Baley salió de casa de Gladia a la puesta del sol. Se volvió hacia lo que supuso que sería el horizonte occidental y encontró el sol de Aurora, de un intenso color escarlata y coronado por delgadas franjas de nubes rojizas asentadas en un cielo verde manzana.
—Jehoshaphat —murmuró. Evidentemente, el sol de Aurora, más frío y anaranjado que el sol de la Tierra, acentuaba la diferencia en el ocaso, cuando su luz atravesaba un grosor mayor de Aurora.
Daneel iba detrás de él; Giskard, como antes, muy por delante.
Oyó la voz de Daneel junto a su oído:
—¿Estás bien, compañero Elijah?
—Muy bien —contestó Baley, satisfecho de sí mismo—. Cada vez resisto mejor el Exterior. Incluso puedo admirar la puesta de sol. ¿Es siempre así?
Daneel contempló desapasionadamente el sol poniente y dijo:
—Sí. Pero apresurémonos en regresar al establecimiento del doctor Fastolfe. En esta época del año, el crepúsculo no dura mucho, compañero Elijah, y es preferible llegar allí mientras aún hay luz suficiente para ver.
—Estoy listo. Vamos. —Baley se preguntó si no sería mejor esperar a que oscureciera. No sería agradable no ver, pero, por otra parte, tendría la impresión de hallarse a cubierto... y, en el fondo, no estaba seguro de cuánto duraría aquella euforia que le producía la admiración de una puesta de sol (una puesta de sol en el Exterior, por supuesto). Pero eso sería una cobardía y él no era ningún cobarde.
Giskard retrocedió silenciosamente hacia él y le preguntó:
—¿Preferiría esperar, señor? ¿Se sentiría mejor en la oscuridad? A nosotros no nos incomodaría.
Baley se percató de que había otros robots, más lejos, por todos lados. ¿Había desplegado Gladia a sus robots para que montaran guardia, o había Fastolfe enviado los suyos?
Aquello demostraba lo mucho que todos se preocupaban por él y, perversamente, se negó a admitir su debilidad. Dijo:
—No, iremos ahora. —Luego echó a andar a paso vivo hacia el establecimiento de Fastolfe, que se veía entre los distantes árboles.
«Que los robots me sigan o no, como deseen», pensó con audacia. Sabía que, si se permitía pensar en ello, habría algo en su interior que se acobardaría ante la idea de hallarse sobre la corteza de un planeta sin más protección que el aire existente entre él y el gran vacio, pero no pensaría en ello.
Fue el regocijo de no sentir miedo lo que le hizo temblar las mandíbulas y castañetear los dientes. O quizá fue el fresco viento del atardecer, que también le produjo carne de gallina en los brazos.
No fue el Exterior.
No lo fue.
Preguntó entre dientes:
—¿Hasta qué punto conocías a Jander, Daneel?
Daneel contestó:
—Pasamos algún tiempo juntos. Desde la construcción del amigo Jander hasta que se fue al establecimiento de la señorita Gladia, estuvimos siempre juntos.
—¿Te molestaba, Daneel, que Jander se te pareciera tanto?
—No, en absoluto. Ambos sabíamos que éramos distintos, compañero Elijah, y el doctor Fastolfe tampoco nos confundía. Por lo tanto, éramos dos individuos.
—¿Les diferenciabas tú también, Giskard? —Ahora estaban más cerca de él, quizá porque los demás robots se ocupaban de vigilar la parte más distante.
Giskard declaró:
—Que yo recuerde, nunca hubo ninguna ocasión en la que fuera importante hacerlo.
—¿Y si la hubiese habido, Giskard?
—Entonces podría haberlo hecho.
—¿Cuál era tu opinión de Jander, Daneel?
Daneel preguntó a su vez:
—¿Mi opinión, compañero Elijah? ¿Sobre qué aspecto de Jander deseas mi opinión?
—¿Hacía bien su trabajo, por ejemplo?
—Indudablemente.
—¿Era satisfactorio en todos los sentidos?
—Que yo sepa, sí.
—¿Qué dices tú, Giskard? ¿Cuál es tu opinión?
Giskard dijo:
—Yo nunca fui tan amigo de Jander como el amigo Daneel, y no sería correcto que diera una opinión. Puedo decir que, por los datos que tengo, el doctor Fastolfe estaba satisfecho del amigo Jander. Parecía igualmente satisfecho del amigo Jander que del amigo Daneel. Sin embargo, no creo que mi programación me permita ofrecer una seguridad absoluta en estas cuestiones.
Baley preguntó:
—¿Qué me dices del período durante el cual Jander estuvo al servicio de la señorita Gladia? ¿Seguiste viéndole, Daneel?
—No, compañero Elijah. La señorita Gladia lo conservaba en su establecimiento. Cuando ella visitaba al doctor Fastolfe, él no la acompañaba. Cuando yo iba con el doctor Fastolfe al establecimiento de la señorita Gladia, nunca veía al amigo Jander.
Baley no pudo ocultar su sorpresa. Se volvió hacia Giskard para formularle la misma pregunta, hizo una pausa, y luego se encogió de hombros. Aquello no le llevaría a ninguna parte, y tal como el doctor Fastolfe le había indicado antes, no servía de mucho interrogar a un robot. No dirían voluntariamente nada que dañara a un ser humano, y era imposible acorralarles, sobornarles o engatusarles para que lo hicieran. No mentirían abiertamente, sino que se limitarían a dar contestaciones inútiles.
Y quizá ya no importara.
Habían llegado a la puerta del establecimiento de Fastolfe y Baley notó que se le aceleraba la respiración. Estaba seguro de que el temblor de sus brazos y su labio inferior se debía, realmente, al frío viento.
El sol ya había desaparecido, se veían unas cuantas estrellas, el cielo iba adquiriendo un extraño color púrpura-verdoso que lo hacía parecer magullado, y Baley franqueó la puerta para refugiarse entre las cálidas y brillantes paredes. Estaba a salvo. Fastolfe salió a recibirle.
—Regresa a buena hora, señor Baley. ¿Ha sido fructífera su conversación con Gladia?
Baley contestó:
—Muy fructífera, doctor Fastolfe. Incluso es posible que ya tenga la clave del enigma.
Fastolfe se limitó a sonreír cortésmente, de un modo que no reveló sorpresa, alegría ni incredulidad. Le precedió hasta lo que obviamente era un comedor, más pequeño y acogedor que aquel donde habían almorzado.
