Libro segundo

Paco, el Bajo

Si hubieran vivido siempre en el cortijo quizá las cosas se hubieran producido de otra manera pero a Crespo, el Guarda Mayor, le gustaba adelantar a uno en la Raya de lo de Abendújar por si las moscas y a Paco, el Bajo, como quien dice, le tocó la china y no es que le incomodase por él, que a él, al fin y al cabo, lo mismo le daba un sitio que otro, pero sí por los muchachos, a ver, por la escuela, que con la Charito, la Niña Chica, tenían bastante y le decían la Niña Chica a la Charito aunque, en puridad, fuese la niña mayor, por los chiquilines, natural,

madre, ¿por qué no habla la Charito?,

¿por qué no se anda la Charito, madre?,

¿por qué la Charito se ensucia las bragas?, preguntaban a cada paso, y ella, la Régula, o él, o los dos a coro,

pues porque es muy chica la Charito,

a ver, por contestar algo, ¿qué otra cosa podían decirles?, pero Paco, el Bajo, aspiraba a que los muchachos se ilustrasen, que el Hachemita aseguraba en Cordovilla, que los muchachos podían salir de pobres con una pizca de conocimientos, e incluso la propia Señora Marquesa, con objeto de erradicar el analfabetismo del cortijo, hizo venir durante tres veranos consecutivos a dos señoritos de la ciudad para que, al terminar las faenas cotidianas, les juntasen a todos en el porche de la corralada, a los pastores, a los porqueros, a los apaleadores, a los muleros, a los gañanes y a los guardas, y allí, a la cruda luz del aladino, con los moscones y las polillas bordoneando alrededor, les enseñasen las letras y sus mil misteriosas combinaciones, y los pastores, y los porqueros, y los apaleadores y los gañanes y los muleros, cuando les preguntaban, decían,

la B con la A hace BA, y la C con la A hace ZA,

y, entonces, los señoritos de la ciudad, el señorito Gabriel y el señorito Lucas, les corregían y les desvelaban las trampas, y les decían,

pues no, la C con la A, hace KA, y la C con la I hace CI y la C con la E hace CE y la C con la O hace KO,

y los porqueros y los pastores, y los muleros, y los gañanes y los guardas se decían entre sí desconcertados,

también te tienen unas cosas, parece como que a los señoritos les gustase embromarmos,

pero no osaban levantar la voz, hasta que una noche, Paco, el Bajo, se tomó dos copas, se encaró con el señorito alto, el de las entradas, el de su grupo, y, ahuecando los orificios de su chata nariz (por donde, al decir del señorito Iván, los días que estaba de buen talante, se le veían los sesos), preguntó,

señorito Lucas, y ¿a cuento de qué esos caprichos?

y el señorito Lucas rompió a reír y a reír con unas carcajadas rojas, incontroladas, y, al fin, cuando se calmó un poco, se limpió los ojos con el pañuelo y dijo,

es la gramática, oye, el porqué pregúntaselo a los académicos,

y no aclaró más, pero, bien mirado, eso no era más que el comienzo, que una tarde llegó la G y el señorito Lucas les dijo,

la G con la A hace GA, pero la G con I hace Ji, como la risa,

y Paco, el Bajo, se enojó, que eso ya era por demás, coño, que ellos eran ignorantes pero no tontos y a cuento de qué la E y la I habían de llevar siempre trato de favor y el señorito Lucas, venga de reír, que se destornillaba el hombre de la risa que le daba, una risa espasmódica y nerviosa, y, como de costumbre, que él era un don nadie y que ésas eran reglas de la gramática y que él nada podía contra las reglas de la gramática, pero que, en última instancia, si se sentían defraudados, escribiesen a los académicos, puesto que él se limitaba a exponerles las cosas tal como eran, sin el menor espíritu analítico, pero a Paco, el Bajo estos despropósitos le desazonaban y su indignación llegó al colmo cuando, una noche, el señorito Lucas les dibujó con primor una H mayúscula en el encerado y, después de dar fuertes palmadas para recabar su atención e imponer silencio, advirtió,

mucho cuidado con esta letra; esta letra es un caso insólito, no tiene precedentes, amigos; esta letra es muda,

y Paco, el Bajo, pensó para sus adentros, mira, como la Charito, que la Charito, la Niña Chica, nunca decía esta boca es mía, que no se hablaba la Charito, que únicamente, de vez en cuando, emitía un gemido lastimero que conmovía la casa hasta sus cimientos, pero ante la manifestación del señorito Lucas, Facundo, el Porquero, cruzó sus manazas sobre su estómago prominente y dijo,

