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OTRA VEZ AMADIRO

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Baley quedó desconcertado. No sabía cómo tratar a Amadiro y no había esperado sentirse tan confundido. Gremionis había descrito a Amadiro como «un hombre reservado y con aires de superioridad» y, por lo que había dicho Cicis, Baley esperaba encontrarse frente a una persona autocrática. Sin embargo, en persona, Amadiro parecía jovial, extrovertido e incluso amistoso. Pero si había de hacer caso de sus palabras, Amadiro estaba moviendo tranquilamente sus hilos para poner fin a la investigación. Y lo estaba haciendo sin ningún remordimiento, pese a la sonrisa de conmiseración que aparecía en sus labios.

¿Qué era aquel hombre?

Baley dirigió automáticamente una mirada a los nichos donde estaban situados Giskard y Daneel. El primero, más primitivo, estaba inmóvil, sin expresión alguna en el rostro. Daneel, más avanzado, permanecía quieto y en silencio. Por lo que acababa de ver, era improbable que Daneel hubiese visto nunca a Amadiro en su corta existencia. Giskard, en cambio, con sus décadas de vida —¿cuántas debía de tener?— era muy posible que le conociera.

Baley apretó los labios como si pensara que debía haberle preguntado antes a Giskard qué tipo de persona era Amadiro. De haberlo hecho, ahora estaría en mejor situación para juzgar hasta qué punto la actitud presente del maestro roboticista era auténtica, y hasta qué punto era simulación hábilmente calculada.

Se preguntó por qué diablos no sabría utilizar de manera más inteligente los recursos de aquellos robots suyos. Se dijo incluso que Giskard bien hubiera podido informarle por iniciativa propia... pero no, aquello no era justo para el pobre robot. Giskard carecía claramente de capacidad para una actividad independiente de aquel tipo. Podía dar la información que se le pidiera, pensó Baley, pero era incapaz de facilitarla si no se le pedía.

Amadiro se percató del breve parpadeo de los ojos de Baley y dijo:

—Aquí estamos uno contra tres. Como puede ver, no tengo a ninguno de mis robots en el despacho, aunque si los llamo acudirán inmediatamente, lo reconozco. En cambio, usted tiene a dos de los robots de Fastolfe: el viejo Giskard, de toda confianza, y esa maravilla de diseño llamado Daneel.

—Veo que los conoce usted a ambos —comentó Baley.

—Sólo de oídas. En realidad, es la primera vez que los veo... iba a decir (¡imagínese: yo, un roboticista!) en carne y hueso. Es la primera vez que los veo físicamente, aunque a Daneel ya lo había visto interpretado por un actor en ese programa de hiperondas.

—Parece que todo el mundo, en todos los planetas, ha visto ese programa —murmuró Baley con aire sombrío—. Eso me hace difícil la vida como persona real y limitada.

—Conmigo, no —contestó Amadiro, ensanchando aún más su sonrisa—. Le aseguro que no tomé en serio esa teatralización. En todo momento le consideré a usted una persona limitada en la vida real. Y así es, o de lo contrario no se habría lanzado tan alegremente a acusar a alguien en nuestro planeta sin tener pruebas.

—Doctor Amadiro —replicó Baley—, le aseguro que no he hecho ninguna acusación formal. Me he limitado a seguir una investigación y a considerar las diversas posibilidades.

—No me interprete mal —le cortó Amadiro con súbita impaciencia—. No le culpo. Estoy seguro de que su comportamiento es perfecto según las normas de la Tierra. Lo que sucede es que aquí tiene que regirse por las normas de Aurora, y aquí valoramos la buena fama de las personas con una intensidad increíble.

—De ser así, doctor Amadiro, ¿no cabe decir que usted y otros globalistas han estado calumniando al doctor Fastolfe con meras sospechas, y en un grado mucho mayor que cualquier pequeño error que yo haya podido cometer?

—Es muy cierto —reconoció Amadiro—, pero yo soy un aurorano prominente y tengo cierta influencia, mientras que usted es un terrícola y carece de toda influencia. Admito que es injusto y lo lamento, pero así es como son los mundos; ¿qué podemos hacerle? Además, la acusación contra Fastolfe podía ser mantenida en pie (y, de hecho, lo será), y una calumnia no es tal si se trata de la verdad. Su error, señor Baley, ha sido hacer acusaciones que, sencillamente, no pueden demostrarse. Estoy seguro de que reconocerá que ni el señor Gremionis ni la doctora Vasilia Aliena, ni ambos en colaboración, podrían haber desactivado al pobre Jander.

—Yo no he acusado formalmente a ninguno de los dos.

—Quizá no, pero en Aurora uno no puede escudarse tras la palabra «formalmente». Es una pena que el doctor Fastolfe no se lo advirtiera cuando le hizo venir para encargarse de esta investigación, que ya puede darse por malograda.

Baley notó que las comisuras de sus labios se apretaban al pensar que, realmente, el doctor Fastolfe hubiera tenido que advertírselo.

—¿Se me permitirá alegar algo, o ya está todo decidido? —preguntó.

—Naturalmente, se le concederá una audiencia antes de ser condenado. Aquí en Aurora no somos unos bárbaros. El Presidente estudiará el informe que le he enviado, junto con mis sugerencias al respecto. Probablemente, consultará a con-tinuación con el doctor Fastolfe como parte afectada, y luego decidirá que los tres nos reunamos con él, quizá mañana mismo. Entonces, o posteriormente, se adoptará una resolución que deberá ser ratificada por la Asamblea Legislativa en pleno. Se seguirán todos los procedimientos legales, se lo aseguro.

—Los procedimiento legales sí, no lo dudo, pero ¿y si el Presidente ya ha tomado una decisión? ¿Y si nada de cuanto yo pueda decir sirve para nada porque la Asamblea Legislativa se limita a ratificar una decisión ya tomada con anterioridad? ¿Es eso posible?

Amadiro no sonrió precisamente al oír las palabras de Baley, pero pareció ligeramente divertido.

—Es usted un hombre realista, señor Baley, y eso me alegra. Las personas que creen en la justicia suelen llevarse muchas decepciones, y casi siempre son personas tan encantadoras que a uno le disgusta ver que eso sucede.

Amadiro fijó otra vez su mirada en Daneel.

—Un trabajo admirable, ese robot humaniforme. Resulta asombroso lo bien que ha guardado sus secretos el viejo Fastolfe. Y es una vergüenza la perdida de Jander. En este punto, lo de Fastolfe es imperdonable.

—El doctor Fastolfe niega haber tenido nada que ver en ese asunto.

—Sí, señor Baley, es lógico. ¿Acaso le ha dicho él que yo estaba implicado? ¿O esa presunción es una idea exclusivamente de usted?

—Yo no he dicho en ningún momento algo semejante. Lo único que deseo es hacerle algunas preguntas al respecto. En cuanto al doctor Fastolfe, no piense que podrá acusarle de calumnias. El doctor está absolutamente convencido de que usted no ha tenido nada que ver con lo sucedido a Jander, pues tiene la certeza de que carece usted de los conocimientos y de la capacidad necesarios para desactivar un robot humaniforme.

Si Baley esperaba que se produjera alguna reacción ante sus palabras, se equivocó de medio a medio. Amadiro las aceptó sin perder el humor y contestó:

—En eso tiene razón, señor Baley. No encontrará tal capacidad en ningún otro roboticista, vivo o muerto, salvo el propio Fastolfe. ¿No es eso lo que dice nuestro modesto maestro de maestros?

—En efecto.

—Entonces, ¿cuál es su explicación a lo sucedido a Jander?

