Capítulo IV

El autor abandona Laputa, es llevado a Balnibarbi, llega a la metrópoli. Descripción de la metrópoli y alrededores. El autor es hospitalariamente acogido por un gran señor. Su conversación con dicho señor.

Aunque no puedo decir que recibiera mal trato en esta isla, debo confesar que me sentía demasiado ignorado, y en cierto modo menospreciado. Porque ni el príncipe ni la gente parecían tener curiosidad por ninguna área del saber, salvo las matemáticas y la música, en las que yo estaba muy por debajo de su nivel; y por esa razón se me tenía muy poco considerado.

Por otra parte, una vez vistas todas las curiosidades de la isla, tenía muchas ganas de abandonarla, ya que estaba bastante cansado de esa gente. Eran, desde luego, excelentes en dos ciencias que tengo en gran estima, y de las que no carezco de nociones, pero al mismo tiempo son tan abstraídos y están tan absortos en sus especulaciones que como compañía jamás he conocido a nadie más antipático. Durante los dos meses de mi estancia allí sólo conversé con mujeres, comerciantes, zurradores y pajes de la corte, por lo que al final me sentí claramente despreciado; sin embargo, esta gente fue la única de la que pude recibir respuesta razonable.

Había conseguido con arduo estudio un buen nivel de conocimientos de su lengua; estaba cansado de vivir confinado en una isla donde recibía tan poco favor, y resolví abandonarla a la primera ocasión.

Había un gran señor en la corte, muy cercano al rey y, por ese solo motivo, tratado con respeto. Se le consideraba de manera general como la persona más ignorante y estúpida de todos ellos. Había prestado muchos y destacados servicios a la corona, tenía grandes cualidades naturales y adquiridas, y lo adornaban la integridad y el sentido del honor; pero tenía tan mal oído para la música que sus detractores contaban que a menudo marcaba el compás donde no correspondía. Los profesores no habían conseguido sino con mucha dificultad enseñarle a demostrar la más sencilla proposición matemática. Y se dignaba tener multitud de atenciones conmigo; a menudo me honraba con su visita, me pedía que le hablase de las cosas de Europa, de las leyes y las costumbres, de los hábitos y educación de los diversos países que yo había visitado. Y me escuchaba con gran atención, y hacía muy atinados comentarios sobre cuanto yo decía. Le tenían asignados dos zurradores, pero nunca hacía uso de ellos, salvo en la corte y en las visitas de ceremonia; y cuando estábamos a solas los dos les mandaba siempre que se retirasen.

A este ilustre personaje le rogué que intercediera por mí ante su majestad para que me concediese licencia para irme, cosa que hizo con pesar, como tuvo a bien contarme; porque, efectivamente, me había hecho muchos y muy ventajosos ofrecimientos que, no obstante, rechacé manifestándole todo mi agradecimiento.

El día 16 de febrero me despedí de su majestad y de la corte. El rey me hizo un regalo por valor de unas doscientas libras inglesas, y mi protector, pariente suyo, otro igual, junto con una carta de recomendación para un amigo suyo de Lagado, la metrópoli; dado que la isla se hallaba sobre una montaña a unas dos millas de ella, me bajaron de la galería inferior de la misma manera que habían subido.

El continente, la parte sometida al monarca de la Isla Volante, recibe el nombre general de Balnibarbi; y la metrópoli, como ya he dicho, se llama Lagado. Sentí cierta satisfacción al encontrarme en suelo firme. Me dirigí a la ciudad sin preocupación, vestido como los del país, y suficientemente preparado para entenderme con ellos. No tardé en dar con el domicilio de la persona a la que iba recomendado; presenté la carta de su amigo el grande de la isla, y fui recibido con toda amabilidad. Este gran señor, llamado Munodi, ordenó que preparasen para mí un aposento en su propia casa, donde seguí alojado durante mi estancia, y fui acogido de la manera más hospitalaria.