¿qué se quiere decir con eso de que es muda?, te pones a ver y tampoco las otras hablan si nosotros no las prestamos la voz, y el señorito Lucas, el alto, el de las entradas,

que no suena, vaya, que es como si no estuviera, no pinta nada,

y Facundo, el Porquero, sin alterar su postura abacial,

ésta sí que es buena, y ¿para qué se pone entonces?,

y el señorito Lucas,

cuestión de estética,

reconoció,

únicamente para adornar las palabras, para evitar que la vocal que la sigue quede desamparada, pero eso sí, aquel que no acierte a colocarla en su sitio incurrirá en falta de lesa gramática,

y Paco, el Bajo, hecho un lío, cada vez más confundido, mas, a la mañana, ensillaba la yegua y a vigilar la linde, que era lo suyo, aunque desde que el señorito Lucas empezó con aquello de las letras se transformó, que andaba como ensimismado el hombre, sin acertar a pensar en otra cosa, y en cuanto se alejaba una galopada del cortijo, descabalgaba, se sentaba al sombrajo de un madroño y a cavilar, y cuando las ideas se le enredaban en la cabeza unas con otras como las cerezas, recurría a los guijos, y los guijos blancos eran la E y la I, y los grises eran la A, la O y la U, y, entonces, se liaba a hacer combinaciones para ver cómo tenían que sonar las unas y las otras, pero no se aclaraba y a la noche, confiaba sus dudas a la Régula, en el jergón e, insensiblemente, de unas cosas pasaba a otras y la Régula,

para quieto, Paco, el Rogelio anda desvelado,

y si Paco, el Bajo, insistía, ella

ae, para quieto, ya no estamos para juegos,

y, de súbito, sonaba el desgarrado berrido de la Niña Chica y Paco se inutilizaba, pensando que algún mal oculto debía de tener él en los bajos para haber engendrado una muchacha inútil y muda como la hache, que menos mal que la Nieves era espabilada, que a la Nieves, las cosas, él se había resistido a bautizaría con este nombre tan blanco, no le pegaba, vaya, siendo él tan cetrino y albazano, y hubiera preferido llamarla Herminia, como la abuela, o por otro nombre cualquiera, pero el verano aquel picaba un sol de justicia y don Pedro, el Périto, porfiaba que las temperaturas ni de noche bajaban de 35 grados, y que qué veranito, madre, que no se recordaba otro semejante, que se achicharraban hasta los pájaros, y la Régula, de por sí fogosa, plañía,

¡ay Virgen, qué calentura!, y que no corre una miaja de brisa ni de día ni de noche,

y después de abanicarse un rato cansinamente con un paipai, moviendo únicamente la falange del pulgar derecho, plano y aplastado como una espátula, añadía,

esto es un castigo, Paco, y yo le voy a pedir a la Virgen de las Nieves que termine este castigo,

pero la canícula no cedía y un domingo, sin comunicárselo a nadie, se llegó al Almendral, donde el Mago, y a la vuelta, le dijo a Paco,

Paco, el Mago me ha dicho que si esta barriga es hembra le diga Nieves, no vaya a ser que, por contrariar mi deseo, me salga la cría con un antojo,

y Paco recordó a la Niña Chica y se avino,

pues bueno, que sea Nieves,

pero la Nieves, que desde mocosa limpiaba la porquería de la impedida y le lavaba las bragas, no llegó a asistir a la escuela del Patronato porque por aquel entonces andaban ya en la Raya de lo de Abendújar y Paco, el Bajo, cada mañana, antes de ensillar, enseñaba a la muchacha cómo hacia la B con la A y la C con la A y la C con la I, y la muchacha, que era muy avispada, así que llegó la Z y le dijo,

la Z con la I hace CI,

respondió sin vacilar,

esa letra está de más, padre, para eso está la C,

y Paco, el Bajo, reía y procuraba inflar la risa, solemnizaría, remedando las carcajadas del señorito Lucas,

eso cuéntaselo a los académicos,

y, por las noches, implado de satisfacción, le decía a la Régula,

la muchacha esta ve crecer la hierba,

y la Régula, que ya por aquellos entonces se le había puesto pechugona, comentaba,

a ver, saca el talento suyo y el de la otra,

y Paco,

¿qué otra?,

y la Régula, sin perder su flema habitual,

ae, la Niña Chica, ¿en qué estás pensando, Paco?,

y Paco,

tu talento saca,

y empezaba a salirse del tiesto,

y ella,

ae, ponte quieto, Paco, los talentos no están ahí,

y Paco, el Bajo, dale, engolosinado, hasta que, inopinadamente, el bramido de la Niña Chica rasgaba el silencio de la noche y Paco se quedaba inmóvil, desarmado, y finalmente, decía,

