Peligroso viaje del autor. Llega a Nueva Holanda, donde espera establecerse. Es herido con una flecha por un nativo. Es apresado y llevado a la fuerza a un barco portugués. Grandes muestras de cortesía del capitán. El autor llega a Inglaterra.
Inicié este viaje azaroso el 15 de febrero de 1714-15, a las nueve en punto de la mañana. El viento era favorable; sin embargo, al principio sólo hice uso de la pagaya; pero pensando que no tardaría en cansarme, y que probablemente cambiaría el viento, decidí poner la velita; y así, y con la ayuda de la marea, navegué a la velocidad de una legua y media por hora, a lo que pude calcular. Mi amo y sus amigos estuvieron en la playa hasta que casi desaparecí de vista; y a menudo oí gritar al rocín alazán —que siempre me había querido—: «Hnuy illa nyha majah yahoo», Cuídate, buen yahoo.
Mi propósito, de ser posible, era descubrir alguna isla pequeña y deshabitada, aunque con lo suficiente para proporcionarme con mi esfuerzo el medio de subsistir, lo que consideraba una dicha más grande que si fuese primer ministro de la corte más refinada de Europa; tan horrible era la idea que había concebido sobre volver a vivir en sociedad y bajo un gobierno de yahoos. Porque en la soledad que yo deseaba podía gozar al menos de mis pensamientos, y deleitarme meditando sobre las virtudes de esos excepcionales houyhnhnms, sin correr ningún riesgo de degenerar en los vicios y las corrupciones de mi especie.
Recuerde el lector lo que conté de cuando la tripulación conspiró contra mí y me encerraron en la cámara, cómo estuve allí varias semanas sin saber qué rumbo llevábamos; y cuando me mandaron a tierra en la lancha, cómo los marineros me juraron, fuese verdad o no, que ignoraban en qué parte del mundo estábamos. Sin embargo, supuse entonces que nos encontrábamos unos diez grados al sur del Cabo de Buena Esperanza, o 45 grados latitud sur, según deduje de un vago comentario que les oí, lo que era, creo, al sureste, en su pretendido viaje a Madagascar. Y aunque se trataba poco más que de una hipótesis, sin embargo decidí poner rumbo este, con la esperanza de alcanzar la costa suroeste de Nueva Holanda, y quizá la isla que yo quería, al oeste de ella. El viento era oeste derecho, y calculé hacia las seis de la tarde que había corrido lo menos dieciocho leguas para el este; cuando avisté un islote como a media legua, que no tardé en alcanzar. Era sólo una roca, con una cala naturalmente excavada por la fuerza de los temporales. Metí aquí la canoa, y trepando por una pendiente, descubrí claramente una tierra al este, que se extendía de sur a norte. Dormí toda la noche en la canoa; y tras reanudar el viaje por la mañana, en siete horas llegué a la punta sureste de Nueva Holanda. Esto me confirmó en la creencia que abrigaba desde hacía algún tiempo, de que los mapas y cartas sitúan este país lo menos tres grados más al este de lo que realmente está; lo que creo que comuniqué, hace años, a mi estimable amigo, el señor Herman Moll, y le expuse las razones que tenía para ello, aunque él ha preferido seguir a otros autores.
No vi habitantes en el lugar donde desembarqué, y como iba desarmado, tuve miedo de aventurarme hacia el interior. Encontré moluscos en la playa, y me comí unos cuantos crudos, ya que no me atrevía a encender fuego por temor a que me descubriesen los nativos. Estuve tres días alimentándome de ostras y lapas para ahorrar provisiones; y afortunadamente encontré un manantial de excelente agua, lo que supuso un gran alivio.
El cuarto día me arriesgué a adentrarme un poco, y descubrí unos treinta nativos en una elevación, a no más de quinientas yardas de donde yo estaba. Estaban completamente desnudos, hombres, mujeres y niños, alrededor de una fogata, según deduje por el humo. Uno de ellos me vio y advirtió a los demás; cinco de ellos vinieron hacia mí, dejando a las mujeres y los niños junto al fuego. Me apresuré lo que pude a regresar a la playa, salté a la canoa y me aparté remando. Los salvajes, al ver que me alejaba echaron a correr hacia mí, y antes de que pudiera ganar la suficiente distancia dispararon una flecha que se me hincó profundamente en la rodilla izquierda (llevaré la cicatriz hasta la tumba). Temía que la flecha estuviera envenenada, así que remé hasta ponerme fuera de alcance de sus dardos (había calma), conseguí succionar la herida, y me la vendé como pude.