—Usted y yo, mi querido señor Baley —dijo Fastolfe con cordialidad—, tomaremos una cena informal. Los dos solos. Incluso despediremos a los robots si eso le complace. Y no hablaremos de trabajo a menos que usted se empeñe.
Baley no dijo nada, sino que se detuvo a mirar las paredes con asombro. Eran de un verde fluctuante y luminoso, con diferentes brillos y tintes que se acentuaban lentamente de abajo arriba. Aquí y allí se veían algunas hojas de un verde más oscuro y oscilantes destellos de luz. Las paredes hacían que la habitación pareciese una gruta bien iluminada al final de un brazo de mar. El efecto era vertiginoso; al menos, Baley lo encontró asi.
Fastolfe no tuvo dificultades en interpretar la expresión de Baley. Dijo:
—Hay que estar acostumbrado, señor Baley, lo admito... Giskard, atenúa la iluminación de la pared... Gracias.
Baley exhaló un suspiro de alivio.
—Y gracias a usted, doctor Fastolfe. ¿Puedo ir al Personal, señor?
—Por supuesto.
Baley titubeó.
—¿Podría...?
Fastolfe se rió entre dientes.
—Lo encontrará totalmente normal, señor Baley. No tendrá ninguna queja.
Baley inclinó la cabeza.
—Muchas gracias.
Sin aquel intolerable artificio, el Personal (le pareció que era el mismo que había usado con anterioridad) era simplemente lo que era, aunque mucho más lujoso y acogedor que ninguno de los que había visto hasta entonces. Era increíblemente distinto de los de la Tierra, donde hileras de unidades idénticas se sucedían indefinidamente, cada una de ellas marcada para uso de un individuo —y sólo uno— a la vez. Parecía brillar con higiénica limpieza. Su capa molecular exterior debía de cambiarse por una nueva cada vez que se utilizaba. Baley tuvo la impresión de que, si permanecía bastante tiempo en Aurora, le resultaría difícil readaptarse a las multitudes de la Tierra, que relegaban la higiene y la limpieza a un segundo plano —algo a lo que prestar una obediencia distante—, convirtiéndolas en un ideal casi inalcanzable. Baley, rodeado de artículos de marfil y oro (no auténtico marfil, sin duda, ni auténtico oro), brillantes y suaves, se sobrecogió repentinamente al pensar en el despreocupado intercambio de bacterias de la Tierra y todas las infecciones que llevaban consigo. ¿No era eso lo que sentían los espaciales? ¿Podía culparlos?
Se lavó pensativamente las manos, tocando de vez en cuando la tira de mando para cambiar la temperatura. Y sin embargo, los auroranos eran tan innecesariamente extravagantes en sus decoraciones interiores, insistían tanto en pretender que vivían en un estado de naturaleza cuando habían domesticado y destruido la naturaleza... ¿O sólo Fastolfe lo era? Al fin y al cabo, el establecimiento de Gladia parecía mucho más austero. ¿O sólo era porque ella había sido educada en Solaria?
La cena que siguió fue una verdadera delicia. También ahora, como en el almuerzo, Baley tuvo la clara sensación de estar más cerca de la naturaleza. Los platos fueron numerosos —todos distintos, todos en pequeñas porciones— y, en muchos casos, vio que en otro tiempo habían sido parte de plantas y animales. Empezaba a considerar los inconvenientes —un huesecillo ocasional, un cartílago, una hebra de fibra, que antes le habrían repelido— como una especie de aventura.
El primer plato fue un pescado pequeño —un pescado pequeño que se comía entero, con todos los órganos internos que pudiera tener— y eso le pareció, en el primer momento, otro modo estúpido de integrarse en la Naturaleza con una «N» mayúscula. Pero se tragó el pescado, tal como hizo Fastolfe, y el sabor le hizo cambiar de opinión. Nunca había experimentado nada por el estilo. Fue como si de repente se hubieran inventado las papilas gustativas y se las hubieran insertado en la lengua.
Los sabores cambiaban de un plato a otro y algunos eran muy extraños y no del todo agradables, pero a Baley no le importó. La emoción de un sabor concreto, de distintos sabores concretos (a instancias de Fastolfe, tomó un sorbo de agua ligeramente condimentada entre uno y otro plato) era lo que contaba, no los pequeños detalles.
Intentó no dar muestras de avidez, no concentrar toda su atención en los alimentos, no lamer el plato. Continuó observando e imitando a Fastolfe y haciendo caso omiso de la expresión amable pero claramente divertida del otro.
—Confío —dijo Fastolfe— en que esto sea de su gusto.
—Muy bueno —consiguió articular Baley.
—Le ruego que no lleve la cortesía hasta el extremo de forzarse. No coma nada que le parezca extraño o desabrido. Haré que se lo cambien por cualquier cosa que le guste.
—No es necesario, doctor Fastolfe. Lo encuentro todo muy satisfactorio.
—Bien.
Pese a la proposición de Fastolfe de comer sin robots, fue un robot el que sirvió. (Fastolfe, acostumbrado a ello, probablemente ni siquiera advirtió ese hecho, pensó Baley; y él no mencionó el asunto.)
Como era de esperar, el robot se movía en silencio y con movimientos impecables. Su bonita librea parecía sacada de algún drama histórico como los que Baley había visto por hiperondas. Sólo desde muy cerca se veía hasta qué punto el traje era una ilusión causada por la iluminación y hasta qué punto el exterior del robot era semejante a un suave acabado metálico... y nada más.
Baley preguntó:
—¿Ha diseñado Gladia la superficie del camarero?
—Sí —contestó Fastolfe, visiblemente complacido—. Se sentiría muy halagada de saber que ha reconocido su estilo. Es muy buena, ¿verdad? Su trabajo está alcanzando una gran popularidad y resulta muy útil para la sociedad aurorana.
La conversación durante la cena había sido agradable pero trivial. Baley no había sentido la necesidad de «hablar de trabajo» y, de hecho, había preferido guardar largos silencios mientras saboreaba la comida y dejaba que su subconsciente —o la facultad que sustituyera a la reflexión— decidiese cómo enfocar el asunto que ahora le parecía ser el punto central del problema de Jander.
Sin embargo, Fastolfe se le adelantó diciendo:
—Y ahora que ha mencionado a Gladia, señor Baley, ¿puedo preguntarle a qué se debe que haya partido hacia su establecimiento casi desesperado y haya vuelto tan animado y hablando de tener quizá la clave del enigma? ¿Ha averiguado algo nuevo, e inesperado, tal vez, en casa de Gladia?
