir que nadie entrara en su mundo. Pronto volvería a ser el mismo, solo necesitaba paz y tranquilidad—. ¿Quieres dormir la siesta, campeón?

El pequeño no respondió, pero ella lo llevó a la cama y lo arropó con cuidado. Luego, preparó una cafetera, se sirvió una taza de café con leche y se sentó en el muelle. También ese día hacía un tiempo espléndido y a Annie le encantaba notar en la cara el calor del sol. A Fredrik le gustaba el sol, lo adoraba. Siempre andaba quejándose del frío que hacía en Suecia, de lo poco que brillaba el sol.

¿A qué venía ahora pensar en él así, de repente? Había conseguido inhibir su recuerdo. Ya no había lugar para él en sus vidas. Fredrik, con sus exigencias constantes, con sus necesidades de controlarlo todo y a todos. Principalmente a ella, y a Sam.

Allí, en Gråskär, no había huella alguna de él. Nunca había estado en la isla, era suya, solo suya. Y él nunca quiso conocerla. «Y una mierda voy a poner yo el pie en esa porquería de isla», le decía cuando ella preguntaba. Ahora se alegraba. No había mancillado aquel lugar con su presencia. Era limpio y solo les pertenecía a ella y a Sam.

Apretó fuerte la taza de café. Los años habían pasado volando. Todo había ido cuesta abajo demasiado rápido y, al final, se vio atrapada. No le quedó escapatoria, ninguna posibilidad de huir. No tenía a nadie más, solo a Fredrik y a Sam. ¿Adónde podía ir?

Ahora eran libres por fin. Sintió la sal de la brisa marina en la cara. Lo habían conseguido. Sam y ella. Y cuando él se recuperase, podrían vivir su vida.

Annie estaba en casa. Se había pasado la noche pensando en ella después de cenar con sus padres. Annie, con aquel pelo largo y rubio y los brazos y la nariz llenos de pecas. Annie, que olía a mar y a verano y cuyo calor aún podía sentir en sus brazos, después de tantos años. Era verdad lo que decían: el primer amor nunca se olvida. Y los tres veranos pasados en Gråskär solo podían describirse como mágicos. Él iba a verla siempre que podía y juntos hicieron suya aquella isla.

Pero a veces lo asustaba. Su risa clara se quebraba de pronto, y era como si desapareciera en una oscuridad en la que él no podía alcanzarla. No era capaz de explicarle los sentimientos que la embargaban y, con el tiempo, él aprendió a dejarla tranquila cuando ocurría. El último verano, la oscuridad se presentó con más frecuencia, y ella fue alejándose poco a poco. Y cuando, llegado el mes de agosto, se despidieron y la vio subir al tren de Estocolmo con la maleta, supo que todo había terminado.

No habían vuelto a hablar desde entonces. Él había intentado llamarla cuando murieron sus padres muy poco tiempo después, al año siguiente, pero solo pudo oír su voz en el contestador. Annie nunca le devolvió las llamadas. La casa de Gråskär pasó años vacía. Él sabía que sus padres iban a echarle un vistazo de vez en cuando, y que Annie les ingresaba dinero por cuidarla. Pero ella nunca volvió y, con el tiempo, palidecieron los recuerdos.

Ahora estaba allí. Matte se quedó con la mirada perdida ante el escritorio. Las sospechas que abrigaba cobraban fuerza, y tenía que ponerse manos a la obra con algunos asuntos. Pero el recuerdo de Annie se interponía continuamente. Cuando el sol de la tarde empezó a descender sobre el edificio municipal de Tanumshede, reunió los papeles de la mesa. Tenía que ver a Annie. Con paso decidido, salió del despacho. Se detuvo y cruzó unas palabras con Erling antes de dirigirse al coche. Le temblaba la mano cuando metió la llave y la giró en el contacto.

—¡Qué pronto llegas, cariño!

Vivianne se acercó y le plantó en la cara un beso superficial, pero él no pudo resistir la tentación de rodearle la cintura y atraerla hacia sí.

—Tranquilo, tranquilo. Resérvate esas energías para luego. —Vivianne le puso la mano en el pecho para apartarlo.

—¿Estás segura? Últimamente estoy tan cansado por las noches… —Volvió a abrazarla. Para decepción suya, ella se escabulló de nuevo y se encaminó a su despacho.

