Capítulo X

Elogio de los luggnaggianos. Especial descripción de los struldbruggs, con muchas conversaciones entre el autor y eminentes conocedores de dicho asunto.

Los luggnaggianos son gente educada y generosa, y aunque no carecen de ese orgullo que es característico de todos pueblos orientales, se muestran corteses con los extranjeros, en especial con los favorecidos por la corte. Hice muchas amistades entre las personas de la alta sociedad, y dado que siempre estuve asistido por mi intérprete, las conversaciones que teníamos no resultaban incómodas.

Un día que estaba rodeado de muy buena compañía, me preguntó una persona de calidad si había visto sus struldbruggs, o inmortales. Le dije que no y le pedí que me explicase qué quería decir tal apelativo aplicado a una criatura. Me dijo que a veces, aunque muy raramente, nacía algún niño en el seno de una familia con una mancha circular de color rojo en la frente, encima justo de la ceja izquierda; era la marca infalible de que no moriría. La mancha, según la describió, era del tamaño de una moneda de tres peniques, pero con el tiempo se hacía más grande, y cambiaba de color: a los doce años se volvía verde, y seguía igual hasta los veinticinco, edad en que cambiaba a azul oscuro; y a los cuarenta y cinco, a negro como el carbón, y se hacía del tamaño de un chelín inglés; y no se conocía ningún otro cambio. Dijo que estos nacimientos eran tan raros que no creía que hubiese más de mil cien struldbruggs de ambos sexos en todo el reino, de los que calculaba que unos cincuenta estaban en la metrópoli; y entre el resto había una niña de unos tres años; que estos nacimientos no eran característicos de ninguna familia, sino meros productos de la casualidad; y que los hijos de los propios struldbruggs eran tan mortales como el resto de la gente.

Confieso sinceramente que me alegró lo indecible oír esta noticia; y como la persona que me la facilitó comprendía la lengua balnibarbiana, que yo hablaba muy bien, no pude por menos de prorrumpir en expresiones quizá un poco demasiado desorbitadas. Exclamé con entusiasmo: «¡Dichosa nación esta, en la que cada niño tiene al menos una posibilidad de ser inmortal! ¡Dichoso su pueblo, que goza de tantos ejemplos vivos de la antigua virtud, y tiene maestros que pueden instruirle en la sabiduría de épocas pasadas! ¡Y más dichosos aún esos excelentes struldbruggs que, ajenos a esa desdicha universal de la naturaleza humana, tienen el espíritu libre y desembarazado, sin el peso y abatimiento de ánimo que causa el continuo temor a la muerte!». Manifesté mi admiración de que no hubiera observado a ninguna de estas ilustres personas en la corte; porque una mancha negra en la frente era algo tan llamativo que no me habría pasado fácilmente inadvertida; y era imposible que su majestad, príncipe de lo más juicioso, no se rodeara de buen número de tan sabios y buenos consejeros. Aunque quizá la virtud de estos sabios venerables era demasiado estricta para las prácticas corruptas y libertinas de una corte. Y a menudo hallamos por experiencia que los jóvenes son demasiado tercos e inconstantes para dejarse guiar por los sobrios dictados de sus mayores. Sin embargo, dado que el rey se dignaba concederme acceso a su real presencia, tenía decidido, a la primera ocasión, manifestarle abiertamente y por extenso mi opinión sobre el particular con ayuda de mi intérprete; y tanto si se dignaba seguir mi consejo como si no, estaba dispuesto, ya que su majestad me ofrecía a menudo una posición en este país, a aceptar agradecido el favor, y pasarme aquí la vida conversando con los struldbruggs, esos seres superiores, si tenían la gentileza de aceptarme.

El caballero al que dirigía mi discurso, que —como ya he comentado— hablaba la lengua de Balnibarbi, me dijo, con esa sonrisa que normalmente nace de la compasión hacia el ignorante, que se alegraba de cualquier motivo que sirviese para retenerme entre ellos; y me pidió permiso para explicar a los presentes lo que yo acababa de decir. Así lo hizo, y hablaron entre sí durante un rato en su propia lengua, de la que no entendí una sílaba, y pude observar por sus semblantes qué impresión hacían mis palabras en ellos. Tras un breve silencio, la misma persona me dijo que mucho complacían a sus amigos y míos (así juzgó conveniente expresarse) las discretas razones que había expresado sobre la gran dicha y ventajas de la vida inmortal, y que deseaban saber concretamente qué plan de vida me habría hecho yo si me hubiese tocado la suerte de nacer struldbrugg.