Dios te guarde, Régula, y que descanses,

y, con los años, se le iba tomando ley a la Raya de lo de Abendújar, y al chamizo blanco con el emparrado, y al somero cobertizo, y al pozo, y al gigantesco alcornoque sombreándolo, y al rebaño de canchos grises desparramados por las primeras estribaciones, y al arroyo de aguas tibias con los galápagos emperezados en las orillas, pero una mañana de octubre, Paco, el Bajo, salió a la puerta, como todas las mañanas, y nada más salir, levantó la cabeza, distendió las aletillas de la nariz y

se acerca un caballo,

dijo,

y la Régula, a su lado, se protegió los ojos con la mano derecha a modo de visera y miró hacia el carril,

ae, no se ve alma, Paco,

mas Paco, el Bajo, continuaba olfateando, como un sabueso,

el Crespo es, si no me equivoco,

agregó,

porque Paco, el Bajo, al decir del señorito Iván, tenía la nariz más fina que un pointer, que venteaba de largo, y en efecto, no había transcurrido un cuarto de hora, cuando se presentó en la Raya, Crespo, el Guarda Mayor,

Paco, lía el petate que te vuelves al cortijo,

le dijo sin más preámbulos,

y Paco,

y ¿eso?,

que Crespo,

don Pedro, el Périto, lo ordenó, a mediodía bajará el Lucio, tú ya cumpliste,

y, con la fresca, Paco y la Régula, amontonaron los enseres en el carromato y emprendieron el regreso y en lo alto, acomodados entre los jergones de borra, iban los muchachos y, en la trasera, la Régula con la Niña Chica, que no cesaba de gritar y se le caía la cabeza, ora de un lado, ora del otro, y sus flacas piernecitas inertes asomaban bajo la bata, y Paco, el Bajo, montado en su yegua pía, les daba escolta, velando orgullosamente la retaguardia, y le decía a la Régula elevando mucho el tono de voz para dominar el tantarantán de las ruedas en los relejes, entre bramido y bramido de la Niña Chica,

ahora la Nieves nos entrará en la escuela y Dios sabe dónde puede llegar con lo espabilada que es,

y la Régula,

ae, ya veremos,

y, desde su altura majestuosa, añadía Paco, el Bajo,

los muchachos ya te tienen edad de trabajar, serán una ayuda para la casa,

y la Régula,

ae, ya veremos,

y continuaba Paco, el Bajo, exaltado con el traqueteo y la novedad,

lo mismo la casa nueva te tiene una pieza más y podemos volver a ser jóvenes,

y la Régula suspiraba, acunaba a la Niña Chica y la espantaba los mosquitos a manotazos, mientras, por encima del carril, sobre los negros encinares, se encendían una a una las estrellas y la Régula miraba a lo alto, tornaba a suspirar y decía,

ae, para volver a ser jóvenes tendría que callar ésta,

y una vez que llegaron al cortijo, Crespo, el Guarda Mayor, les aguardaba al pie de la vieja casa, la misma que abandonaron cinco años atrás, con el poyo junto a la puerta todo a lo largo de la fachada, y los escuálidos arriates de geranios y, en medio, el sauce de sombra caliente, y Paco lo miró todo apesadumbrado y meneó la cabeza de un lado a otro y al cabo, bajó los ojos,

¡qué le vamos a hacer!

dijo resignadamente,

estaría de Dios,

y, poco más allá, dando órdenes, andaba don Pedro, el Périto, y

buenas noches, don Pedro, aquí estamos de nuevo para lo que guste mandar,

buenas noches nos dé Dios, Paco, ¿sin novedad en la Raya?