A la mañana siguiente de mi llegada me llevó en su faetón a ver la ciudad, que es como la mitad de Londres, aunque los edificios son de una construcción muy rara, y la mayoría no tienen arreglo. La gente de las calles caminaba deprisa, con expresión extraviada, la mirada fija y las ropas harapientas por lo general. Cruzamos una de las puertas de la ciudad y salimos unas tres millas hacia el campo, donde vi muchos campesinos trabajando la tierra con varias clases de aperos; pero no conseguía adivinar qué hacían exactamente; tampoco notaba que hubiese vestigios de cereal o de hierba, aunque el suelo parecía excelente. No podía por menos de admirar el singular aspecto de la ciudad y el campo; y armándome de osadía, pedí a mi guía que me explicase qué significaba tanto afán como denotaban las cabezas, las manos y los rostros en las calles y en el campo, porque no veía que produjesen ningún buen efecto, sino al contrario, nunca había visto una tierra tan mal cultivada, ni unas casas tan mal diseñadas y ruinosas, ni una gente cuyos semblantes e indumentaria reflejaran tanta necesidad y miseria.

Este lord Munodi era una persona de primera categoría, y hacía unos años que era gobernador de Lagado; pero una camarilla de ministros lo había destituido por incompetente. No obstante, el rey lo trataba con afecto, como a una persona honesta, aunque de escasa y desdeñable inteligencia.

Cuando le hice esa franca censura del país y sus habitantes, me dijo por toda respuesta que no llevaba viviendo entre ellos el tiempo suficiente para formarme un juicio, y que las diferentes naciones del mundo tenían diferentes costumbres, con algún otro tópico del mismo tenor. Pero cuando regresamos a su palacio me preguntó qué me parecía el edificio, qué absurdos observaba, y qué pegas encontraba a la indumentaria y aspecto de la servidumbre. Podía preguntar sin temor, porque todo a su alrededor era magnífico, ordenado y distinguido. Contesté que la prudencia, la calidad y la fortuna de su excelencia le habían evitado caer en los defectos que la insensatez y la miseria habían producido en otros. Entonces me dijo que si lo acompañaba a su casa de campo, a unas veinte millas, donde tenía su alquería estaríamos más a gusto para esta clase de conversación. Dije a su excelencia que me considerase a su entera disposición; y allí nos dirigimos a la mañana siguiente.

Durante el trayecto me hizo observar los diversos métodos que los labradores utilizaban para trabajar su tierra, para mí totalmente inexplicables; porque, salvo en poquísimos lugares, no descubrí una sola espiga de trigo ni hoja de hierba. Pero cuando ya llevábamos tres horas de viaje, el paisaje cambió por completo; entramos en una comarca de lo más hermosa; con casas de agricultores a poca distancia unas de otras, esmeradamente construidas, los campos cercados con viñedos, trigales y pastos. No recuerdo haber visto un escenario más encantador. Su excelencia observó que se me iluminaba el semblante; y me dijo, con un suspiro, que aquí empezaba su propiedad, y que continuaría igual hasta que llegáramos a la casa. Que sus compatriotas lo ridiculizaban y menospreciaban porque no llevaba mejor sus intereses, y por dar tan mal ejemplo al reino, el cual seguían muy pocos, sólo los viejos, los tercos y los débiles como él.

Llegamos finalmente a la casa, que efectivamente era un noble edificio, construido según las mejores reglas de la antigua arquitectura. Las fuentes, jardines, paseos, avenidas y arboledas, estaban dispuestos con exquisito gusto y discernimiento. Yo le alababa debidamente todo lo que veía, pero su excelencia no hizo el menor comentario hasta después de la cena, momento en que, sin la presencia de terceros, me contó con expresión triste que creía que debía derribar su casa de la ciudad y la del campo, y volverlas a hacer conforme a la moda actual, destruir los cultivos e iniciar otros según dictaba la moderna usanza; y dar las mismas instrucciones a sus colonos, si no quería que le tildasen de orgulloso, extravagante, afectado, ignorante, caprichoso, y aumentar quizá el desagrado de su majestad.

Que la admiración que parecía suscitar en mí cesaría, o disminuiría, cuando me informase de algunos detalles, de los que probablemente no había oído hablar en la corte, dado que la gente allí andaba demasiado absorta en sus propias meditaciones para hacer caso de lo que ocurría aquí abajo.

