Baley les vio marcharse desde cierta distancia. Aunque habían llegado juntos, Amadiro y el Presidente se fueron cada uno por su lado. Fastolfe regresó con él después de despedirles. Sin tratar de ocultar su tremendo alivio.
—Vamos, señor Baley —exclamó—, almorzará usted conmigo y después, lo antes posible, partirá de nuevo hacia la Tierra.
Su personal robótico se había puesto claramente en acción con el fin de prepararlo todo. Baley asintió con la cabeza y comentó con ironía:
—El Presidente ha conseguido darme las gracias, pero parecía que la frase se le atascaba en la garganta.
—No puede hacerse usted una idea del honor que le ha dispensado. El Presidente rara vez da las gracias a nadie, pero en compensación casi nadie da las gracias al Presidente. Siempre se deja que sea la historia quien ensalce a un Presidente, y éste ya lleva cuarenta años en el cargo. Se ha vuelto rudo y malhumorado, como siempre sucede a los Presidentes en sus últimas décadas de gobierno.
»No obstante, señor Baley, yo si quiero darle las gracias otra vez y dárselas también en nombre de Aurora. Usted vivirá para ver salir al espacio a los terrícolas, incluso teniendo en cuenta lo corta que será su vida, y nosotros les ayudaremos con nuestra tecnología.
»No consigo entender cómo ha sido capaz de resolver este lío en dos días y medio, o menos. Señor Baley, es usted una maravilla... Pero vamos. Seguramente querrá usted lavarse y refrescarse. Yo, desde luego, lo estoy deseando.
Por primera vez desde que llegara el Presidente, Baley tenía tiempo de pensar en algo más que en la siguiente frase que diría.
Seguía sin saber qué era aquella intuición que le había asaltado en tres ocasiones, la primera cuando estaba a punto de dormirse, la segunda a punto de caer inconsciente, y la tercera en plena relajación después de haber hecho el amor.
«¡Él llegó primero!»
Seguía sin encontrar significado a la frase y, pese a ello, había expuesto su teoría al Presidente y había hecho triunfar su tesis sin ella. ¿Tendría, pues, algún significado si formaba parte de un mecanismo que no encajaba y que no parecía necesario? ¿No era un contrasentido?
El pensamiento siguió irritándole en un rincón de su mente y se dispuso a celebrar un almuerzo victorioso sin la debida sensación de haber vencido. Por alguna razón, sentía que no había acertado en la solución.
En primer lugar, ¿mantendría el Presidente su resolución? Amadiro había perdido la batalla, pero no parecía la clase de persona que se rendía bajo cualquier circunstancia. Si había que dar crédito a lo que había dicho, no le había movido la vanagloria personal, sino su idea del patriotismo y del bien de Aurora. Si era así, no podía rendirse tan fácilmente.
Baley creyó necesario advertir a Fastolfe.
—Doctor Fastolfe, no creo que el asunto haya concluido. El doctor Amadiro seguirá luchando para excluir a la Tierra.
Fastolfe asintió con la cabeza mientras un robot servía los platos.
—Ya lo sé. Es lo que espero de él. Sin embargo, no le temo en tanto el asunto de la desactivación de Jander siga como ha quedado. Si no vuelve a removerse el tema, estoy seguro de que siempre podré derrotarle en la Asamblea Legislativa. No tema, señor Baley, la Tierra seguirá adelante. Tampoco es preciso que tema usted algún peligro contra su integridad física como venganza por parte de Amadiro. Antes de que anochezca estará usted fuera del planeta, camino de la Tierra... y Daneel le escoltará, naturalmente. Más aún, el informe que remitiremos sobre su actuación le asegurará, una vez más, una buena promoción entre sus superiores.
—Estoy dispuesto a salir en seguida —contestó Baley—, pero supongo que tendré tiempo de celebrar algunas despedidas. Me gustaría... me gustaría ver a Gladia otra vez, y también me gustaría despedirme de Giskard, que anoche quizá me salvó la vida.
—Naturalmente que podrá, señor Baley. Pero ahora coma algo, ¿no le apetece?
Baley comió lo que tenía en el plato, pero no lo disfrutó. Al igual que la confrontación con el Presidente y la victoria que había logrado, la comida también le parecía extrañamente insípida.
En buena lógica no debería haber vencido. El Presidente debería haber cortado su discurso y, en todo caso, Amadiro debería haberlo negado todo rotundamente. De este modo, seguramente su palabra se habría impuesto sobre los razonamientos sin pruebas de un terrícola.
En cambio, Fastolfe estaba jubiloso.
—Ha habido momentos en que temía lo peor, señor Baley —dijo—. Tenía miedo de que la reunión con el Presidente fuera prematura, y de que nada de cuanto pudiera usted decir remediase la situación. En cambio, ha llevado usted el asunto muy bien. Escuchándole no hacía más que admirarle. Esperaba que en cualquier momento Amadiro exigiría que se aceptase su palabra contra la de un terrícola que, después de todo, se encontraba en un estado permanente de semilocura por hallarse en un planeta extraño, en el exterior...
Baley le interrumpió, diciendo con un tono de voz frío:
—Con todos los respetos, doctor Fastolfe, no me he encontrado en un estado permanente de semilocura. Lo de anoche fue excepcional, pero fue la única vez que perdí el control. Durante el resto de mi estancia en Aurora, quizá me he encontrado incómodo en algún momento, pero siempre he conservado perfectamente mis facultades mentales.
Parte de la furia que había conseguido reprimir a duras penas durante el encuentro con el Presidente empezaba a aflorar ahora.
—Sólo durante la tormenta, doctor... salvo, por supuesto —añadió, recordando el viaje de ida—, un par de momentos en la nave, cuando nos aproximábamos.
