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OTRA VEZ VASILIA

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Fue como si un programa de hiperondas se hubiera detenido en una foto fija holográfica.

Ninguno de los robots se movió, naturalmente, pero tampoco lo hicieron Baley o la doctora Vasilia Aliena. Transcurrieron unos largos segundos —anormalmente largos— hasta que Vasilia dejó escapar el aliento y lenta, muy lentamente, se puso en pie.

Su rostro se había vuelto tenso, con una sonrisa carente de humor y murmuró en voz baja:

—¿Está usted diciendo que he sido cómplice en la destrucción del robot humaniforme, terrícola?

—Sí, algo así se me ha ocurrido, doctora —respondió Baley.

—Le agradezco la idea. La entrevista ha terminado y puede usted irse —sentenció ella al tiempo que señalaba la puerta.

—Me temo que yo no deseo irme todavía —protestó Baley.

—No me importan sus deseos, terrícola.

—Pues deberían importarle porque, ¿cómo piensa obligarme a salir en contra de mis deseos?

—Tengo robots que, a petición mía, le pondrán en la calle con educación pero con firmeza, sin causarle ningún daño más que a su autoestima, si es que tiene.

—Aquí no dispone más que de un robot, y yo tengo dos que no dejarán que sus amenazas se cumplan.

—Tengo otros veinte que acudirán inmediatamente si les llamo.

—¡Doctora Vasilia, compréndame, por favor! —exclamó Baley—. He visto lo sorprendida que se ha quedado al conocer a Daneel. Sospecho que, aunque usted trabaja en el Instituto de Robótica, donde los robots humaniformes son el punto primordial del negocio, nunca ha visto en realidad a uno de ellos completo y en funcionamiento. Por lo tanto, sus robots tampoco habrán visto ninguno. Ahora observe a Daneel. Tiene aspecto humano. Parece más humano que ninguno de los robots existentes, excepto el difunto Jander. A sus robots, doctora, Daneel les parecería seguramente un ser humano. Además, él sabrá cómo dar una orden de un modo tal que sus robots le obedezcan a él, incluso antes que a usted misma.

—Si es preciso —insistió Vasilia—, puedo reunir a veinte seres humanos del Instituto que le expulsarán del recinto, quizá produciéndole algún daño. Y sus robots, incluso Daneel, no podrán evitarlo.

—¿Y cómo piensa llamarles si mis robots no le van a permitir moverse de aquí? Tienen unos reflejos extraordinarios.

Vasilia mostró los dientes en un gesto que no podía calificarse como sonrisa.

—No sé qué decir de Daneel, pero conozco a Giskard desde que era una niña. No creo que haga nada para impedirme pedir auxilio, e imagino que también puede evitar que Daneel intervenga.

Baley intentó reprimir el temblor que notaba en su voz; estaba patinando sobre un hielo cada vez más delgado, y lo sabía.

—Antes de hacer nada —dijo—, quizá será mejor que le pregunte a Giskard cómo se comportaría si recibiera órdenes contradictorias de usted y de mí.

—¿Giskard? —dijo Vasilia con absoluta confianza. Los ojos de Giskard se volvieron de lleno hacia Vasilia y, con un extraño timbre en la voz, dijo:

—Señorita, estoy obligado a proteger al señor Baley. Tiene preferencia.

—¿De verdad? ¿Por orden de quién? ¿De este terrícola, de este extraño?

—Por orden del doctor Han Fastolfe —respondió Giskard.

Los ojos de Vasilia lanzaron un destello de furia y volvió a sentarse lentamente en el taburete. Sus manos, apoyadas en el regazo, temblaban visiblemente. La mujer masculló unas palabras a través de unos labios que apenas se movieron:

—Hasta de ti me ha separado, Giskard.

—Por si esto no le basta, doctora Vasilia —dijo Daneel de pronto, hablando sin que nadie se lo hubiera indicado—, yo también pondría el bienestar del compañero Elijah por encima del suyo.

Vasilia observó a Daneel con amarga curiosidad.

—¿Compañero Elijah? ¿Es así como le llamas?

—Sí, doctora Vasilia. Mi elección en este punto, el terrícola antes que usted, no sólo se debe a las instrucciones del doctor Fastolfe, sino también a que el terrícola y yo somos compañeros en la investigación y a que... —Daneel hizo una pausa, como si estuviera un poco perplejo por lo que iba a decir, pero finalmente lo dijo de todos modos—: y a que somos amigos.

—¿Amigos? —repitió Vasilia—. ¿Un terrícola y un robot humaniforme? Bueno, así forman un equipo igualado: ninguno de los dos es completamente humano.

—Y sin embargo estamos unidos por la amistad —añadió Baley en tono cortante—. Por su propio bien, doctora, no intente comprobar la fuerza de nuestro... —ahora fue Baley quien hizo una pausa y quien, pese a su propia sorpresa, terminó aquella frase imposible—: De nuestro amor.