—Así es —contestó Baley distraídamente, pues estaba absorto en el postre, que no logró reconocer, y del cual (después de que sus anhelantes miradas sirvieran de inspiración al camarero) le fue ofrecida una segunda ración. Se sentía repleto. Nunca en su vida habia gozado tanto del acto de comer y por primera vez lamentaba que los límites fisiológicos le impidieran seguir comiendo indefinidamente. No pudo dejar de sentirse avergonzado por ello.
—¿Y qué es eso nuevo e inesperado que ha descubierto? —preguntó Fastolfe con paciencia—. ¿Algo que yo mismo ignoro, tal vez?
—Tal vez. Gladia me ha dicho que usted le dio a Jander hace aproximadamente medio año.
Fastolfe asintió.
—Eso ya lo sabía. Así fue.
Baley preguntó vivamente:
—¿Por qué?
La afable expresión del rostro de Fastolfe se desvaneció lentamente. Luego preguntó:
—¿Por qué no?
Baley replicó:
—No sé por qué no, doctor Fastolfe. No me importa. Mi pregunta es: ¿Por qué?
Fastolfe meneó levemente la cabeza y no dijo nada.
Baley declaró:
—Doctor Fastolfe, estoy aquí para desenmarañar lo que parece ser un verdadero lío. Nada de lo que usted ha hecho, nada, me ha facilitado las cosas. Más bien, tengo la impresión de que se ha complacido en demostrarme lo enrevesado que es el lío y en destruir cualquier especulación que yo exponga como una posible solución. No espero que los demás respondan a mis preguntas. Carezco de categoría oficial en este mundo y no tengo derecho a hacer preguntas, y aún menos a exigir respuestas.
»Sin embargo, usted es distinto. Yo estoy aquí a petición suya y estoy intentando salvar su carrera al mismo tiempo que la mía y, según su propia versión de los hechos, tratando de salvar a Aurora al mismo tiempo que a la Tierra. Por lo tanto, espero que conteste mis preguntas extensa y sinceramente. Le ruego que no adopte tácticas dilatorias, tales como preguntarme por qué no cuando yo le pregunto por qué. Y ahora, de nuevo... y por última vez: ¿Por qué?
Fastolfe echó los labios hacia fuera y adoptó una expresión sombría.
—Discúlpeme, señor Baley. Si he vacilado en responder es porque, pensándolo bien, no parece haber ninguna razón demasiado dramática. Gladia Delmarre... no, ella no quiere que se use su apellido... Gladia es una extranjera en este planeta; ha sufrido experiencias traumáticas en su mundo natal, como usted ya sabe, y experiencias traumáticas en éste, como quizá no sepa...
—Si que lo sé. Haga el favor de ser más directo.
—Pues bien, me compadecí de ella. Estaba sola y pensé que Jander la ayudaría a sentirse menos sola.
—¿Se compadeció de ella? Nada más. ¿Son amantes? ¿Lo han sido?
—No, de ningún modo. Yo no me ofrecí. Ella, tampoco... ¿Por qué? ¿Le ha dicho ella que fuimos amantes?
—No, no lo ha hecho, pero necesito una confirmación independiente, en todos los casos. Le avisaré cuando surja una contradicción; no debe preocuparse por eso. ¿Cómo es que, con su compasión por ella y el agradecimiento que Gladia siente por usted, no se ofreció ninguno de los dos? Tengo entendido que ofrecer sexo en Aurora es algo así como hablar del tiempo.
Fastolfe frunció el ceño.
—Usted no sabe nada de eso, señor Baley. No nos juzgue según las normas de su propio mundo. El sexo no es una cuestión de gran importancia para nosotros, pero cuidamos cómo lo utilizamos. Quizá a usted no se lo parezca, pero ninguno de nosotros nos ofrecemos con ligereza. Gladia, desconocedora de nuestras costumbres y sexualidades frustradas en Solaria, quizá se ofreció con ligereza, o desesperación, más bien, y, por lo tanto, no es sorprendente que no disfrutara con los resultados.
—¿No intentó usted mejorar la situación?
—¿Ofreciéndome? No soy lo que necesita y tampoco ella es lo que yo necesito. Me compadecí de ella. Me gusta. Admiro su talento artístico. Y quiero que sea feliz... Al fin y al cabo, señor Baley, convendrá conmigo en que las simpatías de un ser humano por otro no necesitan descansar sobre un deseo sexual o algo más que un honesto sentimiento humano. ¿Nunca se ha compadecido de nadie? ¿Nunca ha querido ayudar a alguien por la simple satisfacción de poner fin a sus desdichas? ¿Qué clase de planeta es el suyo?
Baley repuso:
—Lo que dice está justificado, doctor Fastolfe. No cuestiono el hecho de que sea usted un ser humano decente. Sin embargo, póngase en mi lugar. Cuando le he preguntado por qué había cedido Jander a Gladia, no me ha dicho lo que acaba de contarme ahora... y con considerable emoción, si me permite decirlo. Su primer impulso ha sido eludir la cuestión, titubear, ganar tiempo preguntando por qué no.
«Suponiendo que lo que finalmente me ha contado sea verdad, ¿por qué ha querido eludir la respuesta? ¿Qué razón, que usted no quería admitir, se le ha ocurrido antes de dar con la razón que sí quería admitir? Perdóneme por insistir, pero debo saberlo... y no por curiosidad personal, se lo aseguro. Si lo que me dice no afecta en ningún sentido a este lamentable asunto, puede considerarlo arrojado a un agujero negro.
Fastolfe contestó en voz baja:
—Con toda sinceridad, no estoy seguro de por qué he evadido la respuesta. Es posible que su pregunta me haya recordado algo que no quiero afrontar. Déjeme pensar, señor Baley.
Ambos guardaron silencio durante unos momentos. El camarero despejó la mesa y abandonó la habitación. Daneel y Giskard estaban en algún otro lugar (seguramente vigilando la casa). Baley y Fastolfe se encontraban al fin solos en una habitación sin robots.
Al cabo de unos minutos, Fastolfe declaró:
—No sé qué debo decirle, pero permítame retroceder algunas décadas. Tengo dos hijas. Quizá ya lo sepa. Son de dos madres distintas...
—¿Preferiría haber tenido hijos varones, doctor Fastolfe?
Fastolfe pareció sinceramente sorprendido.
