Transcurrieron apenas unos minutos antes de que Baley se encontrara en el cuarto establecimiento de Aurora que visitaba desde su llegada al planeta, un día y medio atrás: ya había estado en los de Fastolfe, Gladia y Vasilia, y ahora le tocaba el de Gremionis.
El establecimiento de Gremionis parecía más pequeño y gris que los demás, aunque presentaba signos de haber sido construido recientemente que Baley apreció pese a su poca práctica en asuntos auroranos. Pese a todo, en el edificio estaba presente el rasgo distintivo de los establecimientos de Aurora: los nichos para robots. Al entrar, Giskard y Daneel se situaron en dos de ellos, que estaban vacíos, y permanecieron situados de cara a la sala, inmóviles y silenciosos. El robot de Gremionis, Brundij, se colocó en un tercer nicho casi inmediatamente.
Los robots no mostraban la menor dificultad a la hora de elegir un nicho u otro, y en ningún instante se veía que dos de ellos se dirigieran al mismo nicho. Baley se preguntó cómo evitarían el conflicto, y llegó a la conclusión de que entre los robots debía de haber algún tipo de comunicación que resultaba subliminal para los seres humanos. Era un asunto respecto al cual tendría que consultar a Daneel (si se acordaba).
Baley advirtió que Gremionis también estaba estudiando los nichos.
El aurorano se había llevado la mano al labio superior y, durante un segundo, se mesó el fino bigote con el índice. Con voz algo vacilante, dijo por fin:
—Tú, robot, el de aspecto humano, no parece adecuado que estés en ese nicho —se volvió hacia Baley y añadió—: Ese es Daneel Olivaw, el robot del doctor Fastolfe, ¿verdad?
—Sí —contestó Baley—. Él también salía en el programa de hiperondas. Mejor dicho, salía un actor en su lugar. Un actor que hacía muy bien el papel.
—Sí, lo recuerdo.
Baley advirtió que Gremionis, igual que Vasilia e incluso que Gladia y el doctor Fastolfe, se mantenía a cierta distancia. Parecía existir alrededor de Baley un campo de repulsión —invisible, inapreciable en cierto modo— que impedía a los espaciales aproximarse demasiado a él. Un campo que les impulsaba a trazar una suave curva para mantener la distancia cuando pasaban junto al terrícola.
Baley se preguntó si Gremionis sería consciente de ello o si era un reflejo puramente automático. ¿Qué harían los auroranos con las sillas donde él se sentaba mientras estaba en un establecimiento, con los platos donde comía, con las toallas que utilizaba? ¿Bastaría con la limpieza normal, o habrían medidas especiales de esterilización? ¿Acaso se desharían de todo cuanto él tocara, reponiéndolo por objetos totalmente nuevos? ¿Serían fumigados los establecimientos en cuanto abandonase el planeta, o incluso cada noche? ¿Y el Personal comunitario que había utilizado, lo derribarían para edificar uno nuevo? ¿Y la mujer que había entrado en el Personal después de él, sin percatarse de su presencia? ¿O quizás era ella la encargada de la fumigación?
Se dio cuenta de que estaba pensando tonterías.
¡Al Espacio con ello! Lo que los auroranos hicieran y el modo en que resolvieran sus problemas era asunto suyo, y Baley no iba a seguir rompiéndose la cabeza con ellos. ¡Jehoshaphat! Él ya tenía sus propios problemas y, de momento, el más inmediato era Gremionis. Se ocuparía de resolverlo después de comer.
El almuerzo fue muy sencillo y a base, sobre todo, de verduras. Sin embargo, Baley tuvo ciertos problemas con la comida por primera vez desde que estaba en el planeta. Cada una de las verduras tenía su sabor perfectamente definido. Las zanahorias sabían mucho a zanahoria y los guisantes a guisante, por decirlo así.
Un poco demasiado, quizás.
Comió un tanto de mala gana e intentó no demostrar su desagrado ante el anfitrión.
Después de algunos bocados, se dio cuenta de que iba acostumbrándose al sabor, como si sus papilas gustativas se hubieran saturado y pudieran soportar el exceso con más facilidad. A Baley se le pasó por la cabeza, con cierta tristeza que, si continuaba tomando durante un tiempo más la comida aurorana, cuando volviera a la Tierra echaría de menos la diferenciación de sabores y despreciaría la mezcla de gustos de la comida terrestre.
Hasta el hecho de que algunos alimentos fueran crujientes —lo cual le había sorprendido al principio, pues estaba convencido de que cada vez que cerraba las mandíbulas producía un ruido que debía de interferir en la conversación— se había convertido en una excitante prueba de que realmente estaba comiendo. Las comidas terrestres, en cambio, resultaban tan silenciosas que, pensó Baley, cuando las reanudara añoraría sus días en Aurora.
Empezó a comer con precaución, estudiando los sabores. Quizá cuando los terrícolas se establecieran en otros mundos, aquella comida al estilo espacial sería el rasgo distintivo de la nueva dieta, sobre todo si carecían de robots para preparar y servir las comidas.
Entonces pensó, inquieto, que no se trataba de cuando los terrestres se establecieran en otros mundos, sino de si alcanzaban tal posibilidad. Y aquel condicional, aquel si..., dependía de él, del detective Elijah Baley. El peso de aquella carga le abrumó.
Terminaron de comer. Un par de robots trajeron unas servilletas calientes y húmedas con las que los comensales se limpiaron las manos. Pero no se trataba de servilletas normales, pues cuando Baley dejó la suya en la bandeja, pareció moverse ligeramente, desmenuzarse y tomar el aspecto de una telaraña. A continuación, de pronto, pareció evaporarse y sus restos ascendieron hasta desaparecer por un agujero del techo. Baley dio un brinco y levantó los ojos hacia el techo, siguiendo la desaparición del objeto, boquiabierto.
—Es un producto nuevo que estoy probando —dijo Gremionis—. Usar y tirar, ¿ve usted? Sin embargo, todavía no sé si me gusta. Hay quien dice que los restos terminan por atascar el sistema de evacuación de desperdicios, y a otros les preocupa la contaminación, porque dicen que una parte del producto termina seguramente en los pulmones. El fabricante dice que no, pero...
Baley advirtió de repente que no habla dicho una palabra en toda la comida, y que aquella era la primera frase que uno de ellos pronunciaba desde el breve comentario acerca de Daneel, antes de que sirvieran los platos. Además, hablar de servilletas no llevaba a ninguna parte.
Con cierta brusquedad, Baley preguntó:
—¿Es usted peluquero, señor Gremionis?
El aurorano se ruborizo, y su suave piel enrojeció hasta el límite del cabello. Con voz ahogada, preguntó a su vez:
—¿Quién se lo ha dicho?