—¿Qué quiere usted? —exclamó Vasilia, volviéndose hacia el hombre.

—Información. He sido llamado a Aurora, el mundo del amanecer, para resolver un asunto que no parece tener una explicación fácil. En él, el doctor Fastolfe tiene que afrontar una falsa acusación, lo cual abre la posibilidad de que se produzcan consecuencias terribles tanto para su mundo como para el mío. Daneel y Giskard comprenden la situación y saben que sólo la Primera Ley, en su sentido más pleno e inmediato, puede tener prioridad sobre mis esfuerzos por resolver el misterio. Como los robots han oído lo que he dicho y saben que existe la posibilidad de que usted hubiese intervenido en los hechos, comprenden que no deben permitir que la entrevista finalice todavía. Por tanto, vuelvo a decirle que no corra el riesgo de provocar las acciones que pueden verse obligados a realizar si se niega usted a responder a mis preguntas. Acabo de acusarla de complicidad en el asesinato de Jander Panell. ¿Niega usted la acusación o no? Tiene que darme una respuesta.

—Voy a responderle —musitó Vasilia con acritud—. ¡No hay cuidado! ¿Asesinato? ¿Un robot queda inutilizado y a eso se le llama asesinato? Bien, entonces lo niego, llámese asesinato u otra cosa. Lo niego con todas mis fuerzas. No le he dado a Gremionis información sobre robótica con el propósito de permitirle acabar con Jander. No sé lo suficiente para hacerlo y sospecho que nadie en el Instituto sabría hacerlo tampoco.

—Yo no sé si usted conoce lo suficiente para haber contribuido a cometer el delito o si otras personas del Instituto podrían tener conocimientos suficientes para hacerlo —contestó Baley—. No obstante, podemos discutir los motivos. En primer lugar, usted podría haber sentido una cierta ternura por Gremionis. Por mucho que rechazara sus ofrecimientos, y por desagradable que pudiera usted encontrarle como posible amante, ¿tan extraño sería que se sintiera abrumada por su insistencia hasta el punto de concederle su ayuda si él acudía a usted con fervor y sin peticiones sexuales que la molestaran?

—Quiere usted decir que Gremionis vino a mí y me dijo: «Vasilia, querida, quiero inutilizar a un robot. Por favor, dime cómo se hace y te estaré terriblemente agradecido». Y, según usted, yo le respondí: «Claro, querido, desde luego. Me encantaría ayudarte a cometer un crimen». ¡Vaya una estupidez! Nadie, salvo un terrícola que no tiene la menor idea de las costumbres auroranas, podría creer que algo así llegara a suceder. Ni siquiera lo creería un terrícola normal. Tendría que ser alguno muy estúpido.

—Quizá, pero deben tenerse presente todas las posibilidades. Por ejemplo, y como segunda posibilidad, ¿no podría ser que usted misma se sintiera celosa por el hecho de que Gremionis hubiera cambiado su afecto por el de Gladia? En tal caso, usted no le ayudaría por una ternura abstracta, sino guiada por un deseo muy concreto de recuperarle.

—¿Celos? Ese es un sentimiento terrestre. Si no deseaba a Gremionis para mí, ¿cómo podía preocuparme que éste se ofreciera a otra mujer y ella le aceptara o que otra mujer se le ofreciera y él aceptara?

—Ya me han dicho anteriormente que los celos por asuntos sexuales se desconocen en Aurora, y estoy dispuesto a admitir que eso es cierto en teoría, pero esas teorías rara vez se sostienen en la práctica. Seguramente hay algunas excepciones. Más aún, los celos son con demasiada frecuencia un sentimiento irracional y no pueden ser rechazados por la mera lógica. Con todo, vamos a dejar eso por el momento. Como tercera posibilidad, usted podría sentir celos de Gladia y desear hacerle daño, aunque no le importara un comino ese Gremionis.

—¿Celos de Gladia? Nunca la he visto, salvo una vez por hiperondas cuando llegó a Aurora. El hecho de que la gente haya comentado su parecido conmigo, muy de vez en cuando, nunca me ha preocupado lo más mínimo.

—¿No le molesta quizá que sea la protegida del doctor Fastolfe, su favorita, casi la hija que usted fue en otra época? Gladia la ha reemplazado...

—Por mí, encantada. No me importa en absoluto.

—¿Aunque fueran amantes?

Vasilia contempló a Baley con creciente irritación y junto a sus cabellos aparecieron unas perlas de sudor.

