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OTRA VEZ EL PRESIDENTE

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El Presidente era bajo, sorprendentemente bajo. Amadiro le pasaba unos buenos treinta centímetros, por lo menos.

Sin embargo, como la mayor parte de su escasa estatura se debía a sus cortísimas piernas, una vez sentados el Presidente no parecía más bajo que los demás. De hecho, era incluso el más corpulento, con una caja torácica y unos hom-bros muy robustos que le daban un aspecto casi arrollador.

También su cabeza era de gran tamaño, pero su rostro estaba surcado de arrugas producidas por la edad. No eran el tipo de arrugas ocasionadas por la risa. Los surcos que se formaban en sus mejillas y su frente daban la impresión de ser resultado del ejercicio del poder. Tenía el cabello cano y escaso, y presentaba una acusada calvicie en la coronilla.

Su voz se correspondía con el resto de su aspecto; era profunda y resuelta. La edad le había quitado quizás un poco de timbre y lo había cambiado por una cierta aspereza, pero en un Presidente, pensó Baley, eso podía beneficiarle más que perjudicarle.

Fastolfe realizó el ritual completo de saludos, intercambios de fórmulas sin sentido y ofrecimientos de comida y bebida. En el transcurso de este ceremonial, no se hizo la menor mención del cuarto hombre ni se le prestó atención.

Sólo cuando hubieron terminado los preliminares y todos estuvieron bien instalados, Baley (un poco más lejos del centro de la sala que los otros tres) fue presentado.

—Señor Presidente —saludó Baley sin tender la mano. Después se volvió hacia el otro interlocutor y, con un despreocupado gesto de la cabeza, añadió—: Y al doctor Amadiro ya le conozco, naturalmente.

La sonrisa de Amadiro siguió inalterable pese al toque de insolencia de la voz de Baley.

El Presidente, que no había mostrado la menor reacción ante el saludo de Baley, colocó sus manos sobre las rodillas con los dedos bien separados y dijo:

—Vamos a empezar. Veamos si podemos hacer esto lo más breve y productivo posible.

»En primer lugar, déjenme hacer hincapié en que deseo pasar por alto el mal comportamiento, o posible mal comportamiento, de un terrícola. Vayamos directamente al meollo de la cuestión. Tampoco deseo referirme al tema del robot Jander, que ya ha sido demasiado explotado. La interrupción definitiva de la actividad de un robot es un asunto del que deben ocuparse los tribunales civiles, lo que puede dar como resultado una sentencia por infracción de los derechos de pro-piedad y la imposición de una pena de costas, pero nada más. Incluso si se demostrara que el doctor Fastolfe inutilizó a ese robot, Jander Panell, cabría tener en cuenta que fue el doctor quien lo diseñó y quien supervisó su construcción. Además, él era su legítimo propietario en el momento de la inutilización, por lo que no cabe aplicar mayores sanciones ya que una persona puede hacer lo que le plazca con sus propiedades.

»Lo que realmente se discute es el tema de la exploración y colonización de la galaxia, si la desarrollará Aurora por sus propios medios sin más colaboración, si lo hará en cooperación con otros mundos espaciales, o si se permitirá que sea la Tierra quien la lleve a cabo. El doctor Amadiro y los globalistas están a favor de que Aurora lo haga sin ninguna ayuda; el doctor Fastolfe desea dejar esa tarea a la Tierra.

»Si nos centramos en este tema, el asunto del robot puede quedar en manos de los tribunales civiles. La cuestión del comportamiento del terrícola quedará probablemente resuelta durante la discusión, y después simplemente nos libraremos de él.

»Por lo tanto, permítanme empezar preguntando al doctor Amadiro si está dispuesto a aceptar la posición del doctor Fastolfe con el fin de lograr una unidad de decisión, y al doctor Fastolfe si está dispuesto a aceptar la posición del doctor Amadiro con idéntico objetivo.

Hizo una pausa y aguardó las respuestas.

—Lo lamento, señor Presidente —dijo Amadiro—, pero debo insistir en que los terrícolas sigan confinados en su planeta y en que la galaxia sea colonizada sólo por auroranos. No obstante, no me opondría al compromiso de permitir que otros mundos espaciales se unieran a la colonización, si esto evitara tensiones innecesarias entre nosotros.

—Entiendo su posición —asintió el Presidente—. A la vista de esta declaración, doctor Fastolfe, ¿desea usted modificar su postura?

—El compromiso del que habla el doctor Amadiro apenas tiene base sobre la que sustentarse, señor Presidente —respondió Fastolfe—. Yo deseo ofrecer otro de importancia mucho mayor. ¿Por qué no abrir los mundos de la galaxia a espaciales y terrícolas por igual? La galaxia es grande y hay en ella lugar para todos. Este es el compromiso que estaría dispuesto a aceptar.

—Sin duda —replicó Amadiro rápidamente—, pues no es en modo alguno un compromiso. Los más de ocho mil millones de habitantes de la Tierra significan más del doble de seres humanos que la suma de la población de todos los mundos espaciales. Los terrícolas tienen una vida corta y están acostumbrados a reponer rápidamente las que se pierden. Carecen de nuestro respeto y consideración por la vida humana individual. Por eso se esparcirán por los nuevos mundos a toda costa, multiplicándose como insectos, y se apropiarán de toda la galaxia mientras nosotros estemos todavía dando los primeros pasos. Conceder a la Tierra una oportunidad supuestamente igual es ofrecerles en bandeja la galaxia, y eso no puede considerarse igualdad. Los terrícolas deben estar confinados en la Tierra.

—¿Qué tiene usted que decir a eso, doctor Fastolfe? —preguntó el Presidente. Fastolfe suspiró.

—Mis opiniones están grabadas y registradas. Estoy seguro de que no tengo que repetirlas aquí. El doctor Amadiro proyecta utilizar los robots humanifonnes para construir los mundos explorados de modo que luego puedan ocuparlos los seres humanos de Aurora. Sin embargo, carece de tales robots humaniformes. No sabe construirlos, y el proyecto no funcionaría aunque pudiera fabricarlos. No hay compromiso posible a menos que el doctor Amadiro consienta en el principio de que los terrícolas puedan, por lo menos, compartir la tarea de colonizar nuevos mundos.

—Entonces no hay compromiso posible —dijo Amadiro.

El Presidente pareció disgustado.