—Si es una manera impropia de referirse a su profesión, le pido disculpas. Es una palabra que utilizamos habitualmente en la Tierra y allí no se considera insultante.
—Soy estilista del cabello y diseñador de ropa —contestó Gremionis—. Es una rama del arte reconocida y valorada. De hecho, soy un artista de la personalidad.
Se llevó de nuevo el índice al bigote. Baley dijo en tono serio:
—He visto que lleva usted bigote. ¿Es corriente dejárselo, en Aurora?
—No, no lo es. Aunque espero que lo sea. Fíjese en un rostro masculino. Muchos de ellos pueden ser reforzados y mejorados con un diseño artístico del vello facial. Todo radica en el diseño, y eso forma parte de mi profesión. Naturalmente, puede llegarse a excesos. En el mundo de Pallas, por ejemplo, el vello facial es corriente, pero existe la práctica de aplicarle tintes multicolores. Los cabellos se tiñen uno por uno, de colores distintos, para producir una especie de mezcla. Bueno, eso es una tontería. No dura mucho, los colores cambian con el tiempo y eso da un aspecto horrible. Pero, aun así, es preferible en cierto modo a la ausencia de vello en el rostro. No hay nada menos atractivo que una cara calva como el desierto. La frase es mía. La utilizo en mis charlas personales con posibles clientes, y resulta muy eficaz. Las mujeres pueden prescindir del vello facial porque lo sustituyen por otro tipo de maquillajes. En el mundo de Smitheus...
Había algo de hipnótico en sus tranquilas y veloces palabras, en su actitud fervorosa, en el modo en que sus ojos se agrandaban y permanecían fijos en los de Baley, llenos de intensa sinceridad. Baley tuvo que utilizar casi la fuerza física para apartar su mirada del aurorano.
—¿Es usted roboticista, señor Gremionis? —preguntó. Gremionis pareció perplejo y un tanto confuso al verse interrumpido en mitad del discurso.
—¿Roboticista?
—Sí. Roboticista —insistió Baley.
—No, en absoluto. Utilizo robots como todo el mundo, pero no sé nada sobre lo que llevan dentro. En realidad, no me interesa.
—Pero vive usted en terrenos del Instituto de Robótica. ¿Cómo es eso?
—¿Por qué no iba a hacerlo? —La voz de Gremionis era manifiestamente más hostil.
—Si no es usted roboticista...
—¡Qué tontería! —exclamó Gremionis haciendo una mueca—. Cuando se diseñó el Instituto hace algunos años, fue concebido como una comunidad autosuficiente. Tenemos nuestros propios talleres para la reparación de los vehículos de transporte, nuestros talleres de mantenimiento de los robots personales, nuestros médicos y nuestros diseñadores de edificios y estructuras. El personal del Instituto vive aquí y, por si necesitan a un artista de la personalidad, tienen a Santirix Gremionis, que también vive aquí. ¿Tiene algo de malo mi profesión para que no deba ser así?
—Yo no he dicho eso.
Gremionis se volvió hacia un lado con un aire malhumorado que la rápida negativa de Baley no consiguió mitigar. Pulsó un botón y, tras estudiar una franja rectangular multicolor, hizo algo muy parecido a un rápido y breve tamborileo con los dedos.
Una esfera descendió lentamente del techo y permaneció suspendida aproximadamente a un metro de sus cabezas. Se abrió como si fuera una naranja y en su interior se inició un juego de colores, acompañado de unos suaves sonidos. Colores y sonidos se entremezclaban con tal armonía que Baley, asombrado, descubrió que al cabo de un rato resultaba difícil distinguir unos de otros.
Las ventanas se oscurecieron y los segmentos de la esfera resaltaron todavía más.
—¿Demasiado brillante? —preguntó Gremionis.
—No —respondió Baley, tras un breve titubeo.
—Sirve de fondo ambiental y he escogido una combinación relajante que nos hará más fácil hablar de un modo civilizado, ¿sabe? ¿Nos centramos en el tema? —añadió rápidamente.
Baley apartó su atención del... de como diablos se llamara aquello (Gremionis no habia mencionado el nombre) con cierta dificultad y contestó:
—Si es tan amable, me encantaría.
—¿Ha estado usted acusándome de haber tenido algo que ver con la inmovilización de ese robot Jander?
—He estado investigando las circunstancias del fin de ese robot.
—Pero usted ha mencionado mi nombre en relación con ese fin. De hecho, hace apenas unos minutos me ha preguntado si yo era roboticista. Adivino lo que tiene en la cabeza. Pretende usted llevarme a reconocer que sé algo sobre robótica, para así incriminarme como... como el que puso fin a la actividad del robot.
—Podría utilizarse la palabra «roboticida».
—¿Roboticida? ¿Como «homicida»? No, no se puede matar a un robot. En cualquier caso, yo no he acabado con él, ni le he matado, ni como quiera usted denominarlo. No soy roboticista, ya se lo he dicho. No sé nada de robótica. ¿Cómo puede usted siquiera pensar que...?
—Tengo que investigar todas las conexiones, señor Gremionis. Jander pertenecía a Gladia, la mujer de Solaria, y usted era amigo de ella. Eso es una conexión.
—Gladia puede tener amistad con mucha gente. No veo la relación concreta conmigo.
—¿Está usted dispuesto a declarar que jamás vio a Jander en las ocasiones en que ha visitado el establecimiento de Gladia?
—¡Jamás le vi! ¡Ni una sola vez!
—¿No supo nunca que Gladia tenía un robot humaniforme?
—¡No!
—¿Nunca lo mencionó Gladia?
—Ella tenía robots por todas partes. Todos eran robots normales. Nunca me dijo una sola palabra de que tuviera alguno de otro tipo.
Baley se encogió de hombros.
—Muy bien —murmuró—. De momento, no tengo razones para suponer que no esté diciéndome la verdad.
—Entonces, dígaselo a Gladia. Esta es la razón de que haya ido a buscarle. Deseo pedirle que se lo haga saber a ella, que lo deje bien claro.
—¿Quizá Gladia tiene razones para pensar de otro modo?
—Naturalmente. Usted le ha envenenado el cerebro. Le ha hecho preguntas sobre mí en relación con el caso y ella ha pensado que... Le ha hecho usted dudar de... Lo cierto es que esta mañana me ha llamado y me ha preguntado si yo tenía algo que ver con el asunto.
—¿Y usted lo ha negado?
—Por supuesto, y con toda rotundidad, además, porque realmente no he tenido nada que ver. Sin embargo, no suena convincente mi sola negativa. Quiero que usted la confirme. Quiero que le diga a Gladia que, en su opinión, no tengo nada que ver en todo este asunto. Usted mismo lo ha dicho y no puede destruir mi reputación sin tener pruebas en mi contra. Puedo actuar contra usted.