—No hay necesidad de hablar de eso. Me ha pedido usted que negara la acusación de que era cómplice en lo que usted denomina asesinato, y lo he negado. Ya le he dicho que no tenía ni medios ni motivo. Tiene mi permiso para presentar el caso a toda Aurora. Presente sus estúpidos intentos de encontrar un motivo. Mantenga, si quiere, que tengo los medios para haberlo hecho. No llegará a ninguna parte. Absolutamente a ninguna parte.

Y aunque en su voz había un ligero temblor debido a la furia, a Baley le pareció que sus palabras reflejaban convicción.

Vasilia no temía que la acusara.

Había accedido a verle, pensó nuevamente Baley. Eso significaba que estaba tras la pista de algo que la doctora temía. De algo que quizá temía desesperadamente.

Pero no se trataba de lo que acababan de discutir.

¿Dónde se había equivocado, entonces?, pensó Baley.

41

Inquieto, como buscando alguna escapatoria, Baley dijo:

—Supongamos que acepto su declaración, doctora Vasilia. Supongamos que reconozco que mis sospechas acerca de su complicidad en este... roboticidio, eran erróneas. Aun así, eso no significaría que no pueda ayudarme.

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—Por decencia humana. El doctor Han Fastolfe nos asegura que él no lo hizo, que no es un roboticida, que no puso fuera de servicio a ese robot concreto, Jander. Usted ha conocido al doctor Fastolfe mejor que nadie, se supone. Ha pasado años en íntima relación con él de ñiña y de muchacha ya crecida. Le ha visto en ocasiones y en condiciones en que no lo ha hecho nadie más. Sean cuales sean sus senti-mientos actuales hacia él, éstos no pueden cambiar el pasado. Conociéndole así, tiene usted que poder atestiguar que el doctor no es capaz, por su carácter, de hacer daño a un robot, y menos a uno que representa uno de sus logros supremos. ¿Estaría usted dispuesta a expresarse así abiertamente? ¿Ante todos los mundos? Eso sería de gran ayuda. El rostro de Vasilia pareció adquirir una expresión más dura.

—Escuche bien —dijo pronunciando cada palabra con toda intención—: no voy a meterme en esto.

—¿Por qué? ¿No le debe nada a su padre? Porque él sigue siendo su padre. Aunque la palabra no signifique nada para usted, existe una relación biológica. Además, sea o no su padre, él la cuidó, la alimentó y la educó durante años. Y usted le debe algo por todo ello.

Vasilia se echó a temblar. Se estremeció visiblemente y empezaron a castañetearle los dientes. Intentó decir algo, no lo consiguió, inspiró profundamente por dos veces y lo volvió a intentar.

—Giskard, ¿oyes todo lo que se está diciendo?

—Sí, Señorita —contestó el robot, inclinando la cabeza.

—¿Y tú, humaniforme?

—Sí, doctora Vasilia —respondió Daneel.

—¿Oyes eso tú también?

—Sí, doctora Vasilia.

—¿Los dos comprendéis que el terrícola insiste en hacerme testificar sobre el carácter del doctor Fastolfe?

Ambos robots asintieron.

—Entonces hablaré... en contra de mi voluntad y muy furiosa. Precisamente he intentado mantenerme al margen y no testificar contra él porque sentía que le debía a ese padre mío un mínimo de consideración por haberme aportado sus genes y por haberme educado en los años siguientes a mi nacimiento. Pero ahora voy a hablar. Escuche atentamente, terrícola: El doctor Fastolfe, parte de cuyos genes he hereda-do, nunca se cuidó de mí como ser humano diferenciado e individual. Para él no fui más que un experimento, un fenómeno a observar.

—Esto no es lo que le he pedido —intervino Baley moviendo la cabeza en señal de negativa. Ella se volvió encolerizada hacia él.

—Usted ha insistido en que hablara, y eso estoy haciendo. Voy a responderle. Al doctor Han Fastolfe sólo le interesa una cosa, una única cosa: el funcionamiento del cerebro humano. El doctor desea reducirlo a ecuaciones, a un diagrama de alambrado, a un rompecabezas encajado, y fundar así una ciencia matemática del comportamiento humano que le permita predecir el futuro de la humanidad. El llama a esa ciencia «psicohistoria». No puedo creer que haya hablado con usted más de una hora sin mencionar el tema, porque es la monomanía que le impulsa.

Vasilia buscó la mirada de Baley y exclamó con furiosa alegría:

—¡Puedo leer en su rostro que el doctor le ha hablado de ello! Entonces, ya debe de haberte contado que sólo le interesan los robots por lo que puedan aportarle al conocimiento del cerebro humano. Sólo le interesan los robots humaniformes porque le aproximan más aún a lo que es el cerebro humano. Sí, veo que también le ha contado eso.

