Capítulo VIII

El rey y la reina hacen un viaje a las fronteras. Los acompaña el autor. Manera en que este abandona el país, muy particularizadamente relatada. Regresa a Inglaterra.

Yo siempre había tenido un fuerte presentimiento de que algún día recuperaría la libertad, aunque era imposible conjeturar por qué medio, ni trazar ningún plan con una mínima perspectiva de poder llevarlo a término. El barco en el que había llegado era, que se supiese, el primero avistado desde esa costa; y el rey había dado órdenes estrictas de que, si aparecía otro, fuese llevado a tierra y transportado en carreta, con tripulación y pasajeros, a Lorbrulgrud. Estaba firmemente decidido a conseguirme una mujer de mi tamaño con la que pudiese perpetuar la especie; pero creo que antes me habría dejado morir que consentir el baldón de dejar una progenie que tendrían encerrada en jaulas como canarios, y quizá, con el tiempo, venderían por el reino como curiosidades a personas de calidad. Desde luego, se me trataba con gran consideración: era favorito de un gran rey y reina, y deleite de la corte; pero por esta misma razón se conjugaba mal con la dignidad de la especie humana. No podía olvidar a los seres queridos que había dejado atrás. Necesitaba estar entre personas con las que poder conversar en pie de igualdad, y pasear por las calles y el campo sin miedo a que me pisasen o me despachurrasen como una rana un cachorrillo. Pero la liberación me llegó antes de lo que esperaba, y de una manera muy singular: cuya historia y circunstancias voy a relatar puntualmente:

Hacía dos años que estaba en este país; y a principios del tercero, Glumdalclitch y yo acompañamos a los reyes en un viaje a la costa sur del reino. Como de costumbre, me llevaron en mi caja de viaje, que, como he descrito ya, era como un gabinete de viaje de doce pies cuadrados. Yo había pedido que me sujetasen la hamaca, con cordones de seda, de los cuatro ángulos superiores, a fin de amortiguar las sacudidas cuando me llevase delante un criado a caballo, como a veces quería, y a menudo dormía en la hamaca mientras hacíamos camino. En el techo del gabinete, coincidiendo con el centro de la hamaca, mandé al ebanista que hiciese una abertura cuadrada para que entrase el aire en los días de calor, con una tapa que corriese adelante y atrás por una ranura.

Cuando llegamos al final de ese viaje, el rey juzgó conveniente pasar unos días en un palacio que posee cerca de Flanflasnic, ciudad a dieciocho millas inglesas de la costa. Glumdalclitch y yo estábamos muy cansados. Yo había cogido un resfriado; pero la pobre niña se sentía tan mal que se quedó en su aposento. Yo tenía muchas ganas de ver el océano, único escenario capaz de brindarme la posibilidad de escapar, si se me presentaba alguna vez. Fingí estar peor de lo que realmente me encontraba, y pedí licencia para respirar el aire fresco del mar, con un paje al que tenía mucho afecto, y al que a veces me habían confiado. Nunca olvidaré de qué mala gana accedió Glumdalclitch, ni la estricta recomendación que hizo al paje de que cuidase de mí, a la vez que prorrumpía en un mar de lágrimas como si presintiese lo que iba a ocurrir. El muchacho me llevó en la caja a dar un paseo de media hora del palacio a las rocas de la costa. Le pedí que la dejase en el suelo, y tras levantar la hoja de una ventana, lancé muchas miradas de nostalgia hacia el mar. No me sentía muy bien, y le dije al paje que iba a descabezar un sueño en la hamaca, lo que esperaba que me sentase bien. Me acosté, y el muchacho bajó el cristal de la ventana para resguardarme del frío. Me quedé dormido en seguida, y lo único que puedo suponer es que mientras dormía, creyendo él que nada malo podía ocurrirme, se fue a las rocas a buscar huevos de pájaros, ya que le había visto antes desde la ventana cómo andaba buscando, y sacar uno o dos de las oquedades. Sea como fuese, el caso es que de repente me despertó un violento tirón de la anilla que la caja tenía en lo alto para comodidad del transporte. Sentí que elevaban la caja muy arriba en el aire y que a continuación la llevaban a grandísima velocidad. La primera sacudida estuvo a punto de arrojarme de la hamaca, pero después el movimiento se hizo bastante suave. Llamé varias veces con todas mis fuerzas, pero sin resultado. Miré por las ventanas, y no vi otra cosa que nubes y cielo. Oía un ruido sobre mi cabeza como de golpeteo de alas, y entonces empecé a comprender en qué trance me hallaba: que alguna águila había agarrado la anilla de la caja con el pico, con intención de dejarla caer contra las rocas como haría con una tortuga con su caparazón, para luego extraer mi cuerpo y devorarlo. Porque la sagacidad y el olfato de esta ave le permitía descubrir a su presa a gran distancia, por muy escondido que yo pudiera estar dentro de unas tablas de dos pulgadas.

