La corte envía por el autor. La reina lo compra a su amo el agricultor y lo regala al rey. Discute con los grandes sabios de su majestad. Construyen en la corte un aposento para el autor. La reina lo tiene en gran favor. Sale en defensa del honor de su país. Sus peleas con el enano de la reina.
Las frecuentes fatigas que soportaba a diario me afectaron en pocas semanas muy considerablemente a la salud; cuanto más dinero ganaba conmigo mi amo, más insaciable se volvía. Yo había perdido por completo el apetito, y casi me había quedado en los huesos. El agricultor se había dado cuenta; y calculando que no iba a durar mucho, decidió sacar de mí el mayor partido posible. Mientras así meditaba, y decidía en su fuero interno, llegó de palacio un slardral, o ujier de corte, y ordenó a mi amo que me llevase inmediatamente a palacio para divertir a la reina y sus damas. Algunas de estas ya me habían visto, y habían contado cosas singulares sobre mi donosura, conducta y buen sentido. La reina y las damas que la acompañaban disfrutaron sobremanera con mis modales: me hinqué de rodillas, y rogué que se me concediese el honor de besar su imperial pie; pero esta graciosa princesa me tendió el dedo meñique (después de ponerme encima de la mesa), que yo estreché con los dos brazos, y me llevé la punta, con la mayor deferencia, a los labios. Ella me hizo algunas preguntas generales, sobre mi país y mis viajes, a las que contesté lo más claramente y con el menor número de palabras que pude. Me preguntó si me gustaría vivir en la corte. Hice una inclinación hasta el tablero de la mesa, y humildemente contesté que era esclavo de mi amo; pero que si dispusiera de mi persona estaría orgulloso de dedicar mi vida al servicio de su majestad. Entonces preguntó a mi amo si quería venderme a buen precio. Él, que se temía que no iba a vivir un mes, se mostró dispuesto a desprenderse de mí, y pidió mil piezas de oro, cantidad que se ordenó pagarle en el acto; y cada pieza era como del tamaño de ochocientos moidores; pero teniendo en cuenta la proporción de las cosas entre ese país y Europa, y el alto precio del oro entre ellos, apenas equivaldría tan grande cantidad a mil guineas en Inglaterra. Entonces dije a la reina que, dado que ahora era el más humilde servidor y vasallo del su majestad, debía pedir el favor de que Glumdalclitch, que siempre había cuidado de mí con la mayor solicitud y cariño, y creía que lo hacía muy bien, fuese admitida a mi servicio, y siguiera siendo mi niñera e instructora. Accedió su majestad a mi petición, y el agricultor dio fácilmente su consentimiento, ya que se alegraba de tener a su hija preferida en la corte. En cuanto a la pobre niña, no podía ocultar su alegría; se retiró mi anterior amo, y se despidió de mí diciendo que me dejaba en un buen servicio; a lo que no repliqué una sola palabra, sino con una leve inclinación de cabeza.
La reina notó mi frialdad; y cuando el agricultor hubo salido de la estancia me preguntó el motivo. Me atreví a contarle a la reina que no tenía nada que agradecer a mi anterior amo, salvo que no le saltara los sesos a una criatura pobre e indefensa que encontró por casualidad en su campo; gesto que le había recompensado ampliamente con los beneficios que le había reportado exhibiéndome por medio reino, y con el precio al que ahora me había vendido. Que la vida que había llevado yo desde entonces había sido lo bastante fatigosa como para matar a un animal con diez veces mi fuerza. Que tenía bastante maltrecha la salud debido al continuo agobio de divertir a la chusma a todas las horas del día, y que si mi amo no se hubiera convencido de que mi vida estaba en peligro, su majestad quizá no me habría comprado tan barato. Pero no tenía ningún temor de que fuera a recibir mal trato bajo la protección de tan grande y buena emperatriz, ornamento de la naturaleza, predilecta del mundo, deleite de sus súbditos y fénix de la creación; de manera que esperaba que los temores de mi anterior amo se revelasen infundados, pues ya notaba que el ánimo me revivía por el influjo de su muy augusta presencia.
Esa fue la suma de mi discurso, pronunciado con bastantes incorrecciones y vacilaciones; la última parte expuesto en el estilo propio de esa gente, de la que aprendí algunas frases de Glumdalclitch mientras me llevaba a la corte.