No sabía qué hacer, pero no me atrevía a volver a la cala de antes; así que continué hacia el norte, para lo que me vi obligado a remar; porque el viento, aunque muy flojo, soplaba en contra, del noroeste. Y mirando a mi alrededor en busca de un lugar seguro donde desembarcar, vi una vela al nor-noreste, y al observar que se hacía más visible a cada minuto, dudé unos momentos si esperarles o no; finalmente prevaleció mi aversión a la raza yahoo: di la vuelta a la canoa, me dirigí hacia el sur, con las pagayas y la vela, y me metí en la misma cala de la que había salido por la mañana; porque prefería encomendarme a estos bárbaros a vivir con yahoos europeos. Acerqué lo más que pude la canoa a tierra, y me escondí detrás de una piedra junto a un pequeño manantial, que, como he dicho, era de excelente agua.
El barco llegó a menos de media legua de esta cala, y envió su lancha con recipientes para cargar agua (porque el lugar, al parecer, era conocido); pero yo no me di cuenta hasta que la embarcación estuvo casi en la orilla, y era demasiado tarde para buscar otro escondite. Los marineros, al saltar a tierra, vieron la canoa, la registraron de arriba abajo, y dedujeron fácilmente que no podía estar lejos su dueño. Cuatro de ellos, bien armados, empezaron a inspeccionar cada oquedad y hendidura, hasta que finalmente me descubrieron tumbado boca abajo, detrás de la roca. Se quedaron mirándome con asombro ante mi tosca y extraña indumentaria, la casaca hecha con pieles curtidas, el calzado con suelas de madera, y las medias de piel; de lo que, no obstante, dedujeron que no era un salvaje del lugar, donde todos van desnudos. Uno de los marineros me mandó levantarme en portugués, y me preguntó quién era. Yo comprendía bastante bien esa lengua; así que me puse de pie y expliqué que era un pobre yahoo desterrado por los houyhnhnms, y les pedí por favor que dejasen que me fuera. Se admiraron de oírme contestar en su propia lengua, y vieron por mi color que debía de ser europeo; pero no sabían a qué me refería con lo de yahoo y houyhnhnms; al mismo tiempo se echaron a reír al oír mi extraña entonación al hablar, que semejaba un relincho de caballo. A todo esto yo temblaba de miedo y de odio; les pedí otra vez que me dejasen marchar, y me dirigí despacio hacia la canoa; pero me detuvieron, y me preguntaron de qué país era, de dónde venía, con muchas otras preguntas. Les dije que había nacido en Inglaterra, de donde había llegado hacía unos cinco años, y que entonces su país y el mío estaban en paz; y por tanto esperaba que no me tratasen como enemigo, dado que yo no tenía intención de hacerles ningún daño, sino que era un pobre yahoo que buscaba algún lugar desierto donde pasar el resto de su desventurada vida.
Al principio de oírles hablar pensé que nunca había oído nada más antinatural; porque me parecía tan monstruoso como si hablase un perro en Inglaterra, o un yahoo en Houyhnhnmlandia. Los honrados portugueses estaban igualmente asombrados ante mi extraño atuendo y mi rara manera de entonar las palabras que, sin embargo, comprendían muy bien. Me hablaron con gran humanidad, y dijeron que estaban seguros de que el capitán me llevaría gratuitamente a Lisboa, de donde podía regresar a mi país; que dos marineros volverían al barco para informar al capitán de lo que habían visto, y recibir órdenes; entretanto, a menos que jurase solemnemente no huir, me retendrían a la fuerza. Pensé que lo mejor era acceder a lo que me proponían. Tenían mucha curiosidad por conocer mi historia, pero les di muy poca satisfacción; y todos supusieron que mis desventuras me habían trastornado el juicio. Dos horas después, el bote que se había ido cargado con toneles de agua regresó con la orden del capitán de llevarme a bordo. Caí de rodillas y les supliqué que me dejasen en libertad; pero todo fue inútil, y los hombres, después de atarme con cuerdas, me subieron al bote, me llevaron al barco, y una vez allí me condujeron a la cámara del capitán.