y Paco,

sin novedad, don Pedro,

y conforme descargaban, don Pedro les iba siguiendo del carro a la puerta y de la puerta al carro,

digo, Régula, que tú habrás de atender al portón, como antaño, y quitar la tranca así que sientas el coche, que ya te sabes que ni la Señora, ni el señorito Iván avisan y no les gusta esperar,

y la Régula,

ae, a mandar, don Pedro, para eso estamos,

y don Pedro,

de amanecida soltarás los pavos y rascarás los aseladeros, que si no, no hay Dios que te aguante con este olor, qué peste, y ya te sabes que la Señora es buena pero le gustan las cosas en su sitio,

y la Régula,

ae, a mandar, don Pedro, para eso estamos,

y don Pedro, el Périto, continuó dándole instrucciones, que no paraba de darle instrucciones y, al concluir, ladeó la cabeza, se mordió la mejilla izquierda y quedó como atorado, como si omitiera algún extremo importante, y la Régula sumisamente,

¿alguna cosa más, don Pedro?

y don Pedro, el Périto, se mordisqueaba nerviosamente la mejilla y volvía los ojos para la Nieves pero no decía nada y al fin, cuando parecía que iba a marcharse sin despegar los labios, se volvió bruscamente hacia la Régula,

esto es cosa aparte, Régula,

balbuceó,

en realidad éstas son cosas para tratar entre mujeres, pero…

y la pausa se hizo más profunda, hasta que la Régula, sumisamente.

usted dirá, don Pedro,

y don Pedro,

me refiero a la niña, Régula, que la niña bien podría ponerle una manita en casa a mi señora, que, bien mirado, ella está cobarde para las cosas del hogar,

sonrió acremente,

no le petan sus labores, vaya, y la niña ya está crecida, que hay que ver cómo ha empollinado la niña ésta en poco tiempo,

y, según hablaba don Pedro, el Périto, Paco, el Bajo, se iba desinflando como un globo, como su virilidad cuando gritaba en la alta noche la Niña Chica, y miró para la Régula, y la Régula miró para Paco, el Bajo, y al cabo, Paco, el Bajo, ahuecó los orificios de la nariz, encogió los hombros y dijo,

lo que usted mande, don Pedro, para eso estamos,

y, súbitamente, sin venir a cuento, a don Pedro, el Périto, se le dilataron las pupilas y empezó a desbarrar, como si quisiera ocultarse bajo el alud de sus propias palabras, que no paraba, que,

ahora todos te quieren ser señoritos, Paco, ya lo sabes, que ya no es como antes, que hoy nadie quiere mancharse las manos, y unos a la capital y otros al extranjero, donde sea el caso es no parar, la moda, ya ves tú, que se piensan que con eso han resuelto el problema, imagina que luego resulta que, a lo mejor, van a pasar hambre y a morirse de aburrimiento, vete a saber, que otra cosa, no, pero a la niña en casa, no le ha de faltar nada, no es porque yo lo diga…

la Régula y Paco, el Bajo, asentían con la cabeza, e intercambiaban furtivas miradas cómplices, pero don Pedro, el Périto, no reparaba en ello, que estaba muy excitado don Pedro, el Périto,

y siendo de vuestra conformidad, mañana a la mañana aguardamos a la niña en casa, y para que no la echéis en falta y ella no se imple, que ya sabemos todos cómo se las gastan los muchachos ahora, por las noches puede dormir aquí,

y después de muchas gesticulaciones y aspavientos, don Pedro se marchó y la Régula y Paco, el Bajo, empezaron a instalar sus enseres en silencio, y después cenaron y, al concluir la cena, se sentaron junto al fuego y, en ese momento, irrumpió Facundo, el Porquero,

también te tienes coraje, Paco, en la Casa de Arriba no te para ni Dios, que ya conoces a doña Purita, que parece como que la pincharan con alfileres, lo histérica, que ni él la aguanta,

dijo,

mas, como ni la Régula ni Paco, el Bajo, replicaran, Facundo se apresuró a añadir,

no la conoces, Paco, si no me crees pregúntale a la Pepa, que anduvo allí,

pero la Régula y Paco continuaban mudos y, en vista de ello, Facundo, el Porquero, dio media vuelta y se marchó, y a la mañana, la Nieves se presentó puntualmente en la Casa de Arriba y al otro día lo mismo, hasta que éste se hizo una costumbre y empezaron a transcurrir insensiblemente los días, y, así que llegó mayo, se presentó un día el Carlos Alberto, el mayor del señorito Iván, a hacer la Comunión en la capilla del cortijo y dos días después, tras muchos preparativos, la Señora Marquesa con el Obispo en el coche grande, y la Régula, así que abrió el portón, se quedó deslumbrada ante la púrpura, sin saber qué partido tomar, a ver, que, en principio, en pleno desconcierto, dio dos cabezadas, hizo una genuflexión y se santiguó, pero la Señora Marquesa la apuntó desde su altura inabordable,