—Debes tener paciencia. Tengo tanto que hacer, que no he podido relajarme todavía. Y ya sabes cómo me pongo cuando no estoy relajada.

—Sí, ya.

Erling se la quedó mirando un tanto desanimado. Claro que podía esperar un poco, pero llevaba más de una semana quedándose dormido en el sofá todas las noches. Por las mañanas se despertaba con uno de los cojines bajo la cabeza y una manta con la que Vivianne lo había tapado amorosamente. No lo comprendía. Seguramente sería por lo mucho que trabajaba. Desde luego, debería aprender a delegar.

—Bueno, he comprado algo rico de comer —le dijo en voz alta.

—Eres un encanto. ¿Qué es?

—Gambas de la tienda de los hermanos Olsson, y una buena botella de Chablis.

—Qué rico. Habré terminado sobre las ocho más o menos; si lo preparas para entonces, fantástico.

—Claro, cariño —murmuró Erling.

Llevó las bolsas a la cocina. En honor a la verdad, se sentía un tanto extraño. Cuando estaba casado con Viveca, era ella la que se encargaba de los asuntos terrenales, pero desde que Vivianne se mudó a vivir con él, aquella responsabilidad había ido recayendo sobre él. Por más que lo pensaba, no se explicaba cómo había ocurrido.

Lanzó un hondo suspiro y empezó a colocar la comida en el frigorífico. Luego pensó en los juegos que aguardaban aquella noche y se animó un poco. Ya se encargaría él de dejarla relajada. Y eso bien valía que se ocupara del servicio de cocina.

Erica iba jadeando mientras paseaba por Fjällbacka. El embarazo de los gemelos y la cesárea no habían favorecido ni el peso ni la forma física. Pero todo eso le resultaba ahora tan trivial… Sus dos hijos estaban sanos. Habían sobrevivido, y la gratitud que sentía todas las mañanas cuando los oía llorar hacia las seis y media era tan inmensa que todavía se le llenaban los ojos de lágrimas.

Anna, en cambio, había sufrido un golpe durísimo y, por primera vez en su vida, Erica no tenía ni idea de cómo acercarse a ella. Su relación nunca estuvo libre de complicaciones, pero desde que eran niñas, Erica se había ocupado de su hermana, era ella quien le soplaba y quien le enjugaba las lágrimas cuando se hacía una herida. En esta ocasión era diferente. La herida no era un simple arañazo, sino un profundo agujero en el alma, y Erica tenía la sensación de que lo único que hacía era contemplar cómo Anna perdía las ganas de vivir. ¿Cómo iba a poder curarla? Su hijo había muerto, y por mucho que le doliera, Erica no podía ocultar la alegría de que los suyos hubiesen sobrevivido. Después del accidente, Anna ni siquiera era capaz de mirarla. Erica iba al hospital y se sentaba junto a la cama. Pero Anna no la miró ni una sola vez.

Desde que volvió a casa, no había tenido valor de ir a verla. Tan solo había llamado unas cuantas veces para hablar con Dan, que parecía abatido y resignado. Ya no podía retrasarlo por más tiempo, así que le había pedido a Kristina que se quedase un rato en casa con los gemelos y con Maja. Anna era su hermana. Y era responsabilidad suya.

Golpeó la puerta pesadamente con la mano. Oyó la algarabía de niños jugando dentro y, al cabo de un rato, Emma le abrió la puerta.

—¡Tía Erica! —gritó encantada—. ¿Dónde están los bebés?

—Están en casa, con Maja y con la abuela. —Erica le acarició la mejilla. Se parecía tanto a Anna de pequeña…

—Mamá está triste —dijo Emma—. Se pasa el día durmiendo y papá dice que es porque está triste. Y está triste porque el bebé que tenía en la barriga prefirió irse al cielo en lugar de quedarse a vivir con nosotros. Y lo comprendo, porque Adrián es supertravieso y Lisen no para de chincharme. Pero yo habría sido muy buena con el bebé. Buenísima.

—Lo sé, cariño. Pero piensa en lo bien que se lo está pasando allá arriba, saltando entre las nubes.

—¿Como en montones y montones de camas elásticas? —preguntó Emma con cara de entusiasmo.

—Sí señor, exactamente igual que en montones de camas elásticas.

—¡Ah, pues a mí también me gustaría tener un montón de camas elásticas! —dijo Emma—. Aquí solo tenemos una en el jardín, y es enana. Solo cabe uno, y Lisen siempre tiene que ser la primera en subirse a saltar, y a mí no me toca nunca. —La pequeña se dio media vuelta y entró disgustada en la sala de estar.