—¿Ante quién?
—Ante el Comité para la Defensa de la Persona. Ante la Asamblea Legislativa. El director del Instituto es amigo íntimo del propio Presidente y ya le he remitido un informe completo sobre el tema. No estoy a la espera, ¿comprende usted? Estoy realizando las acciones oportunas.
Gremionis movió la cabeza en un gesto que quizá quería expresar furia, pero que no convencía demasiado, considerando la suavidad de sus facciones.
—Escuche —prosiguió—, esto no es la Tierra. Aquí gozamos de protección. Su planeta, con la superpoblación, obliga a la gente a vivir en colmenas, en hormigueros. Se aplastan ustedes unos contra otros, se ahogan mutuamente, y no importa. Una vida o un millón de vidas, no importan nada.
Baley luchó por evitar que su voz expresara desprecio cuando respondió:
—Ha leído usted demasiadas novelas históricas.
—Por supuesto que sí. Y los libros describen su planeta tal como es. No se puede tener a miles de millones de personas en un único mundo sin que sea así. En Aurora, cada uno de nosotros es una vida valiosa. Cada uno de nosotros está protegido físicamente por los robots, de modo que nunca se produce en Aurora un atraco, y mucho menos un asesinato.
—Excepto el de Jander.
—Eso no es un asesinato; Jander era sólo un robot. Y nuestra Legislación nos protege de otros tipos de daño más sutiles que el atraco. El Comité para la Defensa de la Persona estudia minuciosamente, muy minuciosamente, cualquier acción que perjudique injustamente la reputación o el estatus social de cualquier ciudadano individual. Si un aurorano actuara como lo hace usted, se vería metido en un buen problema. Siendo usted terrícola...
—Estoy llevando a cabo una investigación invitado, supongo, por la Asamblea —replicó Baley—. Estoy seguro de que el doctor Fastolfe no podría haberme traído aquí sin su permiso.
—Quizás, pero eso no le da derecho a sobrepasar las limitaciones de una investigación justa.
—Entonces, ¿va usted a llevar el asunto ante la Asamblea Legislativa? —preguntó Baley.
—Voy a hacer que el director del Instituto...
—Por cierto, ¿cómo se llama el director?
—Kelden Amadiro. Voy a pedirle que trate el tema con la Asamblea Legislativa, y Amadiro forma parte de ella, ¿sabe usted? Es uno de los líderes del partido Globalista. Así pues, creo que será mejor para usted que le diga claramente a Gladia que soy absolutamente inocente.
—Me gustaría, señor Gremionis, porque sospecho que lo es usted, pero ¿cómo puedo cambiar mis sospechas por certidumbre si antes no me permite hacerle unas preguntas?
Gremionis titubeó. Luego, con aire desafiante, se recostó de nuevo en su asiento y se llevó las manos a la nuca. Era la viva imagen de un hombre que fracasaba totalmente en su intento de aparentar tranquilidad.
—Pregunte —dijo—. No tengo nada que ocultar. Y cuando haya terminado, insisto en que llame a Gladia, desde aquí mismo, por ese transmisor tridimensional de ahí detrás, y reconozca ante ella mi inocencia. De lo contrario, se verá metido en más problemas de lo que puede imaginar.
—Comprendo, pero antes... ¿Cuánto hace que conoce a Vasilia Fastolfe, señor Gremionis? O mejor dicho, a la doctora Vasilia Aliena, si la conoce usted por ese nombre...
Gremionis titubeo de nuevo y contestó con voz tensa:
—¿Por qué lo pregunta? ¿Qué tiene eso que ver con la investigación?
Baley suspiró y su rostro adusto pareció adoptar una expresión todavía más seria.
—Le recuerdo, señor Gremionis, que no tiene usted nada que ocultar y que desea convencerme de su inocencia para que yo la corrobore ante Gladia. Dígame, pues, cuánto tiempo hace que la conoce. Si no la conoce, dígalo, pero antes es de justicia advertirle que la doctora Vasilia ha declarado que ustedes se conocen bien, lo suficiente por lo menos para que usted se haya ofrecido a ella.
Gremionis pareció inquietarse. Con voz temblorosa, contestó:
—No sé por qué la gente ha de hacer una montaña de eso. Ofrecerse es una acción social perfectamente natural que no concierne a nadie más. Claro que usted es terrícola, y usted sí haría una montaña de ello.
—Creo que la doctora no le aceptó.
Gremionis se llevó las manos al regazo, con los puños apretados.
—Aceptar o rechazar es una decisión que sólo le concierne a ella. Ha habido personas que se han ofrecido a mí y que yo he rechazado. No es asunto importante.
—Está bien. ¿Cuánto hace que la conoce?
—Algunos años. Unos quince.
—¿La conocía ya cuando aún vivía con el doctor Fastolfe?
—Entonces yo era un chiquillo —dijo Gremionis, ruborizándose.
—¿Cómo la conoció?
—Yo estaba terminando los estudios de artista de la personalidad y fui llamado para diseñar un vestuario para ella. Le gustó mi trabajo y después de eso utilizó mis servicios (en este aspecto) en exclusiva.
—Así pues, ¿fue por recomendación de ella como usted adquirió su actual posición como, digamos, artista de la personalidad oficial entre los miembros del Instituto de Robótica?
—Ella supo reconocer mis cualidades. Realicé un examen, junto con otros candidatos, y obtuve la plaza por méritos propios.
—¿Pero ella le recomendó?
—Sí —reconoció Gremionis parcamente, con aire molesto.
—Y usted creyó que la única manera de agradecérselo era ofreciéndose a ella, ¿verdad?
Gremionis hizo otra mueca y se pasó la lengua por los labios, como si tuviera en ellos un sabor amargo.
—¡Esto resulta muy... desagradable! Supongo que un terrícola pensaría como usted dice, pero me ofrecí sólo porque me complacía hacerlo.
—¿Porque la doctora Vasilia es atractiva y tiene una personalidad afectuosa?
—Bueno... —titubeó Gremionis—, yo no diría que su carácter sea muy afectuoso —dijo precavidamente—, pero desde luego es atractiva.
—Me han dicho que usted se ofrece a cualquiera... sin distinción.
—Eso es falso.
—¿Qué es falso? ¿Que se ofrece a todo el mundo o que me lo hayan dicho?
—Que me ofrezca a todo el mundo. ¿Quién se lo ha contado?
—No sé si serviría de algo que contestara a esa pregunta. ¿Le gustaría a usted que le citara como fuente de alguna información embarazosa? ¿Hablaría libremente conmigo si pensara que iba a hacerlo?
