Capítulo VI

Más sobre la Academia. El autor propone mejoras que son honrosamente acogidas.

En la escuela de proyectistas políticos, sin embargo, fui mal atendido: los profesores, en mi opinión, estaban completamente chiflados, espectáculo que nunca deja de producirme tristeza. Los desdichados proponían planes para convencer a los monarcas de que escogieran favoritos por su sabiduría, capacidad y virtud; favoritos que enseñasen a los ministros a consultar el bien público; que recompensasen el mérito, el talento y los servicios eminentes; que instruyesen a los príncipes en el conocimiento de su interés verdadero y a colocarlo en el mismo plano que el de su pueblo; que escogiesen para los cargos a personas capacitadas para ejercerlos, con muchas otras quimeras descabelladas e imposibles que jamás ha llegado nadie a concebir, y que me confirmaron el viejo dicho de que nada hay tan extravagante e irracional que no lo haya defendido algún filósofo como verdad.

No obstante, debo hacer justicia a esta parte de la Academia, reconociendo que no todos eran tan visionarios. Había un sapientísimo doctor que parecía muy versado en la entera naturaleza y sistema de gobierno. Este ilustre personaje había dedicado provechosamente sus estudios a hallar remedios eficaces contra todas las enfermedades y corrupciones a las que están expuestas las diversas formas de administración pública causa de los vicios y debilidades de los que gobiernan, así como de la licenciosidad de los gobernados. Por ejemplo, dado que todos los escritores y razonadores coinciden en que hay una estricta y universal semejanza entre el cuerpo natural y el político, ¿puede haber nada más evidente que el que deba preservarse la salud del uno y el otro, y curar sus enfermedades con las mismas prescripciones? Es cosa admitida que los senados y los grandes consejos sufren frecuentes trastornos debido a humores excesivos, exuberantes y de otro género, además de numerosas enfermedades de la cabeza, y más del corazón, junto con fuertes convulsiones, graves contracciones de los nervios y tendones de ambas manos, y en especial de la derecha; con hipocondrías, flatos, vértigos y delirios; con tumores escrofulosos llenos de materia fétida y purulenta; con eructos agrios y espumajeantes, con apetitos caninos y digestiones trabajosas, aparte de muchos otros males que no hace falta mencionar. Así que este doctor proponía que cuando un senado iniciase sus sesiones, asistiesen ciertos físicos en los tres primeros días, y al terminar los debates de cada día tomasen el pulso a los senadores; después de lo cual, y de estudiar y consultar maduradamente la naturaleza de las diversas afecciones, y los medios de curación, volvieran al cuarto día a la cámara del senado acompañados de sus boticarios provistos con las medicinas adecuadas, y antes de que los miembros se sentasen, les administrasen a cada uno el lenitivo, aperitivo, abstergente, corroyente, restringente, paliativo, laxante, cefalálgico, ictérico, ótico o apoflemático que requiriese cada caso; y conforme fueran haciendo efecto dichas medicinas, repetirlas, cambiarlas o suprimirlas en la siguiente asamblea.

El proyecto no podía suponer un gran gasto para el erario público, y en mi humilde opinión sería de mucha utilidad para resolver asuntos en aquellos países en los que el senado tiene participación en el poder legislativo; generar unanimidad, abreviar debates, abrir las pocas bocas que están cerradas, y cerrar las muchas que están abiertas; refrenar la petulancia de los jóvenes, y corregir la terquedad de los viejos, estimular a los estúpidos y moderar a los insolentes.

Además, dado que existe la queja general de que los favoritos de los príncipes adolecen de frágil y corta memoria, este mismo doctor proponía que quienquiera que fuese recibido por un primer ministro, después de exponer su asunto con la mayor brevedad y en los términos más sencillos, al retirarse debía darle a dicho ministro un tirón en la nariz y un puntapié en la tripa, o pisarle un callo, o tirarle tres veces de ambas orejas, o hincarle un alfiler en el trasero, o darle un pellizco el brazo que le deje moretones, a fin de impedir que se olvide; y repetir la misma operación en cada audiencia, hasta que resuelva el asunto, o lo rechace de manera definitiva.

Asimismo, enseñaba que cada senador del gran consejo de una nación, tras exponer su opinión y aducir las razones en su defensa, debería estar obligado a emitir su voto en contra; porque si se aprobase, su resultado acabaría indefectiblemente en bien del público.

Cuando los partidos de un estado son violentos, proponía un medio maravilloso para reconciliarlos; era el método siguiente: coges cien dirigentes de cada partido; los distribuyes por parejas procurando que las cabezas sean lo más parecidas de tamaño; luego haces que dos esmerados cirujanos les sierren el occipucio a cada pareja a la vez, de manera que el cerebro quede idénticamente dividido. A continuación intercambias los occipucios seccionados, ajustando cada uno a la cabeza del miembro del partido opuesto. Al parecer, se trata verdaderamente de un trabajo de cierta precisión; pero el profesor nos aseguró que si se ejecuta con destreza, la curación está garantizada: porque sostiene que dejando que los dos medios cerebros debatan el asunto entre sí en el interior de un mismo cráneo, llegarán en seguida a un entendimiento, y producirán esa moderación, así como la regularidad de pensamiento que tanto se desea en la cabeza de quienes se imaginan que vienen al mundo únicamente a vigilar y gobernar su movimiento; y en cuanto a la diferencia en cantidad o cualidad de los cerebros de quienes son dirigentes de una facción, el doctor nos aseguró que, por lo que él sabía, era una completa bagatela.