—Me temo que uno de los dos tiene que ceder. No tengo intención de que Aurora se vea dividida en una orgía de emociones por una cuestión de esta importancia.

Se volvió a Amadiro con el rostro imperturbable, para no parecer estar a favor o en contra.

—Usted pretende utilizar la desactivación del robot Jander como argumento contra el proyecto de Fastolfe, ¿no es así?

—En efecto —asintió Amadiro.

—Eso es un argumento puramente emocional. Usted pretende afirmar que Fastolfe intenta echar por tierra su proyecto sobre la colonización de la galaxia simulando que los robots humaniformes son menos útiles de lo que realmente han demostrado ser.

—¡Eso es exactamente lo que intenta! —exclamó Amadiro.

—¡Calumnia! —le interrumpió Fastolfe en voz baja.

—No, si puedo demostrarlo, y puedo hacerlo —contestó Amadiro—. Quizás el argumento sea emocional, pero es verdadero. Es evidente, señor Presidente. ¿No opina usted así? Mi opinión seguramente se impondrá, pero por sí sola puede resultar algo confusa. Me atrevo a sugerirle que convenza al doctor Fastolfe de que acepte su inevitable derrota y ahorre a Aurora un espectáculo realmente lamentable que puede debilitar nuestra posición entre los mundos espaciales y perjudicar nuestra fe en nosotros mismos.

—¿Cómo puede demostrar que el doctor Fastolfe manipuló el robot para dejarlo inactivo?

—Él mismo reconoce que es el único ser humano capaz de hacerlo, bien lo sabe usted.

—Lo sé, en efecto —asintió el Presidente—, pero quería oír esas palabras de sus labios, no dirigidas a su grupo político o a los medios de comunicación, sino a mí, en privado. Y ya las he oído. ¿Qué tiene usted que decir a eso, doctor Fastolfe? —añadió volviéndose hacia éste—. ¿Es usted el único hombre que pudo haber destruido al robot?

—¿Sin dejar señales físicas? Por lo que conozco, así es. No creo que el doctor Amadiro posea la habilidad suficiente en la ciencia robótica para hacerlo. De hecho, me sorprende constantemente que, después de haber fundado su Instituto de Robótica esté tan ansioso de proclamar repetidamente su propia incapacidad, incluso públicamente, pese a contar con un extenso equipo de colaboradores.

—No, doctor Fastolfe —suspiró el Presidente—. No me venga con trucos retóricos. Olvide su sarcasmo y sus hábiles pullas. ¿Qué defensa puede oponer a la acusación?

—Bueno, sólo puedo reafirmarme en que no hice daño alguno a Jander. No digo que lo hiciera otra persona. En mi opinión, estamos ante un hecho fortuito. Es una muestra del principio de incertidumbre que rige las vías positrónicas, y que puede presentarse bastante a menudo. Basta con que el doctor Amadiro admita que la desactivación del robot se produjo por azar, con que no acuse a nadie sin pruebas, y podremos dedicarnos a discutir nuestras posturas enfrentadas respecto a la colonización de los mundos.

—No —replicó Amadiro—. Las probabilidades de una destrucción accidental del robot son demasiado ínfimas para tenerlas en cuenta. Son muchas más las que apuntan al doctor Fastolfe como responsable de la desactivación. De hecho, ignorar la responsabilidad del doctor Fastolfe y achacarla a causas accidentales es una muestra de irresponsabilidad. No estoy dispuesto a ceder, y mi opinión prevalecerá, señor Presidente, usted lo sabe. Me parece que el único paso lógico que hay que dar es obligar al doctor Fastolfe a aceptar su derrota en interés de la unidad planetaria.

—Eso me lleva al tema de la investigación que he encargado al señor Baley, de la Tierra —repuso rápidamente Fastolfe. Amadiro, a su vez, contestó con igual prontitud.

—Investigación a la que ya me opuse cuando se planteó por primera vez. Puede que el terrícola sea un hábil investigador, pero no está familiarizado con Aurora y no está en condiciones de averiguar nada importante aquí. Lo único que puede hacer es lanzar calumnias y presentar Aurora de una forma indigna y ridícula ante los demás mundos espaciales. Ya se han hecho comentarios satíricos sobre el tema en media docena de importantes servicios de noticias de hiperondas en otros tantos mundos espaciales. Me he permitido remitirle grabaciones de estos programas a su despacho, señor Presidente.

—Y he tenido oportunidad de estudiarlos, doctor Amadiro —asintió el Presidente.

—Además, se han desatado rumores aquí, en Aurora —prosiguió Amadiro—. Si me guiaran motivos egoístas, preferiría que la investigación continuara, ya que le está costando al doctor Fastolfe apoyo popular y los votos de los legisladores. Cuanto más tiempo dure, más seguro me sentiré de mi victoria. Sin embargo, la investigación está perjudicando a Aurora y no quiero beneficiarme personalmente a costa de perjudicar a mi planeta. Por tanto, con todo respeto, sugiero que ponga usted fin a la investigación, señor Presidente, y que convenza al doctor Fastolfe de ceder por las buenas a lo que finalmente tendría que aceptar de todos modos, a un precio mucho mayor.

—Estoy de acuerdo con usted —contestó el Presidente— en que haber permitido al doctor Fastolfe iniciar esta investigación puede haber sido un error. Digo «puede». Reconozco que estoy tentado de ponerle término. Y sin embargo, el terrícola —añadió sin dar muestra de haber advertido la presencia de Baley en la sala— lleva ya algún tiempo en Aurora y...

Hizo una pausa como para dar a Fastolfe la oportunidad de corroborar sus palabras. Fastolfe la aprovechó y dijo:

—Este es su tercer día de investigación, señor Presidente.

—En este caso —prosiguió el Presidente—, antes de ponerle fin creo que sería justo preguntarle si ha hecho algún descubrimiento de importancia hasta el momento.

Volvió a interrumpirse. Fastolfe dirigió una rápida mirada a Baley, acompañada de una leve inclinación de cabeza. Baley dijo en voz baja:

—Señor Presidente, no deseo interrumpir con mis observaciones sin que me las pidan. ¿Debo entender que me ha hecho una pregunta?

El Presidente frunció el ceño. Sin mirar a Baley, declaró:

—Estoy pidiendo al señor Baley, de la Tierra, que nos diga si ha hecho algún descubrimiento de importancia.

Baley respiró hondo. Había llegado el momento.