»La teoría básica que hizo posible a los robots humaniformes surgió, estoy totalmente segura, de sus intentos de entender el cerebro humano. Ahora, guarda esa teoría para él solo y no permitirá que nadie más la vea porque quiere resolver el problema del cerebro humano absolutamente por su cuenta en el par de siglos que todavía le quedan de vida. Todo lo demás queda subordinado a esto. Y, sin duda alguna, eso también me incluye a mí.

Baley intentó abrirse camino entre aquel torrente de furia y dijo en voz baja:

—¿De qué modo le incluye a usted?

—Cuando nací, debería haber sido atendida con los demás niños por profesionales que conocían bien el cuidado de los recién nacidos. No debería haberme quedado sola y a cargo de un aficionado, fuera o no mi padre, por muy científico que fuese. No deberían haber consentido al doctor Fastolfe que sometiera a un niño a tal ambiente. Desde luego, no lo habrían tolerado a otra persona que no fuera Han Fastolfe. Utilizó todo su prestigio para conseguirlo, pasó a cobrar todos los favores que le debían y convenció a todas las personas clave hasta que, por fin, consiguió el control sobre mí.

—Él la amaba —murmuró Baley.

—¿Me amaba? Le hubiera servido igual cualquier otro niño, pero no disponía de otro. Lo que deseaba era tener un niño que creciera en su presencia, un cerebro en desarrollo. Quería hacer un estudio detallado de cómo se desarrollaba, del modo en que iba creciendo. Buscaba un cerebro humano en forma sencilla que fuera haciéndose complejo, para así poder estudiarlo con detalle. Con tal propósito, me sometió a un ambiente anormal y a sutiles experimentos, sin tener ninguna consideración en absoluto hacia mí como persona humana.

—No puedo creerlo. Aunque se interesara por usted como sujeto experimental, podía seguir cuidándola como ser humano.

—No. Habla usted como un terrícola. Quizás en la Tierra existe algún tipo de consideración y respeto por las relaciones biológicas, pero aquí no la hay. Yo sólo fui para él un sujeto de experimentación. Punto.

—Aunque eso fuera así al principio, el doctor Fastolfe no pudo evitar tomarle cariño, pues era un objeto indefenso confiado a su cuidado. Aunque no hubiese existido ninguna conexión biológica, aunque hubiera sido usted un animalillo, el doctor habría aprendido a amarla.

—¿Sí? ¿Aprendería ahora? —replicó ella con amargura—. No conoce usted la fuerza de la indiferencia en un hombre como el doctor Fastolfe. Si hubiera tenido que sacrificar mi vida para aumentar sus conocimientos, lo habría hecho sin la menor vacilación.

—Eso es ridículo, doctora Vasilia. El trato que le dio a usted fue tan agradable y considerado que hizo surgir en usted el amor. Estoy enterado. Usted... usted se ofreció a él.

—Se lo ha dicho él, ¿verdad? Sí, ha sido él. Todavía hoy, ni por un instante se habrá parado a preguntarse si me avergüenza esa revelación. Sí, es cierto, me ofrecí a él. ¿Por qué no iba a hacerlo? Él era el único ser humano al que realmente conocí. Era superficialmente amable conmigo y yo no comprendía sus auténticos propósitos. Para mí, era un objetivo lógico. También entonces él se cuidó de introducirme en la estimulación sexual bajo condiciones controladas. Controladas por él. Era inevitable que tarde o temprano yo me acercara a él. Tenía que ser así, ya que no había nadie más. Y él me rechazó.

—¿Y usted le odió por ello?

—No. Al principio, no. Durante años no lo hice. Aunque mi desarrollo sexual quedó traumatizado y deformado con unos efectos que siento todavía en la actualidad, no le eché la culpa a él. No sabía lo suficiente y encontraba excusas para su comportamiento. Estaba ocupado, tenía a otras, necesitaba mujeres maduras. Se asombraría usted de la ingenuidad con que encontraba excusas para su negativa. Hasta años más tarde no me di cuenta de que algo iba mal y entonces me las arreglé para plantear el tema abiertamente ante él. «¿Por qué me rechazaste?», le pregunté. «Si me hubieras complacido, me habrías puesto en el buen camino, y lo hubieras resuelto todo,»

Vasilia hizo una pausa, tragó saliva y se tapó los ojos un instante. Los robots seguían con sus rostros inexpresivos (incapaces por lo que Baley sabía, de experimentar equilibrios o desequilibrios en las conexiones positrónicas que pudieran producir sensaciones de algún modo análogas a la turbación humana). Baley aguardó, helado de desconcierto. La doctora prosiguió, más tranquila:

—El doctor Fastolfe hizo caso omiso a mi pregunta todo el tiempo que pudo, pero yo le insistí una y otra vez. «¿Por qué no me aceptaste?» «¿Por qué no me aceptaste?» Él no dudaba nunca en acostarse con mujeres. Recuerdo que en cierta época me llegué a preguntar si no sería, simplemente, que prefería a los hombres. Cuando no hay hijos por medio, las preferencias personales en cuanto a la sexualidad no tienen importancia, y hay hombres que encuentran desagradables a las mujeres, y viceversa. Pero no era éste el caso de ese hombre a quien usted llama mi padre. Le gustaban las mujeres, y a veces se ofrecía a mujeres jóvenes, tan jóvenes como era yo cuando me ofrecí a él. «¿Por qué no me aceptaste?» Finalmente, se dignó responderme y... Le desafío a que intente adivinar su contestación.