Poco rato después noté que el ruido y batir de alas se aceleraban, y la caja se agitaba de un lado a otro como un poste de señales en día ventoso. Oí varios golpes o embestidas, según pensé, dirigidos contra el águila (porque estoy seguro de que era un águila la que había agarrado con el pico la anilla de la caja); y entonces, de repente, sentí que caía a plomo durante un minuto, a tan increíble velocidad que casi se me cortó la respiración. La caída paró en un terrible chapotón, que sonó a mis oídos más fuerte que las cataratas del Niágara; después de lo cual me sumí en la oscuridad durante otro minuto, y seguidamente la caja empezó a ascender tan arriba que pude ver luz por la parte superior de las ventanas. Ahora comprendí que había caído en el mar. La caja, por el peso de mi cuerpo, las cosas que contenía, y las anchas chapas de hierro que reforzaban las cuatro esquinas de arriba y abajo, se hundió hasta unos cinco pies. Supuse entonces, y supongo ahora, que el águila que huía con la caja había sido acosada por otras dos o tres, y se había visto obligada a soltarme para defenderse de las otras, que pretendían participar de la presa. Las chapas de hierro clavadas en la parte de abajo de la caja —que eran las más fuertes— mantuvieron el equilibrio en la caída e impidieron que se rompiera con el impacto. Cada junta estaba bien ensamblada; y la puerta no giraba sobre bisagras sino que se deslizaba hacia arriba como una ventana de guillotina, lo que hacía el gabinete tan estanco que entró poquísima agua. Abandoné la hamaca con mucha dificultad, tras atreverme a descorrer la tapa de la abertura del techo, así ideada, como he dicho, para dejar entrar el aire, por cuya falta me sentía casi asfixiado.

¡Cuántas veces deseé entonces encontrarme junto a mi querida Glumdalclitch, de la que una simple hora me había alejado tantísimo! Y puedo decir con toda sinceridad que en medio de mis desventuras no podía por menos de pensar en mi pobre niñera, la pena que sentiría por haberme perdido, el disgusto de la reina, y la ruina de su porvenir. Quizá muchos viajeros no se han visto en tan grandes dificultades y peligros como yo en esta comprometida situación, esperando ver a cada momento cómo se hacía añicos la caja, o la volcaba una ráfaga violenta, o una ola al romper. Sólo una raja en el cristal de una ventana habría supuesto mi muerte instantánea; nada habría preservado las ventanas tampoco de los accidentes del viaje, si no llega a ser por el fuerte enrejado de alambre. Vi cómo el agua rezumaba en varias juntas, aunque estas vías no eran de importancia, y procuré taponarlas como pude. No conseguí levantar el tejado del gabinete, lo que desde luego habría hecho, y me habría sentado encima, lo que al menos me habría evitado ir encerrado en la bodega, como puedo llamarla. Ahora bien, aunque escapase de estos peligros un día o dos, ¿qué podía esperar sino una muerte desdichada por frío y hambre? En esta situación estuve cuatro horas, esperando y deseando de veras que cada momento fuera el último para mí.