76

—Señor Presidente —empezó a decir—, ayer por la tarde estuve interrogando al doctor Amadiro, que colaboró de buen grado en la investigación y cuyas declaraciones me han sido de gran utilidad. Cuando mis ayudantes y yo salíamos de verle...

—¿Sus ayudantes? —preguntó el Presidente.

—He estado acompañado permanentemente por dos robots en todas las fases de mi investigación, señor Presidente —explicó Baley.

—¿Robots pertenecientes al doctor Fastolfe? —preguntó Amadiro—. Conteste para que conste.

—En efecto, ambos son propiedad del doctor Fastolfe —asintió Baley—. Uno es Daneel Olivaw, un robot humaniforme, y el otro es Giskard Reventlov, un robot más antiguo, no humaniforme.

—Gracias —dijo el Presidente—. Prosiga.

—Cuando abandonamos los terrenos del Instituto, descubrimos que el planeador que utilizábamos habla sido objeto de sabotaje.

—¿Sabotaje? —preguntó el Presidente, sorprendido—. ¿Quién lo había hecho?

—Lo ignoramos, pero fue realizado en terrenos del Instituto. Nos hallábamos allí porque habíamos sido invitados, así que el personal del Instituto conocía nuestra presencia en las instalaciones. Por otra parte, no es probable que nadie pueda entrar en ellas sin el conocimiento y la invitación del personal. Cualquier explicación lógica nos lleva necesariamente a la conclusión de que el sabotaje sólo pudo ser llevado a cabo por algún miembro del personal del Instituto, y ello sería de todo punto imposible... salvo que se hiciera a instancias del doctor Amadiro, lo cual también resulta impensable.

—Parece usted pensar mucho en cosas impensables —replicó Amadiro—. ¿Ha sido examinado el planeador por algún técnico cualificado para ver si realmente existió tal sabotaje? ¿No pudo tratarse de un fallo accidental?

—No se ha realizado ninguna revisión —reconoció Baley—, pero Giskard, que tiene experiencia en conducir planeadores y que ha pilotado con frecuencia el aparato en que volábamos, afirma que hubo sabotaje.

—Pero ese robot pertenece al doctor Fastolfe, está programado por él y recibe las órdenes de él —contestó Amadiro.

—¿Sugiere usted que...? —empezó a decir Fastolfe.

—No sugiero nada —le interrumpió Amadiro alzando la mano en gesto conciliador—. Sólo estoy afirmando un hecho, para que quede constancia de él.

El Presidente pareció sentirse incómodo e intervino.

—¿Quiere el señor Baley, de la Tierra, hacer el favor de continuar?

—Cuando el planeador se averió, aparecieron otros que nos perseguían —dijo Baley.

—¿Otros? —repitió el Presidente.

—Otros robots. Cuando llegaron hasta el aparato, mis robots no estaban allí.

—Un momento —dijo Amadiro—. ¿Cuál era su estado físico en ese momento, señor Baley?

—No me sentía demasiado bien.

—¿No se sentía demasido bien? Usted es terrícola y no está acostumbrado a vivir fuera de las instalaciones artificiales de sus Ciudades. El aire libre le hace enfermar, ¿no es así, señor Baley? —preguntó Amadiro.

—Sí, señor.

—Y ayer por la tarde había además una tormenta bastante fuerte, como recordará el señor Presidente, estoy seguro. ¿No sería más adecuado decir que se encontraba usted muy mal? ¿Inconsciente, cuanto menos?

—Sí, señor. Me sentía muy mal —reconoció Baley a regañadientes.

—Entonces, ¿cómo es que no estaban con usted sus robots? —preguntó el Presidente en tono áspero—. ¿No deberían haber estado junto a usted si se hallaba en ese estado?

—Les ordené que se fueran, señor Presidente.

—¿Por qué?

—Consideré que era lo más conveniente —dijo Baley—. Ahora lo explicaré, si me permiten continuar.

—Adelante.

—Ciertamente nos perseguían, pues esos robots llegaron hasta el vehículo averiado poco después de que mis acompañantes se hubieran ido, cumpliendo mis órdenes. Los robots perseguidores me preguntaron por ellos y les dije que les había ordenado que se fueran. Y sólo después de decirles eso me preguntaron si me encontraba mal. Yo dije que no, y me dejaron donde estaba para continuar la búsqueda de mis acompañantes.

—¿La búsqueda de Daneel y Giskard? —preguntó el Presidente.

—Sí, señor Presidente. Para mí, era evidente que tenían órdenes muy precisas y concluyentes de encontrar a mis robots.

—¿Por qué era evidente?

—Porque preguntaron por ellos antes de interesarse por mí, pese a que era obvio que me encontraba mal. Y en segundo lugar, porque me dejaron en aquel estado para seguir buscando a los robots. Los perseguidores debían de haber recibido unas órdenes enormemente reforzadas de encontrar a Daneel y Giskard, pues de otro modo no se explica que pudieran desatender a un ser humano visiblemente enfermo. De hecho, yo había intuido que les interesaba sobre todo encontrar a mis robots, y ésa fue la razón de que les obligara a marcharse. Creí que lo más importante en aquel momento era impedir que cayeran en manos no autorizadas.

—Señor Presidente —interrumpió Amadiro—, ¿me permite que siga preguntando al señor Baley sobre este punto, para dejar clara la inutilidad de su declaración?

—Adelante.

—Señor Baley —dijo entonces Amadiro—, usted se quedó solo cuando sus robots se fueron, ¿no es así?

—En efecto, señor.

—Por lo tanto, los hechos que acaba de exponer no han quedado registrados, ¿verdad? Usted no lleva encima un dispositivo de grabación, ¿verdad?

—En efecto, señor.

—Y estaba muy enfermo, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—Muy perturbado, incluso. Probablemente demasiado para recordar con claridad lo sucedido, ¿no cree?

—No, señor. Lo recuerdo todo perfectamente.

—Supongo que así lo cree, pero puede que se tratara de alucinaciones y delirios. En el estado en que se encontraba, parece evidente que puede ponerse en duda su interpretación de las palabras de los robots, o incluso la misma existencia de esos presuntos perseguidores.

—Estoy de acuerdo —dijo el Presidente con aire pensativo—. Señor Baley, de la Tierra, si damos por cierto lo que usted recuerda, o cree recordar, ¿cuál es su interpretación de los hechos que está relatándonos?