Hasta ese momento, Erica no había reparado en lo que Emma acababa de decir. Había llamado a Dan papá. Sonrió. En realidad, no le sorprendía lo más mínimo, porque Dan quería a los hijos de Anna, y ese amor fue correspondido desde el principio. Y el hijo de ambos habría unido a la familia más aún. Erica tragó saliva y siguió a Emma hasta la sala de estar. Se diría que allí hubiese caído una bomba.

—Perdona el desorden —dijo Dan avergonzado—. Es que no me da tiempo de nada. Tengo la sensación de que me faltan horas.

—Te comprendo perfectamente. Me gustaría que vieras cómo tenemos la casa nosotros. —Erica se quedó un momento en la entrada y miró de reojo al piso de arriba—. ¿Puedo subir?

—Claro. —Dan se pasó la mano por la cara, que reflejaba un cansancio y una tristeza infinitos.

—Yo también quiero ir —dijo Emma. Pero Dan se puso en cuclillas, habló con ella tranquilamente y la convenció de que dejara que Erica subiera sola a ver a mamá.

El dormitorio de Dan y Anna estaba a la derecha, en el rellano. Erica levantó la mano, pero se paró con los nudillos a unos centímetros de la puerta, y la empujó despacio. Anna estaba tumbada, con la cara vuelta hacia la ventana; el sol de la tarde le daba en la cabeza y le arrancaba destellos al cuero cabelludo que se atisbaba debajo de la delicada pelusilla. A Erica se le encogió el corazón. Más que la hermana mayor, siempre fue como una madre para Anna. Sin embargo, últimamente se había equilibrado la relación, que se parecía a la normal entre dos hermanas. De un plumazo, habían vuelto cada una a su antiguo papel. Anna era pequeña y vulnerable; Erica la que se preocupaba y la cuidaba.

Respiraba tranquila y pausadamente. Se oyó un leve quejido y Erica comprendió que estaba dormida. Se acercó a la cama con paso silencioso y se sentó en el borde con cuidado de no despertarla. Muy despacio, le puso la mano en la cadera. Lo quisiera o no, ella estaría a su lado. Eran hermanas. Eran amigas.

—¡Ya estoy aquí! —anunció Patrik en voz alta, y esperó la respuesta habitual. Efectivamente. Un par de piececillos raudos resonaron en el suelo y, un segundo después, apareció Maja por la esquina, corriendo hacia él.

—¡Papaaaá! —Le cubrió la cara de besos, como si volviera de una travesía alrededor del mundo, no de una jornada laboral.

—¡Hola, aquí está el tesoro de papá! —La abrazó fuerte, hundió la nariz en los pliegues del cuello blandito y aspiró aquel olor especial de Maja que siempre hacía que le saltara el corazón en el pecho.

—Creía que solo ibas a trabajar media jornada. —Su madre venía secándose las manos en un paño de cocina, y lo miraba con la misma expresión que cuando era adolescente y llegaba a casa después de la hora prometida.

—Sí, lo sé, pero la verdad es que ha sido estupendo volver, así que me he quedado un poco más. Aunque me lo tomo con tranquilidad. No tenemos nada grave.

—Bueno, tú sabrás lo que haces, pero al cuerpo hay que hacerle caso. Esas cosas hay que tomárselas en serio.

—Ya, ya lo sé. —Patrik esperaba que su madre dejara pronto de hablar del tema. No tenía que preocuparse. El pánico que había sentido en la ambulancia cuando iban camino del hospital de Uddevalla aún le palpitaba dentro. Creyó que iba a morir, o más bien, estaba totalmente convencido. Le pasaron por la cabeza a toda velocidad imágenes de Maja, de Erica y de los bebés, a quienes nunca llegaría a conocer, todo ello mezclado con el dolor en el pecho.

Hasta que no se despertó en cuidados intensivos, no comprendió que había sobrevivido, que solo fue una señal de alarma del cuerpo, que le indicaba que debía tomárselo con calma. Pero luego le contaron lo del accidente, y un dolor nuevo vino a sustituir al anterior. Cuando lo llevaron en silla de ruedas a ver a los gemelos, su primera reacción instintiva fue dar media vuelta y marcharse de allí: eran tan pequeños e indefensos… Vio aquel pecho tan diminuto subiendo y bajando con esfuerzo a cada suspiro, y cómo se estremecían a veces. No creyó que algo tan pequeño pudiera sobrevivir, y no quería acercarse, no quería tocarlos. Porque ignoraba si luego sería capaz de despedirse de ellos.

