Capítulo II

El emperador de Liliput, asistido por varios miembros de la nobleza, va a ver al autor en su encierro. Descripción de la persona y vestido del emperador. Se nombran sabios para enseñar la lengua al autor. Este se gana el favor con su actitud tranquila. Le registran los bolsillos, y le quitan la espada y las pistolas.

Al ponerme de pie miré a mi alrededor, y debo confesar que jamás había contemplado una perspectiva más amena. El campo alrededor parecía un jardín interminable, y los terrenos cercados, de unos cuarenta pies cuadrados por lo general, parecían otros tantos arriates. Estos campos se entremezclaban con arboledas de medio cuarto de acre, y los árboles más altos, a lo que podía juzgar, alcanzaban a lo más unos siete pies. A mi izquierda tenía la capital, que parecía una ciudad pintada en un decorado de teatro.

Hacía horas que me sentía apremiado por las necesidades de la naturaleza, lo que no era extraño, ya que hacía casi dos días desde la última vez que había evacuado. Me hallaba en un gran aprieto, entre la urgencia y la vergüenza. El mejor recurso que se me ocurría era gatear al interior de la casa, y así lo hice; y cerrando la puerta tras de mí, me alejé todo lo que la cadena permitía, y alivié el cuerpo de esa carga molesta. Pero fue la única vez que me sentí culpable de tan inmunda acción; así que no puedo por menos de esperar que el cándido lector se muestre indulgente conmigo, cuando considere mi caso con madurez e imparcialidad, y el apuro en que estaba. Desde ese momento, mi práctica invariable fue, en cuanto me levantaba, hacer dicha necesidad al aire libre, alejándome cuanto daba de sí la cadena; y cada mañana, antes de que viniese nadie, dos criados designados a tal efecto se ocupaban cumplidamente de llevarse en carretillas la repugnante materia. No me habría extendido tanto en un detalle que quizá puede no parecer muy importante a primera vista, si no lo juzgase necesario para probar al mundo mi manera de ser en punto a limpieza, que según me han dicho algunos detractores míos han puesto en duda en esta y en otras ocasiones.

