Capítulo VII

El autor abandona Lagado, llega a Maldonada. No hay ningún barco listo para zarpar. Efectúa un corto viaje a Glubbdubdrib. Su recibimiento por el gobernador.

El continente del que forma parte este reino se extiende, como tengo motivos para creer, hacia el este de esa región desconocida de América, al oeste de California y norte del Océano Pacífico, y no distará más de unas ciento cincuenta millas de Lagado; hay allí un buen puerto, y abundante comercio con la gran isla de Luggnagg, situada al noroeste unos 29 grados latitud norte, y 140 de longitud. Esta isla de Luggnagg se encuentra al sureste de Japón, a unas cien leguas de distancia. Hay una estrecha alianza entre el emperador japonés y el rey de Luggnagg, lo que proporciona numerosas ocasiones para navegar de una isla a la otra. Así que decidí dirigir mis pasos en esa dirección a fin de regresar a Europa. Alquilé dos mulas con un guía para que me mostrara el camino y llevara mi pequeño equipaje. Me despedí de mi noble protector, que tanto favor me había dispensado, y me hizo un espléndido regalo a mi partida.

Hice el viaje sin percances ni aventuras dignos de reseñar. Al llegar al puerto de Maldonada (que así se llama), no había en él ningún barco con destino a Luggnagg, ni parecía que fuera a haberlo durante algún tiempo. La ciudad es más o menos como Portsmouth de grande. No tardé en conocer gente, y fui muy hospitalariamente acogido. Un distinguido caballero me dijo que dado que no habría aparejados barcos con destino a Luggnagg no hasta dentro de un mes, quizá no fuera mala distracción efectuar una excursión a la pequeña isla de Glubbdubdrib, unas cinco leguas al suroeste. Se ofrecieron a acompañarme él y un amigo, y dijeron que me proporcionarían un pequeño velero para el viaje.

Glubbdubdrib, según yo interpreto la palabra, significa Isla de Hechiceros o Magos. Su tamaño es como un tercio de la isla de Wight, y es extremadamente feraz; está gobernada por el jefe de cierta tribu, en la que todos son magos. En dicha tribu sólo se casan entre sí, y el de más edad, por riguroso orden, es príncipe o gobernador; tiene un noble palacio, y un parque de unos tres mil acres, rodeado por un muro de sillares, de veinte pies de alto. En este parque hay varios pequeños cercados para ganado, cereal y huerta.

El gobernador y su familia son atendidos y servidos por criados de una clase algo inusual porque, dado su dominio de las artes necrománticas, son capaces de llamar a quien le place de entre los muertos, y tenerlo a su servicio durante veinticuatro horas, aunque no más; tampoco puede volver llamar a la misma persona durante tres meses, salvo en ocasiones sumamente excepcionales.

Cuando llegamos a la isla, que fue hacia las once de la mañana, uno de los caballeros que me acompañaban fue al gobernador y solicitó permiso para introducir a un extranjero que llegaba con el deseo de tener el honor de ser recibido por su alteza. Se le concedió inmediatamente, y cruzamos las tres puertas del palacio entre dos filas de soldados, armados y vestidos de manera extrañísima, y con unos semblantes que me erizaron la carne y me produjeron un horror que no soy capaz de expresar. Cruzamos varios aposentos, entre criados del mismo estilo, alineados a uno y otro lado como los soldados, hasta que llegamos a la cámara de audiencias donde, efectuadas tres profundas reverencias, y tras unas preguntas generales, se nos dio permiso para sentarnos en tres escabeles, junto al primer peldaño del trono de su alteza. Este conocía la lengua de Balnibarbi, aunque era distinta de la de su isla. Me pidió que le contase algo sobre mis viajes; y para hacerme comprender que debía tratarle sin ceremonia, despidió a los que le acompañaban con un movimiento de dedo, a lo cual, para gran asombro mío, desaparecieron instantáneamente como visiones de un sueño cuando despertamos de repente. Estuve unos momentos sin poder recuperarme, hasta que el gobernador me aseguró que no iba a sufrir ningún daño. Y tras comentar mis dos compañeros, que habían sido acogidos a menudo de la misma manera, que no debía abrigar ningún temor, empecé a sentirme mejor, e hice a su alteza un breve resumen de mis diversas aventuras, aunque no sin cierta vacilación, y mirando de vez en cuando por encima del hombro, hacia el sitio donde había visto esos espectros asistentes. Tuve el honor de comer con el gobernador, donde un nuevo grupo de fantasmas sirvió la comida y atendió la mesa. Ahora me di cuenta de que me sentía menos asustado que por la mañana. Estuvimos hasta la puesta del sol; pero supliqué humildemente a su alteza que me excusase por no aceptar su invitación de alojarme en palacio. Paramos mis dos amigos y yo en una casa particular de la ciudad vecina, que es la capital de esta pequeña isla; y a la mañana siguiente volvimos a cumplimentar al gobernador, como se había dignado ordenarnos.