el anillo, Régula, el anillo,

y fue ella, entonces, la Régula, y se comió a besos el anillo pastoral, mientras el Obispo sonreía y apartaba la mano discretamente, y, azorado, atravesaba los arriates restallantes de flores y penetraba en la Casa Grande, entre las reverencias de los porqueros y los gañanes y, al día siguiente, se celebró la fiesta por todo lo alto, y, después de la ceremonia religiosa en la pequeña capilla, el personal se reunió en la corralada, a comer chocolate con migas y

¡que viva el señorito Carlos Alberto!

y

¡que viva la Señora!

exultaban, pero la Nieves no pudo asistir porque andaba sirviendo a los invitados en la Casa Grande, y lo hacía con gran propiedad, que retiraba los platos sucios con la mano izquierda y los renovaba con la derecha, y a la hora de ofrecer las fuentes se reclinaba levemente sobre el hombro izquierdo del comensal, el antebrazo derecho a la espalda, esbozando una sonrisa, todo con tal garbo y discreción que la Señora se fijó en ella y le preguntó a don Pedro, el Périto, de dónde había sacado aquella alhaja, y don Pedro, el Périto, sorprendido,

la de Paco, el Bajo, es, el guarda, el secretario de Iván, el que anduvo hasta hace unos meses en la Raya de lo de Abendújar la menor, que se ha empollinado de repente,

y la Señora,

¿la de Régula?

y don Pedro, el Périto,

exactamente, la de Régula, Purita la desasnó en cuatro semanas, la niña es espabilada,

y la Señora no la quitaba ojo a la Nieves, observaba cada uno de sus movimientos, y, en una de éstas, le dijo a su hija,

Miriam, ¿te has fijado en esa muchacha? ¡qué planta, qué modales!, puliéndola un poco haría una buena primera doncella,

y la señorita Miriam, miraba a la Nieves con disimulo,

verdaderamente, la chica no está mal,

dijo,

si es caso, para mi gusto, una pizca de más de aquí,

y se señalaba el pecho, pero la Nieves, sofocada, ajena a todo, se sentía transfigurada por la presencia del niño, el Carlos Alberto, tan rubio, tan majo, con su traje blanco de marinero, y su rosario blanco y su misalito blanco, de manera que, al servirle, le sonreía extasiada, como si sonriera a un arcángel, y a la noche, tan pronto llegó a casa, aunque se encontraba tronzada por el ajetreo del día, le dijo a Paco, el Bajo,

padre, yo quiero hacer la Comunión

pero imperativamente, que Paco, el Bajo, se sobresaltó,

¿qué dices?

y ella, obstinada,

que quiero hacer la Comunión, padre

y Paco, el Bajo, se llevó las dos manos a la gorra como si pretendiera sujetarse la cabeza,

habrá que hablar con don Pedro, niña,

y don Pedro, el Périto, al oír en boca de Paco, el Bajo, la pretensión de la chica, rompió a reír, enfrentó la palma de una mano con la de la otra y le miró fijamente a los ojos,

¿con qué base, Paco?, vamos a ver, habla, ¿qué base tiene la niña para hacer la Comunión?; la Comunión no es un capricho, Paco, es un asunto demasiado serio como para tomarlo a broma

y Paco, el Bajo, humilló la cerviz,

si usted lo dice,

pero la Nieves se mostraba terca, no se resignaba y en vista de la actitud pasiva de don Pedro, el Périto, apeló a doña Purita,

señorita, he cumplido catorce años y siento por aquí dentro como unas ansias,

y, de primeras, doña Purita, la observó con estupor, y, luego, abrió una boca muy roja, muy recortada, levemente dentuna,

¡qué ocurrencias, niña! ¿no será un zagal lo que tú te estás necesitando?,

y estalló en una risotada y repitió,

¡qué ocurrencias!