Concluida esta aventura, volví a salir de la casa en busca de aire fresco. El emperador había bajado ya de la torre y venía hacia mí a caballo, lo que sin duda podía haberle costado caro; porque el animal, muy bien domesticado, pero no acostumbrado a semejante visión, que era como si una montaña se moviese ante él, se encabritó; pero este príncipe, que es excelente jinete, se mantuvo en su silla hasta que acudieron corriendo sus asistentes y sujetaron la brida, en tanto que su majestad tenía tiempo de desmontar. Una vez en tierra me inspeccionó con gran admiración, aunque desde más allá de la longitud de mi cadena. Mandó a sus cocineros y despenseros, ya preparados, que me dieran vituallas y bebida, lo que ellos acercaron empujando una especie de vehículos con ruedas, hasta que estuvieron a mi alcance. Cogí estos vehículos, y en poco tiempo los vacié todos: veinte venían llenos de comida, y diez de licor. Cada uno de los primeros me proporcionaron dos o tres buenos bocados; en cuanto al licor, vacié diez recipientes, que eran redomas de barro, en un vehículo, y me lo bebí de un trago; y lo mismo hice con el resto. La emperatriz y los jóvenes príncipes de sangre, de uno y otro sexo, asistidos por multitud de damas, se hallaban montados a cierta distancia en sus sillas; pero ante el percance ocurrido con el caballo del emperador, se apearon, y se acercaron a su persona, que ahora paso a describir: supera en estatura el espesor de una uña mía a todos los de su corte, y sólo eso es suficiente para inspirar temor a los presentes. Su rostro es fuerte y masculino, con el labio de los Austrias y una nariz curvada, de color aceitunado, ademán erguido, el cuerpo y los miembros proporcionados, sus movimientos gallardos y su porte majestuoso. Había dejado atrás la juventud, ya que tenía veintiocho años y tres cuartos, de los que llevaba reinando unos siete con gran dicha, y victorioso por lo general. Para verlo con más comodidad me tumbé de costado, de manera que la cara me quedaba paralela a la suya, mientras él estaba de pie a tres yardas; después lo he tenido muchas veces en la mano, así que no puedo errar en su descripción. Su vestido era normal y sencillo, y la hechura entre asiática y europea; pero llevaba en la cabeza un yelmo ligero de oro adornado con joyas y un penacho en la cimera. Tenía la espada desenvainada en la mano, para defenderse en caso de que me soltase; medía esta casi tres pulgadas de larga, y tenía el puño y la vaina de oro, engastados con diamantes. Su voz era chillona, pero clara y distinta, y pude oírla con nitidez cuando me levanté. Las damas y los cortesanos iban espléndidamente ataviados, de manera que el lugar donde estaban semejaba una saya extendida en el suelo, bordada con figuras en oro y plata. Su majestad imperial me habló muchas veces; y yo le contestaba, pero ni él ni yo entendíamos una sílaba. Había presentes varios sacerdotes y legistas (como deduje por la vestimenta) con la orden de interrogarme; y les hablé en todas las lenguas de las que tenía alguna noción, que eran alto y bajo holandés, latín, francés, español, italiano y lengua franca; pero todo fue inútil. Al cabo de dos horas se retiró la corte, y me quedé con una nutrida guardia dispuesta para evitar impertinencias, y probablemente la malevolencia del populacho, muy deseoso de acercarse a mí hasta donde se atrevía, algunos de cuyos componentes tuvieron la insolencia de dispararme flechas mientras estaba sentado en el suelo junto a la puerta de mi casa, de las que una estuvo a punto de acertarme en el ojo izquierdo. Pero el coronel mandó prender a seis instigadores, y juzgó que el castigo más indicado era ponérmelos en la mano, cosa que sus soldados hicieron puntualmente empujándolos con el regatón de sus picas hasta que estuvieron a mi alcance; los cogí con la mano derecha, me metí a cinco en el bolsillo de la casaca, y al sexto hice como que iba a comérmelo vivo. El pobre se puso a chillar terriblemente, y el coronel y sus soldados se sintieron desolados al verme sacar un cortaplumas; pero no tardó en disipárseles el temor; porque mirándolo con benevolencia y cortándole inmediatamente las cuerdas con que estaba atado, lo deposité suavemente en el suelo, donde echó a correr. A los demás los traté de igual manera, sacándomelos del bolsillo uno a uno; y observé que tanto los soldados como la gente se sentían agradecidos ante esta muestra de clemencia, lo que representó un gran aval para mí en la corte.

Hacia la noche me metí con cierta dificultad en la casa, donde me tumbé en el suelo, y durante un par de semanas seguí haciendo lo mismo; en cuyo tiempo el emperador dio orden de que me proveyesen de un lecho. Trajeron en carruajes seiscientos colchones de tamaño normal, y los dispusieron dentro de la casa. Ciento cincuenta, cosidos unos a otros, dieron el largo y el ancho; y así hicieron cuatro capas, lo que, no obstante, me libró muy poco de la dureza del suelo, que era de piedra lisa. Con el mismo cálculo, me proporcionaron sábanas, mantas y colchas bastante aceptables para alguien habituado a las penalidades como yo.

La noticia de mi llegada, al propagarse por todo el reino, atrajo a un número prodigioso de gentes ricas, ociosas y curiosas por verme, de manera que casi se vaciaron los pueblos; y habría supuesto un gran abandono de la labranza y de las tareas domésticas, si su majestad imperial no hubiera provisto, mediante varios bandos y decretos estatales, contra esta eventualidad. Ordenó que los que ya me habían visto volviesen a sus casas, y no osasen acercarse a cincuenta yardas de la mía sin un permiso de la corte, por el que los secretarios de estado cobraban un precio considerable.

