Varios artificios del autor para agradar al rey y a la reina. Muestra su habilidad en música. El rey pregunta sobre el estado de Europa, de lo que el autor le hace relación. Comentarios del rey sobre el particular.
Solía asistir una o dos veces por semana a las recepciones del rey al levantarse, y a menudo lo había visto en manos del barbero, lo que, desde luego, al principio me pareció una escena terrible; porque la navaja era casi el doble de larga que una guadaña normal. Su majestad, según la costumbre del país, sólo se afeitaba dos veces a la semana. Un día logré que el barbero me diera un poco de la espuma, de la que saqué cuarenta o cincuenta pelos de los más fuertes. Después cogí un trozo de madera fina, y la tallé como un forzal de peine, le hice varios agujeros equidistantes con una pequeña aguja que le pedí a Glumdalclitch. Enhebré hábilmente los pelos en ellos raspándolos y adelgazándolos con el cuchillo hacia las puntas, con lo que hice un peine bastante pasable; artículo que me fue muy oportuno, ya que el que usaba tenía las púas tan rotas que casi estaba inservible; y no sabía de ningún artesano en ese país tan cuidadoso y preciso que fuera capaz de hacerme otro.
Y esto me trae a la memoria una diversión en la que pasé muchas horas de ocio. Pedí a la dama que peinaba a la reina que me guardase cabellos de su majestad, de los que con el tiempo conseguí reunir bastantes; y tras consultar con mi amigo el ebanista, que había recibido la orden general de hacerme pequeños trabajos, le di instrucciones para que hiciese dos armazones de silla, no más grandes que la que tenía en la caja, y después hiciese agujeritos con una lezna fina en las partes destinadas al respaldo y al asiento; por estos agujeros pasé los cabellos más fuertes que pude escoger, a la manera de las sillas de rejilla de Inglaterra. Cuando estuvieron terminadas se las regalé a la reina, que las guardó en su vitrina y las utilizó para mostrarlas como curiosidades, dado que eran efectivamente la admiración de todo el que las contemplaba. La reina habría querido que utilizase una de estas sillas para sentarme, pero me negué en redondo a obedecerla, declarando que prefería recibir mil muertes antes que poner la parte vergonzosa de mi persona sobre aquellos preciosos cabellos que una vez habían adornado la cabeza de su majestad. Con cabellos de estos (dado que siempre he tenido cierta aptitud para lo manual) hice también una preciosa bolsita de unos cinco pies de larga, con el nombre de su majestad la reina en letras de oro, que regalé a Glumdalclitch con el consentimiento de la reina. A decir verdad, era más para exhibirla que para usarla, ya que no era lo bastante fuerte para soportar el peso de las monedas más grandes; así que la niña no guardó nada en ella, quitando alguna pequeña chuchería a las que son aficionadas las niñas.
El rey, a quien le encantaba la música, celebraba frecuentes conciertos en la corte; y a veces me llevaban a mí, y me ponían en mi caja sobre una mesa para que los escuchase; pero el sonido era tan fuerte que apenas distinguía la melodía. Estoy seguro de que ni todos los tambores y trompetas de un ejército real batiendo y sonando a un tiempo junto a tus oídos podrían igualarlo. Mi costumbre era pedir que alejasen mi caja lo más posible del sitio donde se sentaban los músicos, cerraba puertas y ventanas, y corría las cortinas; después de lo cual no me era desagradable su música.
De joven había aprendido un poco a tocar la espineta. Glumdalclitch tenía una en su cámara, y un profesor iba dos veces por semana a enseñarle. La llamo espineta porque se parecía un poco a ese instrumento, y se tocaba de la misma manera. Se me metió en la cabeza la idea de entretener al rey y a la reina tocando un aire inglés con ese instrumento. Pero la cosa parecía bastante difícil porque la espineta tenía una anchura de cerca de sesenta pies, y cada tecla dos pies, de manera que no abarcaba más de cinco teclas con los brazos extendidos, y tocarlas requería por mi parte un enérgico golpe con el puño, lo que representaba demasiado esfuerzo, y en balde. El método que ideé fue el siguiente: me preparé dos palos redondos del tamaño de los garrotes corrientes, más gruesos por un extremo que por el otro, y les forré el extremo grueso con un trozo de piel de ratón, a fin de que al golpear con ellos no dañasen la parte superior de las teclas, ni estorbase el sonido. Colocaron delante de la espineta un banco unos cuatro pies más bajo que las teclas, y me pusieron en él. Yo corría de un lado a otro lo más deprisa que podía, golpeando las teclas que convenía con los dos palos, y así logré tocar una jiga para gran satisfacción de sus majestades; pero fue el ejercicio más violento que he hecho en mi vida; y sin embargo no pude tocar más de dieciséis teclas ni, consiguientemente, notas bajas y altas a la vez, como hacen los músicos; lo que deslució bastante mi ejecución.