Ya he contado al lector que había dos fuertes grapas hechas firmes en la pared de la caja que carecía de ventana, por las que las que pasaba una correa el criado que solía llevarme a caballo, y se abrochaba a la cintura. Y estando en esta desconsolada situación, oí, o al menos creí oír, una especie de restregar en el lado de la caja donde estaban las grapas, y poco después me dio la sensación de que arrastraban o remolcaban la caja; porque de vez en cuando notaba una especie de tirón, que hacía que las olas se levantasen casi hasta más arriba de las ventanas, dejándome casi a oscuras. Esto me dio una débil esperanza de salvación; aunque no podía imaginar quién lo hacía. Decidí desatornillar una de las sillas, que iban siempre fijadas al suelo; y tras conseguir trabajosamente atornillarla otra vez directamente bajo el tablero deslizante que había abierto previamente, me subí a la silla, acerqué la boca lo más que pude a la abertura, y grité pidiendo ayuda en todas las lenguas que conocía. Después até el pañuelo a un bastón que llevaba normalmente y, sacándolo por el agujero, lo agité varias veces en el aire, a fin de que, si había cerca algún bote o barco, comprendiesen los marineros que en la caja iba encerrado un desventurado mortal.

No vi que tuviera efecto nada de cuanto pude hacer, sino que notaba que el gabinete se desplazaba claramente; y al cabo de una hora o más, el lado de la caja donde estaban las grapas, y no tenía ventana chocó contra algo duro. Supuse que era una roca, y sentí una sacudida más violenta que nunca. Oí claros ruidos sobre la tapa del gabinete, como de un cable, y que rozaba en ella al pasar por la anilla. A continuación noté que me izaban poco a poco, lo menos tres pies. Así que volví a sacar el bastón con el pañuelo, y empecé a pedir auxilio hasta enronquecer. En respuesta, oí un gran grito que se repitió tres veces, lo que me inspiró un transporte de alegría como sólo puede imaginar quien ha experimentado otro igual. Y ahora oí pisadas arriba, y alguien que preguntaba a través del agujero, con voz sonora y en lengua inglesa, que si había alguien abajo, hablase. Contesté que era inglés, empujado por la mala suerte a la más grande calamidad que había sufrido nunca criatura alguna, y suplicaba, por compasión, que me liberasen de la mazmorra en que estaba. La voz replicó que estaba a salvo, ya que habían amarrado la caja al barco, y que en seguida vendría el carpintero y aserraría una abertura en la tapa lo bastante grande para sacarme. Contesté que no hacía falta, que eso llevaría demasiado tiempo; que lo único que había que hacer era que uno de la tripulación metiese el dedo por la anilla, subiese la caja a bordo del barco, y la llevase a la cámara del capitán. Algunos, al oír semejante desatino, pensaron que estaba loco; otros se echaron a reír; porque lo cierto es que ni se me había pasado por la cabeza que ahora estaba entre gente de mi fuerza y estatura. Llegó el carpintero, y en pocos minutos aserró un paso de alrededor de cuatro pies cuadrados, bajaron una pequeña escala, salí por ella, y de allí me subieron al barco muy débil.

Los marineros estaban asombrados, y me hicieron mil peguntas, a las que no me sentí con ánimo de contestar. Estaba confuso también ante la visión de tantos pigmeos, pues por tales los tomaba al tener la vista tanto tiempo acostumbrada a los individuos monstruosos que había dejado. Pero el capitán, el señor Thomas Wilcocks, un hombre digno y respetable de Shropshire, al darse cuenta de que estaba a punto de desmayarme, me llevó a su camarote, me dio un cordial, me reanimó, y me obligó a acostarme en su cama, aconsejándome que descansara un poco, cosa de la que tenía gran necesidad. Antes de dormirme le dije que tenía algunos muebles valiosos en la caja que no quería que se perdiesen: una hamaca preciosa, una elegante litera de campo, dos sillas, una mesa y un armario; que el gabinete estaba forrado todo por dentro, o más bien acolchado, con seda y algodón; que si ordenaba a uno de la tripulación que lo trajera a su camarote, se lo abriría para que lo viese, y le enseñaría mis pertenencias. El capitán, al oírme decir todos estos absurdos, concluyó que deliraba; sin embargo —supongo que para tranquilizarme—, me prometió dar la orden que le pedía; subió a cubierta, y mandó bajar a algunos de sus hombres al gabinete, del que —como supe después—, sacaron todas mis pertenencias y arrancaron el tapizado; pero las sillas, el armario y la cama, que estaban atornillados al suelo, sufrieron gran daño por ignorancia de los marineros, que los arrancaron a la fuerza. Después le quitaron algunas tablas para utilizarlas en el barco; y una vez que tuvieron todo lo que querían, arrojaron el armatoste al mar, y dadas las numerosas rajas abiertas en las paredes y el suelo y los lados se fue inmediatamente al fondo. Y desde luego me alegré de no presenciar el estrago; porque seguro que me habría afectado enormemente, al traerme a la memoria episodios de mi vida que prefería olvidar.