Entre tanto, el emperador celebró frecuentes consejos para debatir las medidas que debían tomarse respecto a mí; y más tarde, como me aseguró un amigo particular, persona de calidad, y que estaba en el secreto como el que más, que a la corte se le planteaban multitud de problemas respecto a mí. Temían que, si me soltaba, mi alimentación fuera cuantiosa, y pudiera acarrear una hambruna. Unas veces decidían mi muerte por hambre, o disparándome en la cara y las manos flechas envenenadas que me despacharían con prontitud; pero luego pensaron que el hedor de un cadáver tan grande podía acarrear una peste en la metrópoli, y extenderse esta probablemente por todo el reino. En medio de estas deliberaciones, varios oficiales del ejército llegaron a las puertas de la cámara del gran consejo, y dos de ellos, tras obtener permiso para entrar, informaron de mi conducta con los seis citados criminales, lo que produjo tan favorable impresión en el pecho de su majestad y del consejo entero respecto a mí, que se expidió una comisión para obligar a todos los pueblos que estaban dentro de un radio de novecientas yardas de la ciudad, a entregar cada mañana seis vacas, cuarenta ovejas y otras vituallas, para mi manutención, con una cantidad proporcional de pan, vino y otros licores; para cuyo pago su majestad libró asignaciones sobre su tesoro. Porque como este príncipe vive especialmente de sus tierras patrimoniales, rara vez, salvo en ocasiones excepcionales, impone subsidios a sus súbditos, que están obligados a asistirle en sus guerras costeándose sus propios gastos. Asimismo se estableció un servicio de seiscientas personas para atenderme, que recibían un salario para su manutención, y se montaron para ellas tiendas muy convenientes a cada lado de mi puerta. Del mismo modo, se dispuso que trescientos sastres me hicieran un traje, según el estilo del país; que seis de los más grandes eruditos de su majestad se encargasen de enseñarme su lengua; y por último, que los caballos del emperador, y los de la nobleza y de las tropas de la guardia, realizasen sus ejercicios en mi presencia a fin de que se acostumbrasen a mí. Todas estas órdenes fueron debidamente llevadas a cabo, y en espacio de unas tres semanas había hecho yo grandes progresos en el aprendizaje de la lengua; tiempo durante el cual el emperador me honró a menudo con sus visitas, y se plació en ayudar a mis maestros a enseñarme. Empezamos a tener alguna conversación; y las primeras palabras que aprendí fueron para expresar el deseo de que se dignase concederme la libertad, lo que le repetía a diario de rodillas. Su respuesta, según entendía yo, es que debía ser cuestión de tiempo, que no lo iba a decidir sin el asesoramiento de su consejo, y que antes yo debía «lumos kelmin peffo defmar lon Emposo»; esto es: comprometerme a una paz con él y con su reino. Sin embargo, sería tratado con toda cortesía; y me aconsejaba que me granjease, con paciencia y con un comportamiento discreto, una buena opinión de él y de sus súbditos. Me pidió que no me tomase a mal si daba orden a los funcionarios pertinentes de que me registrasen; porque podía ser que llevase encima armas, que por necesidad debían de ser peligrosas, si se correspondían con el volumen de tan prodigiosa persona. Le dije que su majestad sería satisfecha, porque estaba dispuesto a desnudarme en su presencia, y a volver los bolsillos del revés. Esto lo dije parte con palabras y parte por señas. Él contestó que según la legislación del reino debía ser registrado por dos funcionarios; que comprendía que no podría hacerse sin mi consentimiento y mi colaboración; que tenía muy buena opinión de mi generosidad y justicia, al extremo de poner sus personas en mis manos; que cualquier cosa que me confiscasen me sería devuelta cuando abandonase el país, o me sería pagada al precio que yo dijese. Cogí en mis manos a los dos oficiales, me los metí primero en los bolsillos de la casaca, y después en todos los demás, menos en dos pequeñas faltriqueras, y en un bolsillo secreto que no quería que me registrasen, en el que guardaba ciertas cosas que carecían de importancia para nadie salvo para mí. En una de estas faltriqueras llevaba un reloj de plata, en la otra una pequeña cantidad de oro en una bolsa. Como estos caballeros traían pluma, tinta y papel, redactaron un inventario completo de cuanto vieron, y al terminar me pidieron que los bajase, a fin de podérselo entregar al emperador. Más tarde traduje dicho inventario al inglés, el cual, palabra por palabra era como sigue:

Imprimis, en el bolsillo derecho de la casaca del «Hombre Montaña» (porque así interpreto Quinbus Flestrin), tras riguroso registro, hemos encontrado sólo una gran pieza de tela tosca, lo bastante grande para servir de alfombra en la principal cámara de audiencias de su majestad. En el bolsillo izquierdo hemos visto una caja de plata, con tapa del mismo metal, que los inspectores no hemos conseguido sacar. Le hemos pedido que la abra, y tras introducirse uno de nosotros en ella, se ha dado cuenta de que estaba metido en una especie de polvo hasta media pierna, el cual, al levantarse hasta la cara, nos ha hecho estornudar varias veces. En el bolsillo derecho del chaleco hemos descubierto un enorme paquete de delgadas sustancias blancas, plegadas unas sobre otras, del tamaño de tres hombres, atadas con un cable fuerte, y marcadas con figuras en negro, que humildemente opinamos que son escritos, de los que cada letra es casi del tamaño de la palma de la mano. A la izquierda había una especie de artefacto, de cuya parte superior salen veinte largas púas, semejantes a la empalizada que hay ante el patio de su majestad; con él hemos deducido que el Hombre Montaña se peina la cabeza, ya que no andamos molestándolo constantemente con preguntas, porque es una dificultad enorme hacer que nos entienda. En el gran bolsillo de la derecha de su prenda media (así traduzco la palabra «ranfu-lo» con la que designaban mis calzones), hemos visto una columna de hierro hueca, de la longitud de una persona, encajada en un trozo duro de tronco, más ancho que la columna; y en un lado de dicha columna había enormes piezas de hierro sobresalientes, talladas en forma de extrañas figuras, que no sabemos qué significan. En el bolsillo izquierdo hemos encontrado otro ingenio del mismo tipo. En el bolsillo más pequeño del lado derecho, había varias piezas redondas y planas de un metal rojo y blanco, de tamaños diferentes; algunas de las blancas, que parecían de plata, eran tan grandes y pesadas que mi camarada y yo apenas podíamos levantarlas. En el bolsillo izquierdo había dos columnas negras de forma irregular; no hemos podido llegar arriba de ellas sino con dificultad, ya que estábamos en el fondo del bolsillo. Una estaba enfundada y parecía ser toda de una pieza; pero otra tenía en la Parte superior una sustancia blanca y redonda, como el doble del tamaño de nuestra cabeza. En el interior guardaban una prodigiosa lámina de acero, que por orden nuestra ha tenido que enseñárnosla; porque nos pareció que podían ser ingenios peligrosos. Las ha sacado de sus estuches, y nos ha dicho que en su país se utilizan para afeitarse la barba con una de ellas, y cortar la comida con la otra. Hay dos bolsillos en los que no hemos podido entrar: él los llama faltriqueras: son dos grandes ranuras situadas en lo alto de su prenda media, pero se hallan firmemente cerradas por la presión de su barriga. De la faltriquera derecha colgaba una gran cadena de plata, con un prodigioso ingenio en el fondo. Le hemos ordenado que sacara lo que hubiese en el extremo de dicha cadena; y hemos visto que tenía forma de un globo, mitad de plata y mitad de una especie de metal transparente; por el lado transparente hemos visto unos signos extraños, escritos de manera circular, y hemos pensado que se podían tocar, hasta que descubrimos que nuestros dedos chocaban con la materia transparente. Nos ha acercado este ingenio al oído, y hace un ruido incesante, como el de un molino de agua: Y suponemos que se trata de algún animal desconocido, o el dios que él adora; aunque nos inclinamos por la segunda hipótesis, porque nos ha asegurado (si le hemos comprendido bien, porque se expresa muy imperfectamente) que rara vez hace nada sin consultarlo. Lo llama su oráculo, y dice que señala el tiempo para cada acción de su vida. De la faltriquera izquierda se ha sacado una red casi lo bastante grande para un pescador, pero concebida de tal manera que se abre y se cierra como una bolsa, y le da ese mismo uso; en ella hemos encontrado varias piezas macizas de metal amarillo que, si es oro de verdad, deben de tener un valor inmenso.