El rey, que como he dicho era un príncipe de amplios conocimientos, mandaba a menudo que me llevasen en mi caja, y la dejasen sobre la mesa de su gabinete. Entonces me ordenaba que sacase una silla, y me sentase a tres yardas de él, encima del gabinete, lo que me situaba casi a la altura de su cara. De esta manera tuve varias conversaciones con él. Un día me tomé la libertad de decir a su majestad que el desdén que manifestaba hacia Europa y el resto del mundo no parecía condecir con las excelentes cualidades intelectuales que lo adornaban. Que la razón no se ensanchaba conforme al volumen del cuerpo: al contrario, observábamos en nuestro país que las personas más altas eran por lo general las menos dotadas de ella. Que entre otros animales, las abejas y las hormigas tenían fama de poseer más industria, arte y sagacidad que muchas de las especies más grandes. Y que, aunque insignificante como era yo, esperaba poder vivir para hacer a su majestad algún servicio importante. El rey me escuchó con atención, y empezó a formarse una opinión mucho mejor de mí de la que había tenido hasta ahora. Me pidió que le hiciese una relación exacta, hasta donde pudiese, de cómo era el gobierno de Inglaterra; porque, amantes como son los príncipes de sus propias costumbres (pues así suponía él que eran otros monarcas por mis discursos anteriores), le agradaría oír algo que mereciera ser imitado.
Imagínate, amable lector, la de veces que deseé tener el verbo de Demóstenes o de Cicerón, a fin de poder cantar las alabanzas de mi querido país natal en un estilo que igualase a sus méritos y a su prosperidad.
Empecé mi discurso informando a su majestad de que nuestros dominios consistían en dos islas, que componían tres poderosos reinos bajo un soberano, además de nuestras colonias en América. Me demoré hablando de la feracidad de nuestro suelo y de la temperatura de nuestro clima. Luego hablé extensamente de la constitución del parlamento inglés formado en parte por un cuerpo ilustre, llamado la Cámara de los Pares, personas de la más noble sangre y poseedoras de los más antiguos y amplios patrimonios. Describí el extraordinario cuidado que siempre se ponía en su educación en las artes y las armas, con objeto de hacerlos aptos para ser consejeros del rey y del reino, tomar parte del cuerpo legislativo, y ser miembros del más alto tribunal de justicia, desde el que no cabía ya apelación; para que fuesen paladines siempre dispuestos a defender con su valor, conducta y fidelidad a su príncipe y su país. Que eran ornamento y baluarte del reino, y dignos descendientes de sus muy renombrados antecesores, cuyo honor había sido la recompensa a su virtud, del que la posteridad jamás supo que degenerase una sola vez. A ellos se sumaban varias personas sagradas como parte de esa asamblea, con el título de obispos, cuya misión especial era ocuparse de la religión y de quienes instruyen en ella al pueblo. Estos eran buscados por el príncipe y sus más sabios consejeros por toda la nación, y escogidos de entre los sacerdotes más merecidamente distinguidos por la santidad de sus vidas y la profundidad de su erudición; y eran, efectivamente, los padres espirituales del clero y del pueblo.
Que la otra parte del parlamento la formaba una asamblea llamada Cámara de los Comunes, que eran todos los caballeros principales libremente escogidos y designados por el pueblo mismo, por sus grandes dotes y amor a su país, para que representasen el buen juicio de la nación entera. Y estos dos cuerpos formaban la más augusta asamblea de Europa, a la que, junto con el príncipe, está encomendada la entera legislatura.
Después descendí a los tribunales de justicia, sobre los que los jueces, sabios venerables e intérpretes de la ley presidían para determinar los disputados derechos y propiedades de los hombres, así como el castigo del vicio y la protección de la inocencia. Mencioné la prudente administración de nuestro erario, y el valor y las hazañas de nuestras fuerzas por mar y por tierra. Hablé del número de nuestra población, calculando cuántos millones podía haber de cada secta religiosa o partido político entre nosotros. No omití siquiera los deportes y pasatiempos, ni ningún otro pormenor que pensaba que podía redundar en honra de mi país. Y terminé con una breve relación histórica de las empresas y acontecimientos de Inglaterra durante los últimos cien años.
