Si Fastolfe actuó con rapidez, Daneel reaccionó aún más rápidamente.
Para Baley, que casi se había olvidado de la existencia de Daneel, todo se redujo a un veloz movimiento, un sonido confuso, y Daneel ya estaba a un lado de Fastolfe, con el especiero en la mano, diciendo:
—Confío, doctor Fastolfe, en que no le habré causado ningún daño.
Baley advirtió, aún aturdido, que Giskard no estaba lejos al otro lado de Fastolfe y que los cuatro robots apostados en la pared del fondo habían avanzado hasta casi la mesa del comedor.
Jadeando ligeramente y con el cabello despeinado, Fastolfe dijo:
—No, Daneel. Lo has hecho muy bien. —Levantó la voz—. Todos lo habéis hecho muy bien, pero recordad, no debéis permitir que nada os frene, ni siquiera mi propia intervención.
Se rió quedamente y volvió a tomar asiento, arreglándose el cabello con la mano.
—Lamento haberle asustado así, señor Baley —declaró—, pero he pensado que la demostración sería más convincente que cualquiera de mis explicaciones.
Baley, cuyo movimiento de retroceso había sido una mera cuestión de reflejos, se aflojó el cuello y dijo con voz áspera:
—Me temo que yo esperaba palabras, pero estoy de acuerdo en que la demostración ha sido convincente. Me alegro de que Daneel estuviese lo bastante cerca para desarmarle.
—Cualquiera de ellos estaba lo bastante cerca para desarmarme, pero Daneel era el que lo estaba más y ha llegado el primero. Ha sido lo bastante rápido para actuar con suavidad. De haber estado más lejos, quizás habría tenido que retorcerme el brazo o incluso golpearme.
—¿Habría llegado hasta ese extremo?
—Señor Baley —dijo Fastolfe—. He dado instrucciones para protegerle a usted y sé cómo dar instrucciones. No habrían vacilado en salvarle, aunque la alternativa fuese dañarme a mí. Naturalmente, habrían procurado hacerme el menor daño posible, como ha hecho Daneel. Lo único que ha dañado ha sido mi dignidad y la pulcritud de mi cabello. Y los dedos me hormiguean un poco. —Fastolfe los flexionó con aire lastimoso.
Baley respiró hondo intentando recobrarse de aquel corto período de confusión, y preguntó:
—¿No me habría protegido Daneel, incluso sin sus instrucciones explícitas?
—Indudablemente. Habría tenido que hacerlo. Sin embargo, no debe creer que la respuesta robótica es un simple si o no, arriba o abajo, dentro o fuera. Es una equivocación que los profanos suelen cometer. Está la cuestión de la velocidad de respuesta. Mis instrucciones con respecto a usted se formularon de tal modo que el potencial formado en el interior de los robots a mi servicio, incluido Daneel, es anormalmente alto, tan alto como es posible dentro de los límites de la razón. Así pues, la respuesta ante un peligro claro e inmediato para usted es extraordinariamente rápida. Yo lo sabía y por eso le he atacado tan de repente; para hacerle, una demostración de lo más convincente sobre mi incapacidad para causarle ningún daño.
—Sí, pero no se lo agradezco demasiado.
—Oh, estaba totalmente seguro de mis robots, en especial de Daneel. Sin embargo, sí se me ha ocurrido, un poco tarde, que si no hubiera soltado instantáneamente el especiero, él en contra de su voluntad, o el equivalente robótico de la voluntad, me habría roto la muñeca.
Baley comentó:
—Considero que ha corrido un riesgo demasiado grande.
—Sí, también yo... después de haberlo hecho. Ahora bien, si usted se hubiera preparado para lanzarme el especiero a mí, Daneel habría impedido inmediatamente su movimiento, pero no con la misma velocidad, pues no ha recibido instrucciones especiales respecto a mi seguridad. Espero que habría sido lo bastante rápido para salvarme, pero no estoy seguro... y preferiría no comprobar esa cuestión. —Fastolfe sonrió jovialmente.