—Bueno, quienquiera que se lo haya dicho, es un mentiroso.
—Quizá no era más que una exageración. ¿Se había ofrecido usted a otras personas antes de hacerlo a la doctora Vasilia?
Gremionis apartó la mirada.
—Un par de veces. Nada serio.
—¿Pero con la doctora Vasilia iba en serio?
—Bien...
—Según tengo entendido, usted se ofreció a ella en repetidas ocasiones, lo cual va totalmente en contra de las costumbres auroranas.
—¡Oh, las costumbres auroranas...! —exclamó Gremionis, furioso. Luego apretó los labios con fuerza y frunció el ceño—. Veamos, señor Baley, ¿puedo hablarle en confianza?
—Sí. Todas mis preguntas van dirigidas a satisfacer mis dudas respecto a que no tuvo usted nada que ver con la muerte de Jander. Una vez aclaradas esas dudas, puede tener la seguridad de que mantendré en secreto todas sus observaciones.
—Perfectamente, entonces. No es nada malo, nada de lo que me avergüence, entiéndame. Es sólo que tengo un profundo sentido de la intimidad y tengo derecho a ella si así lo deseo, ¿no?
—Desde luego —asintió Baley en tono consolador.
—¿Sabe?, yo opino que la vida sexual en pareja es mejor cuando existe un amor y un afecto profundos entre los dos.
—Imagino que eso es muy cierto.
—Y no hay necesidad de otros, ¿no cree usted?
—Parece bastante... plausible.
—Yo siempre he soñado con encontrar la pareja perfecta y no volver a buscar a nadie más. A eso se llama monogamia. No existe en Aurora, pero sí en otros mundos. En la Tierra es muy frecuente, ¿verdad, señor Baley?
—En teoría, señor Gremionis.
—Pues eso es lo que yo quiero. Lo he buscado durante años. Cuando en ocasiones mantenía encuentros sexuales, siempre me parecía que faltaba algo. Entonces conocí a la doctora Vasilia y ella me dijo... Bueno, la gente le cuenta sus confidencias al artista de la personalidad porque es un trabajo muy personal y... bien, ahora viene la parte realmente confidencial...
—Vamos, adelante —le ayudó Baley. Gremionis se humedeció los labios.
—Si lo que voy a decirle llega a saberse, estoy arruinado. Vasilia hará todo cuanto pueda para que no me encarguen más trabajos. ¿Está usted seguro de que esto tiene que ver con el caso?
—Se lo aseguro con todas mis fuerzas, señor Gremionis. Esto puede ser de la mayor importancia.
—Bien, entonces... —Gremionis no parecía convencido del todo—. El hecho es que, por lo que la doctora Vasilia ha ido contándome aquí y allá, con medias palabras, he llegado a la conclusión de que... —su voz se convirtió apenas en un su-surro— de que es virgen.
—Entiendo —dijo Baley tranquilamente. Recordó lo convencida que se había mostrado Vasilia respecto a que el rechazo de su padre le había distorsionado la vida, y comprendió mucho mejor el odio que la doctora había demostrado hacia el doctor Fastolfe.
—Eso me excitó. Me pareció que podría tenerla toda para mí, y que yo podría ser el único hombre para ella. No puedo expresar cuánto significó para mí saber aquello. Hacía que la viera divinamente hermosa a mis ojos, y que la deseara como a nada.
—¿Y por eso se ofreció a ella?
—Sí.
—Varias veces. ¿No se sintió desanimado por sus negativas?
—Eso reforzaba aún más su virginidad, por decirlo así, y yo todavía me sentía más excitado. El hecho de que resultara difícil lo hacía aún más emocionante. No sé explicarlo mejor y no creo que pueda usted entenderlo.
—Señor Gremionis, le entiendo perfectamente. Pero debió de llegar un momento en que usted dejó de ofrecerse a la doctora, ¿no?
—Sí, en efecto.
—Y entonces empezó a ofrecerse a Gladia, ¿no?
—Sí, en efecto.
—¿Varias veces?
—Sí, en efecto.
—¿Por qué? ¿Por qué ese cambio?
—La doctora Vasilia dejó muy claro, finalmente, que no me daría ninguna oportunidad. Entonces llegó Gladia y como se parecía tanto a Vasilia, yo...
—Pero Gladia no era virgen —le interrumpió Baley—. En Solaria estaba casada y en Aurora había tenido bastantes experiencias, según me han dicho.
—Yo lo sabía, pero ella... dejó de tenerlas. Gladia, ¿comprende usted?, nació en Solaria, no en Aurora, y por ello no entendía del todo las costumbres de nuestro planeta. Sin embargo, en un momento determinado dejó de tener relaciones sexuales, porque no le gustaba lo que denominaba «promiscuidad».
—¿Eso se lo dijo ella?
—Sí. En Solaria es costumbre la monogamia. Gladia no tenía un matrimonio feliz, pero seguía acostumbrada al modo de vida de Solaria y por eso no le gustaron los hábitos de Aurora cuando los probó. Yo, por mi parte, busco también la monogamia y por eso... ¿va usted entendiendo?
—Sí, pero antes de nada, ¿cómo se conocieron usted y Gladia? —preguntó Baley.
—La conocí, simplemente. Cuando llegó a Aurora salió en los noticiarios de hiperondas como una romántica refugiada de Solaria. Además, tuvo un papel en ese famoso programa de hiperondas...
—Sí, sí, pero hubo algo más, ¿verdad?
—No sé a qué se refiere.
—Bueno, déjeme adivinar. ¿No llegó un momento en que la doctora Vasilia le dijo que lo rechazaba para siempre? ¿Y no le sugirió ella misma una alternativa, por casualidad?
Gremionis, en un súbito acceso de furia, gritó:
—¿Le ha dicho eso la doctora Vasilia?
—No con tantas palabras, pero aun así creo que sé lo que sucedió. ¿No le dijo ella que le convendría más probar con una recién llegada al planeta, una joven de Solaria que era la protegida o la pupila del doctor Fastolfe, del cual usted sabía que era el padre de Vasilia? ¿Y no le dijo ésta que la joven, Gladia, se parecía bastante a ella pero que era más joven y que tenía un carácter más afectuoso? En pocas palabras, ¿no le animó la doctora Vasilia a trasladar a Gladia las atenciones que le estaba dispensando a ella?
Gremionis estaba visiblemente agitado. Sus ojos se cruzaron con los de Baley y se apartaron inmediatamente. Era la primera vez que Baley observaba en un espacial una mirada de temor... ¿o era de pavor y respeto? (Baley meneó ligera-mente la cabeza en señal de negativa. No debía dejarse llevar por la satisfacción de haber impuesto respeto a un espacial. Podía hacer peligrar su objetividad.)