Dormí unas horas, aunque asaltado continuamente por sueños sobre el lugar que había abandonado, y sobre los peligros de los que había escapado. Sin embargo, al despertar, me sentí bastante recuperado. Eran ahora alrededor de las ocho de la noche; así que el capitán pidió que trajeran la cena inmediatamente, pensando que podía llevar demasiado tiempo sin comer. Me obsequió con gran amabilidad, al observar que no tenía aspecto de trastornado, y que hablaba con coherencia; y cuando nos quedamos solos me pidió que le contase sobre mis viajes, y por qué accidente andaba a la deriva en aquel monstruoso cofre de madera. Dijo que hacia el mediodía, al mirar con el catalejo, lo avistó a lo lejos; lo tomó por una embarcación y decidió acercarse, ya que no necesitaba desviarse demasiado de su rumbo, con la esperanza de comprar galleta, dado que la que llevaba a bordo empezaba a escasear; que al aproximarse y descubrir su error envió la lancha para averiguar qué era; que sus hombres volvieron asustados, jurando que habían visto una casa flotante; que se echó a reír ante tal disparate, y fue él mismo en el bote, ordenando a sus hombres que llevasen un cable resistente; que como el tiempo era tranquilo, dieron varias vueltas a su alrededor, y vieron las ventanas y las rejas que las defendían; que descubrió dos grapas en una pared toda hecha de tablas, sin vano para que entrase luz. Mandó a sus hombres que remasen hasta ese lado, y tras amarrar el cable a una de las asas les ordenó que remolcasen el cofre —como lo llamaban— hacia el barco. Cuando estuvo allí, dio instrucciones para que diesen otro cable a la argolla fijada en la tapa, e izasen el cofre mediante motones; pero ni todos los marineros juntos consiguieron hacerlo subir más de dos o tres pies. Dijo que vieron el bastón con el pañuelo que yo sacaba por el agujero, y concluyeron que sin duda iba dentro algún desdichado. Pregunté si él o la tripulación habían visto por los alrededores, en el momento de descubrirme, alguna ave prodigiosa. A lo que contestó que, hablando de este asunto con los marineros mientras yo dormía, uno de ellos dijo que había visto tres águilas que volaban hacia el norte, pero que no notó que fueran más grandes de lo normal, lo que supongo que debe atribuirse a la gran altura a la que volaban; aunque el capitán no sospechó por qué se lo preguntaba. Luego le pregunté a qué distancia calculaba que podíamos estar de tierra. Dijo que según el cómputo más preciso que podía hacer estábamos lo menos a cien leguas. Le aseguré que se equivocaba en casi la mitad, porque yo no había abandonado el país del que venía más de dos horas antes de caer al agua. A lo cual empezó a pensar otra vez que tenía trastornado el cerebro, cosa que me dio a entender, y me aconsejó que me acostase en una cámara que había ordenado disponer. Le aseguré que estaba muy descansado gracias a sus atenciones y su compañía, y más en mi juicio que nunca en mi vida. Entonces se puso serio, y me preguntó abiertamente si no me turbaba la conciencia algún crimen, y si no había sido condenado, por orden de algún príncipe, a ser abandonado en ese cofre, como en otros países se condena a los grandes criminales a hacerse a la mar en una nave que hace agua y sin provisiones; porque aunque sentía haber recogido a bordo de su barco a un malvado, me daba su palabra de desembarcarme sin daño en el primer puerto que tocáramos. Añadió que sus sospechas habían aumentado mucho al oír las muy absurdas palabras que había dicho al principio a los marineros, y después a él, con relación al gabinete o cofre, así como por el extraño aspecto y conducta mientras cenaba.