y, desde entonces, el deseo de la Nieves se tomó en la Casa de Arriba y la Casa Grande como un despropósito, y se utilizaba como un recurso, y cada vez que llegaban invitados del señorito Iván y la conversación, por pitos o por flautas, languidecía o se atirantaba, doña Purita señalaba para la Nieves con su dedo índice, sonrosado, pulcrísimo y exclamaba,

pues ahí tienen a la niña, ahora le ha dado con que quiere hacer la Comunión,

y, en torno a la gran mesa, una exclamación de asombro y miradas divertidas y un sostenido murmullo, como un revuelo, y en la esquina, una risa sofocada, y, tan pronto salía la niña, el señorito Iván,

la culpa de todo la tiene este dichoso Concilio,

y algún invitado cesaba de comer y le miraba fijo, como interrogándole, y, entonces, el señorito Iván se consideraba en el deber de explicar,

las ideas de esta gente, se obstinan en que se les trate como a personas y eso no puede ser, vosotros lo estáis viendo, pero la culpa no la tienen ellos, la culpa la tiene ese dichoso Concilio que les malmete,

y en estos casos, y en otros semejantes, doña Purita entornaba lánguidamente sus ojos negros de rímel, se volvía hacia el señorito Iván y le rozaba con la punta de su nariz respingona el lóbulo de la oreja, y el señorito Iván se inclinaba sobre ella y se asomaba descaradamente al hermoso abismo de su escote y añadía por decir algo, por justificar de alguna manera su actitud,

¿qué opinas tú, Pura, tú los conoces?,

mas don Pedro, el Périto, casi enfrente, les observaba sin pestañear, se mordía la delgada mejilla, se descomponía y, una vez que se retiraban los invitados, y doña Purita y él se encontraban a solas en la Casa de Arriba, perdía el control,

te pones el sujetador de medio cuenco y te abres el escote únicamente cuando viene él, para provocarle, ¿o es que crees que me chupo el dedo?

balbucía,

y, cada vez que regresaban de la ciudad, del cine o del teatro, la misma copla, antes de bajar del coche ya se sentían sus voces,

¡zorra, más que zorra!

mas doña Purita, canturreaba sin hacerle caso, se apeaba del coche y se ponía a hacer mohines y pasos de baile en la escalinata, contoneándose, y decía mirando sus pies diminutos,

si Dios me ha dado estas gracias, no soy quien para avergonzarme de ellas,

y don Pedro, el Périto, la perseguía, los pómulos rojos, blancos los lóbulos de las orejas,

no se trata de lo que tienes, sino de lo que enseñas, que eres tú más espectáculo que el espectáculo,

y venga, y dale, y ella, doña Purita, jamás perdía la compostura, entraba en el gran vestíbulo, las manos en la cintura, balanceando exageradamente las caderas, sin cesar de canturrear y él, entonces, cerraba de un portazo, se arrimaba a la panoplia y agarraba la fusta,

¡te voy a enseñar modales a ti!

voceaba,

y ella, se detenía frente a él, cesaba de cantar y le miraba a los ojos firme, desafiante,

yo sé que no te atreverás, gallina, pero si algún día me tocases con ese chisme, ya puedes echarme un galgo,

decía,

y tornaba a contonearse después de volverle la espalda y se encaminaba hacia sus habitaciones y él, detrás, gritaba y volvía a gritar, agitaba los brazos, pero más que gritos eran los suyos aullidos entrecortados, y, en el momento más agudo de la crisis, se le quebraba la voz, arrojaba la fusta sobre un mueble, y rompía a sollozar y, entre hipo e hipo, gimoteaba,

gozas haciéndome sufrir, Purita, si hago lo que hago es por lo que te quiero,

pero doña Purita tornaba a sus mohines y contoneos,

ya tenemos escenita,

decía,

y, para distraerse, se encaraba con la gran luna del armario y se contemplaba en diversas posturas, ladeando la cabeza, agitando el cabello y sonriéndose cada vez con mayor generosidad hasta forzar las comisuras de los labios, mientras don Pedro, el Périto, se desplomaba de bruces sobre la colcha de la cama, ocultaba el rostro entre las manos y se arrancaba a llorar como una criatura y la Nieves, que en más o en menos había sido testigo de la escena, recogía sus cosas y regresaba a casa pasito a paso, y si por un azar, encontraba despierto a Paco, el Bajo, le decía,

buena la armaron esta noche, padre, la ha puesto pingando,

¿don Pedro?