La reina, concediendo gran indulgencia a mis defectos de expresión, se sorprendió sin embargo ante el juicio y la sensatez en un animal tan diminuto. Me cogió en sus manos, y me llevó al rey, que en ese momento se hallaba en su gabinete. Su majestad, príncipe de mucha gravedad y semblante austero, no bien observó mi forma a la primera ojeada, preguntó a la reina fríamente cuánto tiempo llevaba encaprichada de un splacknuck; pues por tal parecía que me había tomado, ya que me hallaba de bruces sobre la mano derecha de su majestad la reina. Pero la princesa, que posee infinito ingenio y sentido del humor, me dejó suavemente de pie encima del escritorio, y me mandó que diera cuenta de mí a su majestad, cosa que hice en muy pocas palabras; y Glumdalclitch, que esperaba en la puerta del gabinete y no soportaba perderme de vista, tras recibir permiso para entrar, confirmó todo lo que había pasado desde mi llegada a la casa de su padre.
El rey, aunque era la persona más sabia de sus dominios, y se había instruido en el estudio de la filosofía, y en especial de las matemáticas, una vez que observó mi constitución, y vio que andaba erguido, antes de que empezara yo a hablar creyó que era una pieza de relojería (que en ese país ha llegado a una grandísima perfección), construida por algún artista ingenioso. Pero cuando oyó mi voz, y encontró sensato y razonable lo que le decía, no pudo ocultar su asombro. No se quedó satisfecho ni mucho menos con la relación que le hice sobre cómo llegué a su reino, sino que creyó que era una historia fraguada entre Glumdalclitch y su padre, que me habrían enseñado una sarta de palabras para venderme más caro. Con esta suposición me hizo varias preguntas más, y asimismo recibió respuestas razonables, que no tenían otro defecto que el imperfecto conocimiento de la lengua, con algunas expresiones rústicas que yo había aprendido en casa del agricultor y no eran propias del estilo refinado de una corte.
Su majestad mandó llamar a tres grandes sabios que entonces se encontraban de servicio semanal (conforme a la costumbre de ese país). Dichos caballeros, después de estudiar con detalle mi persona durante un rato, llegaron a conclusiones diferentes respecto a mí. Estaban de acuerdo en que no podía haber sido originado conforme a las normales leyes de la naturaleza porque carecía de capacidad para defender mi vida, ya fuera mediante la huida, trepando a los árboles, o haciendo un agujero en la tierra. Observaban por mis dientes, que examinaron con gran detenimiento, que era un animal carnívoro; sin embargo, dado que la mayoría de los cuadrúpedos eran demasiado grandes para mí, y los ratones de campo y otros animalillos demasiado ágiles, no imaginaban cómo podía sustentarme, a menos que fuera con caracoles y otros insectos, lo que trataron de probar que era imposible con muchos argumentos. Uno de ellos creía que podía ser un embrión, o un aborto. Pero esta opinión la rechazaron los otros dos, que comentaron que mis miembros eran perfectos y acabados, y que llevaba viviendo varios años, como se evidenciaba por mi barba, cuyos pelos cortados distinguían claramente con una lupa. No admitieron que fuera un enano, porque mi pequeñez estaba más allá de cualquier grado de comparación; porque el enano favorito de la reina, el más pequeño que se había conocido en el reino, tenía una estatura de casi treinta pies. Tras mucha discusión, llegaron a la conclusión unánime de que era sólo un replum scaalcatch, lo que traducido literalmente significa lusus naturæ, resolución que era conforme en todo con la moderna filosofía de Europa, cuyos teóricos, desdeñando el viejo subterfugio de las causas ocultas, con las que los seguidores de Aristóteles trataban en vano de disfrazar su ignorancia, han inventado esta maravillosa solución a todas sus dificultades, para indecible progreso del saber humano.
