Descripción de Mildendo, metrópoli de Liliput, junto con el palacio del emperador. Conversación entre el autor y un secretario principal sobre los asuntos de ese imperio. Ofrecimiento del autor a servir al emperador en sus guerras.
La primera petición que hice al obtener la libertad, fue que se me diera licencia para poder visitar Mildendo, la metrópoli; cosa que el emperador me concedió de grado, pero con la especial recomendación de no causar daño a los habitantes ni a sus casas. La gente se enteró de mi propósito de visitar la ciudad por un bando. La muralla que la rodeaba tiene una altura de dos pies y medio, y lo menos once pulgadas de espesor, de manera que un coche con caballos puede dar la vuelta por ella sin peligro; y está flanqueada de torreones, a trechos de diez pies. Pasé por encima de la gran puerta de poniente, y fui muy despacio y de lado por las dos calles principales, sólo con el chaleco por temor a estropear los tejados y aleros de los edificios con los faldones de la casaca. Caminaba con la mayor cautela para no pisar a algún rezagado que pudiera quedar todavía en las calles, aunque había órdenes estrictas de que todo el mundo se encerrase en sus casas bajo su responsabilidad. Las buhardillas y azoteas estaban tan atestadas de espectadores que pensé que en ningún viaje había visto un lugar más poblado. La ciudad es un cuadrado exacto, y cada lado de la muralla tiene quinientos pies de largo. Las dos calles grandes, que se cruzan y la dividen en cuatro cuartos, tienen cinco pies de ancho. Los callejones y pasajes, por los que no podía entrar, sino sólo verlos al pasar, tienen de doce a dieciocho pulgadas. La ciudad puede albergar unas quinientas mil almas. Las casas tienen de tres a cinco plantas. Las tiendas y los mercados están bien provistos.
El palacio del emperador se encuentra en el centro de la ciudad, donde confluyen las dos grandes calles. Está rodeado por una muralla de dos pies de altura, y a una distancia de veinte pies de los edificios. Tenía permiso de su majestad para pasar por encima de esta muralla; y como había bastante espacio entre ella y el palacio, tuve posibilidad de contemplarlo desde todos los lados. El patio exterior es un cuadrado de cuarenta pies, e incluye otros dos patios: en el más interior se encuentran los aposentos reales, que yo estaba muy deseoso de ver, pero lo encontré extremadamente difícil; porque las grandes puertas de una plaza a la otra sólo tenían dieciocho pulgadas de alto, y siete de ancho. Ahora bien, los edificios del patio exterior tenían una altura de lo menos de cinco pies, y me era imposible pasar por encima sin causar gran daño en la albañilería, aunque los muros estaban sólidamente hechos con piedra labrada, y tenían cuatro pulgadas de grosor. A la vez, el emperador tenía mucho interés en que admirase la magnificencia de su palacio; pero no pude hacerlo hasta tres días más tarde, tiempo que me pasé cortando con el cuchillo algunos de los árboles más grandes del parque real, como a un centenar de yardas de la ciudad. Con estos árboles hice dos banquetas, de unos tres pies de altura cada una, y lo bastante sólidas para soportar mi peso. Tras avisar a esta gente por segunda vez, me adentré de nuevo en la ciudad hasta el palacio, con las dos banquetas en las manos. Al llegar junto al patio exterior me subí a una; cogí la otra, la pasé por encima del tejado, y la coloqué con cuidado en el espacio entre la primera y la segunda ala, que tenía una anchura de ocho pies. A continuación pasé con toda comodidad, por encima del edificio, de una banqueta a la otra, y retiré después la primera con un palo curvado. Mediante este recurso llegué al patio interior; y tendiéndome de costado, acerqué la cara a las ventanas de los pisos de en medio, que habían dejado abiertas a propósito, y descubrí los más espléndidos aposentos que cabe imaginar. Vi allí a la emperatriz y a los jóvenes príncipes en sus respectivos aposentos, con damas principales alrededor. Su majestad imperial se dignó sonreírme graciosamente, y me tendió la mano desde la ventana para que se la besara.
Pero no voy a adelantar al lector más descripciones de este género, ya que las reservo para una obra de más fuste que ya tengo casi preparada para la prensa, y que contiene una descripción general de este imperio, desde sus orígenes, pasando por una larga sucesión de príncipes, con especial relación de sus guerras, su política, sus leyes, su cultura y su religión: sus plantas y sus animales, sus usos y costumbres particulares, además de otras cuestiones curiosísimas y útiles. Mi principal interés ahora es sólo relatar los asuntos y peripecias que le ocurrió a la gente, o a mí, durante los aproximadamente nueve meses que estuve en ese imperio.