»Una vez minuciosamente registrados todos sus bolsillos, en cumplimiento de las órdenes de su majestad, hemos observado alrededor de su cuerpo un cinturón, hecho con la piel de algún animal prodigioso, del que, en el costado izquierdo, cuelga una espada de un largo equivalente a cinco hombres; y en el derecho, una bolsa o morral, dividido en dos compartimentos, cada uno capaz de contener tres súbditos de su majestad. En uno de estos compartimentos había varios globos, o bolas, de un metal sumamente pesado, del tamaño de nuestra cabeza, y se necesitaba una mano robusta para levantarlas. El otro compartimento contenía cierta cantidad de granos negros, aunque de escaso tamaño y peso, ya que podíamos tener unos cincuenta en la palma de la mano.

»Este es el inventario exacto de lo que le hemos hallado encima al Hombre Montaña, quien nos ha tratado con gran civismo, y el debido respeto a la comisión de su majestad. Firmado y sellado el día cuatro de la luna ochenta y nueve del próspero reinado de su majestad.

CLEFRIN FRELOCK, MARSI FRELOCK

El emperador, una vez que se le hubo leído el inventario, me ordenó, aunque en términos muy amables, que entregase los diversos objetos. Primero me pidió la espada, que me quité, con vaina y todo. Entretanto, mandó que tres mil de sus soldados más escogidos (que en ese momento le escoltaban) me rodeasen a cierta distancia, con los arcos y las flechas listos para disparar; aunque yo no me di cuenta, porque no apartaba los ojos de su majestad. Entonces me pidió que sacase la espada; y si bien tenía partes oxidadas a causa del agua del mar, estaba casi toda de lo más brillante. Lo hice así, y al punto los soldados profirieron una exclamación de asombro y de terror; porque el sol brillaba claro, y sus reflejos, al blandirla yo con la mano, los deslumbró. Su majestad, que era un príncipe de lo más magnánimo, se atemorizó menos de lo que yo esperaba; me ordenó que la volviese a su vaina, y la arrojase al suelo, lo más suavemente que podía, a unos seis pies del extremo de mi cadena. Lo siguiente que me pidió fue una de las columnas de hierro hueco, como llamaban a las pistolas. Las saqué, y a requerimiento suyo le expliqué su uso lo mejor que pude; y cargando una sólo con pólvora, que debido a lo cerrado que llevaba el morral se había salvado de mojarse en el mar (inconveniente que todo marinero prevenido tiene cuidado de evitar), advertí primero al emperador que no se asustase, y seguidamente la descargué hacia el cielo. La impresión aquí fue más grande que la producida por la espada. Centenares cayeron al suelo como heridos de muerte; e incluso el emperador, aunque siguió en pie firme, tardó unos momentos en recobrarse. Entregué las dos pistolas del mismo modo que había hecho con la espada, y después la pólvora y las balas, rogándole que mantuviera la primera lejos del fuego, porque se inflamaba a la más pequeña chispa, y podía hacer volar por los aires el palacio imperial. Asimismo entregué el reloj, que el emperador tenía gran curiosidad por ver, y ordenó a dos de los más altos alabarderos de la guardia que lo cargasen colgado de un palo, que debían llevar sobre el hombro, como llevan un barril de cerveza los porteadores en Inglaterra. Estaba asombrado con el ruido constante que hacía, y con el minutero, que podía distinguir fácilmente (porque ellos tienen una vista mucho más aguda que nosotros); y pidió a los sabios que le acompañaban sus opiniones, que resultaron dispares y remotas, como el lector puede fácilmente imaginar sin necesidad de que las repita; aunque desde luego no les entendí muy bien. Después entregué las monedas de plata y de cobre, la bolsa con nueve piezas grandes de oro, y algunas más pequeñas; el cortaplumas y la navaja de afeitar, el peine y la cajita de rapé, que era de plata, el pañuelo y mi diario. La espada, las pistolas y la cartuchera las llevaron en carruajes a los almacenes de su majestad; los demás objetos personales me los devolvieron.

Yo tenía, como he dicho, un bolsillo secreto que escapó al registro, en el que guardaba unos lentes (que a veces uso por lo debilitada que tengo la vista), un pequeño catalejo, y varios otros objetos menudos que, como carecían de importancia para el emperador, no consideré que me obligaba mi honor a revelar, y pensaba que podía perderlos, o romperse si los dejaba en manos de otros.