—Él afirma que fue un fallo accidental. Una pura coincidencia.

—¿Y ha calculado las probabilidades de un fallo accidental semejante? —preguntó Amadiro con una carcajada.

—Sí, maestro roboticista. Incluso la probabilidad más remota podría producirse, sobre todo si ocurriesen ciertos incidentes que hacen aumentar las probabilidades.

—¿Qué incidentes?

—Eso es precisamente lo que intento averiguar. Dado que ya ha dispuesto usted que me expulsen del planeta, ¿pretende ahora evitar que le interrogue, o me permite continuar la investigación hasta el momento en que mi actividad se dé legalmente por terminada? Antes de responder, señor Amadiro, le ruego que tenga en cuenta que la investigación todavía no ha finalizado legalmente y que en la audiencia que tenga lugar en el futuro, sea mañana o más tarde, le acusaré de haberse negado a responder a mis preguntas si insiste en dar por finalizada ahora esta entrevista. Quizás esto pueda influir en la decisión del Presidente.

—No lo crea, mi querido señor Baley. No piense que puede perjudicarme o molestarme en lo más mínimo. Sin embargo, accedo a que me interrogue cuanto quiera. Cooperaré plenamente con usted, aunque sólo sea para disfrutar del espectáculo de ver al bueno de Fastolfe intentando inútilmente desligarse de su desafortunada hazaña. No me considere especialmente vengativo, señor Baley, pero el hecho de que Jander fuera una creación del propio Fastolfe no le daba derecho a destruirlo.

—Todavía no ha quedado demostrado legalmente que fuera él quien lo hizo, así que la frase que acaba usted de pronunciar es, al menos presuntamente, una difamación. Por tanto, dejemos esto a un lado y pasemos a las preguntas. Necesito información. Voy a hacerle preguntas concretas y directas y, si me contesta del mismo modo, terminaremos en seguida.

—No, señor Baley. No será usted quien establezca las condiciones para este interrogatorio —replicó Amadiro—. Supongo que uno o ambos robots estará equipado para grabar completamente nuestra conversación, ¿verdad?

—Supongo que sí.

—Estoy seguro de que así es. Yo también tengo mi aparato grabador en funcionamiento. No piense usted, señor Baley, que podrá conseguir de mí una sola palabra en favor de Fastolfe sometiéndome a una serie de preguntas y respuestas breves. Responderé como me parezca y me aseguraré de que no quepan malas interpretaciones, y para eso me servirá de ayuda el aparato grabador.

Por primera vez, Baley intuyó bajo la actitud campechana de Amadiro su verdadera naturaleza de lobo.

—Muy bien, pues. Pero si sus respuestas son deliberadamente largas y evasivas, también eso quedará expuesto en la grabación.

—Evidentemente.

—Una vez puesto eso en claro, y para empezar, ¿podría darme un vaso de agua?

—Desde luego. Giskard, ¿quieres servir al señor Baley?

Giskard saltó al instante de su nicho. Se oyó el inevitable tintineo del hielo en el mueble bar situado en un rincón del despacho, y a los pocos instantes Baley tenía delante un gran vaso de agua.

—Gracias, Giskard —dijo Baley. Aguardó a que el robot se colocase de nuevo en su nicho y prosiguió:

—Doctor Amadiro, ¿acierto si le considero a usted director del Instituto de Robótica?

—Efectivamente, lo soy.

—¿Y fundador del centro?

—Así es. Ya ve, respondo breve y directamente.

—¿Cuánto tiempo lleva existiendo el Instituto?

—Como idea, varias décadas. Llevo al menos quince años reuniendo personal especializado. El permiso de la Asamblea Legislativa para formar el Instituto me fue concedido hace doce años. La construcción del edificio se inició hace nueve, y el trabajo científico hace seis. En su forma actual, al ciento por ciento de utilización, llevamos dos años y existen planes para una futura expansión, todavía sin fechas decididas. Verá que esta respuesta ha sido más larga, pero razonablemente concisa.

—¿Por qué creyó necesaria la fundación del Instituto?

—Vaya, señor Baley. Supongo que no esperará que conteste a eso con cuatro palabras.

—Conteste como prefiera, señor.

En aquel instante, un robot entró una bandeja de pequeños emparedados y de pastas todavía más pequeñas; Baley no reconoció nada de ello. Probó un emparedado y lo encontró crujiente y no exactamente desagradable, pero lo bastante extraño para que le costase cierto esfuerzo terminarlo. Lo hizo bajar con el agua que le quedaba en el vaso.

Amadiro le observó con una especie de ligera diversión y dijo:

—Debe comprender usted, señor Baley, que los auroranos somos gente poco común. Lo son todos los espaciales en general, pero ahora me refiero en particular a los auroranos. Aunque descendemos de terrícolas, algo que la mayoría de nosotros prefiere no recordar, somos autoseleccionados.

—¿Qué significa eso, señor?

—Los terrícolas han vivido durante mucho tiempo en un planeta cada vez más poblado, y se han agrupado en ciudades todavía más pobladas, que finalmente se han convertido en las colmenas y hormigueros que ustedes llaman Ciudades con mayúscula. ¿Qué clase de terrícola, entonces, dejaría la Tierra para ir a otros mundos vacíos y hostiles y construir allí nuevas sociedades partiendo de la nada, sociedades de las que no podrían disfrutar por completo mientras vivieran, pues, por poner un ejemplo, los árboles qué plantaran todavía serían pimpollos cuando ellos murieran?

—Sería gente bastante poco común, supongo.

—Absolutamente poco común. En concreto, gente que no dependiera de la presencia de multitudes de congéneres hasta el punto de verse incapaz de afrontar la soledad. Gente que incluso prefiriera ésta, que le gustara trabajar sola y afrontar los problemas únicamente con sus fuerzas, en lugar de confundirse entre la multitud y repartir las cargas de tal modo que su aportación individual sea prácticamente nula. Serían individualistas, señor Baley. Individualistas.

—Le entiendo.

—Y nuestra sociedad se basa en eso. Todos los ámbitos en que se han desarrollado los mundos espaciales hacen hincapié en la capacidad individual. En Aurora somos orgullosamente humanos, en lugar de ser meros borregos como los terrícolas... Entiéndame, señor Baley, no utilizo la metáfora para ridiculizar a la Tierra. Se trata simplemente de una sociedad distinta por la que no siento ninguna admiración, pero que ustedes, supongo, encuentran confortable e ideal.

—¿Qué tiene todo eso que ver con la fundación del Instituto, doctor Amadiro?

—Pues bien —continuó éste—, hasta el orgulloso y sano individualismo tiene sus limitaciones. Las mentes más preclaras, aunque pasen siglos trabajando por su cuenta, no pueden progresar rápidamente si se niegan a comunicar sus descubrimientos. Un punto concreto de una investigación puede detener los progresos de un científico durante un siglo, cuando quizás un colega suyo ha dado ya con la solución sin darse cuenta siquiera del problema que podría resolverse con ella. El Instituto es un intento, en el limitado campo de la Robótica al menos, de introducir una cierta comunidad de pensamiento.

—¿Es posible que ese punto concreto de la investigación a que se refiere sea la construcción de un robot humaniforme? Amadiro parpadeó antes de responder.

—Sí, es evidente, ¿verdad? Hace ya veintiséis años que el nuevo sistema matemático de Fastolfe, que él denomina «análisis interseccional», hizo posible el diseño de robots humaniformes. Sin embargo, Fastolfe guardó en secreto su sistema. Años después, cuando se hubieron resuelto todos los detalles y dificultades técnicas, él y el doctor Sarton aplicaron la teoría al diseño de Daneel. Después, Fastolfe completó él solo a Jander. Sin embargo, todos los detalles al respecto se mantuvieron también en secreto.