Le rogué que tuviese la paciencia de escuchar toda la historia, que le contaría con total fidelidad, desde la última vez que abandoné Inglaterra hasta el momento en que él me había avistado. Y como la verdad siempre se abre paso en las mentes razonables, así este digno y justo caballero, que tenía cierto barniz de cultura, y mucho sentido común, se convenció inmediatamente de mi franqueza y veracidad. Pero para confirmar aún más lo que le había contado, le rogué que diese orden de traer el armario, cuya llave tenía en el bolsillo —porque ya me había contado cómo los marineros lo habían sacado—; abrí el armario en su presencia, y le mostré una pequeña colección de rarezas que había reunido en el país del que tan extrañamente había escapado. Había un peine que me había hecho yo con pelos de la barba del rey, y otro del mismo material, pero montado en un recorte de uña del pulgar de la reina, que hacía de forzal. Había una colección de agujas y alfileres de un pie a una yarda de largas; cuatro aguijones de avispa como púas de carpintero; algunos cabellos de la reina; un anillo de oro que ella me regaló un día con toda generosidad, quitándoselo del dedo meñique, y pasándomelo por encima de la cabeza a manera de collar. Rogué al capitán que tuviese la amabilidad de aceptar este anillo en agradecimiento a sus atenciones; pero él lo rechazó de manera irrevocable. Le enseñé un callo que había cortado con mi propia mano a un dedo del pie de una dama de honor; era del tamaño de una manzana de Kent, y había endurecido tanto que al regresar a Inglaterra lo mandé tallar en forma de vaso y engastar en plata. Finalmente, le pedí que se fijase en los calzones que yo llevaba puestos, hechos con piel de ratón.

No pude convencerlo de que aceptase nada, salvo una muela de un lacayo que vi que examinaba con gran curiosidad, y noté que le gustaba. La recibió con abundantes muestras de agradecimiento, más de las que semejante bagatela merecía. Se la había extraído un cirujano poco hábil, equivocadamente, a un criado de Glumdalclitch al que le dolía, pero que la tenía tan sana como la que más. La había limpiado y me la había guardado en el armario. Tenía como un pie de larga, y unas cuatro pulgadas de diámetro. El capitán se consideró totalmente satisfecho con la sencilla relación que acababa de hacerle, y dijo que esperaba que, cuando volviese a Inglaterra, complaciera al mundo dándola a la prensa y haciéndola pública. Le contesté que consideraba que estábamos sobradamente abastecidos de libros de viajes; que nada ocurría en la actualidad que no fuera extraordinario, lo que me hacía temer que para algunos contaba menos la verdad que su propia vanidad o interés, o divertir a lectores ignorantes. Que mi historia podía contener poca cosa, aparte de sucesos corrientes, sin esas ornamentales descripciones de plantas, árboles, aves y otros animales; o de las costumbres bárbaras e idolatría de los pueblos salvajes, en lo que insisten la mayoría de los escritores. Sin embargo, le agradecía su buena opinión, y prometía considerar tal posibilidad.

Dijo que había una cosa que le extrañaba muchísimo, y era que hablase tan alto, y me preguntó si el rey o la reina de ese país eran sordos. Le dije que esa había sido mi manera de hablar durante más de dos años; y que admiraba mucho el tono en que hablaban él y sus hombres, que parecía un susurro, aunque los entendía perfectamente. Pero en aquel país, cuando hablaba yo era como si un hombre hablara desde la calle a otro asomado en lo alto de un campanario, salvo cuando me ponían encima de una mesa, o alguien me tenía en su mano. Le dije asimismo que había observado otra cosa: que al subir a bordo al principio, y me rodearon todos los marineros, pensé que eran los seres más pequeños e insignificantes que había visto. Porque desde luego, mientras estuve en el país de ese príncipe, no soportaba mirarme en un espejo, dado que tenía los ojos acostumbrados a tan seres prodigiosos, y la comparación me daba una idea bastante despreciable de mí. El capitán dijo que, mientras cenábamos, había observado que lo miraba todo como con extrañeza, y que a menudo le daba la impresión de que yo estaba a punto de no poder contener la risa, y no sabía muy bien cómo interpretarlo, aunque lo había atribuido a algún desequilibrio de mi cerebro. Le contesté que era muy cierto; y me sorprendía poderme dominar cuando veía los platos del tamaño de una moneda de plata de tres peniques, una pierna de cerdo que apenas tenía un bocado, un vaso como una cascara de nuez… y así seguí describiéndole, en ese mismo tenor, el resto del servicio y las provisiones. Porque, aunque la reina había mandado hacer un pequeño juego de objetos necesarios para mí mientras estuviese a su servicio, sin embargo yo me formaba las nociones según lo que veía a mi alrededor, y cerraba los ojos a mi propia pequeñez, como los cierra la gente a sus propios defectos. El capitán comprendió muy bien mi sorna, y replicó alegremente con el viejo proverbio inglés, que se temía que tenía yo los ojos más grandes que la tripa, porque no veía que mi estómago fuera tan bueno, aunque había ayunado todo un día; y siguiendo la broma, afirmó que con gusto habría pagado cien libras por ver mi gabinete en el pico del águila, y su caída, después, desde una gran altura al mar; lo que sin duda había sido de lo más asombroso, y digno de contar a las generaciones venideras; y la comparación con Faetón era tan evidente que no pudo por menos de aludir a ella; aunque a mí no me hizo mucha gracia la agudeza.