—¿Y bien? ¿Tengo razón o no? —preguntó. Gremionis respondió en voz baja.
—Así que el programa de hiperondas no era una exageración... ¿De verdad lee usted la mente?
—Sólo hago preguntas —contestó tranquilamente Baley—. Y usted no ha contestado a la mía. ¿Tengo razón o no?
—No sucedió exactamente así —respondió Gremionis—. Es cierto que Vasilia habló de Gladia, pero... —Se mordió el labio inferior y continuó—: Bien, en resumen sucedió lo que usted acaba de decir. Fue aproximadamente como acaba de describirlo.
—¿Y usted no se sintió disgustado? ¿Le dio la impresión de que Gladia se parecía realmente a la doctora Vasilia?
—En cierto modo, sí. —A Gremionis le brillaron los ojos—. Pero en realidad no era así. Si las coloca una junto a otra apreciará la diferencia. Gladia tiene mucha más gracia y delicadeza. Y un ánimo mucho más... alegre.
—¿Se ha ofrecido usted a Vasilia desde que conoce a Gladia?
—¿Está usted loco? Claro que no.
—Pero ¿se ha ofrecido a Gladia?
—Sí.
—¿Y ella le ha rechazado?
—Sí, pero tiene usted que entender que ella ha de estar segura, igual que habría de estarlo yo. Piense en el error que habría cometido yo si hubiese convencido a la doctora Vasilia de que me aceptara. Gladia no desea cometer ese error, y yo no se lo reprocho.
—Pero usted no cree que Gladia cometa un error aceptándole, y por eso se le ha ofrecido una y otra vez, ¿verdad?
Gremionis miró a Baley con aire ausente durante unos segundos y luego pareció sentir un escalofrío. Hizo una mueca con los labios, como si fuera un niño rebelde, y respondió:
—Dice usted las cosas de un modo que resulta ofensivo...
—Lo siento, no lo pretendía. Por favor, responda a la pregunta.
—Mi respuesta ha de ser afirmativa.
—¿Cuántas veces se ha ofrecido?
—No las he contado. Cuatro veces. Bueno, cinco. O quizá más.
—Y ella siempre le ha rechazado.
—Sí. De lo contrario, no habría tenido que ofrecerme otra vez, ¿no le parece?
—¿Gladia se mostró irritada al rechazarle?
—No, no. Gladia no es así. Me trata siempre con mucha amabilidad.
—¿Le ha llevado la actitud de ella a ofrecerse a alguien más?
—¿Cómo?
—Bueno, Gladia le ha rechazado, y una manera de responderle sería ofreciéndose a otra persona. ¿Por qué no? Si Gladia no le quiere...
—No. No deseo a ninguna otra persona.
—¿A qué cree usted que se debe eso?
Gremionis, enérgicamente, replicó:
—¿Cómo quiere que sepa a qué se debe? Yo amo a Gladia. Es... es una especie de locura, salvo que yo creo que es la mejor clase de locura. Estaría loco si no tuviera esa clase de locura... No espero que sea usted capaz de comprenderme.
—¿Ha intentado explicarle eso a Gladia? Quizá lo entendería.
—Jamás. Con mis palabras sólo la inquietaría, la desconcertaría. De esas cosas no se habla. Tendría que acudir a la consulta de un mentólogo.
—¿Lo ha hecho usted?
—No.
—¿Por qué?
—Tiene usted la costumbre de hacer las preguntas de la manera más brusca, terrícola.
—Quizá porque soy terrícola. No sé hacerlo de otro modo. Además, también soy investigador y debo conocer esas cosas. ¿Por qué no ha acudido a un mentólogo?
Sorprendentemente, Gremionis se echó a reír.
—Ya se lo he dicho. La curación resultaría una locura mayor que la enfermedad. Prefiero estar con Gladia y ser rechazado que estar con otra persona y ser aceptado. Imagine que a su cabeza le falta un tornillo y que usted desea que le siga faltando. Cualquier mentólogo le sometería a un tratamiento intensivo.
Baley permaneció un instante meditabundo y luego preguntó a Gremionis:
—¿Sabe si la doctora Vasilia es, de algún modo, una mentóloga?
—Vasilia es roboticista, y se dice que eso es lo que más se parece a la rnentología. Si uno sabe cómo funciona un robot, se hace una idea de cómo actúa el cerebro humano. Al menos, eso dicen.
—¿Le parece que Vasilia conoce esos extraños sentimientos que experimenta usted por Gladia?
—Nunca se lo he dicho —respondió Gremionis, poniéndose tenso—. Me refiero a que nunca se lo he dicho con esas palabras,
—¿Es posible que ella comprenda sus sentimientos sin tener que preguntarle? ¿Está enterada Vasilia de que usted se ha ofrecido repetidamente a Gladia?
—Bueno... Vasilia suele preguntarme qué tal me va, como suele hacerse entre viejos conocidos. Yo le contesto vaguedades. Nada íntimo.
—¿Está seguro de que nunca le ha dicho nada íntimo? Seguramente, ella le habrá animado a que siga ofreciéndosele...
—¿Sabe?, ahora que lo menciona me parece ver un aspecto nuevo en todo este asunto. No sé cómo ha conseguido meterme esa idea en la cabeza. Supongo que ha sido por las preguntas que me ha hecho, pero ahora me da la impresión de que Vasilia ha seguido animando mi amistad con Gladia. Sí, decididamente ella ha estado incitándome —añadió con inquietud—. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—¿Por qué cree que le ha incitado a que se ofreciera una y otra vez a Gladia?
Gremionis frunció el ceño con aire triste y se llevó el índice al bigote.
—Supongo que podría decirse que intentaba librarse de mí. Que intentaba asegurarse de que no seguiría molestándola. —Emitió una risilla y prosiguió—: Eso no es muy lisonjero para mí, ¿verdad?
—¿Ha dejado de comportarse amistosamente con usted la doctora Vasilia?
—En absoluto. En todo caso, se muestra más amistosa que nunca.
—¿Ha intentado alguna vez Vasilia explicarle cómo podría tener más éxito con Gladia? ¿Mostrando un mayor interés por el trabajo de ésta, por ejemplo?
—Eso no hace falta que me lo diga. El trabajo de Gladia y el mío son muy similares. Yo trabajo con seres humanos y ella con robots, pero ambos somos diseñadores, artistas. Eso ayuda a intimar, ¿sabe? Salvo cuando me ofrezco y ella me rechaza, el resto del tiempo somos buenos amigos. Y eso es mucho, si se para usted a pensar.
—¿Le sugirió la doctora Vasilia que mostrara un mayor interés por el trabajo del doctor Fastolfe?
