Capítulo IX

Regreso del autor a Maldonada. Viaja al reino de Luggnagg. El autor es encerrado. La corte envía por él. Manera en que es admitido. Gran indulgencia del rey con sus súbditos.

Llegado el día de nuestra marcha, me despedí de su alteza el gobernador de Glubbdubdrib, y regresé con mis dos compañeros a Maldonada, donde, tras una espera de quince días, estuvo un barco preparado para zarpar hacia Luggnagg. Los dos caballeros, y algunos más, fueron lo bastante generosos y amables para proporcionarme provisiones y acompañarme a bordo. Tardé un mes en este viaje. Tuvimos una violenta tempestad, y nos vimos obligados a poner rumbo oeste para coger los alisios, que persisten durante más de sesenta leguas. El 21 de abril de 1708 entramos en el río de Clumegnig, que es una ciudad portuaria situada en la punta sureste de Luggnagg. Largamos ancla a una legua de la ciudad, e izamos la señal de que queríamos un práctico. Llegaron a bordo dos en menos de media hora, y nos guiaron entre bajíos y arrecifes, muy peligrosos en el paso, hasta una dársena, donde podría fondear sin peligro una escuadra a menos de un cable de la muralla de la ciudad.

Algunos de nuestros marineros, por deslealtad o inadvertencia, habían contado a los prácticos que yo era extranjero y un gran viajero, y ellos informaron de esto a un oficial de la aduana, que me registró minuciosamente en cuanto bajé a tierra. Este oficial me habló en la lengua de Balnibarbi, que debido al gran comercio la conocen casi todos en esa ciudad, sobre todo los marineros y los funcionarios de la aduana. Le hice una breve relación de algunos detalles, y presenté mi historia lo más plausible y coherentemente que pude; pero consideré necesario ocultar mi país y decir que era holandés; porque mi intención era dirigirme a Japón, y sabía que los holandeses eran los únicos europeos a los que se permitía la entrada en ese reino. Así que le dije al oficial que tras naufragar en la costa de Balnibarbi, y ser arrojado a un escollo, fui acogido en Laputa, o isla volante (de la que había oído hablar bastante), y ahora me proponía dirigirme a Japón, donde podía encontrar el medio de regresar a mi país. El oficial me dijo que debía permanecer confinado hasta que él recibiese órdenes de la corte, para lo cual escribiría inmediatamente, y esperaba tener respuesta en un par de semanas. Me llevaron a un cómodo alojamiento con un centinela en la puerta; sin embargo, tenía la libertad de un gran jardín, y fui tratado con bastante humanidad, y mantenido todo el tiempo a expensas del rey. Me visitaron varias personas, sobre todo por curiosidad, porque había corrido la voz de que era de países muy remotos de los que nunca habían oído hablar.

Contraté a un joven que venía en el mismo barco para que hiciese de intérprete; era natural de Luggnagg, pero había vivido unos años en Maldonada, y dominaba perfectamente las dos lenguas. Con su ayuda pude conversar con los que venían a visitarme; pero estas conversaciones consistían sólo en preguntas por parte de ellos y respuestas por la mía.

El despacho de la corte llegó más o menos en el plazo en que lo esperábamos. Contenía una autorización para que fuéramos conducidos mi séquito y yo a Traldragdubb —o Trildrogdrib, porque se pronuncia de las dos maneras según recuerdo— por un tropel de diez caballos. Mi séquito consistía en el pobre muchacho que hacía de intérprete, al que había convencido de que se pusiera a mi servicio. Y a humilde petición mía, nos cedieron una mula a cada uno para ir. Se despachó un mensajero media jornada antes que nosotros, a fin de que informase al rey de que yo estaba en camino, y solicitar a su majestad que tuviese a bien fijar el día y la hora en que se dignaría concedernos el honor de lamer el polvo delante de su escabel. Ese es el estilo de la corte; y como descubrí, era más que una cuestión de forma. Porque, al ser recibido dos días después de llegar, se me ordenó que me tumbase boca abajo y lamiese el suelo como había dicho; aunque, por ser extranjero, se tuvo el miramiento de que estuviese lo bastante limpio para que el polvo no fuese desagradable. Esta, sin embargo, era una gracia especial que no se tiene sino con personas del más alto rango cuando solicitan audiencia. Es más, a veces esparcen polvo a propósito, cuando la persona que solicita la audiencia tiene poderosos enemigos en la corte. Yo he visto a todo un lord con la boca tan llena que cuando llegó arrastrándose a la distancia adecuada del trono no fue capaz de pronunciar una sola palabra. Y no tenía remedio; porque los que al ser recibidos en audiencia osen escupir o lavarse la boca en presencia de su majestad incurren en delito capital. Hay otra costumbre, por cierto, que no apruebo del todo: cuando al rey se le ocurre ordenar ejecutar a algún noble de manera amable e indulgente, manda esparcir por el suelo un polvo marrón que contiene un compuesto mortal, el cual, al ser lamido, lo mata indefectiblemente en veinticuatro horas. Pero para hacer justicia a la gran clemencia de este príncipe, y a su preocupación por la vida de sus súbditos (en lo que sería muy de desear que lo imitasen los monarcas de Europa), hay que decir en su honor que ha dado órdenes estrictas de que después de tal ejecución se frieguen bien las partes manchadas del suelo; lo que, si la servidumbre deja sin hacer, corre peligro de concitarse el enojo real. Yo mismo le oí mandar azotar a un paje cuya misión era avisar que se fregase el suelo después de una ejecución, pero maliciosamente había dejado de hacerlo, omisión por la que un joven lord de grandes expectativas que había acudido a una audiencia tuvo la desgracia de envenenarse, pese a que entonces el rey no tenía ningún propósito contra su vida. Pero este buen príncipe era tan benévolo que perdonó el castigo al pobre paje, después de prometer este que no volvería a hacerlo sin una orden específica.

Pero dejemos esta digresión: cuando, arrastrándome, hube llegado a cuatro yardas del trono me incorporé despacio sobre las rodillas; luego toqué siete veces el suelo con la frente, y pronuncié las palabras que me habían enseñado la víspera: Ickpling gloffthrobb squut scrumm blhiop mlashnalt zwin tnodbalkuffh slhiophad gurdlubh asht. Es el saludo que establece la legislación del país para toda persona al ser admitida a la presencia del rey, y puede traducirse por lo siguiente: «Sobreviva al sol vuestra majestad celestial once lunas y media». A esto el rey contestó algo a lo que, aunque no logré entender, repliqué como me habían apuntado: Fluft drin yalerick dwuldom prastrad mirpush, que significa exactamente: «Mi lengua está en la boca de mi amigo»; expresión que significa que deseaba que trajesen a mi intérprete; con lo que hicieron pasar al joven del que ya he hablado, por cuyo intermedio respondí a cuantas preguntas pudo hacerme su majestad en el espacio de una hora. Yo hablaba en lengua balnibarbiana, y mi intérprete vertía lo que decía a la de Luggnagg.

El rey se sintió muy complacido con mi compañía, y mandó a su bliffmarklub, o gran chambelán, que mandase preparar en palacio alojamiento para mí y para mi intérprete, con una asignación diaria para mi manutención, y una gran bolsa de oro para mis gastos corrientes.

Estuve tres meses en ese país, en total obediencia al deseo de su majestad, que estaba sumamente encantado en favorecerme, y me hizo muy honrosos ofrecimientos. Pero me pareció más acorde con la prudencia y la justicia pasar el resto de mis días junto a mi esposa y mi familia.