El autor, informado de un plan para acusarle de alta traición, huye a Blefuscu. Su acogida allí.
Antes de dar cuenta de mi marcha de este reino quizá convenga informar al lector de una intriga que se venía gestando desde hacía dos meses contra mí.
Toda mi vida había vivido ajeno a las cortes, para las que carecía de títulos dado mi origen humilde. Es verdad que había oído y leído bastante sobre el talante de los grandes príncipes y ministros; pero no esperaba descubrir sus terribles consecuencias en un país tan remoto, gobernado, como creía, por principios muy distintos de los de Europa.
Me estaba preparando para rendir visita al emperador de Blefuscu, cuando un importante personaje de la corte (al que había prestado buenos oficios en unos momentos en que había caído en el más grande disfavor de su majestad imperial) vino a mi casa muy en secreto, de noche, en una silla de manos cerrada; y sin dar su nombre, solicitó verme. Despedí a los silleteros. Me metí la silla, con su señoría dentro, en el bolsillo de la casaca; y tras ordenar a un criado de mi confianza que dijera que me sentía indispuesto y que me retiraba a dormir, eché el cerrojo a la puerta de casa, deposité la silla de manos sobre la mesa como solía hacer, y me senté al lado. Terminados los saludos habituales, al observar el semblante de preocupación de su señoría, y preguntarle el motivo, me pidió que escuchase con paciencia un asunto que afectaba grandemente a mi honor y mi vida. Estas fueron sus palabras, ya que tomé notas en cuanto se marchó:
—Debéis saber —dijo— que recientemente se han reunido muy en secreto varias comisiones del consejo para tratar de vos; y que hace sólo dos días su majestad adoptó una clara resolución.
»Sabéis bien que el caballero Bolgolam (galbet, o sea almirante supremo) es enemigo mortal vuestro casi desde que llegasteis; ignoro los motivos que tuviera al principio, pero su odio ha aumentado mucho desde vuestro gran éxito contra Blefuscu, que ha contribuido a oscurecer su gloria como almirante. Este personaje, junto con Flimnap, tesorero mayor, cuya enemistad con vos es notoria a causa de su señora, el general Limtoc, el chambelán Lalcon, y el justicia mayor Balmuff, han preparado un memorial contra vos, acusándoos de traición y de otros delitos capitales».
Este preámbulo me impacientó, consciente como era de mis méritos y mi inocencia; e iba a interrumpirle cuando, pidiéndome que guardase silencio, prosiguió:
—En agradecimiento a los favores que me habéis hecho, he obtenido información de todo el debate, y una copia del memorial, en lo que me juego la cabeza para haceros servicio.
Memorial de acusaciones contra Quinbus Flestrin (el Hombre Montaña)
ARTÍCULO I
Por cuanto la ley, puesta en vigor durante el reinado de su majestad imperial Calin Deffar Plune, decreta que quienquiera que haga aguas menores dentro del recinto del palacio real incurre en la pena y castigo de alta traición, pese a lo cual, dicho Quinbus Flestrin, en abierto quebrantamiento de dicha ley, y so pretexto de apagar el incendio declarado en el aposento de la muy imperial consorte de su majestad, traidora y malvadamente, mediante el aliviamiento de su orina, apagó dicho incendio habido en dicho aposento, ubicado en el recinto de dicho palacio real, quebrantando así la ley prevista para el caso, etc., en contra del deber, etcétera.
ARTÍCULO II
Que habiendo traído al real puerto dicho Quinbus Flestrin la flota de Blefuscu, y habiéndole ordenado después su majestad imperial que apresara el resto de las naves de dicho imperio Blefuscu, y redujese tal imperio a una provincia para ser gobernada por un virrey de nuestro país, y destruyese y matase no sólo a todos los extremoanchistas allí refugiados, sino también a todo el pueblo de ese imperio que se negase a abjurar de la herejía extremoanchista; este, el dicho Flestrin, como falso traidor a su muy propicia y serena majestad imperial, pidió que se le excusase de dicho servicio, so pretexto de que es contrario a forzar su conciencia y a destruir la libertad y la vida de gente inocente.
