Capítulo VIII

Más información acerca de Glubbdubdrib. Se corrige la historia antigua y moderna.

Dado que quería ver a los antiguos más famosos por su inteligencia y saber, reservé un día a tal propósito. Pedí que apareciesen Homero y Aristóteles a la cabeza de sus comentaristas; pero eran estos últimos tan numerosos que unos centenares tuvieron que quedarse en el patio y estancias adyacentes del palacio. Conocía y pude distinguir a primera vista a los dos héroes, no sólo entre la multitud, sino a uno del otro. Homero era el de figura más alta y gentil de los dos; caminaba muy erguido para su edad, y sus ojos eran los más vivos y penetrantes que he visto en mi vida. Aristóteles iba encorvado y utilizaba un cayado; tenía el rostro flaco, el cabello fino y lacio, y la voz cavernosa. En seguida descubrí que los dos eran totalmente desconocidos para el resto de los reunidos, y que nunca habían visto ni oído hablar de ellos. Y un espectro, que dejaré en el anonimato, me susurró que, en el mundo inferior, estos comentaristas se han mantenido siempre lo más apartados de sus principales, conscientes de su vergüenza y de su culpa, por haber tergiversado horriblemente lo que tales autores habían pretendido transmitir a la posteridad. Presenté a Dídimo y Eustacio a Homero, y logré que los tratase mejor quizá de lo que se merecían; porque en seguida se dio cuenta de que carecían de genio para penetrar el espíritu de un poeta. En cambio Aristóteles se impacientó con Escoto y con Ramus, al presentárselos, y les preguntó si el resto de la tribu eran igual de zopencos que ellos.

Luego pedí al gobernador que evocase a Descartes y a Gassendi, de los que conseguí que explicasen sus sistemas a Aristóteles. Este gran filósofo reconoció libremente sus propios errores en filosofía natural, porque en muchos aspectos procedía por conjetura, como hacen todos los hombres; y encontró que Gassendi, que había hecho la doctrina de Epicuro lo más aceptable que podía, y los torbellinos de Descartes estaban igualmente desacreditados. Predijo el mismo destino a la atracción, de la que los actuales sabios son firmes defensores. Dijo que los nuevos sistemas de la naturaleza no eran sino modas que podían variar en cada época; e incluso los que pretendían demostrarlos mediante principios matemáticos gozaban de popularidad durante un breve periodo de tiempo, y caían en el olvido en cuanto este plazo expiraba.

Pasé cinco días conversando con muchos otros sabios antiguos. Vi a casi todos los emperadores romanos. Hice que el gobernador llamase a los cocineros de Heliogábalo para que nos prepararan una comida, aunque no pudieron exhibir todas sus habilidades por falta de materiales. Un ilota de Agesilao nos preparó una sopera de caldo espartano, aunque yo no fui capaz de tomar una segunda cucharada.

Los dos caballeros que me habían llevado a la isla, reclamados por sus asuntos personales, tuvieron que ausentarse tres días, tiempo que yo aproveché para entrevistarme con algunos difuntos modernos que habían sido las más grandes figuras durante los dos o tres últimos siglos en nuestro país y en otros lugares de Europa; y como yo había sido siempre gran admirador de las viejas dinastías, pedí al gobernador que evocase a una o dos docenas de reyes, con sus antecesores, por orden, hasta ocho o nueve generaciones. Pero mi decepción fue tan grande como inesperada; porque en vez de un largo cortejo de figuras con diademas reales, en una familia vi a dos violinistas, tres petimetres y un prelado italiano; y en otra a un barbero, un abad y dos cardenales. Tengo demasiada veneración por las cabezas coronadas para extenderme en tan delicado asunto. En cuanto a condes, marqueses, duques, barones y demás, no tuve tantos escrúpulos; y confieso que no dejó de producirme cierto placer el ver que podía seguir hasta sus orígenes los rasgos por los que ciertas familias se habían distinguido. Descubrí sin dificultad de dónde proviene la barbilla larga de determinada familia, por qué en una segunda abundaron los bellacos durante dos generaciones, y los idiotas en dos más; por qué una tercera estaba chiflada, y los de una cuarta eran estafadores; de dónde venía lo que Polidoro Virgilio dice de cierta gran casa, nec vir fortis, nec femina casta; cuánta crueldad, falsedad y cobardía llegaron a ser los rasgos que distinguieron a ciertas familias tanto como sus escudos de armas; quién introdujo en una casa noble la sífilis, que ha pasado en línea recta a su posteridad en forma de tumores escrofulosos. Pero nada de esto me sorprendía cuando veía el linaje interrumpido por pajes, lacayos, ayudas de cámara, cocheros, jugadores, violinistas, comediantes, capitanes y rateros.