Baley no fue consciente de cómo el pensamiento —el recuerdo, la interpretación— llegó hasta él, ni a qué velocidad. En un instante no existía, y al siguiente estalló en su mente como si siempre hubiera estado allí y sólo necesitara que cayera un velo frágil como una pompa de jabón para aflorar.
—¡Jehoshaphat! —exclamó con un suspiro de asombro.
Después, dejando caer con fuerza el puño sobre la mesa, entre el sonido de los platos al vibrar, repitió—: ¡Jehoshaphat!
—¿Qué sucede, señor Baley? —preguntó Fastolfe, desconcertado.
Batey le miró fijamente y reaccionó ante su pregunta con un ligero retraso.
—Nada, doctor Fastolfe. Estaba pensando en el infernal descaro del doctor Amadiro: primero causa la desactivación de Jander y a continuación se las ingenia para que la culpa recaiga en usted. Por último, hace lo posible para que yo me vuelva medio loco con la tormenta de anoche y después aún se atreve a utilizar eso para sembrar dudas sobre mis conclusiones. Por un momento, me he sentido furioso.
—Bueno, señor Baley, tranquilícese, no se altere. En realidad, es absolutamente imposible que Amadiro pudiera desactivar a Jander. Eso, como ya se ha dicho más de una vez, fue un hecho puramente accidental. Naturalmente, es posible que la investigación realizada por Amadiro en el robot incrementara las probabilidades de que el accidente se produjera, pero no quiero seguir discutiendo sobre ese punto.
Baley sólo prestó a las palabras de Fastolfe una parte de su atención. Lo que acababa de decirle a Fastolfe era pura ficción y la respuesta del doctor carecía de importancia. Era (como hubiera dicho el Presidente) irrelevante. De hecho, todo cuanto había sucedido, todo cuanto había expuesto en la reunión, era irrelevante. Y sin embargo, nada tenía que cambiar por ello.
Salvo una cosa... un rato después.
¡Jehoshaphat!, susurró en el silencio de su mente. Después volvió a centrarse en el almuerzo, y esta vez lo saboreó con deleite y con alegría.
Una vez más, Baley cruzó el césped que separaba los establecimientos de Fastolfe y Gladia. Iba a ver a Gladia por cuarta vez en tres días y, en esta ocasión (su corazón pareció encogérsele en el pecho, formando un nudo), sería la última.
Giskard le acompañaba pero a cierta distancia, más pendiente de los alrededores que nunca. Sin duda, ahora que el Presidente conocía todos los hechos, debería haber un poco menos de preocupación por la seguridad de Baley, y más teniendo en cuenta que quien realmente había corrido peligro era Daneel. Probablemente, Giskard no había recibido todavía instrucciones para modificiar su actitud de vigilancia. Sólo en una ocasión se acercó a Baley, y lo hizo cuando éste le preguntó a gritos:
—Giskard, ¿dónde está Daneel?
Al oír que le llamaba, el robot recorrió rápidamente el terreno que le separaba de Baley, como si no quisiera hablar más que en voz baja.
—Daneel está camino del espaciopuerto, señor, en compañía de otros miembros del personal robótico del doctor Fastolfe, para disponer lo necesario para su traslado a la Tierra. Se reunirá con usted en el espaciopuerto y embarcará en la nave para acompañarle hasta la Tierra.
—Una magnífica noticia. Aprecio muchísimo cada día que paso en compañía de Daneel. ¿Y tú, Giskard? ¿Nos acompañarás también?
—No, señor. Tengo órdenes de permanecer en Aurora. No obstante, Daneel le servirá bien, incluso en mi ausencia.
—Estoy seguro de ello, Giskard, pero te echaré de menos.
—Gracias, señor —dijo Giskard. Después, se retiró otra vez a cierta distancia con la misma rapidez con que se había acercado. Baley se quedó mirándole en actitud pensativa durante unos instantes. No, lo primero era lo primero. Tenía que ver a Gladia.
Gladia se adelantó a recibirle. ¡Qué cambio tan inmenso se había producido en ella en apenas dos días! Gladia no estaba alegre, no bailaba, no te bullía la sangre; todavía presentaba el aspecto abatido de quien ha padecido una gran pérdida, pero había desaparecido de ella el aura atormentada que la había rodeado. Ahora su presencia tenía una especie de gran serenidad, como si hubiera cobrado conciencia de que la vida continuaba pese a todo y que todavía podía ser dulce en ocasiones.
Ofreció a Baley una sonrisa cálida y amistosa, avanzó hacia él y le tendió la mano.
—¡Oh, tómala, tómala, Elijah! —exclamó cuando vio que Baley titubeaba—. Es ridículo por tu parte que dudes y finjas que no deseas tocarme después de lo de anoche. Ya ves, todavía lo recuerdo y sigo sin arrepentirme. Todo lo contrario.
Baley realizó la (para él) desusada operación de devolverle la sonrisa.
—Yo también lo recuerdo, Gladia, y tampoco me arrepiento de ello. Hasta me gustaría volver a hacerlo, pero esta vez he venido a despedirme.
El rostro de Gladia se ensombreció.
—Entonces, ¿regresas a la Tierra? Sin embargo, el informe que he recibido por medio de la red de robots que siempre funciona entre el establecimiento de Fastolfe y el mío dice que todo ha salido bien. No es posible que hayas fallado.
—No, no he fallado. En realidad, el doctor Fastolfe ha conseguido una rotunda victoria. No creo qué nunca vuelvas a oír la menor sugerencia de que él tuvo algo que ver con la muerte de Jander.
—¿Y eso se deberá a lo que tú dijiste en la reunión, Elijah?
—Así lo creo.
—Estaba segura —dijo Gladia, con un asomo de autosatisfacción en la voz—. Cuando me dijeron que ibas a encargarte del caso, les aseguré que lo conseguirías. Pero, entonces, ¿por qué te envían de vuelta?
