Capítulo II

Descripción del humor y talante de los laputanos. Relación sobre su saber. Del rey y su corte. Recibimiento en ella del autor. Los habitantes sufren temores e inquietudes. Descripción de las mujeres.

Al bajarme del asiento me rodeó una multitud; pero los que estaban más cerca parecían personas de más calidad. Me miraron con todas las muestras y manifestaciones de asombro; pero no lo estaba yo menos respecto de ellos, ya que hasta entonces no había visto una raza de mortales tan singular en cuanto a figura, atuendo y semblante. La cabeza la tenían todos ladeada a la derecha o a la izquierda; un ojo lo reñían vuelto hacia dentro, y el otro miraba directamente al cénit. Sus ropas externas estaban adornadas con figuras de soles, lunas y estrellas que se entremezclaban con violines, flautas, arpas, trompetas, guitarras, clavecines y multitud de instrumentos musicales desconocidos en Europa. Observé que había muchos, aquí y allá, con vestimenta de criados, con una vejiga hinchada atada al extremo de un bastón corto, como un mayal, que llevaban en la mano. Cada vejiga contenía una pequeña cantidad de guisantes secos, o pequeños guijarros —como me informaron después—. Con estas vejigas golpeaban de vez en cuando a los que tenían cerca en la boca o en las orejas, práctica cuyo sentido no era capaz de hacerme la más remota idea; al parecer, el cerebro de esta gente se abstrae de tal modo en especulaciones que no son capaces de hablar ni prestar atención al discurso de otro, a menos que alguna acción externa sobre sus órganos del habla o del oído les saque del ensimismamiento; motivo por el cual las personas que pueden permitírselo tienen siempre un zurrador (su denominación original es climenole) en la familia, como un criado más, y nunca salen ni hacen una visita sin hacerse acompañar por este. Y la función de tal agente es, cuando se reúnen dos o tres personas, golpear suavemente con la vejiga en la boca al que debe hablar, y en la oreja a aquel o aquellos a los que se dirige el hablante. Dicho zurrador se dedica asimismo a acompañar diligentemente a su amo en sus paseos, y a darle con suavidad de vez en cuando en los ojos, porque este se halla siempre tan inmerso en meditaciones que corre claro peligro de caerse en cada precipicio, y golpearse la cabeza con cada poste y, en las calles, de arrojar a la gente, o la gente a él, al arroyo.

Era preciso dar al lector esta información, ya que sin ella se encontraría en el mismo estado de perplejidad que yo, para entender el proceder de esta gente, cuando me hicieron subir por la escalinata a la parte superior de la isla, y de allí al palacio real. Mientras subíamos se olvidaron varias veces a qué iban y me dejaron solo, hasta que los zurradores les despertaban la memoria; porque no les decía absolutamente nada la visión de mi atuendo, ni mi aspecto extranjero, ni los gritos del vulgo, cuyo pensamiento y cerebro eran menos propensos a la concentración.

Finalmente entramos en el palacio, y nos dirigimos a la cámara de audiencias, donde vi al rey sentado en su trono, acompañado de varias personas principales a cada lado. Delante del trono había una gran mesa llena de globos, esferas e instrumentos matemáticos de todas clases. Su majestad no advirtió nuestra presencia, aunque nuestra entrada no dejó de causar suficiente revuelo, al acudir todas las personas pertenecientes a la corte. Pero en esos momentos se hallaba absorto en un problema, y tuvimos que esperar lo menos una hora antes de que lograra resolverlo. Tenía junto a él, a cada lado, un joven paje, cada uno con su zurriago en la mano, y al notar que se quedaba alelado, uno de ellos le golpeó suavemente en la boca, y el otro en la oreja derecha; a lo cual se sobresaltó como el que despierta de súbito; y mirándome a mí, y a los que me acompañaban, se acordó del motivo de nuestra llegada, de la que había sido informado previamente. Dijo unas palabras, a lo que en seguida un mancebo con zurriago se llegó a mí y me dio suavemente en la oreja derecha; pero yo le indiqué lo mejor que pude con una seña que no hacía falta que usara de dicho instrumento; lo que, como me enteré más tarde, hizo que su majestad y la corte entera se formasen una opinión muy pobre de mi inteligencia. El rey, según pude deducir, me hizo varias preguntas, y yo le hablé en todas las lenguas que conocía. Cuando se hizo evidente que ni le comprendía ni era comprendido, me condujeron, por orden suya, a un aposento de su palacio (este príncipe destacaba sobre sus predecesores por su hospitalidad con los desconocidos), donde me asignaron dos criados para que me asistiesen. Me trajeron la comida, y cuatro personajes de calidad, a los que recordaba haber visto muy cerca de la persona del rey, me honraron comiendo conmigo. Nos trajeron dos servicios de tres platos cada uno. El primero consistió en paletilla de cordero, cortada en forma de un triángulo equilátero, un filete de vaca de forma romboidal y un budín cicloidal. El segundo menú consistió en dos patos ensartados de manera que parecían violines, salchichas con aspecto de flautas y oboes, y pecho de ternera en forma de arpa. Los sirvientes nos cortaron el pan en conos, cilindros, paralelogramos y otras figuras matemáticas.