—¿Por qué iba a hacerlo? No sé nada de su trabajo.
—¿Quizás a Gladia le interesase la labor de su benefactor, y ése podía ser un modo de que usted se congraciara con ella.
Gremionis entrecerró los ojos. Se levantó con una fuerza casi explosiva, dio unos pasos hasta el otro extremo de la sala, regresó, se quedó de pie frente a Baley y exclamó:
—¡Escúcheme bien! No soy el mejor cerebro del planeta, ni siquiera el segundo mejor, pero tampoco soy un imbécil. Ya sé por dónde va usted, ¿me oye?
—¡Ah!
—Todas sus preguntas han servido para llevarme a decir que la doctora Vasilia me ha hecho enamorarme y... y eso es... —Se detuvo, sorprendido—. ¡Estoy enamorado, como en las novelas históricas! —declaró por fin. Pensó en lo que acababa de decir, con una expresión de duda en los ojos. A continuación, dio paso nuevamente a la cólera—. Usted está insinuando que Vasilia hizo que me enamorara de Gladia y, después, que siguiera enamorado de ella, para así poder averiguar datos sobre el trabajo del doctor Fastolfe y descubrir el modo de paralizar a ese robot, Jander.
—¿Y no cree que fuera así?
—¡No, de ningún modo! —gritó Gremionis—. Yo no sé nada de robótica. Nada en absoluto. Aunque me explicaran algo de la manera más sencilla, seguiría sin entenderlo. Y no creo que Gladia comprendiera mucho más que yo. Además, nunca le he preguntado a nadie cuestiones relacionadas con la robótica. Ni el doctor Fastolfe ni nadie más me ha explicado nada sobre el tema. La doctora Vasilia no lo ha sugerido en ningún momento. —Bajó enérgicamente las manos a los costados y sentenció—: Esa maldita teoría suya no es correcta. No lo es, olvídela.
Volvió a sentarse, cruzó los brazos sobre el pecho rígidamente y apretó los labios hasta formar con ellos una fina línea, que hizo destacar más su pequeño bigote.
Baley alzó la mirada hacia la bola del techo, que todavía emitía su tonada de fondo, agradablemente variada, y sus suaves cambios de color, mientras se balanceaba de forma hipnotizadora formando un lento y corto arco.
Si la explosión de cólera de Gremionis trastornó en algo el sistema de ataque de Baley, éste no lo demostró en absoluto.
—Comprendo lo que me dice, pero ¿no es verdad que sigue viendo mucho a Gladia?
—Sí, es cierto.
—Sus repetidos ofrecimientos no la ofenden, pero... ¿no le ofenden a usted sus repetidos rechazos?
Gremionis se encogió de hombros y respondió:
—Mis ofrecimientos son educados, y sus negativas son amables. ¿Por qué íbamos a sentirnos ofendidos cualquiera de los dos?
—Pero ¿cómo pasan el tiempo juntos? Evidentemente, no mantienen relaciones sexuales, y tampoco hablan de robótica. ¿A qué se dedican entonces?
—¿Es eso lo único que puede hacerse en compañía? ¿Sexo o robótica? Hacemos muchas cosas juntos. Charlar, por ejemplo. Gladia siente una gran curiosidad por Aurora y paso horas describiéndole el planeta. Ella ha visto muy pocas cosas de Aurora, ¿sabe? Y pasa horas enteras hablándome de Solaria y de lo infernal que resulta ese mundo. Por lo que ella dice, me parece que preferiría vivir en la Tierra... No se lo tome corno una ofensa. Y también habla de su difunto esposo. Vaya tipo tan miserable. Gladia ha tenido una vida muy dura, la pobre.
«También vamos a algún concierto, y la he llevado a veces al Instituto de Artes. Además, trabajamos juntos, como ya le he dicho. Repasamos conjuntamente sus diseños y los míos. Para ser totalmente sincero, le diré que no considero muy provechoso trabajar con robots, pero todos tenemos nuestras propias ideas, ¿verdad? Por eso pareció sorprenderse cuando le expliqué que es muy importante cortarse el cabello correctamente. Porque Gladia no lleva un peinado perfecto, ¿sabe? Sin embargo, lo que más hacemos Gladia y yo es pasear.
—¿Pasear? ¿Por dónde?
—Por ningún sitio en particular. Sencillamente, paseamos. Es una costumbre de Gladia, porque asi se educó en Solaria. ¿Ha estado alguna vez en Solaria? Sí, sí, por supuesto. Lo siento. En Solaria existen esas inmensas fincas con sólo uno o dos seres humanos, rodeados de robots. Uno puede caminar kilómetros y kilómetros en completa soledad, y Gladia dice que eso le hace sentirse a uno como si fuera dueño de todo el planeta. Los robots siempre están allí, naturalmente, para vigilarle y cuidarle a uno, pero se mantienen fuera de la vista. Gladia echa de menos esa sensación de poseer un mundo, aquí en Aurora.
—¿Significa eso que desea poseer el planeta?
—¿Se refiere a que si tiene ansias de poder? ¿Gladia? ¡Vaya tontería! Lo único que quiere decir con eso es que echa de menos la sensación de estar a solas con la naturaleza. Yo no comparto ese sentimiento, ¿sabe usted?, pero me gusta complacerla. Naturalmente, en Aurora no puede ser igual que en Solaria. Aquí uno está condenado a cruzarse con otras personas, especialmente en el área metropolitana de Eos, y los robots no están programados para mantenerse fuera de la vista. De hecho, los auroranos suelen ir acompañados por robots. Sin embargo, pese a ello, conozco algunas rutas agradables y no muy frecuentadas, y Gladia se lo pasa bien recorriéndolas.
—¿Y usted? ¿También se lo pasa bien?
—Bueno, sólo porque estoy con Gladia. A los auroranos también les gusta caminar, pero debo reconocer que a mí no me entusiasma. Al principio, mis músculos protestaban por el esfuerzo y Vasilia se reía de mí.
—Vasilia ha estado al corriente de sus paseos, ¿verdad?
—Bueno, un día fui a verla cojeando y con agujetas, y tuve que explicarle la causa. Ella se echó a reír y me dijo que era una buena idea, y que el mejor modo de conseguir que un caminante aceptara un ofrecimiento era caminar a su lado: «Sigue así», me dijo, «y ella dejará de rechazarte antes de que tengas otra oportunidad para ofrecerte. Ella misma se ofrecerá a ti». Después, Gladia no reaccionó como yo esperaba, pero con el tiempo han acabado por gustarme a mí también esos paseos.