apuntaba, incrédulo, Paco, el Bajo

don Pedro,

y Paco, el Bajo, se echaba ambas manos a la cabeza, como para sujetarla, como si se le fuera a volar, guiñaba los ojos y decía templando la voz,

niña, a ti estos pleitos de la Casa de Arriba, ni te van ni te vienen, tú allí, oír, ver y callar,

pero al día siguiente de una de estas trifulcas, se celebró en el cortijo la batida de los Santos, la más sonada, y don Pedro, el Périto, que era un tirador discreto, no acertaba una perdiz ni por cuanto hay y el señorito Iván, en la pantalla contigua, que acababa de derribar cuatro pájaros de la misma barra, dos por delante y dos por detrás, comentaba sardónicamente con Paco, el Bajo,

si no lo veo, no lo creo, ¿cuándo acabará de aprender este marica? le están entrando a huevo y no corta pluma, ¿te das cuenta, Paco?

y Paco, el Bajo,

cómo no me voy a dar cuenta, señorito Iván, lo ve un ciego,

y el señorito Iván,

nunca fue un gran matador, pero yerra demasiado para ser normal, algo le sucede a este zoquete,

y Paco, el Bajo,

eso no, esto de la caza es una lotería, hoy bien y mañana mal, ya se sabe,

y el señorito Iván tomaba una y otra vez los puntos con prontitud, con sorprendente rapidez de reflejos, y entre pim-pam y pim-pam, comentaba con la boca torcida, pegada a la culata de la escopeta,

una lotería hasta cierto punto, Paco, no nos engañemos, que los pájaros que le están entrando a ese marica los baja uno con la gorra,

y, a la tarde, en el almuerzo de la Casa Grande, doña Purita volvió a presentarse con el sujetador de medio cuenco y el generoso escote y venga de hacerle arrumacos al señorito Iván, sonrisa va, guiñito viene, mientras don Pedro, el Perito, se consumía en la esquina de la mesa sin saber qué partido tomar, y se mordía las flacas mejillas por dentro y, tan temblón andaba, que ni acertaba a manejar los cubiertos y cuando ella, doña Purita, reclinó la cabeza sobre el hombro del señorito Iván y le hizo una carantoña y ambos empezaron a amartelarse, don Pedro, el Périto, el hombre, se medio incorporó, levantó el brazo, apuntó con el dedo y voceó tratando de concentrar la atención de todos,

¡pues ahí tienen a la niña que ahora le ha dado con que quiere hacer la Comunión!

y a la Nieves, que retiraba el servicio en ese momento, le dio una vuelta así el estómago y le subió el sofoco y vaciló, pero sonrió con una mueca complaciente, a pesar de que don Pedro, el Perito, continuaba señalándole implacable con su dedo acusador y voceando como un loco, fuera de sí, mientras los demás reían,

¡que no se te suba el pavo, niña, no vayas a hacer cacharros!,

hasta que la señorita Miriam, compadecida, terció

y ¿qué mal hay en ello?

y don Pedro, el Perito, más aplacado, bajó la cabeza y dijo en un murmullo, moviendo apenas un lado del bigote,

por favor, Miriam, esta pobre no sabe nada de nada y en cuanto a su padre no tiene más alcances que un guarro, ¿qué clase de Comunión puede hacer?

y la señorita Miriam estiró el cuello, levantó la cabeza y dijo como sorprendida,

y entre tanta gente, ¿es posible que no haya una persona capaz de prepararla?

y miraba fijamente a doña Purita, del otro lado de la mesa, pero fue don Pedro, el Périto, el que se quedó cortado y, a la noche, ya en la Casa de Arriba, le dijo, como de pasada, a la Nieves,

no te habrás enojado conmigo por lo de esta tarde, ¿verdad, niña? no fue más que una broma,

pero no pensaba en lo que decía, porque hablaba a la Nieves, pero se iba derecho a doña Purita y, al llegar a su altura, se le achicaron los ojos, se le atirantaron las mejillas, la puso las manos temblorosas en los frágiles hombros desnudos y dijo,

¿puede saberse qué te propones?

pero doña Purita se desasió con un movimiento desdeñoso, dio media vuelta y empezó con sus mohines y sus canturreos y don Pedro, el Périto, fuera de sí, agarró una vez más la fusta de la panoplia y se fue tras ella,

¡esto sí que no te lo perdono, cacho zorra!,

voceó,

y su furor era tanto que se le atragantaban las palabras, pero a los pocos minutos de entrar en la alcoba, la Nieves, como de costumbre, le sintió derrumbarse en la cama y sollozar sofocadamente contra la almohada.