Amor del autor a su país. Hace al rey una proposición muy ventajosa, que es rechazada. Gran ignorancia del rey en política. El saber en ese país es muy imperfecto y limitado. Sus leyes, asuntos militares y partidos en el estado.
Nada sino un amor extremo a la verdad habría podido impedirme ocultar esta parte de mi historia. Era inútil revelar mis enojos, que siempre se convierten en ridículo, y no tuve más remedio que aguantar con paciencia, mientras mi noble y queridísimo país era injuriosamente tratado. Lo siento de veras, tanto como lo pueda sentir cualquiera de mis lectores, que se produjera semejante situación; pero era tan curioso e inquisitivo este príncipe sobre cada detalle, que no se compadecía con la gratitud y los buenos modales no satisfacerle en lo que pudiera. Sin embargo, una cosa debe permitírseme que diga en mi justificación: eludí ladinamente muchas preguntas, y ofrecí de cada asunto un aspecto muchísimos grados más favorable del que habría permitido la estricta verdad. Porque siempre he practicado con mi país esa loable parcialidad que Dionisio de Halicarnaso con tanta justicia recomienda al historiador: ocultar las fragilidades y deformidades de mi madre política, y poner bajo la luz más favorecedora sus virtudes y bellezas. Este fue mi sincero esfuerzo en los numerosos discursos que celebré con ese poderoso monarca, aunque por desgracia no tuve éxito.
Pero había que tener mucha consideración con un rey que vive completamente aislado del resto del mundo, e ignora por tanto los modales y costumbres que deben prevalecer en otras naciones, cuya ignorancia causa siempre multitud de prejuicios, y cierta estrechez de pensamiento, de lo que nosotros y los países más refinados de Europa estamos totalmente exentos. Y sería verdaderamente duro que tuvieran que ofrecerse las nociones de virtud y de vicio de tan remoto príncipe como modelo para la humanidad.
En confirmación de lo que digo, y para mostrar además los penosos efectos de una educación limitada, incluyo aquí un pasaje que difícilmente se juzgará creíble: con la esperanza de ganarme aún más el favor de su majestad, le hablé de una invención descubierta hacía trescientos o cuatrocientos años, para hacer cierto polvo que, de caer en un montón de este la más pequeña chispa de fuego se inflamaba al instante aunque fuese como una montaña de grande, haciéndolo volar todo por los aires, con un estampido y una sacudida más grandes que el trueno. Que una cantidad determinada de este polvo, comprimida en un tubo hueco de latón o de hierro, según el tamaño, lanzaría una bala de hierro o de plomo con tal violencia y velocidad, que nada podría resistir su fuerza. Que las balas más grandes así disparadas no sólo destruirían de una vez filas enteras de un ejército, sino que demolería las murallas más fuertes, mandaría al fondo del mar barcos con mil hombres cada uno; y en caso de que estuviesen amarrados por una cadena, les cortaría la jarcia y los palos, partiría cientos de cuerpos por la mitad, y lo devastaría todo a su paso. Que muchas veces llenábamos con este polvo grandes bolas huecas de hierro, y las lanzábamos mediante un ingenio al interior de la ciudad que estuviéramos asediando, y estas destrozaban el pavimento, hacían añicos las casas, reventaban y lanzaban metralla en todas direcciones, saltándole los sesos a todo el que cogiese cerca. Que yo conocía los ingredientes, y eran baratos y corrientes; sabía la manera de mezclarlos, y podía enseñar a sus obreros a fundir esos tubos de un tamaño proporcionado a todas las demás cosas del reino de su majestad, y el más grande no haría falta que superase los cien pies de longitud, ya que veinte o treinta tubos de estos, cargados con la cantidad adecuada de polvo y balas, podían derribar en pocas horas las murallas de la plaza más fuerte de sus dominios, o destruir la metrópoli entera si alguna vez osaba resistirse a sus órdenes absolutas. Esto le ofrecí humildemente a su majestad, como un pequeño tributo de agradecimiento por las muchas muestras que había recibido de su real favor y protección.
El rey estaba horrorizado ante la descripción que le había hecho de esos terribles ingenios, y de lo que le proponía. Le asombraba cómo un insecto impotente y rastrero como yo (esos fueron sus calificativos) podía abrigar ideas tan inhumanas, y con tanta familiaridad, al extremo de mostrarse completamente impasible ante las escenas de sangre y desolación que le había pintado como efectos normales de esas máquinas destructoras, de las que, dijo, su primer autor debió de ser algún genio malvado, enemigo de la humanidad. En cuanto a él, declaró que, aunque pocas cosas le deleitaban tanto como los nuevos descubrimientos en el arte y en la Naturaleza, antes querría perder la mitad de su reino que ser informado de semejante secreto; y me ordenaba que si tenía en alguna estima mi vida no volviera a mencionárselo nunca más.