Esta conversación no terminó en menos de cinco audiencias, cada una de varias horas; y el rey lo escuchó todo con gran atención, tomando frecuentes notas mientras yo hablaba, y apuntando las preguntas que pensaba hacerme.
Cuando finalicé estos largos discursos, su majestad, en una sexta audiencia, y tras consultar sus notas, formuló multitud de dudas, interrogantes y objeciones en cada apartado. Preguntó qué métodos se seguían para cultivar la mente y el cuerpo de nuestra joven nobleza, y en qué clase de asuntos ocupaban normalmente la parte primera y educable de sus vidas. Qué medidas se tomaban Para proveer esa asamblea cuando una familia noble se extinguía. Qué requisitos necesitaban los que debían ser nombrados nuevos lores: si el humor del príncipe, una cantidad de dinero entregada a una dama de la corte o a un primer ministro, o una pretensión de fortalecer un partido contrario al interés público, habían podido decidir alguna vez tales nombramientos. Qué conocimientos tenían estos lores de las leyes de su país, y cómo los adquirían, al extremo de permitírseles decidir sobre las propiedades de sus semejantes en su último recurso. Si siempre les eran ajenas la avaricia, la parcialidad y la necesidad, de manera que no podía tener lugar entre ellos el soborno ni otros expedientes siniestros. Si esos sagrados varones de que hablaba yo eran siempre ascendidos a ese rango por su saber en cuestiones religiosas, y por la santidad de sus vidas, y nunca habían sido condescendientes con los tiempos, mientras fueron simples sacerdotes, ni capellanes serviles y prostituidos de algún noble, cuyas opiniones no siguieron siendo serviles después que fueron admitidos en esa asamblea.
Después quiso saber qué artes se practicaban para elegir a los que yo había llamado Comunes. Si un extraño, con una buena bolsa no podía influir en el votante vulgar para que le eligiese por encima de su propio señor, o del caballero más considerado de la vecindad. Cómo podía ser que la gente se empeñara tan violentamente en introducirse en esa asamblea, lo que yo reconocía que suponía enormes dificultades y gastos, y a menudo la ruina de sus familias, sin ningún salario ni pensión; porque parecía este tan exaltado esfuerzo de virtud y de espíritu público, que su majestad dudaba que fuese en todo sincero; y quiso saber si tan celosos caballeros podían abrigar algún propósito de resarcirse de las cargas y trabajos que asumían, sacrificando el bien público a los designios de un príncipe débil y depravado, en connivencia con un ministerio corrupto. Multiplicó sus preguntas, y me interrogó a fondo sobre cada aspecto de este capítulo, planteando innumerables interrogantes y objeciones que no creo que sea prudente ni conveniente que repita.
Sobre lo que yo había contado en relación con nuestros tribunales de justicia, su majestad quiso que le aclarase varios aspectos; y esto sí fui capaz de hacerlo mejor, ya que casi me había arruinado a causa de un largo litigio en los tribunales, que sentenciaron que yo debía pagar las costas. Preguntó cuánto tiempo se tardaba normalmente en resolver entre lo justo y lo injusto, y qué gastos generaba. Si los abogados y oradores tenían libertad para defender causas que se sabía manifiestamente que eran injustas, vejatorias u opresivas. Si se observaba que tomar partido en religión o en política añadía algún peso a la balanza de la justicia. Si los oradores de la defensa eran personas formadas en el conocimiento general de la equidad, o sólo en los usos provinciales, nacionales y locales. Si ellos o sus jueces intervenían en alguna medida en la redacción de esas leyes que se tomaban la libertad de interpretar y glosar a su antojo. Si, en diferentes momentos, habían pleiteado a favor y en contra de una misma causa, y habían citado precedentes para probar opiniones contrarias. Si era una corporación rica o pobre. Si recibían alguna recompensa pecuniaria por defender o formular sus opiniones. Y en particular, si eran admitidos como miembros de la Cámara Baja.