Se llamaba Pedro de Méndez; era una persona muy generosa y cortés; me rogó que le dijese quién era, y me preguntó si quería comer o beber algo. Dijo que sería tratado igual que él; y mostraba tanta amabilidad que me tenía asombrado encontrar semejante consideración en un yahoo. Sin embargo, seguí callado y adusto; estaba a punto de desvanecerme a causa del olor que desprendían él y sus hombres. Finalmente pedí comida de mi canoa, pero él ordenó que me sirviesen pollo con un poco de excelente vino, y mandó que me llevasen a la cama, preparada en una cámara muy aseada. No me desvestí, sino que me tumbé encima de las sábanas; y a la media hora, cuando juzgué que la tripulación estaría comiendo, salí calladamente, llegué al costado del barco, y me dispuse a saltar al agua y ponerme a salvo nadando, antes que continuar entre los yahoos. Pero me lo impidió un marinero y, tras informar al capitán, me encadenaron en la cámara.
Después de comer vino a verme don Pedro, y quiso saber la razón para hacer tan desesperado intento; me aseguró que sólo pretendía ayudarme hasta donde le fuera posible, y habló de manera tan afectuosa que finalmente condescendí a tratarle como a un animal dotado de un pequeño atisbo de razón. Le hice una brevísima relación de mi viaje: de la conspiración que mis hombres llevaron a cabo contra mí; del país en el que me habían desembarcado, y los tres años que había pasado allí. Todo lo cual tomó él por un sueño o una visión, cosa que me ofendió enormemente; porque había olvidado por completo la facultad de mentir, tan propia de los yahoos en todos los países donde gobiernan, y por tanto, la inclinación a recelar de la verosimilitud de otros de su misma especie. Le pregunté si era costumbre de su país decir lo que no era. Le aseguré que casi había olvidado qué se entendía por falsedad, y si hubiera vivido mil años en Houyhnhnmlandia, jamás habría oído decir una mentira siquiera al criado más humilde; que me tenía absolutamente sin cuidado que lo creyera o no; que no obstante, en correspondencia a sus favores, tendría consideración con la corrupción de su naturaleza, y contestaría a cualquier objeción que él tuviera a bien poner, y entonces averiguaría fácilmente la verdad.
El capitán, hombre discreto, tras repetidos esfuerzos por cogerme en contradicción en alguna parte de mi historia, empezó a formarse mejor opinión de mi veracidad. Pero añadió que, puesto que yo profesaba tan inquebrantable adhesión a la verdad, debía darle mi palabra de seguir en su compañía durante este viaje, sin intentar nada contra mi vida; de lo contrario seguiría teniéndome prisionero hasta que llegásemos a Lisboa. Hice la promesa que me pedía, pero al mismo tiempo declaré que prefería sufrir las más grandes penalidades, antes que volver a vivir entre los yahoos.
El viaje transcurrió sin percances dignos de reseñar. Para mostrar mi agradecimiento, a veces me sentaba con el capitán, a insistente petición suya, y me esforzaba en reprimir mi antipatía hacia el género humano, aunque a veces me salía; y él lo dejaba pasar sin hacer comentarios. Pero la mayor parte del día me quedaba encerrado en mi cámara para no ver a nadie de la tripulación. El capitán me había rogado a menudo que me quitase mis ropas salvajes, y se había ofrecido a prestarme el mejor juego de ropa que tenía. No me dejé convencer, ya que detestaba ponerme nada que hubiera cubierto la espalda de un yahoo. Sólo le pedí que me prestara dos camisas limpias, que como las habían lavado después de llevarlas él, pensé que no me iban a inficionar tanto. Me las mudaba cada dos días, y las lavaba yo mismo.
Llegamos a Lisboa el 5 de noviembre de 1715. Al desembarcar, el capitán me obligó a cubrirme con su capa para evitar que el populacho se apiñase a mi alrededor. Me llevó a su casa; y a ferviente petición mía, me subió a la habitación más alta de la parte de atrás. Le supliqué que no revelase a nadie lo que le había contado de los houyhnhnms; porque la más pequeña alusión a tal historia haría no sólo que la gente quisiera verme, sino que probablemente correría peligro de que me encerrasen, o que me condenase a la hoguera la Inquisición. El capitán me convenció de que aceptara un juego de ropa nueva, pero no consentí que el sastre me tomara las medidas. Sin embargo, como don Pedro era casi de mi talla, me lo ajustaron bastante bien. Don Pedro me proveyó de otras prendas necesarias, todas nuevas, que yo puse a orear veinticuatro horas antes de utilizarlas.