ARTÍCULO III
Que así que llegaron ciertos embajadores de la corte de Blefuscu a la corte de su majestad para pedir la paz, este dicho Flestrin, como falso traidor, apoyó, confortó y agasajó a dichos embajadores, aun sabiéndolos servidores de un príncipe que hacía poco había sido enemigo declarado de su majestad imperial, y había estado en guerra abierta contra su majestad.
ARTÍCULO IV
Que dicho Quinbus Flestrin, en contra del deber de un súbdito leal, se dispone actualmente a efectuar un viaje a la corte e imperio de Blefuscu, para lo que sólo ha recibido licencia verbal de su majestad imperial, y al amparo de la dicha licencia, falsa y traidoramente pretende emprender dicho viaje, y por este medio ayudar, sostener y dar aliento al emperador de Blefuscu, hasta hace poco enemigo, y en guerra abierta con la mencionada majestad imperial.
—Hay otros artículos, pero los más importantes son estos de los que os acabo de leer un resumen.
En varios debates sobre esta acusación hay que reconocer que su majestad ha tenido muchos detalles de gran benevolencia, al menudo movido por los servicios que le habéis prestado, esforzándose en atenuar la gravedad de vuestros crímenes. El tesorero y el almirante han insistido en que se os debe aplicar la más dolorosa e ignominiosa muerte, prendiendo fuego a vuestra casa por la noche, con el concurso del general al mando de veinte mil soldados armados con flechas envenenadas para acribillaros la cara y las manos. Algunos de vuestros criados recibirían órdenes secretas del salpicar vuestras camisas y sábanas con un jugo venenoso que al punto haría que os arrancarais la carne y murieseis en medio del dolores espantosos. El general se mostró de la misma opinión; de manera que durante mucho rato la mayoría estuvo contra vos; pero su majestad, dispuesto a perdonaros la vida a toda costa, consiguió finalmente disuadir al chambelán.
»Tras este incidente, el emperador ordenó a Reldresal, Secretario Principal de Asuntos Privados, que siempre ha demostrado ser fiel amigo vuestro, que expusiese su opinión, lo que hizo debidamente, justificando con su intervención el buen concepto que tenéis de él. Admitió que vuestros delitos eran graves, pero que sin embargo había ocasión para la clemencia, muy loable virtud en un príncipe, y por la que su majestad era tan justamente celebrado. Dijo que era tan conocida de todos la amistad entre él y vos, que quizá el muy ilustre consejo podía considerarlo parcial; no obstante, en acatamiento a la orden recibida, expondría libremente su opinión: que si su majestad, en consideración a vuestros servicios, y llevado de su naturaleza indulgente, se dignaba perdonaros la vida, y ordenaba que sólo os arrancasen los ojos, humildemente creía que por este expediente quedaba en cierto modo cumplida la justicia, y todo el mundo aplaudiría la indulgencia del emperador, así como el justo y generoso proceder de los que tienen el honor de ser sus consejeros. Que la pérdida de vuestros ojos no mermaría en nada vuestra fuerza corporal, por lo que podríais seguir siendo útil a su majestad. Que la ceguera acrecienta el valor, puesto que oculta el peligro; que el temor que teníais por vuestros ojos era la principal causa de no haber traído la flota del enemigo, y que os bastaría con ver por los ojos de los ministros, dado que los más grandes príncipes no hacen otra cosa.
»Esta propuesta obtuvo la mayor desaprobación del consejo entero. El almirante Bolgolam no pudo contenerse, sino que, levantándose con furia, exclamó que no comprendía cómo el secretario osaba pronunciarse a favor de perdonarle la vida a un traidor; que los servicios que habéis prestado eran, por verdaderas razones de estado, el gran agravamiento de vuestros crímenes; que lo mismo que pudisteis apagar el fuego orinando sobre las habitaciones de su majestad la reina (lo que mencionó con horror), podríais en otro momento originar una inundación por el mismo medio, y anegar el palacio entero; y la misma fuerza que os permitió traer la flota del enemigo podría, al primer disgusto, serviros para devolverla; que él tenía fundados motivos para creer que en el fondo de vuestro corazón sois extremoanchista; y como es en el corazón donde toda traición germina antes de manifestarse en claras acciones, os acusaba de traición, y por tanto insistía en que se os diera muerte.