»La mayoría de roboticistas se encogió de hombros y lo consideró natural. Lo único que podían hacer era intentar, individualmente, descubrir los detalles por sí solos. Yo, por el contrario, pensé en la posibilidad de un Instituto en el que los esfuerzos individuales pudieran mancomunarse. No resultó fácil convencer a los roboticistas de la utilidad del plan, ni persuadir a la Asamblea Legislativa de que concediera fondos para el mismo ante la gran oposición de Fastolfe, ni perseverar a lo largo de años de esfuerzo, pero aquí estamos.

—¿Por qué se oponía el doctor Fastolfe? —preguntó Baley.

—Para empezar, por mero egoísmo. No es que considere eso un delito, compréndame. Todos tenemos un sentimiento egoísta muy natural, pues forma parte del indivualismo. Lo malo es que Fastolfe se cree el mayor roboticista de la historia y considera al robot humaniforme como un logro propio, individual, que no desea ver reproducido por un grupo de roboticistas que, en comparación con él, no son brillantes individualmente. Imagino que consideraba el proyecto como una conspiración de mediocres para diluir y restar importancia a su gran logro personal.

—Cuando ha mencionado el egoísmo, ha dicho «para empezar». Eso significa que existen otros motivos. ¿Cuáles son?

—También se opone a la utilización que proyectamos dar a los robots humaniformes.

—¿Qué utilización es ésa, doctor Amadiro?

—Vamos, vamos, no sea tan ingenuo, señor Baley. Seguramente, el doctor Fastolfe le habrá hablado de los planes globalistas para la colonización de la galaxia, ¿verdad?

—En efecto, lo ha mencionado. Por cierto que también la doctora Vasilia me ha explicado las dificultades del avance científico entre los individualistas, pero eso no significa que no desee escuchar su opinión sobre el tema, doctor Amadiro. Es más, debería usted exponerla. Por ejemplo, ¿prefiere verme aceptar la interpretación del doctor Fastolfe acerca de los planes globalistas como imparcial y ponderada, y que así conste en la grabación, o considera más conveniente explicarme sus proyectos con sus propias palabras?

—Expresado de ese modo, señor Baley, no parece dejarme elección.

—Esa es mi intención, doctor Amadiro.

—Muy bien. Yo, o debería decir nosotros, pues los miembros del Instituto compartimos la misma opinión en este punto, tenemos la mirada puesta en el futuro y deseamos ver a la humanidad colonizar más y más nuevos planetas. Sin embargo, no deseamos que el proceso de autoselección destruya los planetas antiguos o los reduzca a un estado moribundo, como es el caso, perdóneme, de la Tierra. No queremos que los nuevos planetas se lleven a los mejores hombres y nos dejen con los menos útiles. Lo entiende usted, ¿verdad?

—Siga, por favor.

—En toda sociedad robotizada, como es la nuestra, la solución más sencilla es enviar robots como colonizadores. Los robots construirán la sociedad y el nuevo mundo de modo que después podamos seguirles sin efectuar selecciones previas, pues ese nuevo mundo será tan cómodo y tan adaptado a nosotros como el antiguo. Será, por decirlo así, como cambiar de mundo sin salir de casa.

—¿Y no es posible que los robots creen mundos para robots, en lugar de mundos para humanos?

—Exacto, eso es lo que puede suceder si enviamos robots que no sean más que robots. Sin embargo, tenemos la posibilidad de enviar robots humaniformes como Daneel que, al crear mundos para ellos mismos, los estarán creando automá-ticamente para nosotros. El doctor Fastolfe, en cambio, se opone a ello. Considera positiva la idea de que los seres humanos tengan que transformar con sus manos un planeta extraño y hostil en un nuevo mundo, y no tiene en cuenta que el esfuerzo para conseguirlo no sólo representaría un enorme costo en vidas humanas, sino que también tendría por resultado un mundo moldeado por acontecimientos catas-tróficos, que no se parecería en nada a los mundos que conocemos.

—¿Igual que los mundos espaciales son hoy día diferentes de la Tierra y distintos entre sí?

Amadiro perdió por un instante su aire de jovialidad y pareció pensativo.

—Verdaderamente, señor Baley, acaba de tocar un punto muy importante. Sólo estoy hablando de Aurora. Los mundos espaciales difieren, es cierto, unos de otros, y yo no soy muy partidario de muchos de ellos. Para mí es evidente, aunque puede que no sea del todo imparcial, que Aurora, el más antiguo de los mundos espaciales, es también el mejor y el de más éxito. No deseo un montón de nuevos mundos entre los cuales sólo unos pocos sean realmente valiosos. Yo quiero muchas Auroras, millones de Auroras, y por eso deseo esculpir los nuevos mundos según el modelo de Aurora antes de que los seres humanos lleguen a ellos. Esa es, precisamente, la razón de que nos denominemos «globalistas». Nosotros nos ocupamos de este «globo» nuestro, Aurora, y de ningún otro.

—¿No da usted valor a la variedad, doctor Amadiro?

—Si la variedad representara ventajas similares, quizá merecería la pena, pero si unos mundos, o la mayoría de ellos, quedaran en condiciones inferiores, ¿beneficiaría eso a la humanidad?

—¿Cuándo piensan emprender esta tarea de colonización?

—Cuando tengamos los robots humaniformes con que ponernos a trabajar. Hasta ahora, existían los dos del doctor Fastolfe, uno de los cuales ha sido destruido por él, dejando a Daneel como espécimen único —sus ojos miraron por un instante a Daneel mientras hablaba.

—¿Cuándo podrán tener robots humaniformes?

—Es difícil responder a eso. Todavía no hemos alcanzado el nivel del doctor Fastolfe.

—¿Pese a que él trabaja solo y ustedes son muchos, doctor Amadiro?

El maestro roboticista movió ligeramente los hombros.

—No malgaste su sarcasmo, señor Baley. Fastolfe nos llevaba mucha ventaja desde un principio y, aunque el embrión del Instituto existe desde hace mucho tiempo, sólo llevamos dos años trabajando a pleno rendimiento. Además, precisa-mos no sólo ponernos a la altura de Fastolfe, sino superarle. Daneel es un buen producto, pero no es más que un prototipo y debe ser perfeccionado.

—¿En qué aspectos deben mejorarse los robots humaniformes?

—Tienen que ser más humanos aún, evidentemente. Debe haberlos de ambos sexos y debe existir el equivalente a los niños. Hemos de tener diversas generaciones si queremos construir una sociedad suficientemente humana en esos planetas.

—Creo apreciar algunas dificultades, doctor Amadiro.

—No lo dudo, pues hay muchas. ¿Qué dificultades prevé usted, señor Baley?

—Si produce robots tan humaniformes que sean capaces de reproducir una sociedad humana, y si son producidos con un abanico generacional en ambos sexos, ¿cómo podrá distinguirlos de los seres humanos?

—¿Importará mucho eso?

—Quizá. Si tales robots son demasiado humanos, pueden mezclarse en la sociedad aurorana y convertirse en parte integrante de los grupos familiares humanos. Eso puede hacerles inadecuados para servir como pioneros.