—Precisamente porque el caso está resuelto. Si permanezco aquí por más tiempo, al parecer me convertiré en un objeto extraño que puede irritar al cuerpo político.
Gladia le observó con aire dubitativo durante un instante, y luego dijo:
—No estoy segura de entender a qué te refieres. Debe de ser una frase típica de tu planeta, pero no importa. ¿Has logrado descubrir quién mató a Jander? Eso es lo importante.
Baley echó una mirada alrededor. Giskard estaba en uno de los nichos, y uno de los robots de Gladia, en otro. Gladia interpretó su gesto sin dificultad.
—Bien, Elijah —dijo—, tienes que aprender a olvidarte de los robots. Seguro que no te preocupa la presencia de esa silla, o de esas cortinas, ¿verdad?
—Es cierto, Gladia, lo siento mucho —reconoció con un gesto de asentimiento—. Lo siento muchísimo, pero he tenido que explicarles que Jander era tu esposo.
Gladia abrió los ojos como platos y Baley se apresuró a continuar.
—He tenido que hacerlo, pues era fundamental para el caso. Sin embargo, te prometo que eso no afectará a tu posición en Aurora.
Baley le resumió, con la mayor brevedad posible, lo que había ocurrido en la confrontación que acababa de mantener. Cuando terminó, añadió:
—Así pues, nadie mató a Jander. La desactivación fue resultado de alteraciones accidentales en las conexiones positrónicas, aunque las probabilidades de que se produjeran esas alteraciones accidentales aumentaron debido a lo que había estado haciendo Amadiro.
—Y yo no lo supe nunca —murmuró ella—. Y yo no lo supe nunca... Pensar que yo consentí sin querer ese horrible plan de Amadiro. Y él es tan responsable de la muerte de Jander como si le hubiera aplastado la cabeza con un mazo.
—Gladia —replicó Baley con la mayor seriedad—, eso no es justo. Amadiro no tenía intención de causar daño a Jander, y lo que hacía era, a sus ojos, solamente por el bien de Aurora. Y está recibiendo su castigo por ello: ha sido derrotado, sus planes han quedado desbaratados y su Instituto de Robótica quedará bajo el dominio del doctor Fastolfe. Ni tú misma habrías podido encontrar un castigo más adecuado.
—Pensaré en eso —contestó ella—. Pero queda todavía Santirix Gremionis, ese guapo y joven lacayo cuya misión era alejarme de Jander. No me extraña que apareciera una y otra vez, insistiendo pese a que siempre le rechazaba. Bueno, seguramente volverá a presentarse y entonces tendré el placer de...
Baley movió la cabeza violentamente, en gesto de negativa.
—No, Gladia. Le he interrogado y te aseguro que no tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo. Gremionis fue tan víctima de los engaños de Amadiro como tú misma. De hecho, las cosas fueron precisamente al revés, de como has dicho. Su insistencia no se debía a un plan maquiavélico para alejarte de Jander, sino que Amadiro se sirvió precisamente de su insistencia, que únicamente se debía a su interés por ti. A su amor por ti, si esa palabra significa en Aurora lo mismo que en la Tierra.
—En Aurora, el amor es una coreografía. Jander era un robot, y tú eres un terrícola. Los auroranos son distintos.
—Ya me lo explicaste. Sin embargo, Gladia, tú aprendiste de Jander a recibir, y aprendiste de mí a dar (aunque yo no me lo proponía). Si has sacado provecho de ambos, ¿no es justo y correcto que ahora enseñes tú a otros? Gremionis se siente lo bastante atraído por ti para que acceda a aprender. Fíjate que ya desafía los convencionalismos de Aurora al insistir pese a tus negativas. Estoy seguro de que es capaz de seguirlos desafiando. Tú puedes enseñarle a dar y a recibir y, así, tú misma aprenderás a hacer ambas cosas, a la vez o alternadamente, en su compañía.
Gladia miró a Baley a los ojos con aire inquisitivo.
—¿Intentas librarte de mí, Elijah?
Baley asintió lentamente con la cabeza.
—Sí, Gladia. En este momento, deseo que llegues a ser feliz más de lo que nunca he deseado nada para mí o para la Tierra. Yo no puedo darte la felicidad, pero si Gremionis te la puede dar, me sentiré feliz. Casi tan feliz como si fuera yo mismo quien te estuviera ofreciendo ese regalo.
»Cuando le enseñes lo que sabes, Gladia, quizá te sorprenda la facilidad con que se desembarazará de eso que llamas "coreografía". Y probablemente correrá la voz, de modo que otros muchos vendrán a rendirse a tus pies. Y Gremionis podrá enseñar asimismo a otras mujeres. Puede que, antes de que te des cuenta, hayas organizado una verdadera revolución sexual en Aurora. Dispones de casi tres siglos para conseguirlo.
Gladia siguió mirándole fijamente y luego estalló en una carcajada.
—Te estás burlando de mí. Estás diciendo tonterías deliberadamente. Nunca lo hubiera pensado de ti, Elijah. Siempre pareces tan serio y ponderado. ¡Jehoshaphat!
(Y, con la última exclamación, intentó imitar el apagado timbre de barítono de su voz.)
—Quizás esté bromeando un poco —contestó Baley—, pero en esencia lo que digo es cierto. Prométeme que le darás una oportunidad a Gremionis.
Gladia se acercó a Baley y éste, sin titubeos esta vez, le pasó el brazo por la cintura. Ella le puso un dedo sobre los labios y Baley depositó en él un suave beso. Gladia susurró dulcemente:
—¿Y no preferirías tenerme para ti, Elijah?