—¿Dónde están tus hermanos? —le preguntó a Maja. Aún la llevaba en brazos, y la pequeña seguía rodeándolo con fuerza entre los suyos.

—Están durmiendo. Pero han hecho caca. Un montón. La abuela se la limpió. Olía puaj, asqueroso. —Maja arrugó la cara entera.

—Se han portado como dos angelitos —añadió Kristina radiante—. Se han tomado casi dos biberones cada uno, y luego se han dormido sin mayor problema. Bueno, después de haber hecho caca, como ha dicho Maja.

—Voy a verlos —dijo Patrik. Desde que llegó a casa del hospital, se había acostumbrado a tenerlos cerca todo el tiempo, y los había echado de menos muchísimo en el trabajo.

Subió al piso de arriba y entró en el dormitorio. No habían querido separarlos, los acostaban en la misma cuna. Allí estaban, muy pegaditos, con las naricillas juntas. Noel tenía el brazo echado por encima de Anton, como si estuviera protegiéndolo. Patrik se preguntaba qué papel tendría cada uno. Veía a Noel más decidido, chillaba un poco más que Anton, que parecía sencillamente satisfecho. Si le daban de comer y podía dormir cuando estaba cansado, no daba la lata y se limitaba a dejar oír un alegre parloteo. En cambio Noel era capaz de protestar de lo lindo si no estaba a sus anchas. No le gustaba ni que lo vistieran ni que le cambiaran el pañal. Y lo peor de todo era el baño. A juzgar por sus gritos, parecía que el agua se le antojara un peligro mortal.

Patrik se quedó un buen rato asomado a la cuna. A los dos se les movían los párpados mientras dormían. Se preguntó si estarían soñando lo mismo.

Annie estaba sentada en la escalinata al sol de la tarde cuando vio un barco que se acercaba. Sam ya se había dormido. Se levantó despacio y bajó al muelle.

—¿Puedo atracar aquí?

La voz le resultaba muy familiar, pero algo cambiada. Se notaban los años que habían pasado desde la última vez que se vieron. En un primer momento sintió deseos de gritar «¡No, no bajes a tierra! Este ya no es tu sitio». Pero agarró el cabo que él le había lanzado e hizo un nudo doble con mano experta para amarrar el barco. Y unos minutos después, allí estaba él, en el muelle. Annie había olvidado lo alto que era. Ella, que solía ser igual de alta que la mayoría de los hombres, podía recostar la cabeza en su pecho. Era una de las cosas que irritaban a Fredrik, que ella le sacaba unos centímetros. Así que, cuando salían juntos, no podía llevar tacones.

Nada de pensar en Fredrik ahora. No pensar en…

De repente, estaba en sus brazos. Annie no sabía cómo había ocurrido, quién dio el paso que hasta hacía un instante los separaba. De pronto, se estaban abrazando y ella notaba el jersey de lana cosquilleándole la mejilla. Se sintió segura al verse entre sus brazos y aspiró aquel aroma tan familiar, aunque llevaba años sin percibirlo. El olor a Matte.

—Eh, hola… —La abrazó más fuerte aún, como tratando de impedir que se desplomara, y así era en cierto modo. Ella quería permanecer eternamente en su abrazo, sentir todo lo que fue tan suyo hacía tanto tiempo, aunque desapareció en un torbellino de tinieblas y desesperación. Pero él la soltó al fin y la apartó un poco para contemplarla atentamente, como si la viera por primera vez.

—Estás igual —dijo. Annie vio en sus ojos que no era verdad. No era la de antes, era otra. Se le veía en la cara, lo llevaba grabado en las líneas de expresión de los ojos y alrededor de la boca, y sabía que él se había dado cuenta. Siempre se le había dado bien fingir que lo malo desaparecía si cerrabas los ojos lo bastante fuerte.

—Ven —le dijo Annie ofreciéndole la mano. Y así subieron a la casa.

—Bueno, la isla sigue igual. —El viento se llevó la voz de Mats por encima de las rocas.