Me asqueó sobre todo la historia moderna. Porque tras observar detenidamente a los personajes de más nombre en las cortes principescas de los últimos cien años, descubrí cómo escritores prostituidos habían engañado al mundo atribuyendo a cobardes las más grandes hazañas de guerra, a necios el más sabio consejo, sinceridad a aduladores, virtud romana a quienes traicionaron a su país, piedad a quienes fueron ateos, castidad a sodomitas y veracidad a delatores. ¡Cuántas personas inocentes y excelentes habían sido condenadas a muerte o desterradas por la presión de grandes ministros sobre jueces corrompidos y la maldad de las facciones!; ¡cuántos malvados habían sido exaltados a los más altos puestos de confianza, poder, dignidad y provecho!; ¡cuántas mociones y fallos de tribunales, consejos y senados podían ser recusados por alcahuetas, rameras, rufianes y bufones!; ¡cuán baja era la opinión que me mereció la prudencia y la integridad humanas al enterarme fidedignamente de los móviles y motivos de las grandes empresas y revoluciones del mundo, y de los insignificantes accidentes a los que debían su éxito!

Aquí descubrí la bellaquería y la ignorancia de los que simulan escribir anécdotas, o historia secreta, que mandan a tantos reyes a la tumba con una copa de veneno; pretenden repetir la conversación entre un príncipe y su primer ministro cuando no había testigos presentes; abrir los pensamientos y los cajones de embajadores y secretarios de estado, con la desdicha de equivocarse perpetuamente. Aquí descubrí las verdaderas causas de muchos acontecimientos importantes que han sorprendido al mundo: cómo una ramera puede gobernar las intimidades de un consejo, y el consejo las de un senado. Un general confesó en mi presencia que había obtenido una victoria puramente a fuerza de cobardía y mal comportamiento; y un almirante que, por carecer de suficiente inteligencia, batió al enemigo al que pretendía entregar su flota. Tres reyes me declararon que durante sus reinados jamás dieron prioridad a nadie de mérito, salvo por equivocación, o traición de algún ministro en el que confiaban; pero no lo volverían a hacer si vivieran otra vez, y demostraron con sólidos argumentos que un trono no puede sostenerse sin corrupción, porque ese carácter positivo, seguro e inquieto que la virtud imprime en el hombre es un obstáculo perpetuo para la administración pública.

Tuve la curiosidad de preguntar especialmente por qué método había obtenido mucha gente grandes títulos honoríficos y enormes propiedades, limitando mi pregunta a un periodo moderno, sin rozar no obstante la época presente, porque quería asegurarme de no ofender siquiera a extranjeros (porque creo que no hace falta advertir al lector que lo que voy a decir no se refiere ni muchísimo menos a mi país). Se evocaron gran número de personas que estaban en ese caso para que yo las interrogase muy ligeramente, y descubrí tal panorama de infamia que no puedo pensar en él sin cierto malhumor. El perjurio, la opresión, el soborno, el fraude, el rufianismo y demás flaquezas por el estilo se contaban entre las artes más excusables a que hicieron mención; y como era de razón, me mostré comprensivo. Pero cuando confesaron unos que debían su grandeza y su riqueza a la sodomía o al incesto, otros a la prostitución de sus propias esposas o hijas, otros a haber traicionado a su país o a su príncipe, unos envenenando y los más pervirtiendo la justicia a fin de destruir al inocente; espero que se me perdone si tales descubrimientos hicieron que se me enfriara la encendida veneración que en principio tiendo a tributar a las personas de rango elevado, a las que sus inferiores debemos tratar con el mayor respeto, dada su sublime dignidad.