Mientras comíamos tuve el atrevimiento de preguntar los nombres de varias cosas en su lengua, y aquellos nobles personajes, con la ayuda de sus zurradores, me contestaron de buen grado, esperando con ello que admirara aún más su gran inteligencia, si lograban que conversara con ellos. Poco después fui capaz de pedir pan, bebida y cualquier cosa que necesitara.

Después de comer se retiraron los que me habían acompañado, y se me envió una persona, por orden del rey, asistida por un zurrador. Trajo consigo pluma, tinta y papel, y tres o cuatro libros; y me dio a entender por señas que había sido enviado para enseñarme la lengua. Estuvimos trabajando cuatro horas, tiempo en el que escribí gran número de palabras, en columnas, con su traducción enfrente; asimismo conseguí aprender varias frases breves. Porque mi profesor ordenaba a uno de mis criados ir por algo, darse la vuelta, saludar con la cabeza, sentarse, levantarse caminar y cosas por el estilo. Luego lo escribía. También me mostró, en un libro las figuras del sol, la luna, las estrellas, el zodíaco, los trópicos y los círculos polares, junto con el nombre de muchas figuras planas y tridimensionales. Me dio el nombre y la descripción de todos los instrumentos musicales, así como los términos generales del arte de tocar cada uno de ellos. Cuando se marchó, puse todas las palabras con su traducción por orden alfabético, y así, en pocos días, con ayuda de mi fidelísima memoria, adquirí ciertas nociones de su lengua.

La palabra que yo interpreto por isla volante o flotante es, en su original Laputa, de la que no llegué a saber nunca la verdadera etimología. Lap, en la vieja lengua arcaizante, significa «alto», y untuh «gobernador», términos de los que dicen que deriva, laputa por corrupción de lapuntuh. Pero a mí no me convence esa etimología, ya que me parece algo forzada. Me atreví a sugerir a los entendidos una teoría personal: que laputa era casi lap outed; lap significaba propiamente el cabrilleo de los rayos del sol en el mar; y outed «ala»; teoría que no obstante no pretendo imponer, sino que la someto al lector juicioso.

Aquellos a los que el rey me había confiado, al observar lo mal vestido que iba, hicieron venir un sastre a la mañana siguiente, a tomarme las medidas para un traje. Este artesano hizo su trabajo de manera diferente de como se trabaja dicho oficio en Europa. Primero me tomó la talla con un cuadrante; luego, con regla y compases, describió las dimensiones y contorno de todo mi cuerpo, pasándolo todo al papel; y a los seis días me trajo la ropa muy mal confeccionada, y completamente deforme, porque había equivocado una cifra en los cálculos. Pero, para mi consuelo, comprobé que tales accidentes eran bastante frecuentes y poco tenidos en cuenta.

Durante mi reclusión por falta de ropa, y por una indisposición que me retuvo varios días más, amplié bastante mi diccionario; y cuando volví a comparecer ante la corte, fui capaz de comprender muchas cosas que el rey dijo, y contestar amablemente a algunas de sus preguntas. Su majestad había dado orden de desplazar la isla hacia el noreste y este derecho, hasta la vertical sobre Lagado, metrópoli del reino en tierra firme. Estaba a unas noventa leguas de distancia, y nuestro viaje duró cuatro días y medio. No noté en absoluto el movimiento progresivo que la isla efectuaba en el aire. A la segunda mañana, hacia las once, el propio rey en persona, acompañado de su nobleza, cortesanos y oficiales, una vez preparados todos los instrumentos musicales, tocaron durante tres horas sin descanso, de manera que acabé completamente atontado por el ruido; pero no tenía idea de su significado, hasta que me lo explicó mi profesor. Dijo que la gente de la isla tenía los oídos adaptados para oír la música de las esferas, que siempre tocaban en determinados periodos, y en la corte estaban ahora dispuestos a interpretar su parte con los instrumentos que más destacaran.