Baley preguntó:
—¿Y si lanzaran algún explosivo contra la casa desde un vehículo aéreo?
—O si un rayo gamma fuera disparado contra nosotros desde una colina cercana... Mis robots no representan una protección infinita, pero esos atentados terroristas tan radicales son muy improbables en Aurora. Sugiero que no nos preo-cupemos por ellos.
—Yo estoy dispuesto a no preocuparme por ellos. En realidad, no creía seriamente que usted fuera un peligro para mí, doctor Fastolfe, pero tenía que eliminar por completo esa posibilidad si quería seguir adelante. Ahora ya podemos continuar.
Fastolfe accedió:
—Sí, continuemos. A pesar de esta distracción adicional y muy dramática, aún nos enfrentamos al problema de probar que el bloqueo mental de Jander fue un suceso espontáneo.
Pero Baley era consciente de la presencia de Daneel y se volvió hacia él, preguntándole con inquietud:
—Daneel, ¿te duele que tratemos este asunto?
Daneel, que había dejado el especiero sobre una de las mesas vacías que estaban más alejadas, contestó:
—Compañero Elijah, yo preferiría que mi antiguo amigo Jander aún funcionara, pero como no es así y como no puede ser reparado para que pueda volver a funcionar debidamente, lo mejor que se puede hacer es tomar alguna medida para prevenir incidentes similares en el futuro. Ya que la actual conversación tiene ese objetivo, me complace más que dolerme.
—Bien, pues, para zanjar otra cuestión, Daneel, ¿crees tú que el doctor Fastolfe es culpable del fin de tu amigo Jander? ¿Me perdonará que lo pregunte, doctor Fastolfe?
Fastolfe hizo un gesto de aprobación y Daneel dijo:
—El doctor Fastolfe ha declarado que no era culpable, de modo que, naturalmente, no lo es.
—¿No tienes ninguna duda al respecto, Daneel?
—Ninguna, compañero Elijah.
Fastolfe parecía ligeramente divertido.
—Está interrogando a un robot, señor Baley.
—Lo sé, pero me cuesta pensar en Daneel como un robot y por eso se lo he preguntado.
—Sus respuestas no tendrían ningún valor ante un Consejo de Investigación. Sus potenciales positrónicos le obligan a creerme.
—Yo no soy un Consejo de Investigación, doctor Fastolfe, y mis métodos son diferentes. Volvamos adonde estábamos. O usted inutilizó el cerebro de Jander o sucedió por una circunstancia fortuita y eso sólo me deja la alternativa de probar que usted es inocente. En otras palabras, si puedo demostrar que es imposible que usted matara a Jander, la circunstancia fortuita es la única opción que nos queda.
—¿Y cómo piensa hacerlo?
—Es una cuestión de medios, oportunidad y motivo. Usted tenía los medios para matar a Jander, la capacidad teórica para manipularlo de tal modo que se produjera un bloqueo mental. Pero, ¿tuvo la oportunidad? Era su robot, en el sentido de que usted diseñó sus mecanismos cerebrales y supervisó su construcción, pero ¿era propiedad suya en el momento del bloqueo mental?
—No, no lo era. Pertenecía a otra persona.
—¿Desde cuándo?
—Desde hacía unos ocho meses, o algo más de medio año terrestre.
—Ah. Es un punto interesante. ¿Estaba con él, o cerca de él, en el momento de su destrucción? ¿Habría podido llegar hasta él? Resumiendo, podemos demostrar que estaba tan lejos de él, o tan fuera de su alcance, que no sería razonable suponer que habría podido realizar el hecho en el momento que supuestamente se realizó?
Fastolfe contestó:
—Me temo que eso es imposible. Hay un intervalo de tiempo bastante amplio durante el que pudo producirse el hecho. Después de la destrucción no se producen cambios robóticos equivalentes a la rigidez postmórtem o la descomposición en el ser humano. Sólo podemos decir que, en un momento dado, Jander funcionaba y, en otro momento dado, no funcionaba. Entre ambos hubo un período de unas ocho horas. No tengo coartada para ese espacio de tiempo.