¡Extraño efecto de la estrechez de principios y cortedad de miras, que un príncipe adornado de todas las cualidades que procuran la veneración, el amor y la estima, de sólidas virtudes, gran sabiduría y conocimientos profundos, dotado de un talento admirable para el gobierno, y casi adorado por sus súbditos, por unos escrúpulos melindrosos e inútiles, de los que en Europa no tenemos la menor conciencia, dejase escapar la oportunidad que le ponía en las manos de hacerle dueño absoluto de la vida, libertad y fortuna de su pueblo! No digo esto con intención de rebajar las numerosas virtudes de este excelente rey, cuyo carácter, me doy cuenta, quedarán por tal motivo menoscabado ante la opinión de un lector inglés. Pero supongo que este defecto suyo proviene de la ignorancia: por no haber reducido la política a una ciencia, como han hecho los cerebros más perspicaces de Europa. Porque recuerdo muy bien, en una conversación con él, un día, al ocurrírseme decir que entre nosotros se habían escrito miles de libros sobre el arte de gobernar, que le mereció —exactamente lo contrario de lo que era mi intención— muy mala opinión de nuestro discernimiento. Afirmó que abominaba y despreciaba todo misterio, sutileza e intriga, tanto en un príncipe como en un ministro. No sabía qué entendía yo por secretos de estado, si no era con relación a un enemigo o a una nación rival. Reducía el saber gobernar a unos límites muy estrechos: al sentido común y la razón, a la justicia y la indulgencia, a la rápida resolución de las causas civiles y penales, así como a otras parcelas obvias que no vale la pena enumerar; y expresó su opinión de que quien podía sacar dos espigas de trigo o dos hojas de hierba de un trozo de suelo que hasta el momento había dado sólo una, merecía más del género humano, y hacía más esencial servicio a su país, que toda la raza de políticos juntos.
El saber de este pueblo dista mucho de ser completo, ya que consiste sólo en moral, historia, poesía y matemáticas, en las que hay que reconocer que sobresalen. Pero la última de estas materias la aplican enteramente a lo que puede ser útil para la vida: el mejoramiento de la agricultura y de todas las artes mecánicas; de manera que entre nosotros sería poco estimada. Y en cuanto a ideas, entes, abstracciones y trascendentales, no logré metérselas en la cabeza.
Ninguna ley de ese país puede exceder en palabras al número de letras de su alfabeto, que consta sólo de veintidós. Pero en realidad son pocas las que alcanzan esa extensión. Están redactadas en los términos más claros y simples, a los que esa gente no es lo bastante despierta para darles más de una interpretación. Y escribir cualquier comentario sobre una ley es delito capital. En cuanto a los fallos en las causas civiles o en los procesos penales, sus precedentes son tan escasos que tienen poco motivo para presumir de ninguna habilidad en ellos.
Cuentan con el arte de imprimir, igual que los chinos, desde tiempo inmemorial; pero sus bibliotecas no son muy grandes; porque la del rey, que está considerada la más grande, no contiene más de un millar de volúmenes, ordenados en una galería de doscientos pies de larga, de la que yo tenía libertad para sacar los libros que quisiera. El ebanista de la reina había construido en un aposento de Glumdalclitch una especie de máquina de madera, de una altura de veinticinco pies, en forma de una escala plegable, con travesaños que tenían cincuenta pies de longitud. Era de hecho una escala de tijera, cuyo lado más bajo se ponía a diez pies de la pared de la cámara. El libro que quería leer lo apoyaba de pie contra la pared; subía al travesaño superior de la escala, de cara al libro, y empezaba por la cabecera de la página, andando a derecha e izquierda, unos ocho o diez pasos, según la longitud de las líneas, hasta que llegaba un poco por debajo del nivel de mis ojos; entonces bajaba, y seguía de este modo, hasta que llegaba abajo; después de lo cual volvía a subir y empezaba la página siguiente de la misma manera y daba la vuelta a la hoja, lo que podía hacer fácilmente con las dos manos, porque eran gruesas y tiesas como el cartón, y en los infolios más grandes no tenían más de dieciocho o veinte pies de altas.
