El autor distrae al emperador y a su nobleza de uno y otro sexo de una manera muy poco corriente. Descripción de las diversiones en la corte de Liliput. Se concede la libertad al autor bajo ciertas condiciones.
Mi mansedumbre y mi buen comportamiento habían ganado a tal extremo al emperador y su corte, e incluso al ejército y al pueblo en general, que empecé a concebir esperanzas de alcanzar la libertad en poco tiempo. Utilicé todos los recursos posibles para cultivar esta disposición favorable. Poco a poco, los naturales fueron perdiendo el temor a que fuese ningún peligro para ellos. A veces me tumbaba y dejaba que cinco o seis bailaran sobre mi mano; y al final los niños se atrevían a venir a jugar al escondite en mi cabello. A todo esto había hecho progresos en comprender y hablar su lengua. Al emperador se le ocurrió un día honrarme con varios espectáculos del país, en los que superan a todas las naciones que conozco, tanto en destreza como en esplendor. Nada me divirtió tanto como el número de los funámbulos, ejecutado sobre un delgado hilo blanco de unos dos pies de largo, a doce pulgadas del suelo, en la que, con permiso del lector, me tomo la libertad de extenderme un poco.
Este número lo practican sólo los que aspiran a ocupar altos puestos y a disfrutar de gran favor en la corte. Se los adiestra en este arte desde jóvenes, y no siempre son de noble cuna ni han recibido una educación liberal. Cuando queda vacante una plaza importante por algún fallecimiento o caída en desgracia (lo que ocurre a menudo), cinco o seis de estos candidatos solicitan del emperador divertir a su majestad y a la corte con saltos sobre la cuerda, y el que salta más alto sin caerse consigue la plaza. Muchas veces se ordena a los principales ministros que hagan demostración de su habilidad, y confirmen así al emperador que no han perdido facultades. A Flimnap, el tesorero, se le concede efectuar una cabriola sobre la cuerda lo menos una pulgada más alto que ningún lord del imperio. Yo lo he visto dar el salto mortal varias veces seguidas sobre un trinchante fijado en la cuerda, que no es más gruesa que el bramante normal y corriente de Inglaterra. Mi amigo Reldresal, Secretario Primero de Asuntos Privados, es en mi opinión, si no peco de parcialidad, el segundo después del Tesorero; el resto de los altos funcionarios están más o menos igualados.
Estas diversiones suelen ir acompañadas de accidentes fatales, muchos de los cuales han quedado registrados. Yo mismo he visto romperse una pierna a dos o tres candidatos. Pero el peligro es mucho mayor cuando se manda a los ministros que exhiban su destreza; porque al competir en superar a sus compañeros y a sí mismos, se esfuerzan tanto que casi no hay ninguno que no haya sufrido una caída, y algunos dos o tres. Me aseguraron que un año o dos antes de mi llegada, Flimnap estuvo a punto de partirse el cuello, si no llega a amortiguarle la caída un cojín del rey que casualmente estaba en el suelo.
Hay otra diversión, también, que sólo se ejecuta en ocasiones especiales ante el emperador, la emperatriz y el primer ministro. El emperador extiende sobre la mesa tres finos hilos de seda de seis pulgadas de largo: uno azul, otro rojo y el tercero verde. Estos hilos se ofrecen como trofeos a las personas a las que el emperador quiere distinguir con un signo especial de su favor. La ceremonia tiene lugar en la gran cámara del trono de su majestad, donde los candidatos se someten a una prueba de destreza muy diferente de la anterior, y de una naturaleza como no he visto otra en ningún país del viejo o el nuevo mundo. El emperador sostiene un bastón en las manos con los extremos paralelos al horizonte, mientras los candidatos, avanzando uno a uno, unas veces saltan por encima del palo y otras se arrastran por debajo de él, adelante y atrás, varias veces, según que el bastón suba o baje. A veces el emperador sujeta por un extremo el bastón y su primer ministro el otro; otras lo sostiene el ministro solo. Quien realice su intervención con más agilidad y resista más tiempo saltando y reptando recibe en premio el hilo de seda azul; el rojo se concede al siguiente, y el verde al tercero; y todos se lo ciñen con dos vueltas alrededor de la cintura, y se ven pocas personalidades en esta corte que no se adornen con uno de estos cinturones.