—Tengo mis dudas sobre si expresar lo que pienso, señor Presidente —contestó Baley—, por temor a calumniar al apreciado doctor Amadiro.

—Ya que habla usted a petición mía, y dado que sus observaciones no saldrán de esta habitación —dijo el Presidente al tiempo que miraba a su alrededor, fijándose en que los nichos para robots estaban vacíos—, no hay posibilidad de calumniar a nadie. Salvo que sus palabras sean malintencionadas.

—En tal caso, señor Presidente, expondré lo que opino —prosiguió Baley—. Creo que el doctor Amadiro me retuvo en sus oficinas charlando de varios asuntos bastante más rato del necesario, para así disponer de tiempo para sabotear mi vehículo. Después, aún me retuvo más tiempo en el Instituto con el fin de hacerme partir cuando la tormenta ya hubiera empezado, asegurándose así de que me sintiera indispuesto durante el trayecto. El doctor Amadiro ha estudiado las condiciones sociales de la Tierra, según me dijo varias veces, de modo que conocía cuál sería mi reacción ante la tormenta. Creí comprender que había proyectado enviar sus robots tras nosotros para llevamos de regreso al Instituto cuando nuestro planeador se averiara, con la excusa de cuidarme y de aliviar mi indisposición. Sin embargo, su objetivo era hacerse con los robots del doctor Fastolfe.

Amadiro replicó con una breve carcajada.

—¿Qué motivos podía tener para ello? Ya ve usted, señor Presidente, que estamos ante un cúmulo de suposiciones y más suposiciones que cualquier tribunal civil de Aurora no dudaría en catalogar de calumnias.

—¿Tiene el señor Baley, de la Tierra, algo con qué sustentar sus hipótesis? —preguntó el Presidente con aire severo.

—Tengo una línea de razonamiento lógico, señor Presidente.

El Presidente se puso en pie, perdiendo parte de su presencia ya que apenas quedó a mayor altura de la que tenía cuando estaba sentado.

—Permítanme que salga a dar un corto paseo para meditar sobre lo que he oído hasta el momento. Volveré en seguida.

Salió para dirigirse al Personal. Fastolfe se inclinó en dirección a Baley y éste hizo lo mismo. Amadiro les miró con despreocupación, como si no le importara lo que tuvieran que decirse el doctor y el terrícola.

—¿No tiene algo mejor que exponer? —susurró Fastolfe.

—Creo que sí —respondió Baley—, si encuentro la ocasión adecuada para hacerlo. Sin embargo, parece que no le caigo demasiado bien al Presidente.

—Yo también lo creo. Hasta ahora, no ha hecho usted sino empeorar todavía más las cosas, y no me sorprendería que, cuando regrese, dé por terminada esta reunión.

Baley meneó la cabeza y permaneció con la mirada fija en sus zapatos.

77

Baley todavía estaba mirándose los zapatos cuando el Presidente volvió a entrar. Tomó asiento y dirigió una mirada dura y casi siniestra al terrícola.

—Señor Baley, de la Tierra —murmuró,

—Sí, señor Presidente.

—Creo que me está haciendo perder el tiempo, pero no quiero que se diga que no he dado todas las oportunidades a ambas partes, aun cuando pareciera que estaba perdiendo el tiempo. ¿Puede usted exponerme un motivo por el cual el doctor Amadiro tuviera que actuar de un modo tan disparatado como usted afirma?

—Señor Presidente —contestó Baley en un tono de voz próximo a la desesperación—, en efecto existe un motivo, y muy importante. Se trata, simplemente, de que el proyecto del doctor Amadiro para la colonización de la galaxia se quedará en nada si él y su Instituto no logran producir robots humaniformes. Hasta el momento, no han producido ninguno, ni están en condiciones de hacerlo próximamente. Pregúntele usted si está dispuesto a que un comité legislativo inspeccione su Instituto para averiguar si se están produciendo o diseñando robots humaniformes de modo satisfactorio. Si el doctor Amadiro sigue manteniendo que existen en su Instituto esos robots humaniformes, bien en las cadenas de montaje o bien en los tableros de diseño, o incluso en estado de formulación teórica correcta, y si está dispuesto a demostrarlo ante un comité cualificado, no diré nada más y reconoceré que mis investigaciones no han dado fruto.

Tras estas palabras, Baley contuvo el aliento. El Presidente miró a Amadiro, cuya sonrisa había desaparecido.

—Reconozco que en estos momentos no tenemos robots humaniformes en perspectiva.

—Entonces, continuaré —dijo Baley reanudando su interrumpida respiración con algo muy parecido a un jadeo—. Naturalmente, el doctor Amadiro puede obtener toda la información que necesita si recurre al doctor Fastolfe, quien tiene en su cerebro los datos necesarios. Sin embargo, el doctor Fastolfe no está dispuesto a colaborar en este tema.

—Efectivamente, no lo estoy —murmuró Fastolfe—. Bajo ninguna circunstancia.

—Sin embargo, señor Presidente —continuó Baley—, el doctor Fastolfe no es el único individuo que posee el secreto del diseño y construcción de robots humaniformes.

—¿No? —preguntó el Presidente—. ¿Quién más lo conoce? El propio doctor Fastolfe parece asombrado de lo que acaba de decir, señor Baley.

(Por primera vez dejó de añadir «de la Tierra».)

—Realmente estoy asombrado —dijo Fastolfe—. Que yo sepa, soy el único que conoce ese secreto. Ignoro a qué se refiere el señor Baley.

—Sospecho que ni siquiera el propio señor Baley lo sabe —añadió Amadiro con una ligera sonrisa de burla en los labios.

Baley se sintió rodeado. Miró a un lado y a otro y comprendió que ninguno de sus interlocutores, ninguno de los tres, estaba de su parte. Dijo:

—¿No es cierto que cualquier robot humaniforme conocería el secreto? No de una manera consciente, quizás, no de un modo que le hiciera posible dar instrucciones precisas al respecto, pero la información estaría seguramente almacenada en su interior, ¿no creen? Interrogado de modo adecuado, sus respuestas y reacciones acabarían por traicionar los secretos de su diseño y construcción. Poco a poco, con tiempo suficiente y mediante preguntas convenientemente estudiadas, el robot humaniforme daría la información que haría posible planificar el diseño y construcción de otros robots iguales a él. Resumiendo: No existe máquina de diseño secreto si dispone de la propia máquina para desarrollar un estudio suficientemente profundo de sus características.