»El tesorero fue del mismo parecer. Demostró en qué apurada situación había dejado reducidas las rentas de su majestad la carga de vuestra manutención, la cual no tardaría en volverse insoportable; que el expediente del secretario, de arrancaros los ojos, estaba muy lejos de ser el remedio de ese mal, y que probablemente lo aumentaría, como revela la práctica común de cegar aves de corral, que después comen mucho más y engordan más deprisa; que su sacra majestad y el consejo, que son vuestros jueces, estaban íntimamente convencidos de vuestra culpa, que era argumento suficiente para condenaros a muerte sin las pruebas formales que exige por la estricta letra de la ley.
»Pero su majestad imperial, radicalmente opuesto a la pena capital, tuvo la gracia de explicar que puesto que el consejo consideraba la pérdida de vuestros ojos un correctivo demasiado blanco, podría aplicárseos algún otro más adelante. Entonces volvió a pedir la palabra vuestro amigo el secretario; y en respuesta a la objeción del tesorero sobre la gran carga que representaba para su majestad tener que manteneros, dijo que su excelencia, único encargado de la distribución de las rentas de su majestad, podía fácilmente prevenir ese mal reduciendo gradualmente vuestra asignación, con lo que, por falta de alimento suficiente, os iríais debilitando, desfalleceríais, perderíais el apetito, y os consumiríais en pocos meses; y así el hedor de vuestro cadáver no sería entonces tan peligroso, dado que vuestro peso habría disminuido más de la mitad; e inmediatamente después de vuestra muerte, cinco o seis mil súbditos de su majestad, en dos o tres días, os deshuesarían, se llevarían vuestra carne en carretas, y la enterrarían en diferentes lugares para evitar el riesgo de infección, dejando el esqueleto a manera de monumento para admiración de la posteridad.
»Y así es como, por la gran amistad del secretario, se ha acordado finalmente resolver el asunto. Se ha recomendado llevar a término, en riguroso secreto, el plan de haceros morir por inanición, pero haciendo constar en acta la sentencia de arrancaros los ojos. Nadie se ha pronunciado en contra, excepto el almirante Bolgolam, quien, instrumento de la emperatriz, era constantemente presionado por ella para que insistiese en vuestra muerte, movida por la perpetua malquerencia que os tiene por ese infame e ilegal procedimiento que habéis utilizado para apagar el incendio de su apartamento.
»Dentro de tres días, vuestro amigo el secretario recibirá instrucciones de venir a vuestra casa a leeros los cargos, y significaros seguidamente la gran lenidad y favor de su majestad y del consejo, por la que se os condena sólo a la pérdida de los ojos, a lo que su majestad no duda que os someteréis humildemente, con asistencia de veinte cirujanos de su majestad, a fin de cuidar que la operación se ejecute limpiamente, disparando muy afiladas flechas a los globos de vuestros ojos mientras os tienen tumbado en el suelo.
»Dejo a vuestra discreción las medidas que consideréis prudente adoptar; por mi parte, para evitar sospechas, debo regresar en seguida tan secretamente como he venido».
Así lo hizo su señoría, y me quedé solo, sumido en un mar de dudas y perplejidades.