—No. En absoluto. Creo que la madre de mi segunda hija quería un varón, pero yo no di mi consentimiento para la inseminación artificial con esperma seleccionado, aunque fuese mío, e insistí en seguir la arbitrariedad natural de la genética. Antes de que me pregunte por qué, le diré que prefiero una cierta intervención del azar en la vida y porque creo que, en el fondo, quería la posibilidad de tener una hija. Habría aceptado un varón, naturalmente, pero no quería abandonar la posibilidad de una bija. No sé por qué, me gustan las hijas. Pues bien, tuve una segunda hija y quizás ésta fue una de las razones por las que su madre disolvió el matrimonio poco después de dar a luz. Por otra parte, un alto porcentaje de matrimonios se disuelven después de tener un hijo, de modo que quizá no deba buscar razones especiales.
—Deduzco que la madre se llevó a la criatura consigo.
Fastolfe lanzó una mirada perpleja a Baley.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa? Pero olvido que viene usted de la Tierra. No, claro que no. La niña habría sido llevada a una guardería, donde la habrían cuidado debidamente. Sin embargo —arrugó la nariz como si sus recuerdos le produjeran cierta turbación—, no fue criada allí. Decidí encargarme yo mismo de ella. Es legal hacerlo así, aunque muy poco frecuente. Yo era muy joven, claro, pero aunque todavía no había alcanzado el primer siglo de edad, ya destacaba en robótica.
—¿Lo logró?
—¿Criarla? Oh, sí. Me encariñé mucho con ella. La llamé Vasilia. Era el nombre de mi madre, ¿sabe? —Se rió entre dientes—. Tengo una extraña vena de sentimentalismo... como mi afecto por mis robots. Por supuesto, no conocí a mi madre, pero su nombre constaba en mis gráficas. Creo que aún vive, de modo que podría verla, pero resulta muy embarazoso conocer a alguien que te ha llevado en sus entrañas. ¿Por dónde iba?
—Llamó Vasilia a su hija.
—Sí... y la crié y me encariñé con ella. Mucho. Yo veía los atractivos de hacer algo así, pero, naturalmente, eso incomodaba a mis amigos y tenía que mantenerla fuera de su vista cuando estaba con ellos, por razones sociales o profesionales. Recuerdo una vez... —Se interrumpió.
—¿Sí?
—Hacía décadas que no pensaba en ello. Entró corriendo, llorando por algún motivo, y se echó a mis brazos cuando el doctor Sarton estaba conmigo, discutiendo uno de los primeros programas de diseño para robots humaniformes. Creo que sólo tenía siete años y, naturalmente, la abracé, la besé y abandoné lo que estaba haciendo, lo cual fue imperdonable por mi parte. Sarton se marchó, tosiendo y atragantándose... y muy indignado. Pasó una semana entera antes de que volviéramos a reunimos para proseguir las deliberaciones. Supongo que los niños no deberían producir ese efecto sobre las personas, pero es que hay muy pocos niños y casi nunca se les ve.
—¿Y su hija, Vasilia, le quería?
—Oh, sí... al menos, hasta que... Me quería mucho. Yo supervisaba su instrucción para que su mente se desarrollara al máximo.
—Ha dicho que ella le quiso hasta que... algo. No ha terminado la frase. Así pues, llegó un día en que dejó de quererle. ¿Cuándo fue eso?
—Se empeñó en tener su propio establecimiento cuando fue lo bastante mayor. Algo muy natural.
—¿Y usted se opuso?
—¿Cómo iba a oponerme? No, claro que no me opuse. Sigue usted suponiendo que soy un monstruo, señor Baley.
—¿Debo suponer, en cambio, que cuando ella alcanzó la edad en que debía tener su propio establecimiento, ya no sentía el mismo afecto por usted que cuando era efectivamente su hija y vivía en su establecimiento dependiendo de usted?
—No es tan sencillo. De hecho, fue bastante complicado. Verá... —Fastolfe pareció turbado—. La rechacé cuando se me ofreció.
—¿Se ofreció a usted? —repitió Baley, horrorizado.
—Nada más natural —dijo Fastolfe con indiferencia—. No conocía a nadie mejor que a mí. Yo la había instruido en todo lo referente al sexo, había alentado sus experimentos, la había llevado a los Juegos de Eros, había hecho todo lo posible por ella. Era algo de esperar y fui un tonto por no esperarlo y dejarme sorprender.
—¿Pero el incesto...?
Fastolfe dijo:
—¿Incesto? Ah, sí, un término utilizado en la Tierra. En Aurora no existe tal cosa, señor Baley. Muy pocos auroranos conocen a su familia inmediata. Naturalmente, si se trata de contraer matrimonio y se solicitan hijos, se realiza una investigación genealógica, pero, ¿qué tiene eso que ver con el sexo social? No, no, lo anormal es que yo recharaza a mi propia hija. —Enrojeció, especialmente sus grandes orejas.
—¡Qué desatino! —murmuró Baley.
—Además, no tenía ningún motivo para hacerlo; al menos, ninguno que pudiera explicar a Vasilia. Fue un gran error por mi parte no prever la cuestión y preparar los argumentos de un rechazo racional de alguien tan joven e inexperto, si fuera necesario, que no la hiriese ni humillara. Me avergüenza profundamente haber asumido la insólita responsabilidad de criar a una hija, sólo para someterla a una experiencia tan desagradable. Pensé que podríamos continuar nuestras relaciones como padre e hija, como amigos, pero ella no se dio por vencida. Cada vez que yo la rechazaba, por muy afectuosamente que intentara hacerlo, las cosas empeoraban entre nosotros.
—Hasta que finalmente...
—Finalmente ella quiso tener su propio establecimiento. Al principio yo me resistí, no porque no quisiera que lo tuviese, sino porque quería restablecer nuestros lazos de afecto antes de que se marchara. Nada de lo que hice dio resultado. Creo que fue la época más penosa de mi vida. Un día ella insistió, de un modo bastante violento, en marcharse y yo no pude seguir reteniéndola. Por entonces ella ya era una profesional de la robótica, me alegro de que no abandonara la profesión por resentimiento hacia mí, y podía encontrar un establecimiento sin mi ayuda. De hecho, así ocurrió, y desde entonces hemos mantenido poco contacto.
Baley sugirió:
—Es posible, doctor Fastolfe, que, ya que no abandonó la robótica, no se sienta resentida con usted.
—Es lo que hace mejor y le interesa más. No tiene nada que ver conmigo. Lo sé porque, en un principio, pensé lo mismo que usted e intenté un acercamiento amistoso, pero no fue bien acogido.
—¿La encuentra a faltar, doctor Fastolfe?