Vasilia hizo una pausa y aguardó con aire sardónico. Baley se agitó en su asiento, incómodo, y musitó en voz muy baja:

—¿No quería hacer el amor con su hija?

—¡Oh, no sea estúpido! ¿Qué importaría eso? Considerando que casi ningún hombre de Aurora sabe quién es hijo o hija suyos, eso podría suceder cada vez que un hombre maduro se acuesta con una mujer que tenga unas décadas menos. Es algo tan evidente que no merece la pena profundizar en ello. Lo que el doctor respondió, recuerdo perfectamente sus palabras, fue: «¡No seas estúpida! Si me comprometo así contigo, ¿cómo podría mantener mi objetividad... y de qué serviría mi estudio continuado de tí?».

»Para entonces, sabe usted, yo ya conocía su interés por el cerebro humano. Estaba siguiendo sus pasos y ya me estaba convirtiendo en una roboticista por méritos propios. Trabajaba con Giskard en esa dirección y experimentaba con su programación. Y lo hice muy bien ¿verdad, Giskard?

—Es cierto, Señorita —asintió Giskard.

—Pero entonces comprendí que ese hombre a quien usted llama mi padre no me consideraba un ser humano. Prefería verme traumatizada para toda la vida antes que arriesgar su objetividad. Sus observaciones científicas significaban más para él que mi normalidad como persona. A partir de entonces, supe dónde estábamos cada uno de los dos... y le dejé.

El silencio se hizo pesado en la sala.

A Baley le dolía ligeramente la cabeza. Deseó preguntarle a la mujer por qué no había tenido en cuenta el egocentrismo de un gran científico, o la importancia que éste podía otorgar a un gran problema. ¿No podía hacerse cargo de que quizá había contestado en un momento de irritación por verse obligado a hablar de algo que no deseaba? ¿No era lo mismo que la furia que ahora manifestaba ella? ¿Acaso la preocupación de Vasilia por su propia «normalidad» (cualquiera que fuese el significado exacto de esa palabra) no representaba un mismo grado de egocentrismo, y mucho más difícil de excusar ya que no tenía en cuenta los dos problemas más importantes con que se enfrentaba la humanidad: la naturaleza del cerebro humano y la colonización de la galaxia?

Pero Baley no pudo formular ninguna de aquellas preguntas. No sabía cómo exponerlas de modo que tuvieran auténtico sentido para Vasilia, y tampoco estaba seguro de poder entender las respuestas de ésta.

¿Qué estaba haciendo él en aquel mundo? No alcanzaba a comprender sus costumbres, por mucho que se las explicaran. Y los auroranos tampoco podían comprender las de él. Por fin dijo, cabizbajo:

—Lo lamento, doctora Vasilia. Entiendo que esté enfadada, pero olvídese por un instante de su cólera y considere el asunto del doctor Fastolfe y el robot asesinado. ¿No comprende que se trata de dos cosas distintas? El doctor Fastolfe puede haber querido observarla de una manera científica y objetiva, sin sentimientos, incluso a costa de su infelicidad, doctora, pero aun así, eso queda a años luz del deseo de destruir un robot humaniforme avanzado.

Vasilia enrojeció y se puso a gritar:

—¿No entiende lo que le estoy diciendo, terrícola? ¿Cree usted que le he contado todo eso sólo porque pienso que le puede interesar a alguien la triste historia de mi vida? ¿De verdad cree que me gusta sincerarme de esta manera?

»Sólo le he contado todo eso para demostrarle que el doctor Han Fastolfe, mi padre biológico, como no se cansa usted de repetir, fue el autor de la destrucción de Jander. Naturalmente que lo hizo él. He evitado decirlo porque nadie, hasta que ha llegado usted, ha sido lo bastante estúpido como para preguntarme, y por algún tonto residuo de consideración que siento todavía hacia ese hombre. Pero ahora que usted me ha preguntado lo afirmo y, ¡por Aurora!, lo seguiré diciendo y proclamando a los cuatro vientos. Sí, lo proclamaré en público, si es preciso.

»El doctor Fastolfe fue quien destruyó a Jander Panell. Estoy segura de ello. ¿Se siente satisfecho, terrícola?