Una mañana, como un par de semanas después de obtener la libertad, Reldresal, Secretario Principal (como ellos lo llaman) de Asuntos Privados, vino a mi casa asistido por sólo un criado. Ordenó al coche que aguardase a cierta distancia, y me pidió que le concediese una entrevista de una hora, a lo que accedí de buen grado, dada su calidad y méritos personales, así como los muy buenos oficios que me había hecho durante mis solicitaciones en la corte. Me brindé a tenderme en el suelo a fin de que pudiese llegar más cómodamente a mi oído; pero prefirió que lo sostuviera en la mano durante la conversación. Empezó dándome la enhorabuena por mi libertad; dijo que podía atribuirse algún mérito en esto; sin embargo, añadió, si no fuera por la actual situación de las cosas en la corte, quizá no la habría obtenido tan pronto. «Porque —dijo— por muy floreciente que pueda parecer a los extranjeros el estado en que nos encontramos, dos grandes males se ciernen sobre nosotros: una violenta facción interior, y el peligro de ser invadidos por un poderosísimo enemigo del exterior. En cuanto a lo primero, debéis saber que durante más de setenta lunas ha habido en este imperio contienda entre dos partidos, denominados Tramecksan y Slamecksan, por los tacones altos y bajos de sus zapatos por los que se distinguen. Se afirma, efectivamente, que los tacones altos son muy conformes a nuestra antigua constitución; pero aunque así sea, su majestad ha determinado utilizar solamente a los tacones bajos en la administración del gobierno y en todos los cargos que concede la corona, como no puedo por menos de observar; y sobre todo, que los tacones de su majestad imperial son al menos un drurr más bajos que los de nadie de su corte (un drurr equivale a una catorceava parte de pulgada). La animosidad entre ambos partidos llega a tal extremo que no quieren comer ni beber juntos, ni dirigirse la palabra. Calculamos que los tramecksan, o tacones altos, nos superan en número; pero el poder está enteramente en nuestro lado. Sospechamos que su alteza imperial, heredero de la corona, tiene cierta inclinación hacia los tacones altos; al menos percibimos claramente que uno de sus tacones es más alto que el otro, lo que imprime cierta cojera a su paso. Pero además, en medio de estas inquietudes intestinas, tenemos la amenaza de una invasión desde la isla de Blefuscu, que es el otro gran imperio del universo, casi tan grande y poderoso como este de su majestad. Pues en cuanto a lo que os hemos oído afirmar, que hay otros reinos y estados en el mundo, habitados por criaturas humanas tan grandes como vos, nuestros filósofos tienen mucha duda, y sospechan que habéis caído de la luna, o de una estrella; porque lo cierto es que cien mortales de vuestro tamaño acabarían en poco tiempo con toda la cosecha y ganado de los dominios de su majestad. Además, nuestras historias de seis mil lunas no mencionan más regiones que las de los dos grandes imperios de Liliput y de Blefuscu, cuyas dos grandes potencias, como os decía, llevan empeñadas en obstinada guerra desde hace treinta y seis lunas. Empezó por el motivo siguiente: es cosa admitida por todos que la manera original de cascar un huevo para comérsele fue por el lado más ancho; pero el abuelo de su actual majestad cuando era niño, al ir a tomarse un huevo, y romperlo según la antigua práctica, se cortó en un dedo. Tras lo cual el emperador su padre, hizo público un edicto ordenando a todos sus súbditos, so pena de graves castigos, que los huevos se rompiesen por el extremo más estrecho. La gente tomó tan a mal esta ley, que cuentan nuestros historiadores que hubo seis sublevaciones por tal motivo; en una de las cuales un emperador perdió la vida, y otro la corona. Estas agitaciones civiles fueron fomentadas de manera continuada por los monarcas de Blefuscu; y cuando eran reprimidas, los que se exiliaban iban a buscar refugio en ese imperio. Se calcula que once mil personas han preferido la muerte, en diversos momentos, antes que someterse a romper un huevo por el extremo estrecho. Se han publicado cientos de tratados sobre esta controversia; pero los libros de los extremo-anchistas hace tiempo que están prohibidos, y el partido ha sido inhabilitado por ley para ocupar ningún puesto. En el transcurso de estas agitaciones, los emperadores de Blefuscu protestaron con frecuencia a través de sus embajadores, acusándonos de provocar un cisma religioso, violando una doctrina fundamental de nuestro gran profeta Lustrog, recogida en el capítulo cincuenta y cuatro del Brundecral (que es su Corán). Esto, sin embargo, se ha considerado un mero forzamiento del texto: porque lo que dice es: que los verdaderos creyentes deben romper los huevos por el extremo conveniente. Y cuál sea el extremo conveniente, en mi humilde opinión, es algo que debe determinar la conciencia de cada uno, o al menos el criterio del magistrado supremo. Ahora bien, los exiliados extremo-anchistas han encontrado tal crédito en la corte del emperador de Blefuscu, y tanto aliento y secreta ayuda su partido aquí en nuestro país, que los dos imperios sostienen una guerra sangrienta desde hace treinta y seis lunas, con fortuna varia; tiempo en el que hemos perdido cuarenta barcos importantes y un número mucho mayor de naves menores, además de treinta mil de nuestros mejores marineros y soldados; en cuanto al daño infligido al enemigo, se calcula que ha sido algo mayor que el nuestro. Sin embargo, actualmente han aparejado una flota numerosa, y se están preparando para caer sobre nosotros; y su majestad imperial, depositando gran confianza en vuestra fuerza y valor, me envía para exponeros la situación de estos asuntos».
Rogué al secretario que presentase mis humildes respetos al emperador, y le hiciese saber que pensaba que no estaba bien que, como extranjero que era, me entrometiese en los partidos; pero que estaba dispuesto, a riesgo de mi vida, a defender su persona y su estado frente a todos los invasores.