—Claro que la encuentro a faltar, señor Baley. Esto demuestra que criar a un hijo es una gran equivocación. Cedes a un impulso irracional, un deseo atávico, que te lleva a inspirarle el amor más profundo y luego te somete a la posibilidad de tener que causarle un daño emocional permanente rechazándolo la primera vez que se te ofrece. Y por si esto fuera poco, te sometes a ti mismo a este irracional sentimiento de pesar causado por la ausencia. Es algo que no había sentido nunca y no he vuelto a sentir desde entonces. Tanto ella como yo hemos sufrido innecesariamente y la culpa es sólo mía.
Fastolfe se sumió en una especie de ensimismamiento y Baley preguntó con suavidad:
—¿Y qué tiene todo eso que ver con Gladia?
Fastolfe se sobresaltó.
—¡Oh! Lo había olvidado. Bueno, es muy sencillo. Todo lo que he dicho acerca de Gladia es verdad. Me gustaba. La compadecía. Admiraba su talento. Pero, además, se parece a Vasilia. Advertí el parecido cuando vi el primer reportaje de hiperondas sobre su llegada de Solaria. Era muy notorio y me impulsó a interesarme por ella. —Suspiró—. Cuando comprendí que ella, como Vasilia, se sentía frustrada sexualmente, no pude resistirlo. Dispuse que la establecieran cerca de mí, como ve. He sido su amigo y he hecho todo lo posible para evitarle las dificultades que supone la adaptación a un mundo extraño.
—Así pues, es como la sustituta de su hija.
—En cierto modo, sí. Supongo que podríamos llamarlo así, señor Baley... Y no puede usted imaginar cuánto me alegro de que nunca se le pasara por la cabeza ofrecerse a mí. Rechazarla habría sido revivir mi rechazo de Vasilia. Aceptarla por incapacidad para repetir el rechazo me habría amargado la vida, pues entonces habría pensado que hacía por esta extraña, este pálido reflejo de mi hija, lo que no había hecho por mi propia hija. En ambos casos... Pero no importa; ahora ya sabe por qué he titubeado en contestar. Pensar en ello me ha hecho recordar esta tragedia de mi vida.
—¿Y su otra hija?
—¿Lumen? —preguntó Fastolfe con indiferencia—. Nunca he tenido ningún contacto con ella, aunque recibo noticias suyas de vez en cuando.
—Tengo entendido que aspira a un cargo político.
—Sí, a uno local. Es la candidata globalista.
—¿Qué es eso?
—¿El partido globalista? Apoyan únicamente a Aurora; sólo a nuestro propio globo, ¿comprende? Los auroranos deben ejercer el liderazgo en la colonización de la Galaxia. Los demás deben ser excluidos, hasta donde sea posible, en particular los terrícolas. Es lo que denominan «egoísmo ilustrado».
—Naturalmente, usted no comparte esa opinión.
—Claro que no. Yo encabezo el partido humanista, donde creemos que todos los seres humanos tienen derecho a compartir la Galaxia. Cuando me refiero a «mis enemigos», estoy hablando de los globalistas.
—Así pues, Lumen es una de sus enemigas.
—Y Vasilia también. Forma parte del Instituto de Robotica de Aurora, el IRA, que se fundó hace unos cuantos años y está dirigido por robóticos que me consideran un demonio al que se debe derrotar a toda costa. Sin embargo, que yo sepa, mis diversas ex esposas son apolíticas, quizás incluso humanistas. —Sonrió irónicamente y añadió—: Bien, señor Baley, ¿ha preguntado todo lo que quería preguntar?
Las manos de Baley buscaron inútilmente unos bolsillos en sus suaves y holgados pantalones auroranos —algo que había hecho periódicamente desde que empezara a llevarlos en la nave— y no los encontraron. Se conformó, como hacía algunas veces, cruzando los brazos sobre el pecho.
Dijo:
—En realidad, doctor Fastolfe, no estoy nada seguro de que haya contestado a mi primera pregunta. Tengo la impresión de que sigue eludiendo la respuesta. ¿Por qué dio Jander a Gladia? Pongámoslo todo al descubierto, a fin de que veamos la luz en lo que ahora parece oscuridad.
Fastolfe volvió a enrojecer. Quizás esta vez fuese de ira, pero siguió hablando en tono mesurado.
—No me presione, señor Baley. Ya le he contestado. Sentí lástima por Gladia y pensé que Jander le haría compañía. He sido más sincero con usted que con nadie, en parte por la situación en que me encuentro y en parte porque usted no es aurorano. A cambio, exijo un respeto razonable.
Baley se mordió el labio inferior. No estaba en la Tierra. No tenia autoridad oficial que le respaldara y estaba arriesgando algo más que su orgullo profesional.
Dijo:
—Le pido disculpas, doctor Fastolfe, si he herido sus sentimientos. No estaba acusándole de falta de sinceridad o cooperación. Sin embargo, no puedo trabajar sin toda la verdad. Permítame sugerir la posible respuesta que estoy buscando y entonces usted me dirá si he acertado, o casi he acertado, o me he equivocado totalmente. ¿Puede ser que usted diese Jander a Gladia para que canalizara sus impulsos sexuales y, de ese modo, no tuviera la ocasión de ofrecerse a usted? Quizá no fuera su motivo consciente, pero piénselo ahora. ¿Es posible que ese sentimiento contribuyera al regalo?
La mano de Fastolfe cogió un adorno transparente y de poco peso que reposaba sobre la mesa del comedor. Empezó a darle vueltas, una y otra vez. A excepción de ese movimiento, Fastolfe parecía paralizado. Al fin dijo:
—Quizá sea así, señor Baley. La verdad es que desde que le presté a Jander, porque nunca fue un regalo, me sentí menos inquieto por la posibilidad de que se ofreciera a mí.
—¿Sabe si Gladia utilizó a Jander para fines sexuales?
—¿Ha preguntado a Gladia si lo hizo, señor Batey?
—Esto no tiene nada que ver con mi pregunta. ¿Lo sabe usted? ¿Presenció alguna manifestación sexual entre ellos? ¿Le informó alguno de sus robots en ese sentido? ¿Se lo contó ella misma?
—La respuesta a todas estas preguntas, señor Baley, es no. Si me paro a pensar en ello, no hay nada insólito en que un hombre o una mujer utilice a un robot para fines sexuales. Los robots normales no están particularmente adaptados a eso, pero los seres humanos son bastante ingeniosos en este aspecto. En cuanto a Jander, él está adaptado a eso porque es tan humaniforme como pudimos hacerlo...
—Para que pudiera tener relaciones sexuales.