Como se hacía desfilar a diario ante mí a los caballos del ejército y a los de las caballerizas reales, ya no se asustaban, sino que se acercaban a mis pies sin encabritarse. Los jinetes saltaban de ellos a mi mano cuando la ponía a ras del suelo, y un cazador del emperador que montaba un enorme corcel saltó mi pie, con zapato y todo, lo que constituyó una verdadera proeza. Un día después tuve la suerte de divertir al emperador de una manera realmente extraordinaria: le pedí que mandase traerme varios palos de dos pies de largo y del grueso de un bastón corriente; al punto, su majestad ordenó al jefe de su bosque que diese las instrucciones oportunas, y a la mañana siguiente llegaron seis leñadores con otros tantos carruajes tirados por ocho caballos cada uno. Cogí nueve palos de estos, y los hinqué firmemente en el suelo en forma de un cuadrilátero de dos pies y medio cuadrados, cogí otros cuatro palos y los até paralelos en cada esquina a unos dos pies del suelo; luego até mi pañuelo a los nueve palos verticales, y lo estiré hacia los lados hasta que quedó tenso como el parche de un tambor; y los cuatro palos paralelos que se alzaban unas cinco pulgadas por encima del pañuelo hacían de antepecho a cada lado. Una vez terminado este trabajo pedí al emperador que un tropel de sus mejores caballos, veinticuatro en total, vinieran a ejercitarse en esta plataforma. Aceptó su majestad la sugerencia, y los cogí uno a uno con la mano, pertrechados y armados, con los oportunos oficiales para adiestrarlos. En cuanto se pusieron en fila, se dividieron en dos bandos, ejecutaron simulacros de escaramuzas, se dispararon flechas sin punta, sacaron las espadas, huyeron y persiguieron, atacaron y retrocedieron, y en suma tuve ocasión de apreciar la mejor disciplina militar que he presenciado jamás. Los palos horizontales los protegían a ellos y a los caballos de caerse de la plataforma; y el emperador estaba tan complacido que dispuso que se repitiese varios días este espectáculo; y una vez quiso que le subiese para dar él la orden; y con gran dificultad convenció incluso a la emperatriz de que me dejase tenerla en su silla de manos a dos yardas de la plataforma, desde donde pudo disfrutar de una vista completa del espectáculo. Por suerte no ocurrió en estos ejercicios ningún percance; sólo una vez un caballo brioso, que pertenecía a un capitán, piafando con una pezuña, hizo un agujero en el pañuelo, metió la pata, y se cayeron su jinete y él; pero inmediatamente los socorrí, y tapando el agujero con una mano, fui bajando con la otra a la tropa, de la misma manera que la había subido. El caballo que se cayó se hizo daño en el hombro izquierdo; pero al jinete no le pasó nada, y arreglé el pañuelo como pude; sin embargo, no volví a fiar en su resistencia para estas empresas peligrosas.