Presencié un encendido debate entre dos profesores, sobre el modo y manera más eficaz y conveniente de recaudar dinero sin agobiar al súbdito. El primero afirmaba que el método más justo era aplicar cierto impuesto al vicio y al desenfreno, y la cantidad señalada para cada hombre debía establecerla con toda imparcialidad un jurado de vecinos suyos. El segundo era de opinión diametralmente opuesta: gravar aquellas cualidades corporales e intelectuales por las que más se valora a los hombres; la cuantía debía ser más o menos acorde con los grados de valía, cuya determinación se dejaría enteramente a criterio del interesado. El impuesto más alto recaería en los más grandes favoritos del otro sexo, y las tasas serían acordes con el número y naturaleza de los favores recibidos, para lo que se les permitiría ser sus propios garantes. Asimismo, proponía que se gravasen considerablemente el ingenio, el valor y la cortesía, y se recaudase de la misma manera, dando cada persona palabra de la cuantía de su peculio. Pero en cuanto al honor, la justicia, el juicio y el saber, no debían gravarse en absoluto; porque son méritos de carácter tan singular que nadie los reconocerá en su vecino ni los valorará en sí mismo.

A las mujeres se proponía que se las gravase de acuerdo con su belleza y su gusto en el vestir; en lo que tenían el mismo privilegio que los hombres, de determinarlo a su propio juicio. Pero no se les debía gravar la constancia, la castidad, la sensatez, y el buen carácter, porque no compensaba el coste de cobrarles.

A fin de que los senadores guardasen el interés de la corona, se proponía que los miembros se rifaran los cargos, prestando previamente juramento cada hombre, y garantizando que votaría a favor de la corte, tanto si ganaba como si no; tras lo cual los perdedores tenían a su vez libertad para rifarse la siguiente plaza vacante. De este modo se mantendrían vivas la esperanza y la expectación; ninguno se quejaría de promesas incumplidas, sino que atribuiría su decepción enteramente a Fortuna, cuyos hombros son más anchos y fuertes que los de un ministro.

Otro profesor me enseñó un largo documento con instrucciones para descubrir tramas y conspiraciones contra el gobierno. Aconsejaba a los grandes estadistas que estudiasen la dieta de todas las personas sospechosas, sus horas de comida, de qué lado se acostaban, y con qué mano se limpiaban el trasero; que examinasen sus excrementos, y a partir del color, olor, sabor, consistencia y crudeza o madurez de la digestión, extrajesen una idea de sus pensamientos y propósitos. Porque los hombres nunca son tan serios, cuidadosos y atentos como cuando hacen del cuerpo, lo que descubrió él con frecuentes experimentos; porque en tales aprietos, cuando meditaba, sólo a manera prueba, en cuál era la mejor manera de asesinar a un rey, sus heces adquirían un tinte verdoso, y otro totalmente diferente cuando pensaba en levantar una insurrección o incendiar la metrópoli.

El discurso entero estaba escrito con gran perspicacia y contenía multitud de observaciones curiosas y útiles para los políticos, aunque, a lo que me pareció, no era del todo completo. Me atreví a decírselo a su autor, y me brindé a facilitarle algún dato complementario si quería. Acogió mi proposición más receptivamente de lo que es habitual en los escritores, sobre todo los de la especie proyectista, declarando que le alegraría tener más información.

Le dije que en el reino de Tribnia, que los nativos llaman Langden, donde yo había vivido mucho tiempo, la mayoría del pueblo la formaban descubridores, testigos, denunciantes, acusadores, demandantes, testigos, juradores, junto con sus diversos instrumentos serviles y subalternos, todos bajo los colores, conducta y sueldo de los ministros y sus delegados. Las intrigas de ese reino son habitualmente obra de esas personas, deseosas de acrecentar su fama de políticos profundos, dar nuevo vigor a una administración disparatada, sofocar o distraer el descontento general, llenar sus arcas con sanciones, y realzar o desprestigiar la opinión pública, según lo que más convenga a su beneficio personal. Primero acuerdan y establecen entre ellos qué personas sospechosas deben ser acusadas de intrigar; después se toman eficaces medidas para intervenir sus cartas y documentos, y encarcelar a sus poseedores. Se trasladan estos papeles a un grupo de expertos hábiles en desentrañar significados misteriosos en palabras, sílabas y cartas; por ejemplo, llegan a descubrir que un excusado puede significar un consejo privado; una manada de gansos un senado, un perro lisiado un invasor, una cabeza de bacalao una…, una plaga un ejército permanente, un buitre un primer ministro; la gota un alto sacerdote; una horca un secretario de estado, un orinal un comité de dignatarios, un cedazo una dama de la corte; una escoba una revolución; una ratonera un cargo público; un pozo sin fondo el Erario; una alcantarilla una corte; un gorro con cascabeles un favorito; una caña rota un tribunal de justicia, un tonel vacío un general, una llaga supurante la administración.

Donde falla dicho método, tienen otros dos más eficaces, que los entendidos llaman acrósticos y anagramas. Primero, pueden traducir las letras iniciales a significados políticos. Así, la N significará una conspiración, la B un regimiento de caballería, la L una flota. Y en el segundo, transponiendo las letras del alfabeto de cualquier documento sospechoso se pueden desenmascarar las más oscuras maquinaciones de un partido descontento. Así, por ejemplo, si digo en una carta a un amigo que nuestro hermano Tom tiene almorranas, un experto en descifrado puede descubrir que las letras que forman dicha frase pueden descomponerse en las siguientes palabras: «Resiste —se ha destapado una conspiración— el viaje». Y este es el método anagramático.

El profesor me expresó su profundo agradecimiento por hacerle estas sugerencias, y prometió citarme honrosamente en su tratado.

No vi nada en este país que me invitase a alargar más tiempo la estancia, y empecé a pensar en volver a Inglaterra.