—Es evidente que esa idea se le ha ocurrido a usted a la vista de la relación de Gladia Delmarre con Jander —dijo Amadiro con una carcajada—. Ya ve, estoy informado de algunas cosas de su entrevista con esa mujer gracias a mis conversaciones con Gremionis y con la doctora Vasilia. Le recuerdo que Gladia es de Solaria y que su idea de lo que es un marido no es necesariamente aurorana.

—No pensaba en ella en particular. Pensaba que en Aurora la cuestión sexual se interpreta de manera muy abierta, y que los robots son tolerados como compañeros sexuales incluso en la actualidad, cuando son sólo aproximadamente humaniformes. Si de verdad llega un día en que no puede diferenciarse un robot de un ser humano...

—Está la cuestión de la descendencia. Los robots no pueden ser padres ni madres.

—Eso nos lleva a otra cuestión. Los robots tendrán una vida muy prolongada, ya que la construcción adecuada de la sociedad puede llevar siglos.

—Tendrán que ser longevos en todo caso, si han de parecerse a los auroranos.

—¿Y los niños? ¿También serán longevos? Amadiro no respondió. Baley prosiguió:

—Serán niños robots artificiales que no se harán nunca mayores, que nunca alcanzarán la madurez. Seguramente, eso creará un elemento suficientemente no humano para poner en duda la naturaleza de la sociedad.

—Es usted perspicaz —suspiró Amadiro—. De hecho, tenemos intención de diseñar algún sistema por el cual los robots puedan producir bebés que, de algún modo, crezcan y maduren... Al menos, lo suficiente para establecer la sociedad que deseamos.

—Y después, cuando lleguen los seres humanos, podrán retocarse los robots para introducir esquemas de conducta más robóticos.

—Puede ser... Parece aconsejable.

—¿Y esa producción de bebés? Evidentemente, lo mejor sería que el sistema utilizado fuera lo más parecido posible al humano, ¿no le parece?

—Es posible.

—¿Acto sexual, fecundación, parto?

—Es posible.

—Y si estos robots forman una sociedad tan humana que no pueden distinguirse de los humanos, ¿no podría suceder que, cuando llegaran los verdaderos seres humanos, los robots se mostraran disconformes con los inmigrantes e intentaran impedir su asentamiento? ¿No sería posible que los robots reaccionaran ante los auroranos igual que ustedes lo hacen ante los terrícolas?

—Señor Baley, los robots todavía estarán sometidos a las Tres Leyes de la robótica.

—Las Tres Leyes hablan de no causar daño a los seres humanos y de obedecerles.

—Exactamente.

—¿Y si esos robots tan parecidos a los seres humanos se consideran a sí mismos como tales seres humanos a los que hay que proteger y obedecer? Podrían perfectamente considerarse por encima de los inmigrantes...

—Mi buen señor Baley, ¿por qué le preocupan tanto todas esas cosas? Estamos hablando de un futuro muy lejano. Conforme progresemos en el tiempo y comprendamos, mediante la observación, cuáles son realmente los problemas, iremos encontrándoles solución.

—Puede, doctor Amadiro, que los auroranos no aprueben sus proyectos una vez comprendan de qué se trata. Quizá se inclinen por las opiniones del doctor Fastolfe.

—¿De veras? Fastolfe opina que, si los auroranos no pueden colonizar nuevos planetas directamente y sin ayuda de robots, quizá pueda estimularse a la gente de la Tierra a que lo haga.

—Me parece que eso tiene bastante sentido —afirmó Baley.

—¡Porque es usted terrícola, mi buen Baley! Le aseguro que a los auroranos no les hará ninguna gracia que los terrícolas conviertan otros mundos en hormigueros, construyan nuevas colmenas humanas y formen alguna especie de imperio galáctico de billones y billones de personas... ¿reduciendo los mundos espaciales a qué? A la insignificancia, por lo menos, si no a la extinción total.

—Pero la alternativa a eso son los mundos de robots humaniformes que construirían sus sociedades casi humanas sin permitir que hubiera ningún ser humano de verdad entre ellos. Gradualmente, esos robots desarrollarían un imperio galáctico de robots, reduciendo los mundos espaciales a la insignificancia, por lo menos, si no a la extinción total. Seguramente, los auroranos preferirían un imperio galáctico humano a uno robótico.

—¿Qué le hace estar tan seguro de ello, señor Baley?

—La forma que adopta actualmente su sociedad. Cuando venía hacia Aurora, alguien me dijo que en este planeta no había diferencias entre robots y seres humanos, pero evidentemente eso no es cierto. Quizá sea un anhelo ideal que los auroranos creen haber alcanzado, pero se equivocan.

—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, dos días quizá? ¿Y ya es usted capaz de afirmarlo?

—Sí, doctor Amadiro. Quizá precisamente por ser extranjero pueda apreciarlo con más claridad, pues no me ciegan las costumbres o los ideales. A los robots no se les permite el acceso a los Personales, y ésa es una clara distinción. Ello permite a los humanos encontrar un lugar donde sólo pueden estar los de su especie. Por otro lado, usted y yo estamos aquí sentados cómodamente, mientras que los robots permanecen de pie en sus nichos, como puede apreciar —Baley hizo un gesto con la mano en dirección a Daneel—, y eso constituye otra diferencia. Creo que los seres humanos, incluso los auroranos, siempre se inclinarán a establecer diferencias y a preservar su propia esencia humana.

—Asombroso, señor Baley.

—En absoluto, doctor Amadiro. Ha perdido usted. Incluso si logra imponer entre la mayoría de los auroranos su opinión de que el doctor Fastolfe destruyó a Jander, incluso si logra que la Asamblea Legislativa y el pueblo de Aurora aprueben su proyecto de colonización mediante robots, no habrá conseguido más que ganar tiempo. En cuanto los auroranos comprendan lo que el proyecto representa, se volverán contra usted. Así pues, sería mejor que pusiera término a esa campaña contra el doctor Fastolfe y se reuniera con él para elaborar algún acuerdo por el que la colonización de nuevos mundos por parte de los terrícolas se lleve a cabo de modo que no represente una amenaza para Aurora ni para los mundos espaciales en general.

—Asombroso, señor Baley —dijo Amadiro por segunda vez.

—No tiene otra opción —añadió Baley con voz neutra. Sin embargo, Amadiro replicó con aire divertido y pausado:

—Cuando digo que sus observaciones son asombrosas, no me refiero al contenido de las mismas, sino al mero hecho de que las formule, y de que realmente crea que tienen algún valor.

56

Amadiro alargó la mano, cogió la última pasta de la bandeja y se llevó la mitad a la boca, disfrutando visiblemente de ella bajo la mirada de Baley.

—Excelente —dijo Amadiro—, pero creo que me gusta demasiado comer. ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Señor Baley, ¿cree que ha descubierto usted algún secreto? ¿Que me ha dicho algo que no se supiera ya en nuestro mundo? ¿De verdad cree que mis planes son un peligro, pero que los divulgo al primero que se presenta? Imagino que estará usted pensando que, si hablo el tiempo suficiente, acabaré cometiendo algún desliz y podrá usted sacar provecho de ello. Tenga la seguridad de que no es probable que eso ocurra. Mis proyectos de robots todavía más humanos, de familias de robots y de una cultura lo más humana posible para ellos ya están expuestos públicamente. La Asamblea Legislativa tiene acceso a ellos, y también están al alcance de todo el que se interese por ellos.

—¿El público en general los conoce?

—Probablemente no. El público en general tiene sus prioridades y le interesa más su siguiente comida, el próximo programa de hiperondas o el próximo campeonato de fútbol espacial que el siglo o el milenio que viene. Sin embargo, esta misma gente aceptará de buen grado mis planes, igual que los círculos intelectuales que ya los conocen. Los que se opongan a ellos no serán lo bastante numerosos para ser te-nidos en cuenta.