Contesté que era fácil explayarse en tema tan amplio y tan agradable, especialmente a mí, que tan acostumbrado estaba a distraerme imaginando lo que haría si fuese rey, general, o grande de mi país; y en cuanto a este caso, había recorrido el sistema entero de a qué me dedicaría y en qué me ocuparía si tuviese la seguridad de vivir eternamente.

Que sí hubiese tenido la suerte de nacer struldbrugg, tan pronto como hubiese descubierto esa dicha, sabedor de la diferencia entre la vida y la muerte, decidiría primero procurarme riquezas utilizando todas las artes y métodos posibles. En esta empresa, con economía y administración, podía esperar razonablemente convertirme, en un plazo de doscientos años, en el hombre más rico del reino. En segundo lugar, desde temprana edad me aplicaría al estudio de las artes y las ciencias en las que con el tiempo llegaría a destacar por encima de todos los demás. Finalmente, consignaría cuidadosamente cada acción y acontecimiento de importancia Pública que sucediera, trazaría con imparcialidad los caracteres de las diversas sucesiones de príncipes y grandes ministros de estado, con mis propias observaciones sobre cada aspecto. Tomaría nota exacta de los diversos cambios de costumbres, lenguas, vestidos, hábitos alimentarios y diversiones. Con todos estos conocimientos, sería un tesoro viviente de ciencia y sabiduría, y desde luego me convertiría en el oráculo de la nación.

No me casaría después de los sesenta años, sino que llevaría una vida hospitalaria, aunque sin dejar de ahorrar. Me dedicaría a formar y dirigir el espíritu de los jóvenes prometedores, convenciéndolos con mis remembranzas, experiencias y observaciones, reforzadas con numerosos ejemplos, de la utilidad de la virtud en la vida pública y privada. Pero mis compañeros escogidos y constantes serían un grupo de mi propia fraternidad inmortal, entre los que elegiría una docena, de los más antiguos a coetáneos míos. Donde alguno de estos fuese necesitado, lo proveería de oportuno alojamiento vecino a mi propiedad, y sentaría siempre a mi mesa a algunos de ellos, entremezclándolos sólo con unos pocos de los más valiosos mortales, a los que el paso del tiempo me acostumbraría a perder con poco o ningún pesar, y trataría a vuestra posteridad de la misma manera, igual que se recrea un hombre en la sucesión anual de los claveles y los tulipanes de su jardín sin llorar la pérdida de los que se marchitaron el año anterior.

Estos struldbruggs y yo intercambiaríamos experiencias y recuerdos durante el transcurso del tiempo; estudiaríamos las diversas gradaciones con que la corrupción va invadiendo el mundo, y la combatiríamos en todas sus etapas, brindando perpetua advertencia e instrucción a la humanidad; lo que sumado a la poderosa influencia de nuestro ejemplo, probablemente impediría esa progresiva degeneración de la naturaleza humana, de la que tan justamente se han lamentado en todas las épocas.

A esto hay que añadir el placer de ver las diversas revoluciones de los estados y los imperios, los cambios que se operasen en el mundo inferior y superior, la conversión en ruinas de las ciudades antiguas, y en sedes de reyes pueblos oscuros, la reducción a pequeños arroyos de ríos ahora famosos; cómo el océano dejaba seco un litoral y anegaba otro; presenciar el descubrimiento de muchos países todavía desconocidos; la invasión por la barbarie de las naciones más cultas, y las más bárbaras volverse civilizadas. Después vería el descubrimiento de la longitud, del movimiento continuo, de la medicina universal, y cómo se elevaba a la total perfección muchos otros inventos.

Qué maravillosos descubrimientos haríamos en astronomía, sobreviviendo a nuestras predicciones y confirmándolas, y observando la marcha y retorno de los cometas, con los cambios de movimiento del sol, de la luna y de las estrellas.