Tras esta conclusión decisiva, supliqué que se me escuchase una palabra o dos. Me dirigí al rey, y aseguré a su majestad que venía de un país que estaba habitado por varios millones de ambos sexos, todos de mi estatura, donde los animales, los árboles, las casas y todo guardaba proporción, y que por tanto era tan capaz de defenderme, y hallar sustento, como cualquier súbdito de su majestad aquí; lo que entendía que contestaba sobradamente a los argumentos de estos señores. A lo que replicaron ellos con una sonrisa de desprecio, diciendo que el campesino me había enseñado muy bien la lección. El rey, que tenía bastante más juicio, despidió a los sabios y mandó llamar al campesino, que por suerte aún no había abandonado la ciudad: y tras interrogarlo primero en privado, y luego confrontándolo conmigo y con la niña, su majestad empezó a pensar que probablemente lo que le decíamos era verdad. Pidió a la reina que mandase que me cuidaran de manera especial, y fue de la opinión de que Glumdalclitch debía seguir encargándose de atenderme, porque había observado que nos teníamos gran afecto ella y yo. Se dispuso un cómodo aposento para ella en la corte; se le asignó una especie de institutriz para que se ocupase de su educación, una doncella para que la vistiese, y otras dos criadas para tareas domésticas; pero el cuidado de mi persona se le asignó enteramente a ella. La reina ordenó a su ebanista que hiciese una caja que pudiera servirme de alcoba, conforme al modelo que Glumdalclitch y yo acordáramos. Este hombre era un artista de lo más ingenioso, y siguiendo mis instrucciones, en tres semanas terminó para mí una cámara de madera de dieciséis pies cuadrados y doce de altura, con ventanas de guillotina, una puerta, y dos gabinetes, como una alcoba londinense. El tablero que hacía de techo se podía levantar y bajar mediante dos bisagras, para meter una cama preparada por el tapicero de su majestad, que Glumdalclitch sacaba a orear todos los días, la hacía con sus manos, la metía por las noches, y cerraba el tejado sobre mí. Un artesano primoroso que había ganado fama por sus pequeñas curiosidades, se propuso hacerme dos sillas con respaldo y armazón de una materia no muy distinta del marfil, y dos mesas, además de un armario para guardar mis cosas. El aposento tenía acolchados todos los lados, así como el suelo y el techo, para evitar cualquier accidente por falta de cuidado de quienes me transportaran, y para amortiguar las sacudidas cuando me llevasen en coche. Pedí una cerradura para la puerta, a fin de evitar que entrasen las ratas y los ratones; el herrero, tras varios intentos, hizo la más pequeña que se había visto entre ellos; porque yo conozco una más grande en la puerta de la casa de un caballero en Inglaterra. Me las arreglé para guardarme la llave en el bolsillo, por temor a que Glumdalclitch la perdiera. Asimismo ordenó la reina que me hiciesen ropas con la seda más fina que se encontrase, no mucho más gruesa que una manta inglesa, las cuales me resultaron bastante molestas, hasta que me acostumbré a ellas. Eran según la moda del reino, en parte parecidas a las persas, y en parte a las chinas, y muy sobrias y decorosas.
La reina se aficionó tanto a mi compañía que no era capaz de comer sin mí. Yo tenía una mesa sobre aquella en la que comía su majestad, junto a su codo izquierdo, y una silla para sentarme. Glumdalclitch se ponía de pie sobre un taburete, cerca de mi mesa, para ayudarme y cuidar de mí. Yo tenía un cubierto completo de plata, y platos, y otros objetos que, comparados con los de la reina, no eran mucho más grandes que los que he visto en una juguetería de Londres como accesorios de las casitas de muñecas. Mi pequeña niñera los guardaba en su bolsa, en una cajita de plata, y me los daba en las comidas cuando me hacían falta; y siempre los fregaba ella. Nadie comía con la reina excepto las dos princesas reales, la mayor de dieciséis años, y la más joven, en aquel entonces, de trece y un mes. Su majestad solía ponerme en una de mis fuentes un trocito de carne, del que me servía yo; y su diversión era verme comer en miniatura. Porque la reina (que era desganada) tomaba en cada bocado la cantidad que una docena de campesinos ingleses eran capaces de consumir en una comida, lo que representó para mí, durante un tiempo, un espectáculo repugnante. Trituraba con los dientes un ala de alondra, huesos y todo, pese a que era nueve veces el tamaño de un pavo cebado; y se metía en la boca un trozo de pan del tamaño de dos hogazas de doce peniques. Bebía, de una copa de oro, más de un tonel en cada sorbo. Los cuchillos eran el doble de largos que una guadaña recta a continuación del astil. Las cucharas, tenedores y demás utensilios tenían la misma proporción. Recuerdo, cuando Glumdalclitch me llevó por curiosidad a ver algunas mesas de la corte, donde se usaban diez o doce de esos enormes cuchillos y tenedores a la vez, que pensé que jamás había contemplado hasta entonces una visión más terrible.