Había una costumbre, introducida por este príncipe y sus ministros (muy distinta, por lo que me han asegurado, de las prácticas de otros tiempos) de que una vez que la corte decretaba una ejecución cruel, ya fuera para satisfacer el enojo del monarca o el rencor de un favorito, el emperador siempre pronunciaba un discurso a su consejo en pleno, en el que proclamaba su lenidad y ternura, cualidades conocidas y reconocidas por todo el mundo. Dicho discurso era inmediatamente difundido por todo el reino; y nada aterraba tanto al pueblo como estos elogios de la clemencia de su majestad; porque se tenía observado que cuanto más se prodigaban y más se insistía en ellos, tanto más inhumano era el castigo, y más inocente la víctima. En cuanto a mí, debo confesar que como no estaba destinado a ser cortesano, ni por nacimiento ni por vocación, era tan mal juez de esas cosas que no descubría lenidad ni favor en tal sentencia, sino que la consideraba (quizá erróneamente) más rigurosa que generosa. A veces pensaba hacer frente a mi proceso; porque aunque no podía negar los hechos que me imputaban en los diversos artículos, sin embargo esperaba que se admitiese cierta atenuación. Pero dado que había leído en mi vida muchos procesos por delitos políticos, y había observado que siempre acababan como los jueces consideraban conveniente, no me atreví a confiar en tan azaroso fallo, en tan crítica coyuntura, y frente a tan poderosos enemigos. En determinado momento consideré la posibilidad de oponer resistencia; porque mientras estaba en libertad, toda la fuerza de ese imperio no lograría doblegarme, y podía acabar con la metrópoli a pedradas. Pero en seguida deseché esta medida con horror, al recordar el juramento hecho al emperador, los favores que había recibido de él, y el alto título de nardac que me había otorgado. Y no me había instruido tan pronto en la gratitud de los cortesanos, para convencerme de que los presentes rigores de su majestad me excusaban de mis pasadas obligaciones.
Por último tomé una determinación que probablemente me hará merecedor de alguna crítica; y no injustamente, porque confieso que debo la conservación de los ojos, y consiguientemente la libertad, a mi gran irreflexión y falta de experiencia; porque, si hubiese conocido el carácter del príncipe y de sus ministros, como ahora los he estudiado en muchas otras cortes, y su manera de tratar a criminales menos reprobables que yo, con gran diligencia y presteza me habría sometido a un castigo tan suave. Pero movido por el atolondramiento de la juventud, y dado que tenía licencia de su majestad imperial para ir a visitar al emperador de Blefuscu, mandé una carta a mi amigo el secretario, notificándole mi decisión de partir esa misma mañana hacia Blefuscu, conforme a la licencia obtenida; y sin aguardar a ninguna respuesta, me dirigí al lado de la isla donde estaba amarrada nuestra flota. Cogí un gran buque de guerra, le amarré un cable en la proa, y sacándole las anclas, me quité la ropa, la puse (junto con el cubrecama, que me había llevado bajo el brazo) encima del barco, y arrastrándolo detrás de mí, vadeando unas veces y nadando otras, llegué al real puerto de Blefuscu, donde hacía tiempo que me esperaba la gente, y me facilitaron dos guías para que me condujesen hasta la capital, que tiene el mismo nombre. Los llevé en la mano hasta que estuve a unas doscientas yardas de las puertas; entonces les pedí que anunciasen mi llegada a uno de los secretarios, y le hiciesen saber que esperaría órdenes de su majestad. Como una hora después recibí respuesta de que su majestad, acompañado por su real familia y altos funcionarios de la corte, había salido a darme la bienvenida. Avancé un centenar de yardas. El emperador y su séquito se apearon de sus caballos, la emperatriz y las damas de sus coches, y no vi que mostrasen temor ni inquietud de ninguna clase. Me tumbé en el suelo para besar la mano de sus majestades, y dije al emperador que había ido en cumplimiento de mi promesa, y con la licencia del emperador mi señor, para tener el honor de ver a tan poderoso monarca, y ofrecerle los servicios que estuviesen a mi alcance, siempre que no entrasen en conflicto con mi deber para con mi príncipe, sin mencionar mi caída en desgracia, porque hasta el momento no se me había comunicado de manera oficial, y se me suponía totalmente ignorante de mi destino. Tampoco podía imaginar razonablemente que el emperador revelaría el secreto mientras estuviese fuera de su alcance; aunque no tardé en averiguar que en eso equivocaba.
No aburriré al lector con los detalles de mi recibimiento en esta corte, acorde con la generosidad de tan grande príncipe, ni de los apuros que tuve por carecer de casa y de lecho, y tener que dormir en el suelo, envuelto en el cubrecama.