Me extendí en otras muchas cuestiones que el deseo natural de una vida interminable y una felicidad sublunar podían proporcionarme fácilmente. Cuando terminé, y se hubo traducido como antes el total de mi discurso al resto de los presentes, se produjo un animado intercambio de comentarios entre ellos en la lengua de su país, no sin algunas risas a mi costa. Por último, el mismo caballero que había sido mi intérprete dijo que el resto le pedía que me corrigiese algunos errores en que había caído por la común imbecilidad de la naturaleza humana, y que por tal consideración era menos responsable de ellos: que esta raza de struldbruggs era peculiar de su país, porque no había gente así ni en Balnibarbi ni en Japón, donde tenía el honor de ser embajador de su majestad, y encontraba que a los naturales de ambos reinos les costaba mucho creer que fuera posible algo así; y parecía por mi asombro, cuando se me habló de esto por primera vez, que había acogido la noticia como algo enteramente nuevo y apenas creíble; que en los dos reinos arriba mencionados, donde había conversado mucho durante su estancia, había observado que la longevidad era el deseo universal y la aspiración de la humanidad; que todo el que tenía un pie en la tumba mantenía el otro fuera lo más que podía; que el más decrépito abrigaba la esperanza de vivir un día más, y miraba la muerte como el más grande de los males, del que la Naturaleza le movía siempre a retraerse; que sólo en esta isla de Luggnagg el apetito de vivir no era tan acuciante, debido al ejemplo perenne de los struldbruggs que tenían ante los ojos.

Que el modo de vida que yo imaginaba no era razonable ni justo, porque suponía gozar de perpetua juventud, salud y vigor, lo que nadie podía ser tan necio de esperar, por disparatados que fuese en sus deseos; que la cuestión, por tanto, no era si un hombre escogería estar siempre en la flor de la juventud, asistido de la prosperidad y la salud, sino cómo pasaría una vida interminable soportando las desventajas que comporta la vejez. Porque aunque pocos hombres manifestarán el deseo de ser inmortales en semejantes condiciones, sin embargo, en los dos reinos antes citados, Balnibarbi y Japón, había observado que todos querían posponer la muerte algún tiempo más, lo mis posible, y rara vez había oído de que nadie muriese de buen grado, salvo el acuciado por el sufrimiento o el dolor extremo. Y me preguntó si en los países que había visitado, y en el mío, no había observado la misma disposición general.

Tras este prefacio, me habló con detalle de los struldbruggs que había entre ellos. Dijo que normalmente se comportaban como mortales hasta los treinta años más o menos; después se volvían progresivamente tristes y abatidos, estado que les seguía aumentando hasta los ochenta. Esto lo sabía por confesión de ellos mismos; porque como en una generación no solían nacer más de dos o tres de esa naturaleza, su número era demasiado escaso para extraer una observación general. Cuando cumplían los ochenta, que era el máximo de vida que se calculaba en este país, tenían no sólo todos los achaques y chifladuras de los viejos normales, sino otras muchas que derivaban de la espantosa perspectiva de no morir nunca. Eran no sólo tercos, quisquillosos, codiciosos, malhumorados, vanidosos y charlatanes, sino incapaces para la amistad, e insensibles a todo afecto natural que se extendiese más allá de sus nietos. Sus pasiones dominantes son la envidia y los deseos imposibles de cumplir. Pero lo que parece que envidian principalmente son los vicios de los jóvenes y la muerte de los viejos. Cuando reflexionan sobre los primeros, se dan cuenta de que están fuera de toda posibilidad de placer; y cada vez que presencian un funeral, se duelen y se afligen de que otros se vayan a un puerto de descanso al que saben ellos no llegarán jamás. No tienen recuerdo de nada sino de lo que aprendieron y observaron en su juventud y madurez, e incluso eso lo recuerdan de manera imperfecta. Y en cuanto a la verdad o detalles de algún hecho, es más seguro confiar en las tradiciones comunes que en sus mejores recuerdos. Los menos desdichados son los que entran en la decrepitud, y pierden la memoria por completo; estos encuentran más compasión y ayuda, porque han perdido los defectos que abundan en los otros.

Si un struldbrugg se casa por casualidad con alguien de su misma clase, el matrimonio naturalmente se disuelve, por cortesía del reino, en cuanto el más joven de los dos llega a los ochenta. Porque la ley considera razonable que los que están condenados a continuar perpetuamente en el mundo, sin culpa alguna por su parte, no vean doblada su desdicha con la carga de una esposa.