Después abordó la administración de nuestro erario, y dijo que creía que la memoria me fallaba, porque calculaba que nuestros impuestos eran de cinco o seis millones al año, y al hablar de las partidas, encontraba que a veces ascendían a más del doble; porque las notas que había tomado eran muy precisas en este punto, dado que esperaba, como me dijo, que el conocimiento de nuestro proceder podía serle útil, y que no podía equivocarse en sus cálculos. Pero si lo que le había dicho era verdad, entonces no sabía cómo un reino podía quedarse sin fondos como si fuese una persona particular. Me preguntó quiénes eran nuestros acreedores, y de dónde salía el dinero para pagarles. Le asombraba oírme hablar de guerras prolongadas y costosas; que sin duda éramos gente belicosa, o vivíamos entre muy malos vecinos, y que nuestros generales debían de ser forzosamente más ricos que nuestros reyes. Preguntó qué intereses teníamos fuera de nuestras islas, aparte del comercio o de los tratados, o de defender la costa con nuestra flota. Sobre todo, le asombraba oírme hablar de un ejército mercenario permanente en plena paz, y en un pueblo libre. Dijo que si éramos gobernados por nuestra propia delegación en las personas de nuestros representantes no imaginaba de quién podíamos tener miedo, o contra quién teníamos que luchar; y quiso saber mi opinión sobre si la casa de un hombre particular no podía ser mejor defendida por él mismo, sus hijos y su familia, que por media docena de bribones recogidos al azar de las calles, por un salario insignificante, que podían centuplicarlo cortándoles el cuello.
Se rio de mi singular clase de aritmética (como le dio por llamarla), al calcular el número de nuestra población por el procedimiento de contar las varias sectas religiosas y políticas entre nosotros. Dijo que no sabía de ninguna razón por la que los que abrigaban opiniones perjudiciales para el público debiera obligárseles a cambiar, o no se les obligaba a ocultarlas. Y del mismo modo que era tiranía que un gobierno exigiese lo primero, era también una debilidad no imponer lo segundo; porque se puede consentir que un hombre guarde venenos en su armario, pero no venderlos públicamente como cordiales.
Comentó que entre las diversiones de nuestra nobleza y pequeña aristocracia había citado yo los juegos de azar. Quiso saber a qué edad empezaban a practicar normalmente esta diversión, y cuándo la abandonaban; cuánto tiempo se les dedicaba; si alguna vez se apostaba tan alto que afectara a sus fortunas. Si gente ruin y depravada, con habilidad y destreza en ese arte, no podía conseguir grandes fortunas, y a veces tener a nuestros mismos nobles en dependencia, así como habituarlos a compañías ruines, apartarlos del cultivo de la inteligencia, y obligarlos, por las pérdidas sufridas, a aprender y practicar en otros esa infame habilidad.
Se quedó totalmente asombrado ante la relación histórica que le hice de nuestros asuntos durante el siglo último, y afirmó que eran sólo un montón de conspiraciones, rebeliones, homicidios, matanzas, revoluciones, destierros, efectos mucho peores que los que la avaricia, la bandería, la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la rabia, la locura, el odio, la envidia, la lujuria, la malicia o la ambición podían producir.
Su majestad, en otra audiencia, se tomó la molestia de resumir cuanto yo le había dicho; comparó las preguntas que había hecho con las respuestas que yo le había dado; luego me cogió en sus manos y, acariciándome suavemente, se expresó con estas palabras que no olvidaré nunca, ni el tono con que las dijo: «Mi pequeño amigo Grildrig, me has hecho el más admirable panegírico de tu país; has probado claramente que la ignorancia, la ociosidad y el vicio son ingredientes idóneos para capacitar a alguien para legislador; que las leyes las explican, interpretan y aplican mejor aquellos cuyo interés y habilidad está en pervertirlas, confundirlas y eludirlas. Observo entre vosotros ciertas líneas de una institución que en su origen pudo ser tolerable; pero unas casi se han borrado, y el resto las han emborronado y ensuciado las corrupciones. No se ve, de todo lo que has dicho, que haga falta perfección alguna para ocupar ningún puesto entre vosotros; mucho menos que los hombres sean ennoblecidos por su virtud, que los sacerdotes sean ascendidos por su piedad o saber, los soldados por su conducta o valor, los jueces por su integridad, los senadores por el amor a su país, o los consejeros por su prudencia y discreción. En cuanto a ti —prosiguió el rey—, que has pasado la mayor parte de tu vida viajando, me inclino a esperar que hayas escapado hasta aquí de los muchos vicios de tu país. Pero por lo que he entendido de tu propia relación, y de las respuestas que con gran esfuerzo he logrado sacarte y arrancarte, no puedo sino concluir que la mayoría de tus compatriotas son la más perniciosa especie de sabandijas que la Naturaleza ha permitido que se arrastre sobre la faz de la tierra».