Durante el viaje a Lagado, la capital, su majestad ordenó detener la isla sobre determinadas ciudades y pueblos, a fin de poder recoger las peticiones de sus súbditos. Con tal objeto se bajaron varios bramantes con pequeñas pesas en el extremo. La gente ataba sus peticiones a estos bramantes, que eran subidos inmediatamente, como los papeles que los escolares atan en el rabo de la cometa para estabilizarla. A veces recibíamos vino y provisiones de abajo, que se subían con aparejos.

Los conocimientos que tenía de matemáticas me fueron de gran ayuda para adquirir su fraseología, que dependía en gran medida de esa ciencia y de la música; y en cuanto a esta última, no me era desconocida. Sus ideas están continuamente haciendo referencia a líneas y figuras. Si por ejemplo quieren alabar la belleza de una mujer, o de cualquier otro animal, la describen como rombos, círculos, paralelogramos, elipses y demás términos geométricos, o mediante términos sacados del arte de la música que no hace falta repetir aquí. Observé en la cocina del rey toda suerte de instrumentos matemáticos y musicales, según la figura que querían dar a los asados que servían a la mesa de su majestad.

Sus casas están muy mal construidas, las paredes están inclinadas, y no hay un solo ángulo recto en ningún aposento, defecto que proviene del menosprecio en que tienen la geometría práctica por considerarla vulgar y mecánica; las instrucciones que dan son demasiado elevadas para el entendimiento de sus trabajadores, que cometen continuos errores. Y aunque son bastante diestros sobre una hoja de papel con el manejo de la regla, el lápiz y el compás, aunque en las actividades corrientes y en la vida cotidiana no he visto gente más torpe, tosca y desmañada, ni más lenta y perpleja en sus ideas respecto a todos los terrenos, salvo el de las matemáticas y la música. Son muy malos razonadores, y muy dados a polemizar, menos cuando su opinión es la correcta, lo que ocurre rara vez. La imaginación, la fantasía y la invención les son totalmente ajenas, y no existen en su lengua términos con que expresar esas ideas; todo el ámbito de su pensamiento y de su entendimiento se circunscribe a las dos mencionadas ciencias.

Casi todos, y en especial los que se relacionan con la parte astronómica, poseen una gran fe en la astrología judiciaria, aunque les da vergüenza reconocerlo en público. Pero lo que yo admiraba principalmente, y me parecía de lo más inexplicable, era la fuerte propensión que observé en ellos hacia las noticias y la política, ya que estaban siempre inquiriendo sobre los asuntos públicos, emitiendo juicios sobre cuestiones de estado, y discutiendo apasionadamente cada pulgada de opinión de los partidos. He observado, desde luego, la misma disposición en la mayoría de los matemáticos de Europa que he conocido, aunque jamás he logrado encontrar la menor analogía entre las dos ciencias; a no ser que esta gente crea que por el hecho de que el más pequeño círculo tenga los mismos grados que el más grande, la regulación y gobierno del mundo no requieren más habilidad que la de manejar y hacer girar un globo terráqueo: aunque creo que esa tendencia proviene de una debilidad muy común de la naturaleza humana, que nos inclina a ser más curiosos y vanidosos en materias con las que tenemos relación, y para las que, por estudio o por naturaleza, estamos menos preparados.