He leído a menudo cuán grandes servicios se han hecho a veces a príncipes y estados, y he querido conocer a las personas que los llevaron a cabo. Al preguntar, me dijeron que sus nombres no se hallaban registrados en ninguna parte, salvo los de unos pocos a los que la historia presenta como los más viles bellacos y traidores. En cuanto a los demás, nunca había oído hablar de ellos. Todos aparecieron con el semblante abatido y la indumentaria más lamentable; la mayoría me dijo que habían muerto en la pobreza y la vergüenza, y el resto en el cadalso o en la horca.

Entre ellos había un personaje cuyo caso parecía un poco singular. Tenía de pie junto a él a un joven de unos dieciocho años. Me dijo que durante muchos años había mandado un barco; y que en la batalla naval de Accio había tenido la suerte de romper la gran línea de batalla del enemigo, hundir tres barcos excelentes y apresar un cuarto, lo que fue la única causa de la huida de Antonio, y de la victoria que siguió; que el joven que tenía junto a él, su hijo único, había muerto en la acción. Añadió que, confiando en que se le reconociese algún mérito una vez acabada la guerra, regresó a Roma, y solicitó en la corte de Augusto que se le concediese el mando de un barco grande cuyo comandante había muerto; y sin la menor consideración a sus pretensiones, se dio el mando a un joven que jamás había navegado, hijo de una liberta que servía a una de las amantes del emperador, y al regresar a su barco fue acusado de abandono de su puesto, con lo que el mando del barco pasó a manos de un paje favorito del vicealmirante Publicóla; así que se retiró a una modesta propiedad, muy lejos de Roma, donde acabó sus días. Sentí tanta curiosidad por saber la verdad de esta historia que pedí que se evocase a Agripa, que fue el almirante de esa batalla. Apareció y confirmó toda la historia; pero con mucha más honra para el capitán, cuya modestia había atenuado u ocultado gran parte de su mérito.

Me tenía asombrado descubrir cómo la corrupción había medrado tanto y tan deprisa en ese imperio a causa del lujo tardíamente introducido, lo que hacía que no me sorprendiera tanto la multitud de casos parecidos en otros países, en los que han prevalecido mucho más tiempo vicios de todas clases, y en los que la gloria y el saqueo han sido privilegio del jefe supremo, que seguramente era quien menos derecho tenía a lo uno y a lo otro.

Como cada personaje evocado se aparecía con el aspecto exacto que había tenido en vida, me inspiró lúgubres reflexiones constatar lo mucho que había degenerado la especie humana entre nosotros en los últimos siglos. Cómo la sífilis, en todas sus facetas y denominaciones, había alterado los rasgos del semblante inglés, reducido el tamaño de los cuerpos, debilitado los nervios, relajado los tendones y los músculos, introducido un color cetrino y vuelto la carne floja y rancia.

Llegué lo bastante abajo como para pedir que se hicieran comparecer algunos terratenientes ingleses de viejo cuño, famosos por la sencillez de sus maneras, su comida y su vestido, por la honradez de su trato, su auténtico espíritu de libertad, su valor y el amor a su país. Y no pude sentirme indiferente, después de comparar a los vivos con los muertos, al pensar cómo todas estas virtudes puras y originales las habían prostituido a cambio de una moneda los nietos, los cuales, al vender sus votos y manipular las elecciones, han adquirido todos los vicios y corrupciones que pueden aprenderse en una corte.