Baley contestó con la misma dulzura (aunque incapaz de olvidarse de la presencia de los robots en la sala):
—Sí, lo preferiría, Gladia. Me avergüenza tener que reconocer que, en este momento, me daría igual que la Tierra estallase en pedazos con tal de tenerte a tí. Sin embargo, no puedo. Dentro de pocas horas habré partido de Aurora y no hay modo de. conseguir que te permitan venir conmigo. Y tampoco creo que me autoricen a volver nunca a Aurora, igual que es imposible que a ti te dejen visitar la Tierra.
»Nunca volveré a verte, Gladia, pero jamás podré olvidarte. Dentro de algunas décadas habré muerto, y para entonces tú seguirás tan joven como ahora. Así pues, de todos modos tendríamos que despedirnos pronto, hiciéramos lo que hiciésemos.
Gladia apoyó la cabeza en el pecho de Baley.
—¡Oh, Elijah!, dos veces has irrumpido en mi vida, y en ambas has estado conmigo apenas unas horas. Dos veces has hecho grandes cosas por mí, y luego te has marchado. La primera vez, sólo conseguí rozarte la mejilla con mis dedos, pero ello representó un enorme cambio. La segunda vez, he conseguido mucho más, y de nuevo has representado un cambio absoluto en mi vida. Jamás te olvidaré, Elijah, aunque viva más siglos de los que puedo contar.
—Entonces, no permitas que ese recuerdo te prive de la felicidad. Acepta a Gremionis y hazle feliz a él, y deja que él también te haga feliz a tí. Por otra parte, recuerda que nada te impide enviarme cartas. Hay un servicio de hipercorreo entre Aurora y la Tierra.
—Lo haré, Elijah. Y tú, ¿me escribirás también?
—Sí, Gladia.
Hubo un silencio y, con gran pesar, se separaron. Gladia permaneció en medio de la habitación y, cuando Baley llegó a la puerta y se volvió, ella seguía en el mismo lugar, esbozando una leve sonrisa. Baley formó con sus labios la palabra «adiós». Después, igualmente en silencio —pues en voz alta no se habría atrevido— añadió: «amor mío».
También los labios de Gladia se movieron en silencio: «Adiós, queridísimo mío.»
Baley dio media vuelta y salió. Sabía que nunca volvería a verla en forma tangible, que nunca volvería a tocarla.
Transcurrió un rato antes de que Baley consiguiera centrarse y repasar la tarea que todavía le esperaba. Había recorrido en silencio aproximadamente la mitad de la distancia que le separaba del establecimiento de Fastolfe, cuando se detuvo y alzó un brazo.
Giskard, que no le perdía de vista, estuvo junto a él en un instante.
—¿Cuánto tiempo falta para ir al espaciopuerto, Giskard?
—Tres horas y diez minutos, señor. Baley permaneció unos instantes pensativo.
—Me gustaría ir hasta ese árbol de ahí, sentarme con la espalda apoyada en su tronco y pasar un rato solo. Contigo, naturalmente, pero lejos de los demás seres humanos.
—¿En el exterior, señor? —la voz del robot era incapaz de expresar sorpresa o nerviosismo, pero, por alguna razón, Baley tuvo la sensación de que si Giskard hubiera sido un ser humano, sus palabras habrían expresado aquellas emociones.
—Sí. Tengo que pensar y, después de lo sucedido anoche, un día tan tranquilo como éste, soleado, relajante y despejado, apenas me puede afectar. De todos modos, te prometo que buscaré refugio si siento agorafobia. ¿Me acompañas?
—Sí, señor.
—Muy bien.
Baley abrió la marcha. Llegaron hasta el árbol y Baley acarició el tronco con cautela. Después se miró la mano, y vio que estaba totalmente limpia. Seguro de que no se ensuciaría si se apoyaba en él, inspeccionó el suelo y se sentó con cuidado, descansando la espalda contra el tronco.
No era tan cómodo como habría resultado una silla, ni mucho menos, pero había una sensación de paz (cosa extraña) que probablemente no habría podido encontrar dentro de una habitación cerrada.
Giskard continuó de pie y Baley le preguntó:
—¿No quieres sentarte?
—Estoy más cómodo de pie, señor.
—Ya lo sé, Giskard, pero podré pensar mejor si no tengo que levantar la cabeza para mirarte.
—Si me sentara, no podría protegerle tan bien de algún posible daño, señor.
—También lo sé, Giskard, pero en este momento no creo que corra ningún peligro. Mi misión ha terminado y el caso está resuelto. La posición del doctor Fastolfe es segura. Puedes arriesgarte a tomar asiento, y te ordeno que lo hagas.
Giskard se sentó al instante frente a Baley, pero sus ojos siguieron escrutando los alrededores a un lado y a otro, vigilantes como siempre.
Baley contempló el cielo a través de las hojas del árbol, verde sobre fondo azul. Escuchó el zumbido de los insectos y el repentino canto de un pájaro, notó un pequeño movimiento en las hierbas próximas, que seguramente indicaba el paso de algún animalillo y, nuevamente, se maravilló de la extraña paz del lugar y de la abismal diferencia con el rumor continuo y el movimiento apresurado de las Ciudades. El jardín aurorano tenía una paz tranquila, una paz sin prisas, una paz solitaria y apartada.
Por primera vez, Baley se hizo una leve idea de cómo sería la vida en el Exterior, fuera de las Ciudades. Se sintió agradecido por sus experiencias en Aurora, sobre todo por la tormenta, pues ahora sabía que sería capaz de salir de la Tierra y afrontar las condiciones de vida de cualquier nuevo mundo por colonizar. Sí, podría vivir en el Exterior con Ben, y quizás hasta con Jessie.
—Anoche, en la oscuridad de la tormenta —dijo—, me preguntaba si habría podido ver el satélite de Aurora de no haber tantas nubes en el cielo. Si recuerdo correctamente lo que he leído, Aurora tiene un satélite, ¿verdad?