Gremionis parecía haber superado su. ataque de furia y estaba ahora mucho más relajado. Baley pensó que el aurorano debía de estar recordando los paseos, pues en sus labios había aparecido una media sonrisa. Parecía una persona simpática —y vulnerable—, mientras su mente retrocedía a Dios sabía qué párrafo de alguna conversación sostenida durante un paseo Dios sabía por dónde. Baley casi correspondió a su aire ensimismado con otra sonrisa.
—Así pues, Vasilia estaba al corriente de que usted y Gladia seguían con los paseos.
—Supongo que sí. Comencé a tomarme libres los miércoles y los sábados porque así coincidía con Gladia, y Vasilia se burlaba de mis «paseítos sabatinos» cuando los mencionaba de pasada.
—¿Les ha acompañado la doctora Vasilia en alguno de esos paseos?
—Desde luego que no.
Baley cambió de posición en su asiento y fijó la mirada en las puntas de sus dedos al tiempo que comentaba:
—Supongo que, al menos, llevaban con ustedes algún robot...
—Por supuesto. Uno mío y uno de ella. Sin embargo, siempre procuraban permanecer apartados, sin seguir nuestros pasos «al estilo de Aurora», como dice Gladia. Ella deseaba tener la soledad de Solaria, y yo cedí a su voluntad, aunque al principio hasta me dolía el cuello de tanto mirar alrededor para ver si Brundij se mantenía cerca.
—¿Y qué robot acompañaba a Gladia?
—No era siempre el mismo, pero todos procuraban permanecer fuera de nuestra vista. Nunca llegué a hablar con ninguno.
—¿Qué me dice de Jander?
Al instante, desapareció del rostro de Gremionis parte de su expresión risueña.
—¿Qué sucede con él?
—¿Les acompañó alguna vez? Si lo hubiera hecho, usted lo sabría, ¿no?
—¿Un robot humaniforme? Naturalmente que lo sabría. Y no nos acompañó nunca, ni una sola vez.
—¿Está seguro?
—Completamente —murmuró Gremionis—. Supongo que Gladia lo consideraba demasiado valioso para que perdiera el tiempo en una tarea que podía realizar cualquier robot normal.
—Parece usted molesto. ¿No compartía acaso la opinión de Gladia?
—El robot era suyo. A mí no me preocupaba eso.
—¿Y nunca llegó a verle en sus visitas al establecimiento de Gladia?
—Jamás.
—¿Y ella no le dijo nunca nada acerca de él? ¿No le habló de él?
—No, que yo recuerde.
—¿No le pareció extraño?
—No. ¿Por qué íbamos a hablar de robots? —respondió Gremionis haciendo un gesto de negativa con la cabeza.
Baley fijó su sombría mirada en el rostro de su interlocutor.
—¿Tenía usted idea de la relación existente entre Gladia y Jander?
—No irá a decirme que Gladia mantenía relaciones sexuales con el robot, ¿verdad?
—¿Le sorprendería que así fuera? —replicó Baley.
—Suele suceder —contestó Gremionis, impasible—. No es infrecuente. En ocasiones pueden utilizarse los robots, si a uno le complace. Y un robot humaniforme, completamente humaniforme, según creo...
—Completamente —asintió Baley, haciendo un explícito gesto.
—Bien, en ese caso —prosiguió Gremionis, curvando los labios hacia abajo—, a una mujer le costaría resistirse.
—Pero Gladia se resistió a usted. ¿No le molesta que Gladia pudiera preferir a un robot, antes que a usted?
—Bueno, hablando en serio, no estoy seguro de que esté diciendo la verdad, pero si es así, no tengo por qué preocuparme. Un robot no es más que un robot. Una mujer con un robot, o un hombre con un robot, no es más que una masturbación.
—Sea sincero: ¿de verdad no sabía nada de esa relación, señor Gremionis? ¿Nunca había sospechado nada?
—Ni siquiera había pensado en ello —insistió Gremionis.
—¿No lo sabía? ¿O lo sabía pero no le importaba?
—Ya está presionándome otra vez —protestó Gremionis—. ¿Qué quiere hacerme decir? Ahora que me ha metido esa idea en la cabeza con tanta insistencia, si echo una mirada atrás me parece que quizás había llegado a preguntarme alguna vez algo así. Pero da igual, porque nunca había notado que sucediera algo semejante hasta que usted ha empezado a hacer preguntas.
—¿Está seguro?
—Sí, lo estoy. No me acose.
—No estoy acosándole. Sólo estaba preguntándome si sería posible que usted supiera en realidad que Gladia mantenía relaciones sexuales de forma regular con Jander, y que se diera cuenta de que ella nunca le aceptaría como amante mientras la situación siguiera así, y que la amara tanto que estuviese dispuesto a no detenerse ante nada con tal de eliminar a Jander y que, en resumen, estuviera tan celoso que...
En aquel instante, y como si de repente se hubiera soltado un resorte contenido con dificultad durante unos minutos, Gremionis saltó sobre Baley soltando un grito estruendoso e incoherente. Baley, tomado absolutamente por sorpresa, se echó hacia atrás instintivamente y su silla se volcó.
Inmediatamente, sintió sobre él unos fuertes brazos. Notó que le levantaban, que ponían la silla en su posición vertical, y se dio cuenta de que estaba en brazos de un robot. Qué fácil resultaba olvidarse de que estaban en la misma habitación cuando permanecían inmóviles y silenciosos en sus nichos.
No obstante, no había sido Daneel ni Giskard quien había acudido en su ayuda. Era Brundij, el robot de Gremionis.
—Espero que no se haya hecho daño, señor —dijo Brundij, con una voz poco natural.
¿Dónde estaban Daneel y Giskard?
La pregunta encontró contestación de inmediato. Los robots se habían repartido el trabajo limpia y rápidamente. Daneel y Giskard, valorando en un instante que una silla caída ofrecía menos posibilidades de causar daño a Baley que un Gremionis enloquecido, se habían lanzado sobre el anfitrión. Brundij, al comprender al instante que no era necesario en aquella dirección, se ocupó del estado del invitado.
Gremionis, que seguía en pie y respiraba pesadamente, estaba totalmente inmovilizado por el cuidadoso abrazo doble de los robots de Baley. Con una voz que apenas era más que un susurro, el aurorano musitó:
—Dejadme. Vuelvo a tener control de mí mismo.
—Sí, señor —dijo Giskard.
—Desde luego, señor Gremionis —añadió Daneel en un tono de voz que era casi dulce.
Pero aunque ambos robots apartaron sus brazos de Gremionis, ninguno de los dos se retiró a su nicho durante un rato. Gremionis miró a derecha y a izquierda, se colocó bien la ropa y luego, pausadamente, se sentó. Su respiración era todavía jadeante y tenía el cabello ligeramente despeinado.