—No, ésa no fue nunca nuestra intención. Fue el problema abstracto de construir un robot totalmente humaniforme lo que monopolizó el interés del difunto doctor Sarton y de mí mismo.
—Pero esos robots humaniformes están diseñados para tener relaciones sexuales, ¿verdad?
—Supongo que sí y, ahora que lo pienso, y admito que quizá lo haya pensado inconscientemente desde el principio, es muy posible que Gladia utilizara a Jander para ese fin. Si lo hizo, espero que hallara placer en ello. En ese caso, consideraría mi préstamo como una buena obra.
—¿Podría haber sido una obra mejor de lo que usted cree?
—¿En qué sentido?
—¿Qué opinaría si le dijera que Jander y Gladia eran marido y mujer?
La mano de Fastolfe, que aún sujetaba el adorno, se cerró convulsivamente a su alrededor, lo apretó con fuerza por espacio de un momento, y luego lo soltó.
—¿Qué? Eso es ridículo. Es legalmente imposible. Los hijos quedan descartados, de modo que no pueden solicitarse. Sin la intención de solicitarlos, no puede haber matrimonio.
—No es una cuestión de legalidad, doctor Fastolfe. Recuerde que Gladia es solariana y no ve las cosas desde el punto de vista aurorano. Es una cuestión emocional. La misma Gladia me ha dicho que consideraba a Jander como su marido. Creo que ahora se considera su viuda y tiene otro trauma sexual... y muy grave. Si, de algún modo, usted contribuyó conscientemente a ello...
—Por todas las estrellas —exclamó Fastolfe con desusada emoción—, claro que no. Cualquiera que fuesen mis intenciones, jamás imaginé que Gladia pensaría en el matrimonio con un robot, por muy humaniforme que éste pudiera ser. Ningún aurorano se lo habría imaginado.
Baley asintió y levantó una mano.
—Le creo. No le considero tan buen actor como para engañarme con una sinceridad fingida. Pero tenía que asegurarme. Al fin y al cabo, era posible que...
—No, no lo era. ¿Posible que yo previese esta situación? ¿Que creara deliberadamente esta abominable viudez, por alguna razón? Jamás. No era concebible, de modo que no lo concebí. Seflor Baley, cualquiera que fuesen mis intenciones al colocar a Jander en el establecimiento de Gladia, eran buenas. Yo no perseguía esto. Sé que alegar buena intención es una defensa muy pobre, pero no tengo otra.
—No hablemos más de ello, doctor Fastolfe —dijo Baley—. Ahora me gustaría sugerirle una posible solución del misterio.
Fastolfe respiró profundamente y se recostó en el asiento.
—Ya ha aludido a eso al regresar de casa de Gladia. —Miró a Baley con una chispa de ira en los ojos—. ¿No podría haberme hablado de esa «clave» que tiene nada más llegar? ¿Era necesario pasar por todo... esto?
—Lo lamento, doctor Fastolfe. La clave no tiene sentido sin todo... esto.
—Está bien. Adelante.
—De acuerdo. Jander estaba en una posición que usted, el teórico de la robótica más importante del mundo, no previó. Complacía de tal modo a Gladia que ella estaba enamorada de él y le consideraba su marido. ¿Y si resulta que, al complacerla, también la desagradaba?
—No sé a qué se refiere.
—Se lo explicaré. Ella era bastante reservada en lo que se refiere a este asunto. Tengo entendido que en Aurora las cuestiones sexuales no se ocultan a toda costa.
—No lo difundimos por hiperondas —contestó Fastolfe secamente—, pero tampoco constituye un secreto mayor que cualquier otra cuestión estrictamente personal. Por lo general sabemos quién ha sido el último compañero de quién y, si estamos entre amigos, solemos tener una idea del agrado o entusiasmo, o todo lo contrario, que siente uno u otro, o ambos. Es un tema de conversación como cualquier otro.
—Sí, pero usted no sabía nada sobre las relaciones de Gladia con Jander.
—Sospechaba...
—No es lo mismo. Ella no le dijo nada. Usted no vio nada. Ninguno de los robots le informó de nada. Ella se lo ocultó incluso a usted, su mejor amigo en Aurora. Es evidente que sus robots fueron cuidadosamente aleccionados para no hablar nunca de Jander y el mismo Jander debió de ser aleccionado para no revelar nada.
—Supongo que es una conclusión lógica.
—¿Por qué lo haría, doctor Fastolfe?
—¿Por un exagerado pudor solariano respecto al sexo?
—¿No equivale eso a decir que se avergonzaba de ello?
—No tenía motivo para ello, aunque el hecho de considerar a Jander como un marido la habría convertido en el hazmerreír de todos.
—Podría haber ocultado muy fácilmente esa parte sin ocultarlo todo. Supongamos que, debido a su educación solariana, estaba avergonzada.
—Bien, ¿y qué?
—A nadie le gusta sentirse avergonzado, y es posible que Gladia culpara a Jander por ello, obedeciendo a la ilógica tendencia de las personas a descargar sus propias culpas sobre los demás.
—¿Sí?
—Gladia es una mujer muy sencilla y puede que hubiera veces en que se echara a llorar, recriminando a Jander por ser la causa de su vergüenza y su desdicha. Es posible que eso no durara mucho y luego pasara rápidamente a las disculpas y las caricias, pero ¿no podría Jander sacar la clara impresión de que en realidad era él la fuente de la vergüenza y la desdicha de ella?
—Quizá.
—¿Y no llevaría eso a convencer a Jander de que, si seguía la relación, haría desgraciada a Gladia, y de que si la cortaba, también la haría desgraciada? Tomara la decisión que tomase, Jander estaría violando la Primera Ley e, incapaz de actuar sin infringirla, sólo podía refugiarse en la inacción total. Lo hizo así, y se produjo un bloqueo mental. ¿Recuerda lo que me ha contado hace unas horas acerca de ese presunto robot telépata que fue puesto en éxtasis por esa pionera de la robótica?
—Por Susan Calvin, sí. ¡Ya entiendo! Usted está preparando su plan de acción en base a esa vieja leyenda. Muy ingenioso, señor Baley, pero no funcionará.
—¿Por qué no? Cuando usted decía que era el único que podía provocar el bloqueo mental en Jander, no tenía la más remota idea de que estuviera tan involucrado en una situación tan inesperada. Todo eso guarda muchos paralelismos con la situación de Susan Calvin.