—En realidad tiene dos, señor. El mayor es Tithonus, pero su tamaño es, de todos modos, bastante reducido, y sólo aparece en el cielo como una estrella no muy brillante. El satélite más pequeño no resulta visible a los ojos humanos y, las pocas veces que se habla de él, recibe el nombre de Tithonus II.
—Gracias, Giskard. También deseo agradecerte que me rescataras anoche —añadió, mirando fijamente al robot—. No sé cuál es el modo adecuado de darte las gracias.
—No es en absoluto necesario que me las dé. Simplemente, estaba siguiendo los dictados de la Primera Ley. No tenía otra opción que actuar como lo hice.
—Sin embargo, quizá te debo la vida, y es importante que sepas que me doy cuenta de ello. Y bien, Giskard, ¿qué debo hacer ahora?
—¿Respecto a qué, señor?
—Mi misión ha terminado. La opinión del doctor Fastolfe se impondrá y el futuro de la Tierra está asegurado. Parece que ya no tengo qué hacer, y sin embargo todavía le doy vueltas al asunto de Jander.
—No le comprendo, señor.
—Bueno, parece claro que Jander murió por una alteración fortuita en el potencial positrónico de su cerebro. Sin embargo, Fastolfe reconoce que las probabilidades de que ello sucediese eran mínimas, infinitesimales. Aun teniendo en cuenta las actividades de Amadiro, las probabilidades, aunque posiblemente mayores, seguirían siendo infinitesimales. Al menos, eso cree Fastolfe. Por lo tanto, sigo pensando que la muerte de Jander fue un roboticidio premeditado. Ahora no me atrevo a insistir en el tema. No quiero remover el apunto ya que hemos llegado a una conclusión muy satisfactoria. No quiero poner en peligro otra vez la posición de Fastolfe. No quiero causarle infelicidad a Gladia. No sé qué hacer y, como no puedo hablar con ningún ser humano de este asunto, se me ha ocurrido discutirlo contigo, Giskard.
—Sí, señor.
—¿Qué debo hacer, en tu opinión?
—Si se ha cometido un roboticidio, señor, tiene que haber alguien capaz de realizar ese acto. Sin embargo, el doctor Fastolfe es el único que podría haberlo hecho y afirma que no fue él.
—Sí, ésa era la situación inicial. Creo que el doctor Fastolfe dice la verdad, y estoy totalmente seguro de que no fue él.
—Entonces, ¿cómo pudo producirse el roboticidio, señor?
—Supongamos que hay alguien que entiende tanto de robótica como el doctor Fastolfe.
Baley dobló las rodillas y las rodeó con sus brazos, enlazando las manos. No miró a Giskard, sino que pareció estar sumido en profundos pensamientos.
—¿Quién podría ser, señor? —preguntó el robot.
Y por fin, Baley llegó al punto crucial de la conversación. Sin moverse, respondió:
—Tú, Giskard.
Si Giskard hubiera sido humano, se habría quedado simplemente mirándole, silencioso y asombrado; o habría reaccionado con furia, o se habría echado hacia atrás presa del pánico, o habría tenido cualquiera de una docena de respuestas distintas. Sin embargo, como era un robot, Giskard no mostró la menor emoción y sólo preguntó:
—¿Por qué lo dice usted, señor?
—Escucha, Giskard —dijo Baley—, estoy totalmente seguro de que sabes perfectamente cómo he llegado a esta conclusión. Sin embargo, me harás un favor si me permites aprovechar la tranquilidad de este lugar y el poco tiempo de que dispongo antes de partir para explicar el asunto en voz alta, por mi propio bien. Me gustaría escucharme a mí mismo, oír mis propias palabras y saber que finalmente he descifrado el enigma. Y también me gustaría que me corrigieras allí donde me equivoque.
—Cuente con ello, señor.
—Creo que mi primer error fue suponer que eras un robot menos complicado y más primitivo que Daneel, simplemente porque parecías menos humano. Los seres humanos siempre piensan que cuanto más humano es el aspecto de un robot, más complicado, avanzado e inteligente es. Es cierto que es fácil diseñar un robot como tú, mientras que uno como Daneel representa un gran problema para hombres co-mo Amadiro y sólo puede ser desarrollado por los genios de la robótica como el doctor Fastolfe. Sin embargo, la dificultad del diseño de Daneel se centra, sospecho, en reproducir los aspectos humanos como la expresión facial, la entonación de la voz y otros gestos y movimientos que son extraordinariamente complicados, pero que en realidad no tienen nada que ver con la complejidad cerebral. ¿Tengo razón?
—En efecto, señor.
—Así, automáticamente, te infravaloré como hace todo el mundo. Sin embargo, tú mismo te descubriste, antes incluso de que la nave aterrizara en Aurora. Quizá recuerdes que, durante el aterrizaje, tuve un ataque de agorafobia y, por un instante, permanecí en un estado mucho peor, incluso, que el de anoche bajo la tormenta.
—Lo recuerdo, señor.
—En aquel momento, Daneel estaba en la cabina conmigo, mientras que tú estabas fuera, ante la puerta. Yo estaba cayendo en una especie de estado catatónico, silencioso, y Daneel quizá no estaba mirándome en aquel preciso instan-te, por lo que no se había dado cuenta de lo que me sucedía. Tú estabas fuera de la cabina y, sin embargo, fuiste quien se acercó corriendo a mí y apagó el visor que tenía en las manos. Tú llegaste primero, antes que Daneel, aunque sus reflejos son tan rápidos como los tuyos. Estoy seguro de ello, como quedó demostrado cuando impidió que el doctor Fastolfe me golpeara.
—Estoy seguro de que el doctor Fastolfe no se disponía a golpearle.