El estilo de los textos es claro, masculino y suelto, aunque no florido; porque nada evitan tanto como multiplicar palabras innecesarias, o utilizar maneras diferentes de expresar. Yo he leído muchos libros suyos, sobre todo de historia y de moral. De estos últimos, me divertía mucho un viejo tratado que siempre había en la alcoba de Glumdalclitch y pertenecía a su institutriz, dama seria, entrada en años, que siempre estaba leyendo obras de moral y de devoción. Dicho libro trataba de la debilidad del género humano, y era poco estimado, salvo entre las mujeres y el vulgo. Sin embargo, tuve curiosidad por ver qué podía decir un autor de ese país sobre dicho asunto. Este abordaba todas las cuestiones habituales en los moralistas europeos, y mostraba qué animal más pequeño, despreciable y desvalido es el hombre en su naturaleza; cuán incapaz es de defenderse de los rigores del tiempo y de la ferocidad de las bestias salvajes; cuánto lo aventajaba en fuerza una criatura, en velocidad otra, en previsión una tercera y en industria una cuarta. Añadía cómo la naturaleza había degenerado en estas últimas etapas de decadencia del mundo, y cómo ahora sólo engendraba pequeños abortos si se comparaba con los tiempos antiguos. Decía que era razonable pensar no sólo que la especie de los hombres fue originalmente mucho más grande, sino que debió de ser gigantesca en los primeros tiempos; que, según lo mantienen la historia y la tradición, así mismo lo confirman los enormes huesos y cráneos casualmente exhumados en varios lugares del reino, los cuales exceden con mucho a la común raza menguante del hombre de nuestros días. Sostenía que las mismas leyes de la Naturaleza exigían absolutamente, al principio, que estuviéramos hechos de una constitución más grande y robusta, no tan expuesta a sucumbir por un pequeño accidente como la caída de una teja de una casa, la pedrada de un crío, o ahogarse en un riachuelo. De este modo de razonamiento, el autor extraía varias aplicaciones morales útiles para la conducta en la vida que no hace falta repetir aquí. Por mi parte, no pude por menos de pensar cuán universalmente estaba extendida esta capacidad de extraer lecciones morales, o mejor, materia de descontento y aflicción, de las luchas que mantenemos con la Naturaleza. Y creo que si indagáramos con rigor estas luchas, tal vez se revelarían tan faltas de fundamento entre nosotros como entre esa gente.
En cuanto a la cuestión militar, presumen de que el ejército del rey está formado por ciento setenta y seis mil soldados de a pie, y treinta y dos mil de a caballo; si es que puede llamarse ejército al formado por comerciantes de las distintas ciudades y hombres del campo, y cuyos jefes son sólo la nobleza y la pequeña aristocracia, sin paga ni recompensa. Es verdad que cumplen bastante bien en sus ejercicios, y con muy buena disciplina; pero no veo gran mérito en ello; y ¿cómo podría ser de otra manera, cuando cada campesino está bajo el mando del señor de sus tierras, y cada ciudadano bajo el de los hombres principales de su ciudad, elegidos por votación a la manera de Venecia?
He visto a menudo sacar a la milicia de Lorbrulgrud para hacer ejercicios a un gran campo próximo a la ciudad, de veinte millas cuadradas. En total no podían ser más de veinticinco mil de a pie y seis mil de a caballo; pero me era imposible calcular su número, dado el espacio que ocupaban. Un jinete, montado sobre un gran corcel, podía tener una altura de unos noventa pies. He visto toda una formación de caballería sacar sus sables a una orden, y blandidos en el aire. ¡No puede la imaginación concebir nada más grandioso, más impresionante, ni más digno de asombro! Parecía como si diez mil relámpagos cayesen a un tiempo fulgurantes desde todos los rincones del cielo.
Yo tenía curiosidad por saber cómo el príncipe, a cuyos dominios no hay acceso desde ninguna otra región, llegó a pensar en ejércitos, o a enseñar a su pueblo la práctica de la disciplina militar. Pero no tardé en enterarme por conversaciones y lecturas de su historia que, en el transcurso de muchos siglos, han sufrido la misma enfermedad a la que el género humano está sujeto: las frecuentes contiendas de la nobleza por el poder, del pueblo por la libertad, y del rey por el dominio absoluto. Todo ello atemperado felizmente por las leyes de ese reino, que sin embargo han violado a veces los tres estamentos, y han ocasionado más de una guerra civil, a la última de las cuales puso felizmente fin el abuelo de este príncipe mediante un acuerdo general. Y la milicia, establecida entonces por común acuerdo, se ha mantenido hasta ahora dentro del más estricto deber.