El capitán no tenía esposa, ni más de tres criados, a ninguno de los cuales consentía que atendiese a las comidas; y todo su proceder era tan solícito, al que sumaba una inestimable comprensión humana, que verdaderamente empecé a soportar su compañía. Llegó a ganar tal ascendiente sobre mí, que me atreví a asomarme por la ventana de atrás. Poco a poco me llevó a otra habitación, donde me asomaba a la calle, pero retiraba la cabeza asustado. Al cabo de una semana me persuadió de que bajara a la puerta. Noté que mi terror disminuía poco a poco, aunque me aumentaban el odio y desprecio. Finalmente me atreví a salir la calle con él, aunque taponándome la nariz con ruda, o a veces con tabaco.
Al cabo de diez días, don Pedro, a quien había contado algo sobre mis asuntos familiares, me hizo comprender que era un deber de honradez y de conciencia regresar a mi país natal, y vivir en casa con mi esposa y mis hijos. Me dijo dónde había un barco inglés en el puerto aparejado para zarpar, y que él me facilitaría cuanto necesitase. Sería tedioso repetir sus argumentos y mis objeciones. Dijo que era completamente imposible encontrar una isla abierta como la que yo quería para vivir; pero que podía mandar en mi casa, y vivir mi vida a la manera de un recluso si quería.
Accedí finalmente, viendo que no podía hacer nada mejor. Abandoné Lisboa el 24 de noviembre, en un mercante inglés, aunque no llegué a preguntar quién era el capitán. Don Pedro me acompañó al barco, y me prestó veinte libras. Se despidió afectuosamente de mí, y me abrazó al separarnos, cosa que soporté como pude. Durante este último viaje no tuve trato alguno con el capitán ni con ninguno de sus hombres, sino que fingí que estaba mareado, y permanecí todo el tiempo encerrado en mi cámara. El 5 de diciembre de 1715 largamos ancla en las Lomas hacia las nueve de la mañana; y a las tres de la tarde llegué sin percance a mi casa en Rotherhithe.
Mi esposa y mi familia me recibieron con enorme sorpresa y alegría, porque daban por supuesto que había muerto; pero debo confesar con franqueza que, al verlos, el odio, la repugnancia y el desprecio me dominaron, y más al pensar en la íntima relación que había tenido con ellos. Porque, aunque desde que me exilié desdichadamente del país de los houyhnhnms me había impuesto tolerar la visión de los yahoos, y conversar con don Pedro de Méndez, tenía la imaginación y la memoria perpetuamente puestas en las virtudes y las ideas de esos excelsos houyhnhnms. Y cuando caía en la cuenta de que copulando con un ejemplar de la especie yahoo me había convertido en padre de más, la vergüenza, la confusión, el horror más tremendos se apoderaban de mí.
Nada más entrar en casa, mi esposa me estrechó en sus brazos y me besó. A lo cual, como hacía años que no estaba acostumbrado al contacto de ese asqueroso animal, me desmayé y estuve sin sentido casi una hora. En las fechas en que escribo son cinco años los que han pasado desde mi último regreso a Inglaterra: durante el primer año no soportaba la presencia de la esposa y los hijos, y su olor me era insoportable; mucho menos podía sufrir que comiesen en la misma habitación que yo. Hasta este momento no se atreven a tocar mi pan, ni a beber del mismo vaso que yo; ni dejo que ninguno de ellos me coja la mano. El primer dinero que gasté fue para comprar dos sementales jóvenes, que guardo en una buena cuadra; después de ellos, mi gran favorito es el mozo que los cuida; porque siento que el ánimo me revive al olor que este adquiere en la cuadra. Los caballos me comprenden bastante bien; converso con ellos lo menos cuatro horas al día. Ignoran lo que es la brida o la silla; viven en gran amistad conmigo, y camaradería entre ellos.