Es costumbre que cada miércoles (que como ya he dicho era su día festivo) el rey y la reina, con la real progenie, comiesen juntos en el aposento de su majestad el rey, de quien me había convertido ahora en favorito; y en esas ocasiones colocaban mi silla y mi mesa a su izquierda, delante de un salero. Este príncipe disfrutaba conversando conmigo, y haciéndome preguntas sobre las costumbres, la religión, las leyes, el gobierno y el saber en Europa, materias sobre las que le daba toda la información de que era capaz. Su discernimiento era tan claro, y su juicio tan exacto, que hacía muy sabias reflexiones y observaciones sobre todo cuanto yo decía. Pero confieso que después de mostrarme un poco demasiado prolijo hablando de mi amado país, de nuestro comercio y de nuestras guerras por tierra y por mar, de nuestros cismas religiosos, y de los partidos políticos, los prejuicios de su educación eran tan fuertes que no pudo por menos de cogerme con su mano derecha, y acariciándome con la otra, me preguntó con una risotada si era wig o tory. Luego, volviéndose hacia su primer ministro, que estaba de pie detrás de él con una vara blanca casi tan alta como el palo mayor del Royal Sovereign, comentó cuán despreciable era la grandeza humana, que podía ser remedada por insectos tan diminutos como yo: «Y no obstante —dijo—, apuesto a que estos seres tienen títulos y distinciones honoríficas, construyen pequeñas madrigueras y refugios que llaman casas y ciudades; se revisten de importancia con la ropa y el aparato; aman, luchan, disputan, engañan y traicionan». Y así siguió hablando, mientras a mí un color se me iba y otro se me venía de indignación, al oír con qué menosprecio era tratado nuestro noble país, señor de las artes y las armas, azote de Francia, arbitro de Europa, sede de la virtud, la piedad, el honor y la verdad, orgullo y envidia del mundo.
Pero como no estaba en situación de tomar a mal las injurias, tras madurada reflexión, empecé a dudar si se me estaba injuriando o no. Porque, habiéndome acostumbrado desde hacía varios meses a ver y oír conversar a esta gente, y a observar que todos los objetos a los que volvía la mirada eran de una magnitud proporcionada, el horror que al principio me había inspirado su tamaño y aspecto se me disipó a tal extremo que si entonces hubiese tenido delante una compañía de damas y caballeros ingleses con sus galas y atavíos de fiesta, representando sus papeles con la más galante manera de pavonearse, haciendo inclinaciones de cabeza y parloteando, me habrían dado tantas ganas de reírme de ellos como el rey y sus grandes se reían de mí. Y desde luego no podía por menos de reírme de mí mismo, cuando la reina me acercaba en su mano a un espejo, en el que aparecían las dos figuras enteras reflejadas ante mí, y no había nada más ridículo que la comparación; de manera que realmente empecé a imaginar que mi tamaño se había reducido gran número de veces respecto del normal.
Nada me irritaba y mortificaba tanto como el enano de la reina, que siendo la más baja estatura que se había registrado en todo el país (porque creo sinceramente que no llegaba a los treinta pies de alto), se volvía insolente al ver un ser tan por debajo de él, de manera que nunca dejaba de recrecerse y sacar pecho cada vez que pasaba junto a mí en la antecámara de la reina, si estaba yo de pie en alguna mesa hablando con los caballeros y las damas de la corte, y rara vez dejaba de soltar alguna frase hiriente sobre mi diminutez, de la que sólo podía vengarme llamándolo hermano, desafiándolo a luchar, y con réplicas de esas que menudean en boca de los pajes. Un día, en la comida, este bicho rencoroso se picó tanto con algo que le dije que se subió al travesaño de la silla de su majestad, me cogió por la mitad cuando iba a sentarme, sin sospechar que fuera a hacerme nada, me dejó caer en un gran cuenco de plata lleno de leche, y salió corriendo lo más deprisa que pudo. Caí de cabeza, y de no haber sido buen nadador lo habría pasado muy mal; porque en ese momento Glumdalclitch estaba en el otro extremo del aposento, y la reina se llevó tal susto que le faltó presencia de ánimo para auxiliarme. Pero mi pequeña niñera acudió corriendo en mi ayuda y me sacó, después que había tragado yo más de un cuarto de galón de leche. Me metió en la cama; sin embargo, no sufrí otro daño que la pérdida de un traje, que quedó totalmente inservible. El enano recibió una buena tunda, y como castigo adicional, se le obligó a beberse el tazón de leche al que me había arrojado; y no volvió a recuperar el favor; porque, poco después, la reina lo transfirió a una dama de alcurnia; de manera que no lo volví a ver, para grandísima satisfacción mía; porque no sabía a qué extremidad habría llevado su resentimiento esa sabandija.