—¿Está seguro?

—Absolutamente. Usted no comprende, me temo, la intensidad de los sentimientos que tienen los auroranos, y los espaciales en general, hacia los terrícolas. Yo no comparto tales sentimientos y, por ejemplo, me siento muy tranquilo junto a usted. No tengo ese primitivo temor a infectarme, ni me imagino que huele usted mal, ni le atribuyo todo tipo de rasgos de personalidad que pueda encontrar ofensivos, ni pienso que usted y los suyos estén tramando acabar con nuestras vidas o despojarnos de nuestras propiedades. Sin embargo, la gran mayoría de los auroranos mantienen dichas actitudes. Quizá no resulten muy visibles y, por otro lado, los auroranos pueden portarse con gran corrección con los terrí-colas individuales que tengan aspecto inofensivo, pero sométalos a una prueba y verá cómo aflora todo su odio y su suspicacia. Dígales que los terrícolas intentan reproducir su planeta en otros nuevos mundos, y verá cómo reclaman sus derechos sobre la galaxia y cómo claman por la destrucción de la Tierra antes de que algo así llegue a producirse.

—¿Incluso si la alternativa es una sociedad de robots?

—Desde luego. Usted no comprende tampoco lo que sentimos por los robots. Aquí estamos familiarizados con ellos, nos sentimos totalmente cómodos con su presencia.

—No. Los robots son sus criados. Ustedes se consideran superiores a ellos y sólo se sienten cómodos con ellos en tanto se mantenga esa superioridad. Si se sintieran amenazados por una inversión de los papeles, si ellos se convirtieran en superiores a los auroranos, se produciría una reacción de horror.

—Usted lo cree así sólo porque ésa sería la reacción de los terrícolas.

—No —relicó Baley—. Ustedes les impiden la entrada en los Personales. Es una muestra.

—Los robots no tienen por qué utilizar el Personal. Tienen sus propias instalaciones para asearse, y no excretan. Es lógico, pues no son realmente humaniformes. Si lo fueran, probablemente no existiría esa distinción.

—Entonces les temerían.

—¿De verdad? —exclamó Amadiro—. Eso es una tontería. ¿Teme usted a Daneel? Si hiciéramos caso de ese programa de hiperondas, y reconozco que no creo que yo pueda, usted llegó a sentir un considerable afecto por Daneel. Y sigue sintiéndolo, ¿no es cierto?

El silencio de Baley resultó muy elocuente y Amadiro se aprovechó de su ventaja.

—Ahora mismo —prosiguió—, no siente ninguna emoción ante el hecho de que Giskard esté ahí en pie, silencioso e insensible en su nicho; en cambio, puedo reconocer por pequeños ejemplos de lenguaje corporal que le incomoda que Daneel esté en igual situación. Usted considera que su aspecto es demasiado humano para tratarle como a un robot. Y no le teme usted más porque su aspecto sea humano.

—Yo soy terrícola —repuso Baley—. En la Tierra tenemos robots, pero no una cultura robótica. No puede usted juzgar por mi caso.

—Y Gladia, que prefería a Jander a los seres humanos...

—Gladia es de Solaria. Tampoco puede juzgar por su caso.

—Entonces, ¿por qué caso se puede juzgar? Lo que usted dice no son más que suposiciones. A mí me parece evidente que si un robot es suficientemente humano, será aceptado como humano. ¿Exige usted pruebas de que no soy un robot? No, el hecho de que mi aspecto sea humano le basta. Al final, no va a preocuparnos si un nuevo mundo es colonizado por auroranos que sean humanos de verdad o sólo de aspecto, si nadie puede notar la diferencia. Humanos o robots, lo importante será que los colonos sean auroranos, no terrícolas.

Baley titubeó, y respondió con aire no muy convencido:

—¿Y si no aprende nunca a construir robots humaniformes?

—¿Por qué habría que pensar que no lo lograremos? Observe que hablo en plural, pues en el Instituto somos muchos los que trabajamos en ello.

—Puede que la suma de muchas mediocridades no den como resultado un genio.

—No somos mediocridades —replicó Amadiro en tono cortante—. Hasta Fastolfe consideraría provechoso unirse a nosotros.

—No lo creo.

—Yo, sí. A Fastolfe no le gustará perder su poder en la Asamblea Legislativa y, cuando nuestros proyectos de colonización de la galaxia sean aprobados y comprenda que su oposición no nos detendrá, se unirá a nosotros. Será una postura muy humana por su parte.

—No creo que se salga usted con la suya —dijo Baley.

—Lo dice porque piensa que, de alguna manera, esta investigación conseguirá exonerar de sus acusaciones a Fastolfe e implicarme a mí, quizá, o a otros.

—Puede ser —contestó Baley, desesperadamente. Amadiro movió la cabeza en gesto de negativa.

—Amigo mío, si yo creyera que tiene alguna posibilidad de echar por tierra mis planes, ¿seguiría aqui sentado tranquilamente, esperando la destrucción?

—Usted no está tranquilo. Está haciendo todo lo posible para abortar esta investigación. ¿Por qué iba a hacerlo si tuviera plena confianza en que nada de cuanto pueda averiguar le perjudicará?

—Bueno —contestó Amadiro—, hay algo en lo que si puede perjudicarme: desmoralizando a algunos de los miembros del Instituto. No es usted peligroso, pero puede ser molesto, y no deseo que llegue a serlo. Por eso, si puedo, pondré fin a esa posibilidad, aunque lo haré de un modo razonable, con suavidad. Si le considerara realmente peligroso...

—¿Qué haría en ese caso, doctor Amadiro?

—Le haría detener y encarcelar hasta que se le expulsara de Aurora. No creo que los auroranos en general se preocuparan excesivamente de lo que yo pudiera hacer a un terrícola.

—Está usted intentando intimidarme, pero no lo conseguirá —replicó Baley—. Sabe perfectamente que no puede ponerme la mano encima mientras mis robots estén aquí.

—¿No se le ha ocurrido pensar que puedo hacer acudir inmediatamente un centenar de robots? ¿Qué podrían hacer los suyos contra ellos?

—Ni esos cien podrían hacerme daño, pues no distinguen entre terrícolas y auroranos y, en lo que respecta a las Tres Leyes, soy perfectamente humano.

—Podrían inmovilizarle por completo, sin hacerte daño, mientras sus robots eran destruidos.

—De ningún modo —insistió Baley—. Giskard puede oírle y, si intenta llamar a los robots, será Giskard quien le inmovilice a usted. Puede moverse con gran rapidez y, si ocurre eso, todos sus robots serán inútiles aunque consiga llamarles, pues comprenderán que cualquier movimiento contra mi representará un daño para usted.

—¿Quiere decir que Giskard me haría daño?

—¿Para evitar que lo sufriera yo? Puede estar seguro. Podría hasta matarle, si fuera absolutamente necesario.

—Estoy seguro de que no lo dice en serio.

—Claro que sí —prosiguió Baley—. Daneel y Giskard tienen orden de protegerme. La Primera Ley ha sido reforzada con toda la habilidad que posee el doctor Fastolfe, y para protegerme a mí, específicamente. Nadie me lo ha dicho con tantas palabras, pero estoy seguro de que es así. Si mis robots tienen que optar entre hacerle daño a usted o hacérmelo a mí, pese a ser terrícola, es fácil que decidan dañarle a usted. E imagino que será consciente de que el doctor Fastolfe no anhela precisamente asegurar el bienestar de usted.