Fastolfe pareció impresionado.

—Comprendo a qué se refiere, señor Baley, y creo que tiene usted razón. Nunca habia pensado en ello.

—Con el debido respeto, doctor Fastolfe —continuó Baley—, debo decirle que, como todos los auroranos, tiene usted un peculiar orgullo individualista. Se siente usted tan satisfecho con el hecho de ser el mejor roboticista, el único capaz de construir robots humaniformes, que es incapaz de percatarse de lo que es obvio.

El Presidente se relajó un poco y esbozó una sonrisa.

—Creo que tiene razón, doctor Fastolfe. Siempre me he preguntado por qué mantenía con tanta insistencia que era el único con capacidad para destruir a Jander, cuando ello perjudicaba notablemente su credibilidad política. Ahora comprendo claramente que prefería usted perder su credibilidad antes que renunciar a su singularidad como individuo y como roboticista.

Fastolfe pareció visiblemente contrariado. En cuanto a Amadiro, frunció el ceño y preguntó:

—¿Tiene todo eso algo que ver con el problema que estamos discutiendo?

—Naturalmente —afirmó Baley, cada vez más seguro de sí mismo—. Usted no podía obligar al doctor Fastolfe a que le diera la información. No podía ordenar a los robots que le hicieran daño, que le torturaran, por ejemplo, para hacerle revelar su secreto. Tampoco podía agredirle directamente debido a la protección que le ofrecían sus propios robots. En cambio, podía aislar a Daneel y hacer que otros robots lo raptaran mientras el ser humano presente estuviera demasiado enfermo para adoptar las medidas necesarias para impedirlo. Lo sucedido ayer por la tarde formaba parte de un plan improvisado para tener entre sus manos a Daneel. Usted vio abierta su oportunidad cuando insistí en visitarle en el Instituto. De no haber obligado a mis robots a alejarse, y de no haberme encontrado suficientemente bien para insistir en que no me sucedía nada y enviar a sus robots en la dirección equivocada, Daneel y Giskard hubieran caído en su poder. Y con el tiempo, habría podido descubrir el secreto de los robots humaniformes mediante un análisis en profundidad del comportamiento y las respuestas de Daneel.

—Señor Presidente, protesto —exclamó Amadiro—. Nunca he oído una calumnia expresada con tal perversidad. Todo esto se basa en las fantasías de un hombre enfermo. Todavía no sabemos, y quizá no lo averigüemos nunca, si el planeador fue saboteado realmente; y, si lo fue, tampoco sabemos quién pudo hacerlo, o si verdaderamente hubo unos robots que persiguieron el vehículo y hablaron con el señor Baley. Ese hombre está simplemente presentando una suposición tras otra, basadas en un testimonio más que dudoso referente a unos hechos de los que él es el único testigo, y en una situación en la que estaba medio loco de terror y presa quizá, de alucinaciones. Nada de cuanto ha dicho podría sostenerse ni siquiera un momento ante un tribunal.

—No estamos ante un tribunal, doctor Amadiro —dijo el Presidente—, y es mi obligación escuchar todo cuanto pueda tener relación con el tema en disputa.

—Esto no tiene relación con el caso, señor Presidente —insistió Amadiro—. No es más que dialéctica.

—Pero tiene sentido, doctor Amadiro. Hasta ahora no me ha parecido encontrar en la exposición del señor Baley ningún detalle claramente ilógico. Si se admite como cierto lo que afirma haber experimentado, sus conclusiones tienen un cierto sentido. ¿Niega usted todo esto, doctor Amadiro? ¿El sabotaje del planeador, la persecución, la intención de apoderarse del robot humaniforme?

—¡Por supuesto! ¡Nada de todo eso es cierto! —exclamó Amadiro, quien hacía ya un buen rato que había dejado de sonreír—. El terrícola puede presentar una grabación de toda nuestra conversación, y no hay duda de que indicará que retrasé su partida conversando largo rato, invitándole a dar una vuelta por el Instituto y ofreciéndole que se quedara a cenar, pero todo eso puede interpretarse también como una demostración de mi interés por mostrarme amable y hospitalario. Quizá me dejé llevar por una cierta simpatía que siento por los terrícolas, pero nada más. Niego sus suposiciones y nada de cuanto él diga me hará apearme de mi negativa. Mi reputación está bien cimentada y una mera especulación no podrá convencer a nadie de que soy el taimado conspirador que ese terrícola me acusa de ser.

El Presidente se rascó la barbilla con aire pensativo y dijo:

—Desde luego, no tengo intención de acusarle a usted basándome en lo que ha afirmado hasta ahora el terrícola. Señor Baley, si eso es todo lo que puede exponer, lo encuentro interesante pero insuficiente. ¿Hay alguna cosa más de importancia que desee explicar? Le advierto que, si no es así, he consumido ya todo el tiempo que podía dedicar a este asunto.

78

—Sólo hay un hecho más que deseo mencionar, señor Presidente. Quizá haya oído usted hablar de Gladia Delmarre, o Gladia Solaria. Ella suele presentarse simplemente como Gladia.

—Sí, señor Baley —contestó el Presidente con un asomo de enojo en la voz—. He oído hablar de ella. Vi el programa de hiperondas en el que ella y usted hacían unos papeles muy notables.

—Pues bien, Gladia mantuvo relaciones con el otro robot humaniforme, Jander, durante varios meses. De hecho, en el último período lo había convertido en su esposo.

La mirada contrariada que el Presidente dirigía a Baley adquirió una mayor dureza.

—¿Su qué?

—Su esposo, señor Presidente.

Fastolfe, que se había medio incorporado, volvió a sentarse, con expresión perturbada.

—Eso es ilegal —dijo ásperamente el Presidente—. Peor aún, es ridículo. Un robot no podría dejarla embarazada, no podría darle hijos. No se puede conceder jamás el estatus de esposo o de esposa sin firmar una declaración respecto a la voluntad de tener hijos si se obtiene el permiso correspondiente. Esto debería saberlo hasta un terrícola, pienso yo.

—Soy consciente de ello, señor Presidente. Y también lo era Gladia, estoy seguro. Ella no utilizaba la palabra «esposo» en su sentido legal, sino en el emocional. Gladia consideraba a Jander el equivalente a un esposo, sus sentimientos hacia él correspondían a los de una esposa para con su marido.

El Presidente se volvió hacia Fastolfe.