Unos dos o tres días antes de que me dejasen en libertad, estaba yo distrayendo a la corte con este tipo de proezas, cuando llegó un expreso e informó a su majestad de que algunos súbditos, cabalgando por el lugar donde yo había sido apresado, habían visto un gran bulto negro en el suelo, de forma extrañísima, con el borde circular extendido, del tamaño de la alcoba de su majestad, y levantado en el centro como a la altura de un hombre; que no se trataba de ningún ser viviente, como se dieron cuenta desde el principio, porque yacía en la hierba sin moverse, y algunos dieron la vuelta a su alrededor varias veces; que subiéndose unos a hombros de otros, se habían encaramado a la parte de arriba, que era llana y regular y al dar unas patadas descubrieron que estaba hueco por dentro; que humildemente sugerían que podía tratarse de alguna pertenencia del Hombre Montaña; y que si placía a su majestad, se encargarían de traerlo con sólo cinco caballos. En seguida comprendí a qué se referían, y me alegré en mi interior de la noticia. Por lo visto, al ganar la orilla, después del naufragio, me sentía tan confundido que, antes de llegar al sitio donde me tumbé a dormir, el sombrero, que me había atado a la cabeza con un cordel para bogar, y había conservado mientras nadaba, se me había caído; no me di cuenta, sino que pensé que lo había perdido en el mar. Supliqué a su majestad que diese orden de que me lo trajesen lo antes posible, y le describí su uso y naturaleza; y al día siguiente llegaron los carreteros con él, aunque en no muy buen estado: habían hecho dos agujeros en el ala, a una pulgada y media del borde, y habían hecho firmes en esos agujeros dos ganchos, que iban al extremo de una cuerda larga atada al arnés; y así habían arrastrado el sombrero más de media milla inglesa; aunque como el terreno de ese país es sumamente liso y llano, sufrió menos de lo que yo había temido.
Dos días después de esta aventura, el emperador, que había ordenado que parte del ejército que se acuartela dentro y alrededor de la metrópoli estuviese preparado, le dio por divertirse de una manera muy singular: me pidió que me plantase como un coloso, con las piernas lo más separadas que pudiese con comodidad; y seguidamente ordenó a su general (un caudillo veterano y experimentado, y gran protector mío) que mandase formar las tropas, y desfilar por debajo de mí; la infantería de veinticuatro en fondo, y la caballería de dieciséis, con redoble de tambores, banderas desplegadas, y picas inclinadas hacia delante. Este cuerpo constaba de tres mil soldados de a pie, y mil de a caballo. Su majestad dio orden, bajo pena de muerte, de que cada soldado que desfilara observase el más estricto decoro respecto a mi persona; lo que, sin embargo, no pudo impedir que algunos de los oficiales más jóvenes alzasen la vista al pasar por debajo de mí. Y para decir la verdad, tenía a todo esto los calzones en tan mal estado que dieron ocasión a más de una risa y admiración.
Había mandado tantas instancias y memoriales solicitando que me devolviesen la libertad que finalmente su majestad planteo el asunto primero a su gabinete, y luego al pleno del consejo, donde nadie se opuso, salvo Skyresh Bolgolam, que se placía en ser mi enemigo mortal sin ninguna provocación por mi parte. Pero con únicamente su voto en contra, el consejo la aprobó, y el emperador la refrendó. Este ministro era galbet, o almirante del reino, persona de gran confianza de su señor, y muy versado en los asuntos, pero de genio áspero y avinagrado. Acabó cediendo; sin embargo, impuso que las cláusulas y las condiciones con que debía ponérseme en libertad, y que por tanto debía jurar, las redactaría él. Dichas cláusulas me las trajo Skyresh Bolgolam en persona, asistido por dos subsecretarios y varias personas de distinción. Después de leerlas, se me requirió que jurase su cumplimiento; primero a la manera de mi país, y después según la fórmula prescrita por su legislación, que consistía en sujetarme el pie derecho con la mano izquierda, y ponerme el dedo corazón de la mano derecha en la coronilla, metiéndome la punta del pulgar en la oreja derecha. Pero dado que el lector curioso puede querer hacerse una idea del estilo y manera de expresarse esta gente, y quizá conocer las cláusulas bajo las que recuperé la libertad, he hecho la traducción del instrumento entero, palabra por palabra, lo más cercana que he sido capaz, que ahora ofrezco a público:
GOLBASTO MOMAREN EVLAME GURDILLO SHELFIN MULLY ULLY GUE, muy poderoso emperador de Liliput, gozo y terror de universo, cuyos dominios se extienden a cinco mil blustrugs (unas doce millas de circunferencia), hasta las extremidades del globo; monarca de todos los monarcas, más alto que los hijos de los hombres, cuyos pies pisan el centro y cuya cabeza tropieza con el sol; de quien un gesto de cabeza hace que tiemblen las rodillas de los príncipes; placentero como la primavera, cálido como el verano, fructífero como el otoño, y terrible como el invierno. Su muy sublime majestad propone al Hombre Montaña, llegado hace poco a nuestros celestiales dominios, las siguientes cláusulas, que por solemne juramento estará obligado a cumplir:
Primera: El Hombre Montaña no saldrá de nuestros dominios sin una licencia nuestra con el gran sello.