—Naturalmente que no. Simplemente estaba haciendo una demostración de los reflejos de Daneel. Y sin embargo, como iba diciendo, tú llegaste primero a mí en la cabina. Yo apenas estaba en condiciones de observar ese hecho, pero estoy muy habituado a fijarme en lo que sucede a mi alrededor y, de todos modos, la agorafobia no llega a dejarme completamente sin sentido, como demostré anoche. Así pues, aunque entonces no le di importancia, quedó grabado en mi recuerdo el hecho de que tú habías llegado primero. Naturalmente, existe una solución lógica.
Baley hizo una pausa, como esperando que Giskard asintiera, pero el robot permaneció callado.
(Años después, aquélla seria la escena que primero acudíría a su mente al recordar su estancia en Aurora. No la tormenta, ni siquiera Gladia, sino aquellos momentos de tranquilidad bajo el árbol, con sus verdes hojas recortadas sobre el firmamento azul, la leve brisa, el suave rumor de los animales, y la presencia de Giskard frente a él, con sus ojos ligeramente brillantes.)
—Me dio la impresión —continuó Baley— de que podías de alguna manera detectar mi estado mental y que sabías, pese a encontrarte tras una puerta cerrada, que estaba siendo presa de algún tipo de ataque. Es decir, en resumen y en palabras sencillas, me pareció que podías leer la mente.
—Sí, señor —respondió tranquilamente Giskard.
—Y que, de algún modo, también podias influir en la mente de los seres humanos. Creo que notaste que yo lo había detectado e intentaste borrarlo de mi memoria, de modo que no volviera a recordarlo o no comprendiera su significado si alguna vez surgía por casualidad en mi mente. Sin embargo, no lo conseguiste del todo, quizás porque tus poderes son limitados.
—Señor, la Primera Ley es imperiosa y primordial —contestó Giskard—. Tenía que acudir en su ayuda, aunque sabía perfectamente que me arriesgaba a ser descubierto. Por otro lado, sólo podía confundir su mente mínimamente para no causarle ningún daño.
—Comprendo que era una situación difícil —asintió Baley—. Así que borraste mi memoria mínimamente... Por eso cuando estaba lo bastante relajado para pensar con libres asociaciones de ideas, recordaba el incidente aunque sin poderlo precisar. Justo antes de perder la conciencia bajo la tormenta, supe que tú serías el primero en encontrarme, igual que en la nave. Quizá me encontraste por la radiación in-frarroja de mi cuerpo, pero todas las aves y mamíferos del bosque radiaban igualmente, y ello podía confundirte. Sin embargo, también podías detectar la actividad cerebral superior, incluso en mi estado de inconsciencia, y eso debió de ayudarte a localizarme.
—Sí, ciertamente me ayudó —asintió Giskard.
—Cada vez que yo recordaba, cuando estaba a punto de dormirme o de caer inconsciente, volvía a olvidar al recobrar la plena conciencia. Anoche, sin embargo, me acordé de nuevo y, en esa ocasión, no estaba solo. Gladia estaba conmigo y pudo repetir lo que yo había dicho: «Él llegó primero.» Pero ni siquiera entonces pude recordar qué significaba hasta que una observación casual del doctor Fastolfe me dio una idea que logró cruzar la ocuridad de mi mente. Entonces, una vez supe lo que había sucedido, empecé a recordar más cosas. Así, en la nave, mientras me preguntaba si realmente estaríamos aterrizando en Aurora, tú me aseguraste que nuestro destino era Aurora antes de que llegara a hacerte la pregunta. Supongo que no deseas que nadie conozca tu capacidad para leer la mente, ¿verdad?
—Tiene razón, señor.
—¿Por qué ese interés por ocultarla?
—Mi capacidad para leer la mente me proporciona una facultad única para obedecer la Primera Ley, señor, así que valoro mucho su existencia, pues me permite proteger a los seres humanos con mucha mayor eficacia. Sin embargo, siempre me ha parecido que ni el doctor Fastolfe ni ningún otro ser humano toleraría la existencia de un robot con mis facultades telepáticas, y por ello las he mantenido en secreto. Al doctor Fastolfe le encanta contar la leyenda del robot telépata que Susan Calvin destruyó, y yo no deseo que el doctor imite conmigo la acción de la doctora Calvin.
—Sí, Fastolfe me contó esa leyenda. Sospecho que, subliminalmente, él conoce tu capacidad para leer la mente, pues de otro modo no insistiría en contar esa leyenda una y otra vez. Y por lo que a ti respecta, la actitud del doctor es un peligro pues, desde luego, fue la causa de que yo llegara a la conclusión de que poseías esta facultad.
—Hago cuanto está en mi mano para neutralizar el peligro sin intervenir en la mente del doctor Fastolfe. Habrá advertido que el doctor siempre hace hincapié, invariablemente, en la naturaleza irreal e imposible de esa leyenda del robot telépata.
—Sí, también recuerdo eso. Pero si Fastolfe no sabe que puedes leer la mente, eso indica que no estabas dotado de esa capacidad cuando fuiste diseñado. ¿Cómo, entonces, has llegado a adquirirla? No, no me lo digas, Giskard. Déjame ver si lo adivino. La señorita Vasilia estaba especialmente fascinada contigo cuando apenas era una jovencita que empezaba a interesarse por la robótica. Ella me habló de que había hecho algunos experimentos de programación contigo bajo la distante supervisión del doctor Fastolfe. ¿Podría ser que, en alguna ocasión y por puro accidente, Vasilia hiciera algo que te otorgara esa capacidad? ¿Estoy en lo cierto?
—Lo está, señor.
—¿Y sabes qué es ese «algo»?
—En efecto, señor.
—¿Eres el único robot con facultades telepáticas que existe?
—Hasta el momento, sí, señor. Pero habrá otros.
—Si yo te preguntara qué hizo la doctora Vasilia para darte esas facultades, o si te lo preguntase el doctor Fastolfe, ¿nos lo dirías en virtud de la Segunda Ley?