42

Baley contempló horrorizado a la turbada mujer. Tartamudeó un instante y volvió a empezar.

—No lo entiendo, doctora Vasilia. Por favor, tranquilícese y piénselo bien. ¿Por qué iba a destruir el robot el doctor Fastolfe? ¿Qué tiene que ver eso con la forma en que la trató a usted? ¿Considera que se trata de una especie de represalia contra usted?

Vasilia respiraba rápidamente (Baley observó con aire ausente y sin ninguna intención consciente que, aunque Vasilia tenía una estructura ósea pequeña como la de Gladia, sus pechos eran más prominentes) y pareció aclararse la voz para mantenerla controlada. Por último, dijo:

—Acabo de decirle que Han Fastolfe estaba interesado en la observación del cerebro humano, ¿verdad, terrícola? El doctor nunca ha dudado en ponerlo bajo tensión para observar los resultados. Y siempre ha preferido cerebros que se salieran de lo normal, el de un bebé por ejemplo, para poder observar a fondo su desarrollo. Cualquier cerebro excepto uno normal.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con...?

—Pregúntese entonces por qué siente el doctor ese interés por la mujer de Solaria.

—¿Gladia? Se lo he preguntado y me lo ha explicado. La mujer de Solaria le recuerda mucho a usted, y le aseguro que el parecido es notable.

—Y cuando antes me ha hablado de ello, me ha hecho gracia y le he preguntado si usted lo creía. Repito la pregunta: ¿le cree usted?

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—Porque no es cierto. El parecido quizá le llamó la atención, pero la clave del interés que siente por la extranjera... es que es extranjera. Gladia se ha educado en Solaria, con unos conceptos y axiomas sociales diferentes de los de Aurora. Así pues, el doctor Fastolfe podía estudiar en ella un cerebro moldeado de manera distinta a la nuestra y conseguir una perspectiva interesante. ¿No comprende eso? Por cierto, ¿por qué está el doctor interesado en usted, terrícola? ¿Es tan estúpido como para imaginar que usted podrá resolver un problema de Aurora si no conoce prácticamente nada del planeta?

Dañeel volvió a intervenir de repente, y Baley dio un respingo al oír su voz.

—Doctora Vasilia —dijo Dañeel—, el compañero Elijah resolvió un problema en Solaria, aunque no conocía nada del planeta.

—Sí —asintió Vasilia en tono agrio—. Todos los mundos vieron ese famoso programa de hiperondas. Una casualidad siempre puede producirse, pero no creo que Han Fastolfe confíe en que usted acierte dos veces seguidas. No, terrícola. Fundamentalmente, se siente atraído hacia usted por su condición de habitante de la Tierra. Usted posee otro cerebro extraño que él puede estudiar y manipular.

—Estoy seguro de que no puede usted creer, doctora, que Fastolfe pondría en peligro asuntos de importancia vital para Aurora y llamaría a alguien que considerara inútil, sólo para poder estudiar un cerebro inusual.

—Naturalmente que lo haría. ¿No es ése el punto central de todo lo que le estoy diciendo? El doctor Fastolfe nunca consideraría más importante cualquier tipo de crisis que pudiera sufrir Aurora, que la resolución del problema del cerebro. Podría decirle exactamente las palabras que él pronunciaría si le preguntara al respecto. Aurora puede progresar o decaer, florecer o derrumbarse, y eso tendría poca importancia en comparación con el problema del cerebro, todo lo que se hubiera perdido en el transcurso de un milenio de negligencias y de decisiones erróneas podría recuperarse en una década de desarrollo humano guiado inteligentemente y dirigido por su soñada «psicohistoria». Y con ese mismo argumento justificaría cualquier otra cosa, mentiras, crueldades, cualquier cosa, aludiendo simplemente a que todo tiene por objeto aumentar los conocimientos sobre el cerebro.

—No puedo imaginarme que el doctor Fastolfe sea cruel. Es un hombre amabilísimo.

—¿De veras? ¿Cuánto tiempo ha pasado con él?

—Unas cuantas horas en la Tierra hace tres años. Y un día en Aurora, desde que he llegado —respondió Baley.

—Un día. Todo un día. Yo estuve con él casi constantemente durante quince años y he seguido sus trabajos a distancia con cierta atención desde entonces. ¿Y usted ha pasado todo un día a su lado, terrícola? Y en ese día completo, ¿no ha hecho nada que le haya atemorizado o humillado?

Baley guardó silencio. Pensó en el repentino ataque con el especiero del que le había rescatado Dañeel, en el Personal que tantas dificultades le había reportado gracias a su decoración simulada, y en el prolongado paseo por el Exterior programado para probar su capacidad de adaptación a los espacios abiertos.