—Supongamos que ese relato sobre Susan Calvin y el robot que leía la mente no sea tan sólo una leyenda absolutamente ficticia. Tomémosla en serio. Aun así, no existiría paralelismo entre esa historia y la situación de Jander. En el caso de Susan Calvin, nos estaríamos refiriendo a un robot increíblemente primitivo, que en la actualidad no alcanzaría el grado de juguete. Alguien así sólo podría afrontar estos dilemas cualitativamente: A crea desdicha; no-A crea desdicha; por lo tanto, bloqueo mental.
—¿Y Jander? —dijo Baley.
—Cualquier robot moderno, cualquiera del último siglo, sopesaría cuantitativamente tales asuntos. ¿Cuál de las dos situaciones, A o no-A, crea más desdicha? El robot tomaría una decisión rápida y optaría por la desdicha menor. Las probabilidades de que el robot juzgue que las dos alternativas mutuamente exduyentes producen cantidades exactamente iguales de desdicha son escasas y, aun si llegara este caso, los robots modernos van dotados de un factor de azar. Si A y no-A producen una desdicha precisamente igual según su juicio, el robot escoje una u otra de un modo totalmente aleatorio y luego se atiene a ella sin más titubeos. Desde luego, no se produce en él un bloqueo mental.
—¿Significa eso que es imposible que Jander sufriera un bloqueo mental? Me ha dicho y repetido que usted podría provocarlo...
—En el caso del cerebro positrónico humaniforme, existe una manera de obviar el factor aleatorio que depende por entero del modo en que ese cerebro haya sido construido. Aun conociendo la teoría básica, resulta un proceso difícil y prolongado llevar el robot al huerto, por decirlo de algún modo, mediante una hábil sucesión de órdenes y cuestiones que en último término provoquen el bloqueo mental. Es impensable que éste tenga lugar por accidente, y la mera existencia de una aparente contradicción como la producida por las sensaciones simultáneas de amor y de vergüenza no podría provocarlo sin los ajustes cuantitativos más meticulosos bajo las condiciones más inusuales. Lo cual nos deja, como vengo diciendo, con la paralización espontánea como única explicación posible de lo sucedido.
—Pero sus enemigos insisten en que lo más probable es que sea usted culpable. ¿No podríamos nosotros, como réplica, insistir en que Jander fue inducido al bloqueo mental por el conflicto surgido en Gladia entre el amor y la vergüenza? ¿No parecería eso creíble? ¿Y no pondría a la opinión pública á su favor, doctor?
Fastolfe frunció el ceño.
—Señor Baley, es usted demasiado impulsivo. Piense seriamente en ello. Si intentáramos librarnos de nuestro dilema de este modo tan poco honrado, ¿cuáles podrían ser las consecuencias? No hablo ya de la vergüenza y la desdicha que acarrearía a Gladia, quien no sólo sufriría la pérdida de Jander, sino también la sensación de haber sido ella quien la había provocado, si efectivamente se había sentido avergonzada y lo había manifestado ante el robot. No me gustaría hacer algo así, pero vamos a pasar eso por alto, si es posible. Pensemos, en cambio, en que mis enemigos dirían que le había prestado a Jander precisamente para provocar lo que sucedió. Lo habría hecho, dirían, para desarrollar un método de bloqueo mental en robots humaniformes al tiempo que escapaba de toda presunta culpabilidad. Todavía estaríamos peor de lo que estamos, pues no sólo me acusarían de ser un intrigante, como sucede ahora, sino que dirían además que me había comportado como un monstruo con una mujer inocente y confiada, de la que simulaba ser amigo. Esta es una acusación que hasta ahora no me ha hecho nadie.
Baley titubeó. Notó que abría las mandíbulas y que su voz se convertía en un tartamudeo.
—Pero ellos no harían...
—Lo harían. Usted mismo estaba casi a punto de pensarlo no hace mucho rato...
—Sólo como una remota...
—Mis enemigos no lo considerarían así y no le darían publicidad como tal posibilidad remota.
Baley se dio cuenta de que acababa de enrojecer. Notó la oleada de calor y descubrió que no podía mirar a la cara a Fastolfe. Se aclaró la garganta y contestó:
—Tiene usted razón. He dicho lo primero que se me ha ocurrido sin pararme a pensar, y no puedo sino pedirle excusas. Me siento terriblemente avergonzado. Supongo que no hay manera de resolver el caso más que con la verdad, si conseguimos averiguarla.
—No desespere —contestó Fastolfe—. Ya ha descubierto usted datos relativos a Jander que yo nunca había pensado que conseguiría. Puede seguir descubriendo más y, al final, lo que ahora nos parece un misterio quedará develado y aclarado. ¿Qué piensa hacer a continuación?
Pero Baley no podía pensar en nada ante la vergüenza que le producía su fracaso.
—No lo sé, realmente —murmuró.
—Bueno, ha sido injusto por mi parte preguntárselo. Ha tenido usted un día muy largo y nada sencillo. No me sorprende que tenga el cerebro un poco cansado, ¿Por qué no descansa, ve una película o se va a dormir? Mañana por la mañana se sentirá mucho mejor.
Baley asintió y murmuró:
—Quizá tenga razón.
Sin embargo, de momento, no creía que a la mañana siguiente fuera a sentirse mejor en absoluto.
El dormitorio era frío, tanto de temperatura como de ambiente. Baley tiritó ligeramente. Una temperatura tan baja en una habitación le daba la desagradable sensación de estar en el Exterior. Las paredes eran de un blanco levemente tirando a gris y no estaban decoradas, lo que era inusual en el establecimiento de Fastolfe. El suelo, a simple vista, parecía de marfil pulido, pero bajo los pies desnudos se notaba mullido, como alfombrado. El lecho era blanco y las finas mantas resultaban frías al tacto.
Se sentó en el borde del colchón y descubrió que cedía muy poco a la presión de su cuerpo.
Se volvió hacia Daneel, que había entrado con él, y le preguntó:
—Daneel, ¿te perturba que un ser humano mienta?
—Soy consciente de que los seres humanos mienten en ocasiones, compañero Elijah. A veces, una mentira puede resultar útil o incluso obligada. Mis sentimientos acerca de las mentiras dependen del mentiroso, la ocasión y la razón.
—¿Puedes saber siempre cuándo un ser humano miente?
—No, compañero Elijah.
—¿Te da la impresión de que el doctor Fastolfe miente a menudo?
—Nunca me ha parecido que el doctor Fastolfe mintiera.
—¿Ni siquiera en relación con la muerte de Jander?
—Hasta donde puedo discernir, dice la verdad en todo.