—Sí, aquí no ha cambiado nada. —Annie habría querido decir más, pero él entró en la casa. Tuvo que agacharse un poco para pasar por el umbral, y el momento inicial se esfumó enseguida. Siempre le ocurría lo mismo con Matte. Recordaba las palabras que había llevado dentro toda la vida, que querían llegar hasta él, pero que se habían quedado en su interior, dejándola muda. Y él se ponía triste, eso lo sabía. Triste al ver que ella no contaba con él cuando le sobrevenía la negrura.

Y tampoco ahora pudo dejarlo entrar, pero sí permitir que estuviera con ella allí, en la casa. Al menos, unos minutos. Lo necesitaba, necesitaba su calor. Llevaba tanto tiempo helada…

—¿Quieres un té? —Sacó un cazo sin esperar respuesta. Tenía que mantener las manos ocupadas con algo, para no desvelar que le temblaban.

—Sí, gracias. ¿Dónde tienes al muchachito? ¿Cuántos años tiene ya?

Annie lo miró extrañada.

—Mis padres me han puesto un poco al corriente —añadió Matte con una sonrisa.

—Tiene cinco años. Ya está dormido.

—Ah.

La reconfortó la decepción que advirtió en el tono de Matte. Significaba algo. Se había preguntado infinidad de veces cómo habrían sido las cosas si hubiera tenido a Sam con Matte y no con Fredrik. Claro que en ese caso, no habría sido Sam, habría sido un niño totalmente distinto. Y esa idea le resultaba impensable.

Se alegraba de que Sam estuviera durmiendo. No quería que Matte lo viera en aquel estado. Pero en cuanto mejorase, le presentaría a su hijo, cuyos ojos castaños brillaban vivaces y traviesos. En cuanto recuperase la chispa, podrían verse los tres. Annie lo deseaba de verdad.

Guardaron silencio un instante, mientras daban sorbitos de té. Era una sensación curiosa la de sentirse como extraños, la de saber que habían permitido que el tiempo les afectase de aquel modo. Luego, empezaron a hablar. Les resultaba raro, pues no eran las mismas personas de antaño. Poco a poco, volvieron a encontrar el ritmo, el tono que fue el suyo, y pudieron eliminar las capas de todo aquello que los años habían interpuesto entre los dos.

Cuando Annie le tomó la mano y lo condujo al piso de arriba, le pareció lo más natural del mundo. Luego, se durmió entre sus brazos, con el susurro de su respiración. Fuera resonaba el azote de las olas contra las rocas.

Vivianne tapó a Erling con una manta. El somnífero lo había puesto fuera de combate, como de costumbre. Él había empezado a preguntarse por qué se quedaba dormido en el sofá todas las noches, y Vivianne sabía que debería tener cuidado. Pero ya no era capaz de acostarse a su lado y sentir su cuerpo. Imposible.

Fue a la cocina, tiró los restos de las gambas a la basura, enjuagó los platos y los metió en el lavavajillas. Había quedado un resto de vino blanco, se lo sirvió en una copa limpia y volvió al salón.

Ya faltaba tan poco…, y estaba empezando a ponerse nerviosa. Los últimos días había tenido la sensación de que lo que tan cuidadosamente habían construido estuviera a punto de derrumbarse. Bastaba con cambiar de sitio una pieza para que todo se fuese al garete. Y ella lo sabía. Cuando era joven, hallaba un placer perverso en el riesgo. Le encantaba la sensación de estar haciendo equilibrios al límite del peligro. Pero eso había cambiado. Era como si los años transcurridos llevaran aparejado un deseo mayor de seguridad, de poder relajarse y no tener que pensar. Y estaba segura de que Anders se sentía igual. Se parecían tanto, y sabían perfectamente cómo pensaba el otro sin necesidad de expresarlo en voz alta. Así había sido desde siempre.

Vivianne se llevó la copa a los labios, pero se detuvo al notar el olor del vino. Aquel aroma invocaba recuerdos de sucesos en los que había jurado no volver a pensar. Hacía demasiado tiempo que ocurrieron. Entonces ella era otra persona, alguien que no quería volver a ser, bajo ninguna circunstancia. Ahora era Vivianne.

Sabía que necesitaba a Anders para no sucumbir a eso una vez más, para no caer en el agujero negro de recuerdos que la mancillaban y la volvían de nuevo insignificante.

Tras una última ojeada a Erling, que seguía en el sofá, se puso el chaquetón y salió a la calle. Estaba profundamente dormido. No la echaría en falta.