La sustancia de su discurso fue la siguiente: que hacía unos cuarenta años, ciertas personas subieron a Laputa, bien por negocios o bien por diversión, y tras cinco meses de estancia, regresaron con muy pocos conocimientos de matemáticas, pero llenos de espíritu volátil adquirido en esa región aérea. Que estas personas, a su vuelta, empezaron a mostrar desagrado por la manera con que se hacía todo aquí abajo, y a hacer planes para fundamentar las artes, las ciencias, las lenguas y la mecánica sobre una nueva base. Con este fin solicitaron un privilegio real para crear en Lagado una academia de PROYECTISTAS; y tan fuertemente se impuso el capricho en la gente, que no hay pueblo de importancia en el reino que no tenga tal academia. En estos colegios, los profesores elaboran nuevos sistemas y modelos de construcción y de agricultura, así como nuevas herramientas e instrumentos para todas las profesiones y oficios con los que, como ellos prometen, un hombre realizará el trabajo de diez. En una semana se puede erigir un palacio con materiales tan resistentes que pueden durar eternamente sin necesidad de reparación; los frutos de la tierra madurarán en la época del año que se quiera, y su producción aumentará cien veces la de ahora; así como una infinidad de venturosas propuestas más. El único inconveniente es que ninguno de estos proyectos se ha llevado todavía a la perfección; y entretanto, el campo entero permanece lamentablemente yermo, las casas se hallan en ruinas y la gente se encuentra sin ropas y sin alimentos. Ante esto, en vez de desanimarse, se muestran cincuenta veces más encendidamente empeñados en proseguir sus proyectos, igualmente empujados por la esperanza y la desesperación. Que en cuanto a él, que no era de espíritu emprendedor, se contentaba con seguir los métodos antiguos, vivir en las casas que sus antecesores habían construido, y comportarse como se habían comportado ellos en todas las facetas de la vida sin introducir innovaciones. Que otras personas de calidad y de la aristocracia habían hecho lo mismo, aunque se las miraba con menosprecio y aversión, como enemigas del arte, ignorantes, y contrarias al bienestar común, que prefieren su propia comodidad y apatía al progreso general de su país.

Su señoría añadió que de ninguna manera quería estropear con más detalles el placer que sin duda me proporcionaría visitar la gran academia, a la que estaba dispuesto a llevarme. Y se limitó a indicarme que me fijase en un edificio en ruinas que había en la ladera de una montaña, a unas tres millas de distancia, del que me contó lo siguiente: que él tenía un molino muy práctico a media milla de su casa, movido por un brazal de un gran río, suficiente para su familia, así como para gran número de colonos. Que hacía siete años, una comitiva de estos proyectistas fueron a verlo, con la oferta de demoler dicho molino, y construir otro en la ladera de esa montaña, en cuyo lomo habría que excavar un canal largo para depósito de agua, que habría que conducir mediante tuberías e ingenios para abastecer al molino; porque el viento y el aire en esas alturas agitaban el agua, con lo que la hacían más apta para el movimiento, y porque al bajar por la pendiente harían girar el molino con la mitad del caudal de un río, cuyo curso discurre más llano. Dijo que como en aquel entonces no estaba muy bien con la corte, y lo presionaban muchos amigos, accedió a dicha proposición; y después de tener trabajando a un centenar de hombres durante dos años, la obra fracasó, y los proyectistas se fueron —echándole toda la culpa a él y denostándolo desde entonces— a incordiar a otros con el mismo experimento, con iguales garantías de éxito, y con igual resultado.

Unos días después volvimos a la ciudad; y su excelencia, consciente de la mala reputación que tenía en la academia, no quiso acompañarme, sino que me recomendó a un amigo suyo para que lo hiciese. Milord se complació en presentarme como un gran admirador de proyectos, y persona de mucha curiosidad y fácil de convencer; lo que, desde luego, no dejaba de ser verdad; porque en mis tiempos mozos había sido proyectista en cierto modo.