—¿Estaba usted al comente de esto, doctor? Jander pertenecía a su grupo de robots.

Fastolfe, visiblemente desconcertado, contestó:

—Sabía que Gladia sentía un gran aprecio por él, y sospechaba que le utilizaba sexualmente, pero desconocía por completo esta charada hasta que el señor Baley me lo mencionó.

—Gladia proviene de Solaria —afirmó Baley—, y su concepto de esposo no es el mismo que en Aurora.

—Evidentemente —asintió el Presidente.

—Sin embargo, Gladia conservó el suficiente sentido de la realidad para guardarse el secreto, señor Presidente. Jamás mencionó esta... charada, como la denomina el doctor Fastolfe, a ningún aurorano. Anteayer me la hizo saber porque deseaba urgirme a continuar la investigación de la desactivación de Jander, que tanto había significado para ella. Sin embargo, imagino que Gladia no habría utilizado la palabra «esposo» si no hubiera sabido que yo era terrícola y que comprendería a qué se refería.

—Muy bien —dijo el Presidente—. Reconozco que la tal Gladia tiene un mínimo de sentido común, para ser solariana. ¿Era ése el hecho que quería usted mencionar?

—Sí, señor Presidente.

—En tal caso, lo considero irrelevante y no puede tomarlo en cuenta en nuestras deliberaciones.

—Señor Presidente, todavía hay una pregunta más que deseo hacer. Una sola pregunta. Apenas una docena de palabras y habré terminado.

Se inclinó hacia adelante en la actitud más seria y fervorosa que podía adoptar, pues todo dependía de ello. El Presidente titubeó antes de sentenciar:

—De acuerdo. Una última pregunta.

—Sí, señor Presidente.

A Baley le habría gustado gritar sus palabras, pero se contuvo. Tampoco alzó la voz. Ni siquiera señaló con el dedo. Todo dependía de aquellas palabras. Todo había conducido a lo que se disponía a decir, pero aun así recordó lo que le había aconsejado Fastolfe y preguntó, casi despreocupadamente:

—¿Cómo es que el doctor Amadiro sabía que Jander era el esposo de Gladia?

—¿Cómo? —El Presidente alzó sus cejas canosas y pobladas en actitud de sorpresa—. ¿Quién ha dicho que Amadiro estuviera al corriente de ese asunto?

Hecha una pregunta directa, Baley podía continuar.

—Pregúnteselo a él, señor Presidente.

Y con un gesto de la cabeza, señaló sin añadir una palabra más a Amadiro, quien se había levantado de su asiento y contemplaba a Baley con evidente horror.


79

—Pregúnteselo, señor Presidente. Parece que mis palabras le han afectado mucho —repitió Baley en voz muy baja, pues no deseaba que el Presidente apartara su atención de Amadiro.

—¿Qué tiene que decir a eso, doctor Amadiro? ¿Sabía usted que ese robot había adoptado el papel de esposo de la solariana?

Amadiro tartamudeó, apretó los labios un momento e intentó de nuevo responder. La palidez que había invadido su rostro se desvaneció, reemplazada por un rubor apagado.

—Esa acusación sin sentido me ha tomado por sorpresa, señor Presidente. No sé a qué viene todo esto.

—¿Puedo explicarme, señor Presidente? Seré muy breve —intervino Baley. (¿Se lo permitiría?)

—Será mejor que lo haga —replicó el Presidente con aire severo—. Si tiene usted alguna explicación, me encantaría oírla, desde luego.

—Ayer por la tarde, señor Presidente, sostuve una conversación con el doctor Amadiro. Dado que su intención era mantenerme en el Instituto hasta que empezara la tormenta, habló conmigo más extensamente de lo que pretendía y, al parecer, con menos precaución. Al referirse a Gladia, mencionó casualmente a Jander, el robot, como su esposo. Tengo curiosidad por saber cómo podía conocer el hecho.

—¿Es eso cierto, doctor Amadiro? —preguntó el Presidente.

Amadiro seguía de pie, casi con el aspecto de un preso ante el juez.

—Tanto si es cierto como si no, esto no tiene ninguna relación con el asunto que estamos debatiendo.

—Quizá no —contestó el Presidente—, pero me ha sorprendido su reacción cuando ha surgido el tema. Intuyo que todo esto tiene un significado que tanto usted como el señor Baley conocen, y que yo no alcanzo a comprender. Por lo tanto, también quiero conocerlo. ¿Estaba usted al corriente de esa relación imposible entre Jander y la solariana, sí o no?

—No podía saberlo de ninguna manera —contestó Amadiro con la voz embargada por el nerviosismo.

—Eso no es una respuesta —dijo el Presidente—, sino una ambigüedad. Está usted emitiendo juicios de valor cuando lo que le pido es una declaración. ¿Hizo usted la afirmación que el señor Baley le imputa o no?

—Antes de que el doctor conteste —intervino Baley, sintiéndose más seguro del terreno que pisaba ahora que el Presidente estaba dominado por un acceso de furia moralista—, es justo que le recuerde que Giskard, un robot que estuvo presente en nuestra reunión, puede repetir, si así se lo piden, toda la conversación, palabra por palabra y utilizando la voz y la entonación de ambas partes. En resumen, que la conversación está grabada.

Amadiro estalló, indignado.

—Señor Presidente, ese robot, Giskard, fue diseñado, construido y programado por el doctor Fastolfe, quien se autoproclama el mejor roboticista que existe y quien se ha manifestado como acérrimo enemigo mío. ¿Cómo puede uno fiarse de una grabación tomada por un robot así?

—Quizá debería usted escuchar la grabación y sacar sus propias conclusiones, señor Presidente —apuntó Baley.

—Sí, quizá debería hacerlo —asintió el Presidente—. No estoy aquí para que se tomen decisiones por mí, doctor Amadiro. Sin embargo, dejemos eso de momento. Pese a lo que pueda decir la grabación, doctor Amadiro, ¿desea usted dejar constancia aquí de que no sabía que la mujer de Solaria considerara a ese robot como su esposo, y de que nunca se ha referido a él como esposo de esa Gladia Solaria? Por favor, recuerde (pues tanto usted como Fastolfe deben saberlo, en su calidad de miembros de la Asamblea Legislativa) que, pese a no estar presente ningún robot, toda esta conversación está siendo grabada en mi propio aparato. —Se llevó los dedos al bolsillo superior de su camisa, en el que se apreciaba un pequeño bulto—. Conteste llanamente, doctor Amadiro. Sí o no.