—Veo que sí —prosiguió Vasilia—. Su rostro, terrícola, no es la máscara impenetrable que usted cree. ¿Le ha amenazado quizá con un sondeo psíquico?

—Lo ha mencionado, en efecto —dijo Baley.

—Un solo día, y ya lo ha mencionado. Supongo que eso le haría sentirse inquieto, ¿verdad?

—En efecto.

—¿Y había alguna razón para que lo mencionara?

—Oh, sí la había —respondió rápidamente Baley—. Yo había dicho que, durante un instante, había tenido una idea que luego se me había borrado de la mente. En estas circunstancias, era perfectamente legítima la sugerencia de que un sondeo psíquico podía ayudarme a localizar de nuevo esa idea.

—No, no era nada legitimo. El sondeo psíquico no puede utilizarse con tanta precisión y sutileza. Además, en caso de intentarlo, habría muchas probabilidades de que le produjera daños permanentes en el cerebro.

—No creo que fuera así si lo realizase un experto. El doctor Fastolfe, por ejemplo.

—¿Él? Fastolfe no sabe distinguir un extremo de la sonda del otro. Es un teórico, no un técnico.

—En tal caso, otro experto. En realidad, el doctor no especificó que pensara hacer el sondeo él mismo.

—No, terrícola. Ni él ni nadie. ¡Piense en ello! Si el sondeo psíquico pudiera ser utilizado de forma segura en los seres humanos, y si tan preocupado estaba Han Fastolfe por el problema de la desactivación del robot, ¿por qué no sugirió que se le hiciera a él el sondeo psíquico?

—¿A él mismo?

—No me diga que no se le había pasado por la cabeza. Cualquier persona con dos dedos de frente llegarla a la conclusión de que Fastolfe es culpable. El único punto en favor de su inocencia es que él mismo se proclama inocente. En tal caso, ¿por qué no se ofrece a demostrar lo que afirma sometiéndose a un sondeo psíquico y probando así que no puede encontrarse rastro alguno de culpabilidad en lo más recóndito de su cerebro? ¿Ha sugerido alguna vez algo parecido, terrícola?

—No, nunca. Al menos, delante de mí.

—Porque sabe muy bien que es mortalmente peligroso. En cambio, no duda en sugerirlo en el caso de usted, simplemente para observar cómo actúa su cerebro bajo presión y cómo reacciona ante el miedo. O quizá se le ha ocurrido que, por peligroso que sea el sondeo para usted, puede proporcionarle a él datos interesantes, como pueden ser los detalles de su cerebro moldeado en la Tierra. Dígame, pues, ¿no es eso crueldad?

Batey apartó el tema haciendo un tenso gesto con la mano derecha.

—¿Qué aplicación tiene todo eso al caso que nos ocupa, al roboticidio?

—Gladia, la mujer de Solaria, cautivó a mi en otro tiempo padre. La extranjera tenía un cerebro interesante para los propósitos de éste. Por lo tanto, Fastolfe le dejó su robot, Jander, para ver qué sucedía si una mujer no educada en Aurora se enfrentaba con un robot que parecía humano en todos sus detalles. El doctor sabía que una aurorana, con bastante probabilidad, utilizaría al robot con fines sexuales, inmediatamente y sin problemas. Yo tendría algunos problemas, debo reconocerlo, porque no fui educada de modo normal. En cambio, las auroranas corrientes no tendrían ninguno. La mujer de Solaria, por el contrario, tendría muchas dificultades por haber sido educada en un mundo extremadamente robotizado, donde las actitudes mentales hacia los robots son desusadamente rígidas. La diferencia, como puede comprender, resultaba muy instructiva para mi padre, que intentaba consolidar su teoría del funcionamiento cerebral por medio de esas variaciones. Han Fastolfe esperó medio año a que la mujer de Solaria llegara al punto en que quizás iniciase las primeras aproximaciones experimentales... Batey interrumpió a Vasilia para decir:

—Su padre no sabía nada en absoluto acerca de las relaciones entre Gladia y Jander.

—¿Quién le ha dicho eso, terrícola? ¿Mi padre? ¿Gladia? Si ha sido el primero, le ha mentido, naturalmente; si ha sido la segunda, es muy probable que no se hubiera enterado de que él lo sabía. Puede usted estar seguro de que Fastolfe conocía perfectamente lo que estaba sucediendo; tenía que ser así, pues debía de constituir una parte de su estudio acerca de las particularidades del cerebro humano en las condiciones de Solaria.

»Y luego debió de pensar (estoy tan segura de ello como si pudiera leer sus pensamientos) qué sucedería si, justo cuando empezaba a confiar en Jander, la mujer perdía al robot de repente y para siempre. El doctor sabía cuál sería la reac-ción de una aurorana: demostraría cierto disgusto y buscaría a continuación un sustituto. Sin embargo, ¿qué haría una mujer de Solaria? Así pues, dispuso que Jander quedara inutilizado de modo irreversible y...