—No, señor, pues considero que les causaría daño saberlo y mi negativa a decirlo, obedeciendo la Primera Ley, tendría preferencia. No obstante, ese problema no llegaría a presentarse porque yo sabría que alguien iba a hacer la pregunta, acompañada de la orden correspondiente, y eliminaría ese impulso de hacerlo antes de que pudiera hacerse efectivo.
—Sí, claro —dijo Baley—. Anteanoche, cuando volvíamos del establecimiento de Gladia al del doctor Fastolfe, le pregunté a Daneel si había tenido algún contacto con Jander durante la estancia de éste en el establecimiento de Gladia, y él me respondió llanamente que no. Entonces me volví hacia tí para hacerte la misma pregunta y, por alguna razón, no llegué a formularla. Tú reprimiste mi impulso, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Porque si te hubiera hecho la pregunta, tú habrías tenido que decirme que le conocías bien en esa época, y no estabas dispuesto a dejar que yo lo supiera.
—En efecto, señor.
—Pero durante ese período de contacto con Jander, tú sabías que Amadiro estaba realizando pruebas con él ya que, según creo, también podías leer la mente de Jander, o detectar sus potenciales positrónicos...
—Sí, señor. Mis facultades telepáticas se extienden por igual a la actividad mental humana y a la de los robots.
—Tú desaprobabas las actividades de Amadiro porque estabas de acuerdo con Fastolfe en el asunto de la colonización de la galaxia.
—En efecto, señor.
—¿Por qué no detuviste, entonces, a Amadiro? ¿Por qué no eliminaste de su mente el impulso de realizar pruebas con Jander?
—Señor —respondió Giskard—, yo no intervengo alegremente en las mentes humanas. El propósito que guiaba a Amadiro era tan profundo y complejo que, para eliminarlo, hubiera tenido que hacer un gran trabajo; y se trata de un cerebro importante y avanzado al que no deseaba en modo alguno perjudicar. Dejé que el asunto se prolongara un largo período de tiempo, durante el cual calculé qué acción cumpliría mejor con la Primera Ley. Por fin, tomé una decisión sobre el modo más adecuado de corregir la situación. No resultó una decisión fácil.
—Así pues, decidiste inutilizar a Jander antes de que Amadiro pudiera deducir el método para diseñar un verdadero robot humaniforme. Método que tú ya conocías porque, después de tantos años de trabajo con el doctor Fastolfe, habías conseguido conocer perfectamente sus teorías a base de leer su mente. ¿Me equivoco?
—Acierta usted, señor.
—Así que, después de todo, Fastolfe no era el único con suficiente experiencia para desactivar a Jander.
—En cierto sentido, lo era, señor. Mi capacidad para hacerlo no era más que un reflejo, o una extensión, de la suya.
—Tanto da. ¿No comprendiste que la desactivación de Jander pondría al doctor Fastolfe en un grave peligro? ¿No advertiste que sería el principal sospechoso? ¿Habías decidido quizás que reconocerías tu culpabilidad y harías pública tu capacidad telepática, si era preciso, para salvarle?
—Desde luego, comprendía que el doctor Fastolfe se encontraría en una situación dolorosa, pero no tenía ninguna intención de reconocer mi culpabilidad —respondió Giskard—. Esperaba utilizar la situación como excusa para hacerle venir a usted a Aurora.
—¿Para hacerme venir a mí? ¿Fue idea tuya que me llamaran?
Baley estaba estupefacto.
—Sí, señor. Con su permiso, me gustaría explicárselo.
—Adelante, por favor —dijo Baley.
—Yo había oído hablar de usted, tanto a la señorita Gladia como al doctor Fastolfe, y no sólo por lo que decían sino por lo que estaba en sus mentes. Estudié la situación de la Tierra y vi que los terrícolas vivían entre muros, de los cuales les resultaba difícil escapar; sin embargo, a mi entender, era igualmente obvio que también los auroranos vivían encerrados dentro de cuatro paredes.
»Los auroranos viven encerrados en unas paredes formadas por robots, que les protegen como un escudo contra las vicisitudes de la vida. Esos mismos robots, según los planes de Amadiro, tendrían que encargarse de construir nuevas so-ciedades igualmente escudadas que encerrarían los nuevos mundos colonizados por los auroranos. Los habitantes de Aurora también viven entre las paredes que forman sus largas vidas, lo que les obliga a sobrevalorar el individualismo y les priva de mancomunar sus recursos científicos. No es que entren excesivamente en disputas o controversias sino que, con la mediación del Presidente, exigen la eliminación de toda incertidumbre y pretenden adoptar decisiones o soluciones antes de que los problemas se hagan públicos. No se molestan en discutir entre todos cuáles pueden ser las mejores soluciones, sino que buscan, sobre todo, que las decisiones sean "tranquilas".
»Los terrícolas viven entre muros de piedra, tangibles, cuya existencia es constatable físicamente, y siempre hay algunos que ansían escapar de ellos. Los muros de los auroranos no son materiales y ni siquiera son considerados como tales, de modo que a nadie se le ocurre escapar de aquello cuya existencia desconoce. Por ello, a mí me parecía que debían ser los terrícolas, y no los auroranos u otros espaciales, quienes tenían que colonizar la galaxia y fundar lo que algún dia se convertirá en un imperio galáctico.
»Todo esto estaba en la línea de los razonamientos del doctor Fastolfe, y yo estaba plenamente de acuerdo con él.