—Señor Presidente —respondió Amadiro con un asomo de desesperación en la voz—, sinceramente no puedo recordar lo que dije en una conversación informal. Si realmente mencioné esa palabra, y no reconozco con ello que lo hiciera, pudo deberse a alguna otra conversación también informal en la que alguien debió de mencionar el hecho de que Gladia actuaba como si estuviera enamorada de ese robot, y que le trataba como si fuera su esposo.

—¿Y con quién mantuvo esa otra conversación? ¿Quién le mencionó eso?

—En este momento no lo recuerdo.

—Señor Presidente —insistió Baley—, si el doctor Amadiro fuera tan amable de hacer una lista de las personas que pudieron utilizar esa palabra en sus conversaciones con él, podríamos interrogarlas una por una hasta descubrir quién recordaba haber hecho tal observación.

—Espero, señor Presidente —replicó Amadiro—, que tendrá usted en cuenta los efectos sobre la moral del Instituto que tendría una encuesta de ese tipo, si se llevara a cabo.

—Y yo espero que usted también lo tenga en cuenta —contestó el Presidente— y nos dé una respuesta más precisa a la cuestión, para no vernos obligados a recurrir a esos extremos.

—Un momento, señor Presidente —intervino Baley. Con todo el servilismo de que fue capaz, añadió—: Queda un punto más.

—¿Otro? ¿No era éste el último? —estalló el Presidente, observando a Baley con irritación—. ¿De qué se trata?

—¿Por qué muestra tanto interés el doctor Amadiro en negarse a reconocer que estaba al corriente de la relación entre Jander y Gladia? Él afirma que no es un tema importante pero, en tal caso, ¿por qué no admite que conocía esa relación, y ya está? Yo insisto en que es una cuestión importante, y el doctor Amadiro es consciente de que, si admite haber estado al corriente de ella, sus palabras podrían ser utilizadas para demostrar la existencia de un comportamiento criminal por su parte.

—¡Protesto por esa expresión y exijo una disculpa! —tronó Amadiro. Fastolfe sonrió levemente y Baley apretó los labios con gesto serio. Había forzado a Amadiro más allá del límite.

El Presidente enrojeció hasta un punto casi alarmante y replicó acaloradamente:

—¿Exige? ¿Usted exige? ¿A quién exige? Yo soy el Presidente. Yo escucho todas las explicaciones antes de decidir lo que me parece más conveniente y comunicarlo a la Asamblea Legislativa. Déjeme escuchar lo que el terrícola tenga que decir, déjeme conocer su interpretación de los actos de usted. Si le está calumniando, haré que sea castigado, puede estar seguro. Además, puede tener usted la seguridad, doctor Amadiro, de que tomaré en su sentido más amplio la normativa sobre calumnias. Pero lo que no le tolero, Amadiro, es que venga con exigencias. Adelante, terrícola. Diga lo que tenga que decir, pero mida bien sus palabras.

—Gracias, señor Presidente —dijo Baley—. En realidad, hay un aurorano a quien Gladia sí comunicó el secreto de su relación con Jander.

—¿Y bien? —interrumpió el Presidente—, ¿de quién se trata? No me venga con trucos de programas de hiperondas.

—Tengo intención de hacer sólo declaraciones directas y francas, señor Presidente. Ese aurorano no es otro, naturalmente, que el propio Jander. Podía ser un robot, pero era un habitante de Aurora y debe ser considerado como un au-rorano. Seguramente, Gladia debió de referirse a él, en sus momentos de pasión, como a su «marido». Dado que el doctor Amadiro ha afirmado que probablemente oyó a otra persona mencionar la relación matrimonial establecida entre Gladia y Jander, ¿no es lógico suponer que la oyó de labios del propio Jander? ¿Estaría dispuesto el doctor Amadiro, ahora mismo, a dejar constancia de que no habló con Jander durante el período en que el robot formaba parte del personal bajo las órdenes de Gladia?

Por dos veces, Amadiro abrió la boca para responder. Por dos veces, fue incapaz de articular palabra alguna.

—Bien —dijo el Presidente—, ¿habló usted con Jander durante ese período, doctor Amadiro?

Tampoco hubo respuesta. Baley intervino, en voz muy baja:

—Si la respuesta es afirmativa, la declaración resulta importantísima para el asunto que estamos tratando.

—Empiezo a ver que así debe de ser, señor Baley. ¿Y bien, doctor Amadiro? Una vez más: ¿sí o no?

Y Amadiro estalló.

—¿Qué pruebas tiene ese terrícola contra mí en este aspecto? ¿Tiene acaso grabada la conversación que, según dice, mantuve con Jander? ¿Tiene algún testigo dispuesto a afirmar que me vio con Jander? ¿Qué pruebas puede aportar, salvo meras falsas suposiciones?

El Presidente se volvió a Baley y le observó, pensativo. El terrícola contestó:

—Señor Presidente, si no tuviera algo más, el doctor Amadiro no dudaría en negar cualquier contacto con Jander, para que así constara. Sin embargo, no lo hace. Resulta que en el curso de mi investigación me he entrevistado también con la doctora Vasilia Aliena, la hija del doctor Fastolfe. Y he conversado asimismo con un joven aurorano llamado Santirix Gremionis. En la grabación de ambas conversaciones, queda demostrado que la doctora Vasilia incitaba a Gremionis a que cortejara a Gladia. Si lo desea, puede interrogar a la doctora Vasilia sobre sus propósitos al hacerlo, y sobre si su actuación en este sentido se debió a alguna sugerencia del doctor Amadiro. También parece que Gremionis tenía por costumbre dar largos paseos con Gladia, en los cuales nunca eran acompañados por el robot Jander. Es un hecho que puede comprobar si así lo desea, señor.

—Quizá lo haga —respondió en tono cortante el Presidente— pero, aunque todo sea como usted dice, ¿qué demostraría eso?

—Ya he señalado antes —continuó Baley— que, aparte del doctor Fastolfe, el único que puede revelar el secreto del robot humaniforme es Daneel. Sin embargo, antes de la desactivación de Jander, también éste podía facilitar esa información. Mientras que Daneel formaba parte del personal del establecimiento del doctor Fastolfe y no podía accederse a él fácilmente, Jander estaba en el establecimiento de Gladia, y ésta no es tan sofisticada como el doctor en cuanto a las medidas de protección para sus robots.