Amadiro emitió una risilla y una sonrisa surcó su rostro.

—Estoy seguro de que tiene razón en lo que dice, señor Baley, pero me alegro de que lo haya dicho. Ya sabe, señor mío, que yo también estoy grabando esta conversación. Se lo he dicho al principio, y me alegro. Es posible que el doctor Fastolfe borre la última parte de nuestro diálogo, pero le aseguro que yo no lo haré. Por sus palabras resulta evidente que Fastolfe está absolutamente dispuesto a idear un modo de causarme daño o incluso de matarme por medios robóticos, mientras que nada en esta conversación, ni en ninguna otra, indica que yo proyecte hacerle el menor daño a él, o incluso a usted. ¿Quién de nosotros es el malo, señor Baley? Creo que eso ya ha quedado claro y, por tanto, considero que es un buen momento para terminar la entrevista.

Se puso en pie, todavía sonriente, y Baley le imitó casi automáticamente, al tiempo que tragaba saliva.

—Todavía tengo una cosa más que decirle —añadió Amadiro—. No tiene nada que ver con la pequeña discusión entre Fastolfe y yo, aquí en Aurora. Más bien está relacionado con su propio problema, señor Baley.

—¿Mi problema?

—Quizá debería decir el problema de la Tierra. Imagino que se siente usted muy inquieto por salvar al pobre Fastolfe de su propia estupidez, porque cree que ello le daría a su planeta una posibilidad de expandirse. No lo crea, señor Baley. Está usted muy equivocado.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Baley.

—Mire usted: cuando mis opiniones se impongan en la Asamblea Legislativa (y fíjese que digo «cuando» y no «si»), admito que se obligará a la Tierra a no salir de su propio sistema planetario, pero en realidad eso les beneficiará. Aurora tendrá la perspectiva de expandirse y establecer un imperio sin límites. Si entonces sabemos que la Tierra no es más que la Tierra y que nunca será nada más, ¿por qué ha-bremos de preocuparnos de ella? Teniendo la galaxia a nuestra disposición, no envidiaremos su único mundo a los terrícolas. Incluso puede que estemos dispuestos a convertir la Tierra en un mundo tan cómodo para sus habitantes como resulte conveniente.

»Por el contrario, señor Baley, si los auroranos hacen lo que propone Fastolfe y se permite a la Tierra enviar colonizadores, no pasará mucho tiempo antes de que muchos de nosotros advirtamos que la Tierra se adueñará de la galaxia y nos dejará rodeados y cercados, condenados a la decadencia y la extinción. Y si llega ese momento, no habrá nada que yo pueda hacer. Mis sentimientos personales hacia tos terrícolas no podrán evitar que se extiendan por Aurora las suspicacias y los prejuicios, y eso sería realmente muy malo para la Tierra.

»Por eso, señor Baley, si de verdad está usted inquieto por su gente, debería preocuparse de que Fastolfe no consiga imponer en este planeta su equivocado proyecto. Debería ser usted un buen aliado mío. Piense en ello. Le digo esto, se lo aseguro, como muestra de sincera amistad y aprecio por usted y por su planeta.

Amadiro le miraba con la misma amplia sonrisa de antes, pero esta vez todo él era lobo.

57

Baley y sus robots siguieron a Amadiro. Este salió de la estancia y los cuatro recorrieron un pasillo.

Amadiro se detuvo ante una puerta apenas visible y dijo:

—¿Desea utilizar las instalaciones antes de irse?

Por un instante, Baley frunció el ceño con aire de perplejidad, pues no comprendía a qué se refería. Por fin, pareció reconocer la fórmula utilizada por Amadiro, que ya había caído en desuso en la Tierra, y respondió:

—Hubo antiguamente un general, cuyo nombre he olvidado, que, consciente de las necesidades que surgían de modo repentino en los asuntos militares, dijo una vez: «Nunca desprecies la oportunidad de echar una meada.»

Amadiro mostró de nuevo su amplia sonrisa y dijo:

—Un excelente consejo. Igual de valioso que mi recomendación de que piense seriamente en lo que acabamos de hablar. Pero... observo que todavía vacila usted. No irá a pensar que le estoy tendiendo una trampa, ¿verdad? Créame, no soy un bárbaro. Es usted mi invitado en este edificio y, aunque sólo sea por esa razón, está usted completamente a salvo.

Baley replicó cautelosamente:

—Si vacilo, es porque no estoy seguro de la conveniencia de utilizar su... sus instalaciones, teniendo en cuenta que no soy aurorano.

—Tonterías, mi querido Baley. ¿Qué alternativa tiene? Las necesidades obligan. Por favor, haga uso de ellas. Considérelo una muestra de que no estoy sometido a los prejuicios habituales de los auroranos y de que deseo lo mejor para usted y para la Tierra.

—¿Podría darme otra muestra? —dijo Baley.

—¿A qué se refiere, señor Baley?

—¿Podría demostrarme que también está por encima de los prejuicios auroranos contra los robots...?

—Aquí no tenemos prejuicios contra los robots —le cortó rápidamente Amadiro.

Baley asintió con un gesto solemne, aceptando visiblemente la corrección y completando la frase:

—...permitiendo a Giskard y Daneel entrar conmigo en el Personal. Ha llegado un momento en que me siento incómodo si no están conmigo.

Por un instante, Amadiro pareció sorprenderse, pero se recuperó casi en seguida y dijo, en un tono de voz que era casi una reprimenda:

—¡Naturalmente, señor Baley!

—Claro que... —añadió éste— quien esté dentro puede protestar enérgicamente. No querría provocar un escándalo.

—No se preocupe, está vacío. Es un Personal para un solo ocupante y, si alguien estuviera utilizándolo, la señal de «ocupado» nos lo haría saber.

—Gracias, doctor Amadiro —dijo Baley. Abrió la puerta y añadió—: Giskard, por favor, entra.

Giskard titubeó visiblemente, pero no protestó y entró en el Personal. Ante un gesto de Baley, Daneel siguió a su compañero pero, al pasar junto a la puerta, asió por el codo a Baley, haciéndole entrar con él. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Baley se volvió hacia Amadiro y murmuró:

—Saldré en seguida. Gracias por permitir esto.

Entró en el lugar con toda la despreocupación de que fue capaz, pero aun así sintió un nudo en el estómago. ¿Le esperaba acaso alguna sorpresa desagradable?

58

Sin embargo, Baley encontró vacío el Personal. Ni siquiera había mucho que buscar, pues era más reducido que el del establecimiento de Fastolfe.

Advirtió que Daneel y Giskard permanecían silenciosos uno junto a otro, con la espalda pegada a la puerta, como si pretendieran adentrarse lo menos posible en aquella habitación. Baley intentó hablar con normalidad, pero le salió una especie de graznido. Se aclaró la garganta con innecesaria sonoridad y dijo por fin:

—Podéis entrar más. Y tú, Daneel, no hace falta que guardes silencio. (Daneel había estado en la Tierra y conocía el tabú terrestre respecto a hablar en el Personal.)

Daneel demostró inmediatamente que seguía teniendo en cuenta lo que había aprendido y se llevó el índice a los labios.

—Ya sé, ya sé —replicó Baley—, pero olvídalo. Si Amadiro puede saltarse los tabúes de Aurora respecto a la presencia de robots en los Personales, yo puedo hacer lo mismo con los tabúes de la Tierra respecto a hablar en ellos.

—¿No te será incómodo eso, compañero Elijah? —preguntó Daneel en voz baja.