Segunda: No osará entrar en nuestra metrópoli sin expresa orden nuestra; en cuyo caso se advertirá a los habitantes con dos horas de antelación para que se guarden en sus casas.
Tercera: El citado Hombre Montaña limitará sus recorridos a nuestras vías principales, y no intentará pasear o tumbarse en ningún prado ni sembrado.
Cuarta: Al caminar por las citadas vías, pondrá el mayor cuidado en no pisar la persona de ninguno de nuestros amados súbditos, ni sus caballos o carruajes, ni cogerá con sus manos a ninguno de nuestros citados súbditos sin consentimiento de ellos.
Quinta: Si un expreso requiriese especial urgencia, el Hombre Montaña estará obligado a llevar en su bolsillo al mensajero y a su caballo, un viaje de seis días cada luna, y traer de vuelta a dicho mensajero (si así se le pidiese) sano y salvo a nuestra imperial presencia.
Sexta: Será aliado nuestro frente a nuestros enemigos de la isla de Blefuscu, y hará cuanto le sea posible por destruir su flota, que actualmente se prepara para invadirnos.
Séptima: Que dicho Hombre Montaña, en sus momentos libres, auxiliará y asistirá a nuestros obreros, ayudando a levantar grandes piedras, en la construcción del muro de nuestro parque principal y de nuestros reales edificios.
Octava: Que dicho Hombre Montaña efectuará, en el plazo de dos lunas, la exacta medición de la circunferencia de nuestros dominios, mediante un cálculo de sus propios pasos alrededor de la costa.
Última: Que una vez que haya jurado solemnemente cumplir las cláusulas supraescritas, dicho Hombre Montaña recibirá una asignación diaria de comida y bebida suficiente para mantener a 1.724 de nuestros súbditos, con libre acceso a nuestra real persona, y otros signos de nuestro favor.
Dado en nuestro palacio de Belfaborac, el día doce de la nonagesimoprimera luna de nuestro reinado.
Juré y suscribí estas cláusulas con la mayor alegría y contento, aunque algunas no eran todo lo honrosas que yo hubiera deseado, dado que procedían enteramente de la malevolencia de Skyresh Bolgolam, el alto almirante; tras lo cual me quitaron las cadenas y me dejaron en completa libertad; el propio emperador en persona me honró con su presencia en la ceremonia. Expresé mi agradecimiento postrándome a los pies de su majestad; pero él me ordenó que me levantase; y tras muchas cortesías que, para evitar la censura de la vanidad no debo repetir, añadió que esperaba que me revelase un útil servidor, y merecedor de los favores que ya me había concedido y podía concederme en el futuro.
Observe el lector que en la última condición para recobrar la libertad, el emperador establece que se me concede una cantidad de comida y bebida suficiente para alimentar a 1.724 liliputienses. Algún tiempo después, al preguntarle a un amigo de la corte cómo habían llegado a determinar una cifra tan concreta, me dijo que los matemáticos de su majestad, tras medir la estatura de mi cuerpo con ayuda de un cuadrante, y hallar que supera a la de ellos en la proporción de doce a uno, habían concluido, por la similitud con sus cuerpos, que él mío debía de equivaler lo menos a 1.724 de los suyos, y en consecuencia requeriría el alimento necesario para mantener a ese número de liliputienses. Por donde puede hacerse el lector una idea de la ingeniosidad de esa gente, así como de la prudente y exacta economía de tan grande príncipe.