—Quizás te instruyó para que contestaras eso si yo te preguntaba...
—No es así, compañero Elijah.
—Pero quizás te ha instruido para decir eso también...
Baley se interrumpió. Se preguntó nuevamente de qué serviría interrogar a un robot. Y más en aquel caso, en que estaba entrando en un círculo vicioso.
De pronto, se dio cuenta de que el colchón había ido cediendo lentamente bajo su peso y que ahora casi le envolvía las caderas. Se incorporó, de pronto y dijo:
—¿Hay algún modo de calentar la habitación, Daneel?
—Te sentirás más caliente cuando estés bajo las mantas y con la luz apagada, compañero Elijah.
—Ah —dijo Baley, al tiempo que miraba a su alrededor con aire suspicaz—. ¿Querrías apagar la luz y quedarte en la habitación cuando lo hayas hecho, Daneel?
La luz se apagó casi al instante y Baley advirtió que su suposición de que aquella alcoba, al menos, estaba sin decorar era una absoluta equivocación. En cuanto quedó a oscuras, se sintió como si estuviera en el Exterior. Se oía el suave rumor del viento en los árboles y los murmullos lejanos y adormecidos de distantes formas de vida. También había sobre su cabeza la ilusión de un cielo estrellado con alguna nube ocasional que lo cruzaba, apenas visible.
—¡Vuelve a encender la luz, Daneel!
La habitación se inundó de luz.
—Daneel —dijo Baley—, no deseo nada de todo eso. No quiero estrellas, ni nubes, ni ruidos, ni árboles, ni viento, ni aromas. Quiero oscuridad, una oscuridad que no deje adivinar las formas de las cosas. ¿Puedes conseguirlo?
—Desde luego, compañero Elijah.
—Entonces, hazlo. Y enséñame cómo puedo apagar la luz yo mismo cuando quiera dormir.
—Estoy aquí para protegerte, compañero Elijah.
—Estoy seguro de que así es —replicó Baley con un gruñido—. Pero puedes hacerlo desde el otro lado de la puerta. Imagino que Giskard estará fuera, junto a las ventanas, si realmente existen ventanas tras esas cortinas.
—Las hay. Y si traspasas ese umbral, compañero Elijah, encontrarás un Personal reservado para ti. Esa parte de la pared no es sólida y puedes atravesarla fácilmente. La luz se conectará cuando entres y volverá a apagarse cuando salgas... Y no hay decoración. Puedes ducharte o hacer cualquier otra cosa que desees antes de retirarte o al despertar.
Baley se volvió en la dirección que Daneel indicaba. No vio ningún hueco en la pared, pero la moldura del suelo en ese punto parecía más compacto, como si realmente hubiera un umbral.
—¿Cómo podré encontrarla en la oscuridad, Daneel? —preguntó.
—Esa parte de la pared, que no es tal, resplandecerá ligeramente. En cuanto a la luz de la habitación, tienes un hueco en el cabezal de la cama. Si pones allí el dedo, la habitación se oscurecerá si estaba iluminada, y se iluminará si estaba a oscuras.
—Gracias. Ahora puedes irte.
Media hora después, Baley había terminado con el Personal y se encontraba acurrucado bajo la manta, con la luz apagada y envuelto por una cálida y reconfortante oscuridad.
Como Fastolfe había dicho, la jornada había sido muy larga. Era casi increíble que hubiera llegado a Aurora aquella misma mañana. Había aprendido muchas cosas, y sin embargo ninguna de ellas le había servido de nada.
Siguió despierto en la oscuridad y repasó los acontecimientos del día uno tras otro, con la esperanza de advertir algo que antes le hubiera pasado por alto, pero no fue así.
¡Al diablo con el callado y juicioso, perspicaz y sutil Elijah Baley del programa de hiperondas!
El colchón le envolvía de nuevo y era como una cálida funda. Se movió ligeramente y el colchón se tensó bajo él hasta amoldarse después, lentamente, a su nueva posición.
No tenía objeto repasar otra vez el día con la cabeza cansada y soñolienta como tenía, pero no pudo evitar intentarlo por segunda vez, siguiendo sus propios pasos en aquel su primer dia en Aurora, desde el espaciopuerto al establecimiento de Fastolfe, luego al de Gladia y nuevamente al primero.
Se movió un poco y notó con la mente abstraída que el colchón volvía a amoldarse a él.
Gladia... más hermosa de lo que él recordaba, pero dura... cierta dureza en ella... o quizá se habia construido una coraza protectora... pobre mujer. Pensó cálidamente en la reacción de ella al tocarle la mejilla con la mano... si hubiese podido quedarse con ella, le habría enseñado... estúpidos auroranos... actitud desagradablemente despreocupada hacia el sexo... todo vale... lo que significa que nada vale en realidad... no merece la pena... estúpido... Fastolfe, a Gladia, vuelta a Fastolfe... otra vez a Fastolfe.
De vuelta a Fastolfe. ¿Qué sucedió de vuelta a Fastolfe? ¿Algo dicho? ¿Algo no dicho? Y en la nave antes incluso de llegar a Aurora... algo que cuadraba con...
Baley se hallaba en el mundo de nunca jamás de la duermevela, cuando la mente se libera y sigue sus propias leyes. Es como el cuerpo que vuela, surcando el aire y sin gravedad.
Espontáneamente iba saliendo lo sucedido... pequeños aspectos que él no había notado... reuniéndose... añadiéndose una cosa a otra... poniéndose en su lugar... formando una red... tejido...
Y entonces le pareció oír un sonido y pasó a un nivel consciente. Aguzó el oido sin captar nada y se hundió de nuevo en la duermevela para retomar el hilo de los pensamientos, pero éste se había roto.
Fue como si una obra de arte se hundiera en un cenagal. Aún reconocía sus perfiles, sus masas de color iban amortiguándose, pero él sabía que la obra estaba allí. Y cuando trató desesperadamente de rescatarla, terminó de desaparecer y ya no recordó nada de ella. Nada en absoluto.
¿Había pensado realmente algo? ¿O era el propio recuerdo de haberlo hecho una ilusión nacida de algún fugaz desatino de una mente dormida? Y así estaba Baley en realidad: dormido.
Cuando durante la noche se despertó un instante, pensó para sí: «He tenido una idea, una idea importante.»
Pero no se acordó de nada, salvo de que había dado con algo.
Permaneció despierto un rato, contemplando la oscuridad. Si realmente había habido algo, volvería a recordarlo.
¡O quizás no! (¡Jehoshaphat!)
Y volvió a dormirse.