Así continuamos en la isla durante diez días, pasando la mayor parte del día con el gobernador, y retirándonos por la noche a nuestro alojamiento. En seguida me acostumbré a la visión de los espíritus, que a la tercera o cuarta vez dejaron de producirme emoción alguna; y si me quedaba algún temor, mi curiosidad pudo más. Porque su alteza el gobernador se me brindó a evocar a los difuntos que quisiese, fuera cual fuese su número, desde los principios del mundo hasta el presente día, para que contestasen a cuantas preguntas se me ocurrieran; con esta condición: que las preguntas debían circunscribirse a los límites del tiempo en que habían vivido. Y en una cosa podía confiar: que con toda certeza me dirían la verdad; porque la mentira era una habilidad inútil en el mundo inferior.

Expresé mi humilde agradecimiento a su alteza por tan grande favor. Estábamos en una cámara desde la que se dominaba una hermosa perspectiva del parque. Y dado que mi primer impulso fue solazarme con escenas de pompa y magnificencia, pedí ver a Alejandro Magno al frente de su ejército, justo después de la batalla de Arbelas, y a un gesto del gobernador con el dedo surgió al punto en un gran campo al pie de la ventana en la que estábamos. Alejandro fue llamado a la sala: me fue muy difícil comprender su griego, y él entendió muy poco del mío. Me aseguró por su honor que no fue envenenado, sino que murió de unas fiebres por beber en exceso.

A continuación vi a Aníbal cruzando los Alpes, quien me dijo que no había una sola gota de vinagre en su campamento.

Vi a César y a Pompeyo al frente de sus tropas a punto de entablar batalla. Vi al primero en su último gran triunfo. Pedí que apareciese ante mí el senado de Roma en una gran cámara, y enfrente otra moderna de representantes. La primera parecía una asamblea de héroes y semidioses, la otra un hato de buhoneros, rateros, salteadores y camorristas.

El gobernador, a petición mía, hizo una seña a César y a Bruto para que se acercasen a nosotros. Me dominó un hondo sentimiento de respeto ante la visión de Bruto, y en cada rasgo de su semblante descubrí fácilmente la más consumada virtud, la más grande intrepidez y firmeza de espíritu, el más sincero amor a su país, y una benevolencia general para con la humanidad. Comenté, con gran placer, que había buen entendimiento entre ambos personajes; y César me confesó con franqueza que las más grandes acciones de su vida no igualaban ni de lejos la gloria de habérsela quitado. Tuve el honor de hablar largamente con Bruto, quien me dijo que sus antepasados, Junio, Sócrates, Epaminondas, Catón el Joven, sir Thomas Moro, y él mismo estaban perpetuamente juntos: sextumvirato al que todas las edades del mundo serán incapaces de añadir un séptimo.

Sería tedioso abrumar al lector con una relación de la infinidad de personajes ilustres que fueron evocados para satisfacer el insaciable deseo que yo tenía de ver el mundo desplegado ante mí en cada uno de los periodos de la antigüedad. Sobre todo me recree viendo a los grandes destructores de tiranos y usurpadores, y a los que devolvieron la libertad a las naciones oprimidas y atropelladas. Pero es imposible expresar la satisfacción que sentí en mi interior de manera que resulte adecuada distracción para el lector.