»¿No es posible que el doctor Amadiro aprovechara las ausencias periódicas de Gladia de su establecimiento, durante esos largos paseos con Gremionis, para conversar con Jander, quizá por triménsico, para estudiar sus respuestas, someterle a diversos tests y luego borrar del robot cualquier señal de su visita de modo que Jander no pudiera informar de ello a Gladia? Puede que el doctor Amadiro llegara muy cerca de lo que deseaba saber, pero sus propósitos se vieron frustrados cuando Jander quedó desactivado. Entonces, su atención se volvió hacia Daneel. Quizá pensaba que sólo le quedaban algunas pruebas y observaciones para llegar a la solución definitiva, y por eso preparó la trampa de anoche, como ya he mencionado en mi... en mi testimonio.

—Ahora todo concuerda. Casi me veo obligado a creerle —dijo el Presidente, casi en un susurro.

—Falta un último detalle y entonces sí que habré dicho todo cuanto tenía que decir —añadió Baley—. En sus exámenes y pruebas a Jander, es perfectamente posible que el doctor Amadiro desactivara accidentalmente al robot, aunque sin ninguna intención deliberada de hacerlo, cometiendo así un roboticidio.

Amadiro, enloquecido y furioso, gritó:

—¡No! ¡Jamás! ¡No le hice a ese robot nada que pudiera desactivarle!

—Estoy de acuerdo con él, señor Presidente —intervino Fastolfe—. Yo también creo que el doctor Amadiro no desactivó a Jander. No obstante, señor Presidente, la declaración que acaba de hacer el doctor parece llevar implícito el reconocimiento de que anduvo manipulando a Jander, y de que el análisis de los hechos que ha realizado el señor Baley se ajusta a la verdad en lo esencial.

El Presidente asintió.

—Me veo obligado a estar de acuerdo con usted, doctor Fastolfe. Doctor Amadiro, si insiste en negar formalmente esta exposición de los hechos, me obligará a iniciar una investigación completa y en profundidad, lo cual puede reportarle un grave perjuicio, sea cual sea el resultado. Y por lo que llevo visto, sospecho que éste va a ser desfavorable para usted. Le sugiero que no me obligue a ello, que no se arriesgue a debilitar su posición ante la Asamblea Legislativa y, quizás, a debilitar la capacidad de Aurora para continuar con una acción política sin sobresaltos.

»Según entiendo, antes de que surgiera el tema de la desactivación de Jander el doctor Fastolfe contaba con el apoyo de una mayoría de miembros de la Asamblea Legislativa (una exigua mayoría, debo reconocerlo) en el tema de la colonización de la galaxia. Presionando con el asunto de la supuesta responsabilidad del doctor Fastolfe en la desactivación de Jander, usted habría conseguido a algunos legislado-res a su posición, los suficientes para otorgarle la mayoría. Sin embargo, ahora, el doctor Fastolfe tiene en sus manos la posibilidad de dar la vuelta a la situación acusándole a usted de la desactivación y, además, de haber intentado responsa-bilizarle a él. Creo que, en esas circunstancias, usted perdería.

»Si no intervengo y medio en el asunto, bien podría suceder que usted, doctor Amadiro, y usted, doctor Fastolfe, llevados por su cabezonería o incluso por sus ansias de venganza, se pusieran al frente de sus fuerzas y se acusaran mutua-mente de todo tipo de cosas. En tal caso, nuestras fuerzas políticas y la opinión pública quedarían asimismo irremisiblemente divididas, e incluso fragmentadas, lo que significaría un perjuicio inmenso para el planeta.

»Creo que en ese caso, la victoria de Fastolfe, aunque inevitable, se obtendría a un precio muy costoso. Por lo tanto, mi obligación como Presidente es intentar llevar los más votos posibles hacia el bando del doctor Fastolfe desde el primer momento, además de presionarle a usted y a su grupo, doctor Amadiro, para que acepten la victoria de su contrincante con toda la elegancia de que sean capaces, y a aceptarla inmediatamente, por el bien de Aurora.

—No estoy interesado en conseguir una victoria aplastante, señor Presidente. Reitero mi propuesta de llegar a un compromiso por el cual Aurora, los demás mundos espaciales y también la Tierra tengan toda libertad de exploración y colo-nización en la galaxia. A cambio, me sentiré complacido de ingresar en el Instituto de Robótica y poner a su disposición mis conocimientos sobre los robots humaniformes, facilitando así los proyectos del doctor Amadiro. En contrapartida, solicito el solemne reconocimiento de que se abandonará cualquier idea de segregar a la Tierra en el futuro, y que este pacto adopte la forma de un tratado, en el que figuren como signatarios Aurora, los mundos espaciales y la Tierra. El Presidente asintió.

—Considero la propuesta muy prudente y digna de un estadista. ¿Cuento con su aceptación del proyecto, doctor Amadiro?

Amadiro se sentó por fin. Su rostro era la expresión perfecta de la derrota.

—En ningún momento he buscado mi poder personal ni el placer de la victoria. He defendido lo que estoy seguro que es más conveniente para Aurora, y tengo el convencimiento de que el plan del doctor Fastolfe significará algún día el fin de Aurora. No obstante, reconozco que estoy indefenso ante la red urdida por este terrícola —acompañó sus palabras de una rápida mirada a Baley, cargada de veneno— y me veo obligado a aceptar la sugerencia del doctor Fastolfe, aunque solicitaré permiso para dirigirme a la Asamblea Legislativa y dejar constancia de mis temores ante las consecuencias de ese tratado.

—Naturalmente, se le permitirá hacerlo —afirmó el Presidente—. Y ahora, doctor Fastolfe, si me permite un consejo, saque a ese terrícola de nuestro planeta lo antes posible. Él ha conseguido que se impusiera el punto de vista de usted, pero creo que no disfrutará de muchas simpatías entre los auroranos si éstos disponen del tiempo suficiente para comprender que, en el fondo, se trata de una victoria de la Tierra sobre Aurora.

—Tiene usted toda la razón, señor Presidente, y el señor Baley partirá inmediatamente con mi agradecimiento y, confío, también con el de usted.

—Bien —concluyó el Presidente, no muy contento de verse en aquella situación—, ya que su habilidad nos ha salvado de una perjudicial batalla política, le expreso mi agradecimiento. Gracias, señor Baley.