—Ni lo más mínimo —contestó Baley en tono normal. (En realidad, hablar con Daneel, un robot, era distinto. El sonido de voces en el Personal, cuando realmente no había en él otro ser humano, resultaba menos terrible de lo que Baley había pensado. De hecho, no era en absoluto terrible si sólo le acompañaban dos robots, por humaniformes que fuera uno de ellos. Pero Baley no podía decirlo abiertamente, por supuesto. Aunque Daneel carecía de sentimientos que pudieran herirle como a un ser humano, Baley los tenía por él.)

A continuación, Baley pensó en otro detalle y tuvo la profunda sensación de estar comportándose como un redomado estúpido.

—¿No será que...? —empezó a decirle a Daneel, en una voz que de repente se había convertido en un susurro—. ¿Estás pidiendo que me calle porque hay micrófonos ocultos en el Personal?

No llegó a pronunciar las últimas palabras, que se limitó a formar en sus labios sin emitir sonido alguno.

—Si te refieres, compañero Elijah, a que alguien fuera de esta habitación pueda detectar lo que se habla en su interior por medio de algún aparato de escucha oculto, eso es absolutamente imposible.

—¿Por qué imposible?

El depósito del retrete se vació por sí mismo con rápida y silenciosa eficacia, y Baley avanzó hacia el lavabo.

—En la Tierra —respondió Daneel—, la densidad de población de las Ciudades hace imposible la intimidad. Allí, escuchar las conversaciones sin querer es muy normal, y parece muy natural el uso de aparatos para hacer más eficaz la escucha. Si un terrícola no desea que nadie le oiga sin querer, sencillamente se calla, y por eso se hace tan obligatorio el silencio en los lugares donde se da un simulacro de intimidad, como sucede con estos sitios a los que denomináis Personales.

»En Aurora, por el contrarío, y en todos los mundos espaciales, la intimidad es una realidad y se tiene en gran aprecio. Recordarás Solaria y los extremos casi enfermizos que alcanzaba en ese planeta. Pero incluso en Aurora, que no es como Solaria, los seres humanos se aislan unos de otros por una extensión de espacio inconcebible en la Tierra, además de por un muro de robots. Romper esa intimidad sería un acto inconcebible.

—¿Quieres decir que poner micrófonos ocultos aquí sería un delito? —preguntó Baley.

—Mucho peor, compañero Elijah. Sería un acto impropio de un caballero aurorano civilizado.

Baley buscó algo con la mirada. Daneel, interpretando mal su intención, sacó una toalla del contenedor, que los ojos no habituados de Baley habrían sido incapaces de localizar inmediatamente, y se la ofreció.

Baley aceptó la toalla, pero no era ésa la intención de su inquisitiva mirada. Lo que buscaba era un micrófono oculto, pues le resultaba difícil creer que alguien pudiera desechar una ventaja tan a su alcance por la mera razón de que fuera una conducta impropia de gente civilizada. La búsqueda, sin embargo, resultó infructuosa y Baley, bastante abatido, se dio cuenta de que no sería capaz de detectar un micrófono oculto aurorano, aun en el caso de que lo hubiera. No sabría ni qué buscar en aquella cultura tan extraña a él.

Aquel pensamiento le llevó a otro que también le llenaba la mente de suspicacia.

—Dime, Daneel, ya que conoces mejor que yo a los auroranos: ¿Cuál crees tú que es la razón de que Amadiro se tome tantas molestias conmigo? Ese hombre me habla con toda tranquilidad, me acompaña hasta la puerta y hasta me ofrece utilizar el Personal, algo que Vasilia no hubiera permitido. Parece tener todo el tiempo del mundo para estar conmigo. ¿Es una cuestión de cortesía?

—Muchos auroranos se enorgullecen de su cortesía. Puede que Amadiro sea uno de ellos. En varias ocasiones ha hecho hincapié en que no es un bárbaro.

—Otra pregunta: ¿Por qué crees que ha accedido a que Giskard y tú entrarais aquí conmigo?

—Creo que lo ha hecho para eliminar tus suspicacias de que el ofrecimiento pudiera esconder una trampa.

—¿Y por qué iba a molestarse? ¿Porque le preocupa la posibilidad de que yo experimente una tensión innecesaria?

—Imagino que se trata de otro gesto propio de un caballero aurorano civilizado.

Baley movió la cabeza en señal de negativa.

—Bueno, si en esta habitación hay micrófonos ocultos y Amadiro puede oírme, dejemos que lo haga. Yo no le considero un aurorano civilizado. Ha dejado perfectamente claro que, si no abandono la investigación, hará todo lo posible para que la Tierra en su conjunto sufra las consecuencias. ¿Es eso propio de un caballero civilizado? ¿O más bien de un chantajista increíblemente brutal?

—Un caballero aurorano puede considerar necesario formular amenazas pero en tal caso, las expresará con toda caballerosidad.

—Como ha hecho Amadiro —añadió Baley—. Así pues, lo que señala al caballero es el modo de expresarse, y no el contenido de sus palabras, ¿no es así? Sin embargo, puede ser también que, en tu calidad de robot, no puedas criticar a un ser humano. ¿Es así, Daneel?

—Desde luego, no me sería fácil hacerlo —respondió el robot—. No obstante, ¿puedo hacerte una pregunta, compañero Elijah? ¿Por qué le has pedido permiso para que el amigo Giskard y yo entráramos contigo? Hasta ahora, me había parecido que eras un poco reacio a creer que estuvieses en peligro. ¿Has decidido ahora que no estás seguro salvo en nuestra presencia?

—No, Daneel, en absoluto. Ahora mismo, estoy convencido de que no corro peligro y de que no lo he corrido antes.

—Sin embargo, tu actitud al entrar aquí ha sido de manifiesta suspicacia, compañero Elijah. Te has puesto a inspeccionar la habitación.

—¡Naturalmente! —contestó Baley—. He dicho que no corro peligro, no que éste no exista.

—Creo que no entiendo la diferencia, compañero Elijah —dijo Daneel.

—Ya te lo explicaré después, Daneel. Todavía no estoy del todo seguro de si aquí hay algún micrófono oculto o no.

Baley había terminado de asearse y exclamó:

—Bien, Daneel, creo que he pasado mucho tiempo aquí dentro. No me he dado ninguna prisa. Ahora ya estoy preparado para salir ahí fuera, y me pregunto si Amadiro estará todavía esperándonos después de tanto rato, o si habrá delegado en algún servidor para que se ocupe de acompañarnos a la puerta. Después de todo, Amadiro es un hombre muy ocupado y no puede dedicarme todo el día. ¿Qué opinas tú, Daneel?

—Lo más lógico seria que Amadiro hubiera delegado la tarea.

—¿Y tú, Giskard? ¿Qué opinas tú?

—Estoy de acuerdo con el amigo Daneel, aunque según mi experiencia los seres humanos no siempre actúan como sería lógico.

—Por mi parte —añadió Baley—, sospecho que Amadiro está esperándonos con mucha paciencia. Si algo le ha empujado a perder tanto tiempo con nosotros, creo que ese impulso, sea el que sea, todavía no se ha debilitado.

—No sé cuál podría ser ese impulso al que te refieres, compañero Elijah —dijo Daneel.

—Yo tampoco, Daneel —añadió Baley—, lo cual me molesta bastante. Pero abramos la puerta y comprobémoslo.

59

Amadiro les estaba esperando ante la puerta, exactamente donde Baley le había dejado. Esbozó una sonrisa sin demostrar el menor signo de impaciencia. Baley no pudo por menos que lanzarle una mirada de complicidad a Daneel, quien respondió con una total impasibilidad.