Antes me había gastado una jugarreta que había hecho reír a la reina, aunque al mismo tiempo se sintió sinceramente enojada, y lo habría despedido allí mismo, si no llego a interceder yo generosamente. Su majestad se había servido en el plato un hueso de caña y, después de sacarle el tuétano, puso el hueso en la fuente, de pie, como estaba antes; el enano, al ver en ello una ocasión, mientras Glumdalclitch había ido al aparador, se encaramó en el taburete donde se subía ella para atenderme en las comidas, me cogió con las dos manos y, juntándome las piernas, me embutió en el agujero del hueso hasta más arriba de la cintura, y allí estuve encajado unos momentos, en una situación de lo más ridícula; creo que transcurrió un minuto antes de que nadie se diera cuenta de lo que me pasaba; porque consideré una indignidad ponerme a gritar. Pero, como los príncipes casi nunca toman su comida caliente, no se me escaldaron las piernas, y sólo las medias y los calzones sufrieron el desacato. El enano, gracias a mis súplicas, no recibió más castigo que una buena azotaina.
A menudo la reina se burlaba de mi medrosidad; y solía preguntarme si la gente de mi país era tan miedosa como yo. El motivo era el siguiente: el reino en verano se plaga de moscas; y estos odiosos insectos, grandes como una alondra de Dunstable, no me dejaban en paz mientras comía, con su continuo zumbido y bordoneo en mis oídos. Unas veces se posaban sobre mi comida. Otras se me ponían en la nariz o en la frente, donde me picaban de manera irritante, con su olor desagradable, y veía fácilmente esa sustancia viscosa que nuestros naturalistas dicen que permite a tales seres caminar patas arriba por el techo. Encontraba muy difícil defenderme de estos bichos detestables, y no podía reprimir un sobresalto cada vez que se me acercaban a la cara. Y era práctica habitual del enano coger varios insectos de estos, como hacen nuestros escolares, y soltármelos bajo la nariz, a fin de asustarme y divertir a la reina. Mi remedio era hacerlas trozos con el cuchillo cuando volaban en el aire, en lo que mi destreza era muy admirada.
Recuerdo que una mañana en que Glumdalclitch me había puesto en una ventana, dentro de la caja, como acostumbraba hacer en los días soleados para que me diese el aire (porque no me atrevía a dejarla que la colgase de un clavo, por fuera, como hacemos con las jaulas en Inglaterra), después de levantar la hoja de cristal, me había sentado a la mesa a tomarme un trozo de tarta para desayunar cuando, atraídas por el olor, entraron volando más de veinte avispas con un zumbido más fuerte que los roncones de otras tantas gaitas. Unas se precipitaron sobre la tarta y se la llevaron a trozos; otras se pusieron a revolotear alrededor de mi cabeza, atronándome con su ruido, e inspirándome un terror indecible con sus aguijones. Sin embargo, tuve suficiente valor para levantarme, sacar el sable y atacarlas en el aire. Despaché a cuatro, y el resto se fue; y a continuación cerré la ventana. Estos insectos eran gordos como perdices. Les quité el aguijón y comprobé que medían pulgada y media de largo; y eran afilados como agujas. Me los guardé cuidadosamente; y después de mostrarlos con otras curiosidades en varios lugares de Europa, a mi regreso a Inglaterra, doné tres al Gresham College, y me quedé con el cuarto.