El capitán, que había estado en Tonkín, de regreso a Inglaterra fue empujado hacia el noreste, hasta la latitud de 44 grados, y longitud 143. Pero tras encontrar un viento alisio dos días después que llegara yo a su bordo, navegamos hacia el sur mucho tiempo y, costeando Nueva Holanda, mantuvimos nuestro rumbo oeste-suroeste, y luego sur-suroeste, hasta que doblamos el Cabo de Buena Esperanza. El viaje fue muy próspero; pero no aburriré al lector con un diario de él. El capitán tocó uno o dos puertos, y mandó la lancha por provisiones y agua dulce, aunque no abandonó el barco ni una sola vez hasta que entramos en las Lomas, que fue el día 3 de junio de 1706, unos nueve meses después de mi huida. Ofrecí dejar mis pertenencias como garantía del pago de mi pasaje; pero el capitán dijo que no me aceptaría un cuarto de penique. Nos despedimos cordialmente, y le hice prometer que vendría a visitarme a mi casa de Redriff. Y con cinco chelines que me prestó el capitán, alquilé un caballo y un guía.

Mientras iba de camino, observando la pequeñez de las casas, de los árboles, del ganado y de la gente, empecé a pensar que estaba en Liliput. Temía atropellar a cada viajero con el que me cruzaba, y a menudo les gritaba que se apartasen del camino, por lo que casi me parten la cabeza una o dos veces por mi impertinencia.

Cuando llegué a mi casa —por la que me vi obligado a preguntar—, al abrir la puerta un criado me agaché para entrar (como hace un ganso para pasar por debajo de una cerca) por temor a chocar con la cabeza. Mi esposa salió corriendo a abrazarme, pero yo me agaché más abajo de sus rodillas, convencido de que de otro modo no me llegaría a la boca. Mi hija se arrodilló para recibir mi bendición, pero no conseguí verla hasta que se levantó, tal era la costumbre que tenía de estar con la cabeza y los ojos vueltos hacia arriba para mirar hacia una altura de más de sesenta pies; y seguidamente quise levantarla con una mano cogiéndola por la cintura. Miré a los criados y a uno o dos amigos que estaban en casa como si fuesen pigmeos y yo un gigante. Le dije a mi esposa que había sido demasiado ahorrativa, porque observaba que, con las privaciones, tanto a ella como a su hija las encontraba muy empequeñecidas. En resumen, me comporté de manera tan insólita que todos fueron de la opinión del capitán al principio de verme, y concluyeron que había perdido el juicio. Cito esto como ejemplo del gran poder del hábito y el prejuicio.

En poco tiempo la familia, los amigos y yo llegamos a un correcto entendimiento; pero mi esposa declaró que no volvería a embarcar nunca más; aunque mi mala estrella tenía dispuesto que no iba ella a poder impedirlo, como el lector averiguará a continuación. Entretanto, concluyo aquí la segunda parte de mis infortunados viajes.

FIN DE LA PARTE SEGUNDA