En cuanto alcanzan la etapa de los ochenta años se los considera muertos ante la ley; sus herederos toman inmediatamente posesión de sus bienes, y sólo se les respeta una miseria para su sustento; de manera que los pobres pasan a ser mantenidos por el erario público. Después de ese periodo, se les declara incapaces para cualquier puesto de confianza o responsabilidad: no pueden comprar propiedades, ni arrendar, ni se les permite ser testigos en ningún juicio civil ni penal, ni siquiera para decidir sobre lindes o deslindes.

A los noventa pierden los dientes y el pelo. A esa edad no distinguen ya el sabor, sino que comen y beben lo que pueden sin gusto ni apetito. Las enfermedades a las que estaban sujetos siguen sin aumentar ni disminuir. Al hablar se les olvidan los nombres corrientes de las cosas y de las personas, incluso el de los amigos y familiares más allegados. Por la misma razón, no encuentran distracción en la lectura, porque la memoria no les dura del principio al final de una frase, y por ese defecto se ven privados de la única distracción de que podrían disponer.

Como la lengua de este país está cambiando constantemente, los struldbruggs de una generación no comprenden a los de otra; y no son capaces tampoco, al cabo de doscientos años, de sostener una conversación —más allá de unas cuantas palabras— con sus vecinos los mortales; y así se encuentran en la desventaja de vivir como extranjeros en su propio país.

Esto es lo que me contó de los struldbruggs, lo más exactamente que puedo recordar. Después vi a cinco o seis de edades distintas, de los que el más joven, al que me trajeron en diversas ocasiones unos amigos, no tendría más de doscientos años; pero aunque les dijeron que yo era un gran viajero, y había visitado el mundo entero, no manifestaron el menor interés por hacerme alguna pregunta; sólo me pidieron que les diera slumskudask, recuerdo, que es una manera velada de pedir limosna para soslayar la ley que prohíbe estrictamente mendigar; porque viven a cargo del estado, aunque desde luego reciben escasísima pensión.

Son menospreciados y odiados por toda clase de gentes; el nacimiento de uno se considera un acontecimiento presagioso, y se consigna con toda exactitud, a fin de que pueda saberse su edad consultando el registro, que no obstante, sólo hace mil años que se lleva, o quizá había uno que lo destruyó el tiempo, o los desórdenes públicos. Pero lo corriente para saber su edad es preguntarles qué reyes o grandes personajes recuerdan, y consultar después la historia; porque, infaliblemente, el último príncipe que recuerdan no empezó a reinar después de cumplir ellos los ochenta.

Eran el espectáculo más lamentable que he contemplado jamás; y el de las mujeres peor que el de los hombres. Además de las habituales deformaciones de la extrema decrepitud, adquirían una lividez proporcional al número de años que para qué describir; y de la media docena que conocí, en seguida distinguí cuál era el más viejo, aunque la diferencia entre ellos no llegaba a un siglo o dos.

Fácilmente habrá comprendido el lector que, por lo que oí y vi, mi ardiente apetito de una vida perpetua se enfrió bastante. Me sentí francamente avergonzado de las visiones placenteras que había forjado; y pensé que ningún tirano podía inventar una muerte a la que no corriera yo con gusto para acabar con semejante vida. El rey escuchó todo lo hablado entre mis amigos y yo en esta ocasión, y se burló de mí de buen humor, diciendo que le gustaría que me llevase a mi país un par de struldbruggs, para curar así a nuestro pueblo del miedo a la muerte; pero por lo visto lo prohíben las leyes fundamentales del reino; de lo contrario de buen grado habría cargado con la molestia y los gastos de su transporte.

No podía por menos de reconocer que las leyes de este reino, referentes a los struldbruggs, se fundaban en las más sólidas razones, y que cualquier otro país habría tenido necesidad de elaborar otras igual en parecidas circunstancias. De lo contrario, dado que la avaricia es consecuencia insoslayable de la vejez, esos inmortales llegarían con el tiempo a convertirse en dueños de la nación entera, y acapararían el poder civil; lo que, por falta de habilidad para manejarlo, acabaría arruinando la administración pública.