—Ha sido una lástima, señor Baley, que no haya dejado fuera a Giskard cuando ha entrado en el Personal. Yo podía

haber conocido a ese robot en otros tiempos, cuando Fastolfe y yo estábamos en mejores relaciones, pero por alguna razón no fue así. Fastolfe fue mi maestro cierto tiempo, ¿sabe usted?

—¿De veras? —contestó Baley—. No estaba al corriente de eso.

—No tenía usted por qué estarlo, a menos que alguien se lo hubiera dicho, y supongo que en el corto tiempo que lleva en el planeta difícilmente habrá tenido tiempo de conocer trivialidades como ésta. He pensado que no podrá usted considerarme un buen anfitrión si no aprovecho su estancia en el Instituto para mostrárselo.

—No se moleste —intentó negarse Baley, algo tenso—. Además, tengo que...

—Insisto —dijo Amadiro, con cierta premura en la voz—. Llegó usted a Aurora ayer por la mañana y dudo que se quede en el planeta mucho tiempo más. Quizás ésta sea la única oportunidad que tendrá jamás de echar un vistazo a un laboratorio moderno dedicado a tareas de investigación sobre robótica.

Enlazó su brazo con el de Baley y continuó hablando a éste con gran familiaridad. («Parloteando», fue el término que le vino a la cabeza al asombrado Baley.)

—Ya está usted aseado y ha satisfecho sus restantes necesidades —comentó Amadiro—. Quizá quiera interrogar a alguno de nuestros roboticistas, y me alegraría que lo hiciera, pues estoy dispuesto a demostrar que no he puesto ningún obstáculo en su camino durante el corto lapso de tiempo en que todavía se le permitirá llevar a cabo la investigación. De hecho, no hay razón para que no cene con nosotros, señor Baley.

—Si me permite la interrupción, señor... —intervino Giskard.

—¡No la permito! —exclamó Amadiro con inconfundible firmeza. El robot permaneció en silencio.

—Mi querido señor Baley, yo comprendo bien a esos robots. ¿Quién podría conocerlos mejor, aparte del desgraciado doctor Fastolfe, naturalmente? Giskard, estoy seguro, iba a recordarle alguna cita, alguna promesa, algún asunto, y nada de ello tiene la menor importancia. Dado que la investigación está a punto de darse por concluida, le aseguro que nada de cuanto Giskard quisiera recordarle tiene ningún interés. Olvidémonos de todas esas tonterías y, por un rato, seamos amigos.

»Debe usted comprender, mi buen señor Baley —prosiguió—, que estoy muy interesado en la Tierra y sus costumbres. No es precisamente el tema más popular en Aurora, pero yo lo encuentro fascinante. Me interesa especialmente la historia antigua de la Tierra, los días en que había cien idiomas y la lengua Estándar Interestelar todavía no se había desarrollado. Por cierto, ¿puedo felicitarle por su dominio del Interestelar?

»Venga por aquí —añadió, al tiempo que doblaba una esquina—. Iremos a la sala de simulación de caminos, que tiene una extraña belleza. Quizá podamos asistir a una prueba con un modelo a escala natural. Resulta de lo más espectacular. Pero estábamos hablando de su dominio del Interestelar... Esa es una de tantas supersticiones de Aurora referidas a la Tierra. Aquí se dice que los terrícolas hablan una versión casi incomprensible del idioma Interestelar. Cuando dieron ese programa de hiperondas acerca de usted, hubo muchos que dijeron que los actores no podían ser terrícolas de verdad porque se comprendía lo que decían. Sin embargo, yo también le entiendo a usted perfectamente.

Sonrió al decir eso. Después, continuó en tono confidencial:

—He intentado leer a Shakespeare, pero no sé leer el idioma original y la traducción me parece curiosamente sosa. No puedo sino considerar que la culpa está en la traducción, y no en Shakespeare. Con Dickens y Tolstoi me va bastante mejor, quizá porque es prosa, aunque los nombres de los personajes me resultan en ambos casos prácticamente impronunciables.

»Lo que intento explicarle, señor Baley, es que soy amigo de la Tierra. De verdad. Deseo lo mejor para ella, ¿me entiende?

Amadiro miró a Baley y en sus ojos volvió a reflejarse la ferocidad del lobo. Baley alzó la voz cortando la suave sucesión de frases de su interlocutor.

—Me temo que no puedo acceder a su proposición, doctor Amadiro. Debo atender a mis asuntos y ya no tengo más preguntas que hacerle a usted ni a nadie del Instituto. Si es usted...

Hizo una pausa. Percibió en el aire un leve y curioso rumor y alzó la mirada, desconcertado.

—¿Qué es eso?

—¿Qué es qué? —preguntó Amadiro—. Yo no oigo nada.

—Se volvió hacia los robots, que habían seguido los pasos de los dos hombres en profundo silencio—. ¡Nada! —repitió enérgicamente—. ¡Nada!

Baley se dio cuenta de que las palabras de Amadiro equivalían a una orden. Ninguno de los robots estaba ahora en situación de afirmar que había oído el sonido, pues ello estaría en abierta contradicción con lo expresado por un ser humano, salvo que el propio Baley diera una orden contraria a la de Amadiro. Y Baley estaba seguro de que no podría hacerlo con la suficiente habilidad frente a la profesionalidad de Amadiro.

Sin embargo, eso no importaba. Él había oído algo, y no era un robot; a él no se le podía ordenar que no lo oyera, y replicó:

—Según sus propias palabras, doctor Amadiro, dispongo de poco tiempo. Razón de más para que deba...

Oyó de nuevo el rumor, esta vez más fuerte. Con un tono agudo y cortante en la voz, Baley exclamó:

—Eso es, supongo, precisamente lo que no ha oído usted hace un momento y lo que ahora aparenta de nuevo no oír. Déjeme ir, señor, o pediré ayuda a los robots.

Amadiro soltó de inmediato la mano con la que retenía a Baley por el brazo.

—Bien, amigo mío, no tenía usted más que pedirlo. Venga. Le llevaré a la salida más próxima y, si vuelve a Aurora alguna vez, lo cual me parece en extremo improbable, haga el favor de venir por aquí y daremos ese paseo por el Instituto que le he prometido.

Caminaban más de prisa. Descendieron por la rampa helicoidal, tomaron por un pasillo hacia el espacioso vestíbulo, ahora vacío, y llegaron hasta la puerta por la que habían entrado en el edificio.

Los ventanales del vestíbulo estaban totalmente oscuros. ¿Era posible que ya fuera de noche?

No era así. Oyó a Amadiro murmurar por lo bajo:

—¡Maldito tiempo! Han vuelto a oscurecer las ventanas.

—Se volvió hacia Baley y añadió—: Imagino que está lloviendo. Lo han dicho en la previsión mateorológica y los pronósticos suelen acertar. Sobre todo, cuando indican mal tiempo. La puerta se abrió y Baley dio un brinco hacia atrás con un jadeo. Sintió el viento frío que se coló en el vestíbulo y vio que las copas de los árboles se agitaban de un lado a otro, como látigos, contra el cielo, un cielo no de color negro, sino gris, un gris intenso.

De él caía agua de forma torrencial. Y mientras Baley contemplaba la lluvia, espantado, un destello de luz surcó el firmamento con una cegadora claridad y volvió a llegar hasta él aquel rumor, convertido esta vez en un estampido, como si el destello luminoso hubiera partido el cielo en dos y el rumor fuera el ruido resultante.

Baley dio media vuelta y echó a correr por donde había venido, gimoteando.