Esta gente es presa de continuas inquietudes, y jamás disfruta de un minuto de paz interior; y sus tribulaciones provienen de causas que afectan poco al resto de los mortales. Sus temores se deben a diversos cambios que puedan acontecer a los cuerpos celestes. Por ejemplo, que la tierra, debido a los continuos acercamientos del sol, sea absorbida o tragada por este en el transcurso del tiempo; que la faz del sol quede poco a poco recubierta de una costra de sus propios efluvios, y deje de iluminar al mundo; que la tierra se ha librado por muy poco de que la barriera la cola del último cometa, lo que infaliblemente la habría reducido a cenizas; y que el cometa siguiente, que han calculado que pasará dentro de treinta y un años, nos destruirá con toda probabilidad. Porque, si en su perihelio se acercase a determinada distancia del sol (como tienen motivos para temer, según sus cálculos), adquirirá un grado de calor diez mil veces más intenso que el del hierro al rojo; y al irse del sol, llevará una cola llameante un millón catorce millas de larga; con lo que si la tierra pasase a la distancia de cien mil millas del núcleo, o principal cuerpo del cometa, se inflamaría y se reduciría a cenizas; que el sol, al emitir sus rayos diariamente sin ningún nutriente que lo alimente, se consumirá y se apagará por completo, lo cual irá acompañado de la destrucción de esta tierra y de todos los planetas que reciben su luz de él.

Están tan perpetuamente alarmados con el temor de estos y parecidos peligros inminentes que no pueden ni dormir tranquilamente en la cama, ni disfrutar de placeres o diversiones corrientes de la vida. Cuando se encuentran con un conocido por la mañana, la primera pregunta es sobre la salud del sol, qué aspecto tenía a la puesta y a la salida, y qué esperanzas hay de esquivar el choque con el cometa que se aproxima. Esta conversación suelen abordarla con el mismo ánimo que los chicos cuando se deleitan oyendo historias terribles de espíritus y duendes, que las escuchan embelesados, y no quieren irse a la cama por miedo.

Las mujeres de la isla son muy pletóricas; desdeñan a sus maridos, y les gustan extraordinariamente los forasteros, de los que siempre hay muchos del continente de abajo, que acuden a la corte, bien por asuntos de las diversas ciudades y ayuntamientos, o por cuestiones particulares; aunque son menospreciados porque carecen del talento de los de arriba. Las damas escogen entre estos a sus galanes; pero lo irritante es que actúan con demasiado descaro y seguridad, porque el marido está siempre embebido en sus meditaciones, de manera que esposa y amante pueden entregarse a las mayores familiaridades en su cara, con tal que él esté provisto de papel y utensilios, y no tenga al zurrador a su lado.

Las esposas e hijas lamentan su confinamiento en la isla, aunque la consideran el lugar más delicioso de la tierra; y aunque viven aquí en medio de la mayor abundancia y magnificencia, y se les permite hacer lo que les plazca, anhelan ver mundo y divertirse en la metrópoli, cosa que no pueden hacer sin un permiso especial del rey; lo que no es fácil de obtener, porque la gente de calidad ha comprobado por frecuentes experiencias cuán difícil es convencer a sus esposas de que regresen de abajo. Y me contaron que una gran dama de la corte, que tenía varios hijos y estaba casada con el primer ministro, el hombre más rico del reino, muy gallardo de persona, sumamente enamorado de ella, y dueño del palacio más hermoso de la isla, bajó a Lagado, con un pretexto de salud, y se ocultó allí varios meses, hasta que el rey dio orden de buscarla, y la hallaron en un figón oscuro, vestida con harapos porque había empeñado las ropas para mantener a un lacayo viejo y deforme que le pegaba diariamente, y de cuyo lado la arrancaron muy contra su voluntad. Y aunque su marido la recibió con toda benevolencia, y sin el más mínimo reproche, no tardó ella en arreglárselas para bajar furtivamente otra vez, con todas sus joyas, a reunirse con el mismo galán, y desde entonces no se ha sabido nada de ella.

Quizá le parezca esto al lector más una historia europea o inglesa, que un sucedido de un país tan remoto. Pero debe tener en cuenta que los caprichos femeninos no están limitados por ningún clima ni nación, y que son mucho más uniformes de lo que fácilmente cabe imaginar.

En espacio de un mes conseguí un relativo dominio de su lengua, y era capaz de contestar a las preguntas del rey, cuando tenía el honor de acompañarle. Su majestad no mostraba la más mínima curiosidad por las leyes, gobierno, historia, religión y costumbres de los países en los que yo había estado, sino que limitaba sus preguntas a la situación de las matemáticas, y acogía la explicación que yo le daba con gran desdén e indiferencia; aunque a menudo lo despertaban los zurradores que tenía a cada lado.