—¿Destruir un robot de un valor inmenso sólo para satisfacer una simple curiosidad?

—Es monstruoso, ¿no es cierto? Sin embargo, eso es lo que haría Han Fastolfe. Así pues, terrícola, regrese junto a él y dígale que su jueguecito ha terminado. Si el planeta, en general, no cree todavía en su culpabilidad, seguro que lo hará cuando yo haya contado públicamente lo que le acabo de decirle.

43

Baley permaneció sentado un instante más, anonadado, mientras Vasilia le observaba con una especie de desagradable placer, con un rostro duro y absolutamente distinto al de Gladia.

No parecía haber nada que hacer...

Baley se puso en pie y se sintió viejo, mucho más de lo que significaban sus cuarenta y cinco años terrestres (apenas la adolescencia para aquellos auroranos). Hasta aquel momento, nada de lo que había investigado le había conducido a ninguna parte. Peor aún: a cada paso que daba la soga parecía cerrarse más alrededor del cuello de Fastolfe.

Alzó la mirada al techo transparente. El sol estaba muy alto, pero quizá había pasado ya el cénit porque parecía menos intenso que un rato antes. Unas líneas de finas nubes lo ocultaban intermitentemente.

Vasilia pareció darse cuenta de ello al observar su mirada levantada hacia el techo. Movió la mano sobre la parte del gran tablero junto al cual estaba sentada y la transparencia del techo se desvaneció. Al mismo tiempo, una luz brillante inundó la sala con el mismo tono anaranjado desvaído que presentaba el propio sol.

—Creo que la entrevista ha concluido —dijo Vasilia—. No voy a tener ninguna razón para volver a verle, terrícola, ni usted a mí. Quizá sea mejor que abandone Aurora. Ya le ha hecho usted —sonrió sin asomo de humor y pronunció las siguientes palabras casi con furia— suficiente daño a mi padre, aunque no todo el que se merece.

Baley dio un paso hacia la puerta y los dos robots se le acercaron. Giskard dijo en voz baja:

—¿Todo va bien, señor?

Baley se encogió de hombros. ¿Qué se podía responder a aquello?

—¡Giskard! —dijo Vasilia—. Cuando el doctor Fastolfe considere que ya no eres de utilidad para él, ¿querrás formar parte de mi equipo?

Giskard se quedó mirándola con calma.

—Si el doctor Fastolfe lo permite, así lo haré, Señorita.

La sonrisa de Vasilia se hizo más cálida.

—Hazlo, por favor, Giskard. Siempre te he echado de menos.

—Yo pienso a menudo en usted, Señorita.

Al llegar a la puerta, Baley se detuvo.

—Doctora Vasilia, ¿me permite que utilice un Personal?

Vasilia abrió unos ojos como platos y contestó:

—¡Por supuesto que no, terrícola! En el Instituto hay varios Personales comunitarios. Los robots pueden acompañarle.

Baley se quedó mirándola y meneó la cabeza. No le sorprendía que la doctora no quisiera ver sus habitaciones infectadas por un terrícola; pese a ello, se irritó igualmente. Furioso, dejándose llevar por la cólera en lugar de razonar con lógica, se volvió y masculló:

—Doctora Vasilia, si yo fuera usted no hablaría de la culpabilidad del doctor Fastolfe.

—¿Y qué va a impedírmelo?

—El riesgo de que se descubran sus relaciones con Gremionis. Un riesgo para usted.

—No sea ridículo. Usted mismo ha reconocido que entre Gremionis y yo no hubo ninguna conspiración.

—En realidad, no ha sido así. He reconocido que parecían existir razones para llegar a la conclusión de que no hubo una conspiración directa entre Gremionis y usted para destruir a Jander. Todavía sigue en pie la posibilidad de una conspiración indirecta.

—Está usted loco. ¿Qué es una conspiración indirecta?

—No estoy dispuesto a hablar de ello en presencia de dos robots del doctor Fastolfe, a menos que usted insista. ¿Y por qué iba a insistir? Sabe usted perfectamente a qué me refiero.

No había razón alguna por la que Baley pudiera pensar que Vasilia aceptaría aquel farol. Con aquello no iba sino a empeorar aún más la situación.

¡Pero no fue así! Vasilia pareció estremecerse interiormente y frunció el ceño.

Entonces, la conspiración indirecta existía, pensó Baley. Fuera lo que fuese, aquello mantendría inquieta a Vasilia hasta que comprendiera que sólo había sido un farol por su parte. Un poco más animado, Baley añadió:

—Repito, no diga nada del doctor Fastolfe.

Pero, naturalmente, Baley no sabía cuánto tiempo había comprado. Muy poco, quizás.