No obstante, el doctor se sentía satisfecho simplemente con haber concebido el razonamiento, mientras que yo, dadas mis facultades, no podía estarlo. Tenía que examinar por mí mismo la mente de, al menos, un terrícola, para así poder con-trastar mis conclusiones. Y usted fue el terrícola que pensé que podría hacer venir a Aurora. La desactivación de Jander servía a la vez para detener a Amadiro y para poder traerle a usted al planeta. Con este fin, incité ligeramente a la señorita Gladia a que sugiriera al doctor Fastolfe la idea de traerle aquí como investigador. Después, incité al doctor, también muy ligeramente, a que la elevara al Presidente, y empujé a éste, muy ligeramente, a acceder a la petición. Una vez llegó usted a Aurora, me he dedicado a estudiarle, y lo que he encontrado me ha gustado.
Giskard dejó de hablar y adoptó de nuevo la actitud impasible de los robots. Baley frunció el ceño.
—Por lo que dices, supongo que no tiene ningún mérito la investigación que he llevado a cabo. Tú debes de haberte encargado de que fuera abriéndome paso hasta llegar a la verdad de lo sucedido.
—No, señor. Al contrario. He colocado en su camino algunos obstáculos... obstáculos razonables, por supuesto. No le permití que reconociera mi capacidad telepática, aunque me viera obligado a utilizarla para protegerle. Me aseguré de que en algunas ocasiones se sintiera abatido y desesperado, le impulsé a que se arriesgara a salir al exterior para estudiar sus respuestas. Y pese a todo, ha conseguido abrirse paso y superar todos los obstáculos, lo cual me complace mucho.
»He descubierto que echa de menos los muros de su Ciudad, pero que se da cuenta de que tiene que aprender a vivir sin ellos. He visto también que la visión de Aurora desde el espacio y la exposición a la tormenta le causaban malestar, pero que ninguna de ambas experiencias le impedia seguir pensando ni le apartaba de lo que consideraba su deber, que era la resolución del problema. Por último, he observado que sabe usted aceptar sus deficiencias y la brevedad de su vida, y que no elude la controversia.
—¿Cómo sabes que soy un buen representante de los habitantes de la Tierra en general?
—Sé que no lo es usted, señor. Pero he visto en su mente que hay algunos como usted, y desarrollaremos nuestros planes con ellos. Yo me cuidaré de ello y, ahora que conozco el camino a seguir, prepararé a otros robots como yo; y ellos también se cuidarán de ello.
—¿Quieres decir que llegarán a la Tierra robots con capacidad para leer la mente? —preguntó de pronto Baley.
—No, en absoluto. Y tiene usted razón al alarmarse. Implicar directamente a los robots en el proyecto significaría empezar a edificar los mismos muros que están llevando a Aurora y a los mundos espaciales a la parálisis. Los terrícolas tendrán que colonizar la galaxia sin robots de ningún tipo. Ello significará dificultades, peligros y daños sin medida que los robots evitarían en el caso de estar presentes pero, en el fondo, los humanos sacarán más provecho si se abren camino por ellos mismos. Y quizás un día, dentro de mucho tiempo, los robots puedan intervenir una vez más. ¿Quién sabe?
—¿Puedes ver el futuro? —preguntó Baley, curioso.
—No, señor, pero cuando se estudian las mentes como yo lo hago, se puede llegar a la indefinida sensación de que existen unas leyes que rigen la conducta humana igual que las Tres Leyes de la robótica gobiernan la de los robots. Y estas leyes humanas pueden indicarnos cómo puede desarrollarse el futuro, en líneas generales. Las leyes que rigen la conducta humana son mucho más complicadas que las Leyes de la robótica, y no tengo la menor idea de cómo pueden manifestarse. Quizá sean de naturaleza estadística, de modo que no pueden ser expresadas con precisión salvo cuando tratan grandes cantidades de población. También sospecho que las obligaciones que crean son mucho menos vinculantes que las robóticas, de modo que quizás carezcan de sentido a menos que esas grandes masas de población no sean conscientes de que operan dichas leyes.
—Dime, Giskard, ¿es esto a lo que el doctor Fastolfe se refiere cuando habla de la futura ciencia de la «psicohistoria»?
—Sí, señor. Yo inserté ese concepto en su mente, para que se iniciara pronto el proceso de creación de esa ciencia. Algún día será necesaria, ahora que la existencia de los mundos espaciales como culturas robotizadas formadas por seres humanos longevos está llegando a su fin y empieza una nueva oleada de expansión humana, desarrollada por seres humanos de vida corta y sin robots.
»Y ahora —añadió Giskard poniéndose en pie—, creo que debemos volver al establecimiento del doctor Fastolfe y prepararnos para su partida, señor. Naturalmente, confío en que no repetirá a nadie cuanto hemos hablado aquí.
—Es estrictamente confidencial, te lo aseguro —respondió Baley.
—Perfectamente —dijo Giskard con calma—. Sin embargo, no debe usted temer la responsabilidad de tener que guardar silencio. Voy a permitirle recordar esta conversación, pero me aseguraré de que nunca sienta el menor impulso de comentarla con nadie.
Baley enarcó las cejas con gesto de resignación y dijo:
—Sólo una cosa más, Giskard, antes de que te pongas a manipular mi mente. ¿Podrás ocuparte de que Gladia no sea molestada en Aurora, de que no sea tratada despectivamente por el hecho de ser solariana y haber aceptado por marido a un robot, y de que... de que acepte los ofrecimientos de Gremionis?
—He oído el final de su conversación con la señorita Gladia, señor, y le comprendo a usted. Me cuidaré de ello. Bien, señor, ¿puedo despedirme de usted ahora que nadie nos está observando?
Giskard le tendió la mano; fue el gesto más humano que Baley había visto jamás en el robot.
Baley se la estrechó. Los dedos de Giskard eran fríos y duros.
—Adiós... amigo Giskard.
—Adiós, amigo Elijah, y recuerde que, aunque haya gente que aplique esta frase a Aurora, a partir de este instante la Tierra es el auténtico mundo del amanecer.