Baley permaneció en pie, con una mano en el respaldo de la silla en la que había estado sentado.
—Lo siento mucho, señor Baley. He perdido los nervios. No me había sucedido nada semejante desde que soy adulto. Me ha acusado usted de... de estar celoso. Ningún aurorano respetable utiliza nunca esa palabra para dirigirse a otro, pero tendría que haber recordado que es usted terrícola. En nuestro planeta, esa palabra sólo aparece en las novelas históricas, y aun en ellas suele escribirse solamente una ce, seguida de puntos suspensivos. Naturalmente, en su mundo no debe de ser así, y debería haberlo comprendido.
—Yo también lo lamento, señor Gremionis —dijo Baley con aire ceremonioso—. He olvidado las costumbres auroranas y eso me ha llevado a cometer esta torpeza. Le aseguro que no volverá a repetirse un lapsus semejante. —Tomó asiento y añadió—: No sé si queda algo más por hablar...
Gremionis no parecía estar escuchando.
—Cuando era un niño —dijo—, a veces empujaba a alguien, o alguien me empujaba, y transcurría cierto tiempo hasta que los robots se tomaban la molestia de acudir a separarnos, así que...
—Permíteme explicar eso, compañero Elijah —intervino Daneel—. Ha quedado perfectamente demostrado que la represión total de cualquier acto agresivo entre los niños tiene consecuencias indeseables. Siempre que no se produzcan daños reales, está permitido e incluso se fomenta un cierto grado de actividad y de juego que conlleve la competencia física. Los robots encargados de los niños están cuidadosamente programados para saber distinguir los riesgos y el grado de daño que puede producirse. Yo, por ejemplo, no estoy adecuadamente programado en este aspecto y no serviría para cuidar a los niños, salvo en caso de alguna emergencia y durante breves períodos de tiempo. Lo mismo sucede con Giskard.
—Esa conducta agresiva es reprimida durante la adolescencia, supongo —comentó Baley.
—Se hace gradualmente —dijo Daneel—, conforme va aumentando el nivel de daño que se pueda causar, y conforme se hace más pronunciada la conveniencia del autocontrol.
—Cuando alcancé la edad y el nivel adecuado para pasar a la educación superior —intervino Gremionis—, yo, como todos los auroranos, sabía perfectamente que toda competencia se basa en la comparación de las capacidades mentales y de los talentos naturales.
—¿Sin competencia física? —preguntó Baley.
—La hay, pero sólo de manera que no se base en contactos físicos deliberados con intención de producir daño.
—Pero desde que era usted un muchacho... —añadió Baley.
—No he atacado a nadie, por supuesto que no. Naturalmente, en alguna ocasión he sentido ese impulso. Supongo que no sería del todo normal si no lo sintiera, pero hasta este momento siempre había podido controlarlo. Nunca nadie me había llamado... eso.
—En cualquier caso, no serviría de nada atacar si los robots iban a detenerle, ¿verdad? Supongo que siempre hay un robot cerca, tanto del agresor como del agredido.
—Es cierto. Una razón más para que me avergüence de haber perdido el control. Espero que no lo incluya en su informe.
—Le aseguro que no hablaré con nadie de ello. No tiene nada que ver con el caso.
—Gracias. ¿Ha dicho usted que la entrevista ha terminado?
—Creo que sí.
—En tal caso, ¿hará lo que le he pedido?
—¿A qué se refiere?
—¿Le dirá a Gladia que no tuve nada que ver con la desactivación de Jander?
Baley titubeó y, finalmente, respondió:
—Le diré que esa es mi opinión.
—Póngale un poco más de énfasis —insistió Gremionis—. Quiero que Gladia tenga la absoluta certeza de que no tuve nada que ver con ello; sobre todo si le gustaba el robot en el aspecto sexual. No podría soportar que ella me creyera c... Siendo solariana, podría entenderlo así.
—Sí, quizá tenga razón —asintió Baley, pensativo.
—Escuche —dijo Gremionis, hablando rápidamente y con aire de gran seriedad—, yo no sé nada sobre robots y nadie, ni la doctora Vasilia ni ninguna otra persona, me ha explicado nada acerca de su funcionamiento. De verdad, no pude destruir a Jander de ninguna manera.
Baley pareció sumido en sus pensamientos durante un instante. Después respondió, claramente de mala gana:
—No tengo otra opción más que creerle. Lo cierto es que no sé nada seguro. No se ofenda, pero es posible que alguien me esté mintiendo: usted, la doctora Vasilia o ambos. Conozco muy poco la naturaleza íntima de la sociedad aurorana, y quizá se me pueda engañar fácilmente. Con los datos que poseo, no tengo otro remedio que creerle, pero no puedo decirle a Gladia más que es usted totalmente inocente en mi opinión. Tengo que incluir esa frase, «en mi opinión», pero estoy seguro de que ella lo encontrará suficiente.
—En tal caso, tendré que conformarme con ello —dijo Gremionis con aire sombrío—. Por si le sirve de algo, sin embargo, le doy mi palabra de ciudadano de Aurora de que soy inocente.
Baley sonrió ligeramente.
—Jamás me atrevería a dudar de su palabra, pero mi preparación me obliga a confiar únicamente en las pruebas objetivas.
Se puso en pie, miró solemnemente a Gremionis durante un instante, y añadió:
—Lo que voy a decirle no debe tomarlo como una ofensa, señor Gremionis. Supongo que su interés en que yo proclame su inocencia delante de Gladia se debe a que quiere conservar su amistad.
—Lo deseo fervientemente, señor Baley.
—Y tiene intención de ofrecerse a ella en la próxima ocasión propicia, ¿verdad?
Gremionis se ruborizó, tragó saliva visiblemente y respondió:
—Sí, así es.
—¿Puedo darle entonces un pequeño consejo, señor? No lo haga.
—Si era eso lo que quería decirme, podría habérselo ahorrado. No pienso rendirme jamás.
—Me refería a que no lo siga intentando como ha hecho hasta ahora. Sería mejor que probara simplemente —prosiguió Baley al tiempo que apartaba la mirada, inexplicablemente azorado— a estrecharla entre sus brazos y besarla.
—¡No! —contestó Gremionis con vehemencia—. ¡Haga el favor! Una mujer de Aurora jamás lo toleraría. Ni un hombre tampoco.
—Señor Gremionis, ¿No se da usted cuenta de que Gladia no es aurorana? Gladia es de Solaria y tiene otras costumbres, otras tradiciones. Si yo estuviera en su lugar, intentaría lo que le digo.
La mirada baja de Baley ocultó una repentina irritación interna. ¿Quién era Gremionis para que él le diera un consejo como aquél? ¿Por qué decirle a otro que hiciera lo que él mismo ansiaba hacer?