—¿Ninguna? ¿Qué hizo durante esas horas?
—Estuve aquí, en mi establecimiento.
—Sus robots sin duda sabían que estaba usted aquí y podrían atestiguarlo.
—Claro que lo sabían, pero no pueden atestiguar en un sentido legal, y aquel día Fanya había salido.
—Por cierto, ¿comparte Fanya sus conocimientos de robótica?
Fastolfe esbozó una sonrisa irónica.
—Sabe menos que usted. Además, nada de esto importa.
—¿Por qué no?
Era evidente que Fastolfe empezaba a perder la paciencia.
—Mi querido señor Baley, no estamos hablando de una agresión física a corta distancia, como mi reciente farsa de ataque contra usted. Lo que le sucedió a Jander no requería mi presencia física. Da la casualidad que, aunque no en mi propio establecimiento, Jander no estaba lejos geográficamente, pero no habría importado que estuviera en el otro extremo de Aurora. Yo podía comunicarme electrónicamente con él y, por las órdenes que le diera y las respuestas que extra-jera, podía provocarle un bloqueo mental. El paso crucial ni siquiera habría requerido mucho tiempo...
Baley preguntó en seguida:
—Así pues, ¿es un proceso corto, un proceso que alguna otra persona podría desencadenar de un modo casual, mientras intentaba hacer algo totalmente rutinario?
—¡No! —exclamó Fastolfe—. Por Aurora, terrícola, déjeme hablar. Ya le he dicho que el caso no es éste. Inducir el bloqueo mental de Jander sería un proceso largo, complicado y tortuoso, que requeriría una gran inteligencia e ingenio, y nadie podría hacerlo accidentalmente, a menos que se diera una larga cadena de increíbles coincidencias. Según mis cálculos matemáticos, habría muchas menos posibilidades de una inducción accidental que de un bloqueo mental espontáneo.
”Sin embargo, si yo deseara provocar un bloqueo mental, podría producir cambios y reacciones, poco a poco, a lo largo de semanas, meses, e incluso años, hasta llevar a Jander a la destrucción. Y en ningún momento de ese proceso daría señales de estar al borde de la catástrofe, igual que usted podría ir acercándose a un precipicio en la oscuridad y seguir notando el suelo firme bajo sus pies, hasta llegar al mismo borde. No obstante, una vez le hubiese llevado hasta ese borde, el margen del precipicio, un simple comentario mío le despeñaría. Es ese paso final lo que sólo requeriría un momento de tiempo. ¿Lo entiende?
Baley apretó los labios. Ni siquiera intentó disimular su decepción.
—En resumen, usted tuvo la oportunidad.
—Cualquiera habría tenido la oportunidad. Cualquiera en Aurora, siempre que tuviese la habilidad necesaria.
—Y sólo usted tiene la habilidad necesaria.
—Me temo que sí.
—Lo cual nos lleva al motivo, doctor Fastolfe.
—Ah.
—Y eso es lo que podríamos alegar en su descargo. Esos robots humaniformes son suyos. Están basados en su teoría y usted participó en cada fase de su construcción, aunque el doctor Sarton la supervisara. Ellos existen gracias a usted y sólo gracias a usted. Ha hablado de Daneel como su «primogénito». Son sus creaciones, sus hijos, su regalo a la humanidad, su paso a la inmortalidad. —(Baley se dejó llevar por la elocuencia y, durante unos momentos, se imaginó que estaba dirigiéndose al Consejo de Investigación)—. ¿Por qué iba a deshacer su obra? ¿Por qué iba a destruir una vida que ha creado gracias a un milagro de labor mental?
Fastolfe se mostró levemente divertido.
—Pero, señor Baley, usted no sabe nada acerca de esto. ¿Cómo puede saber que mi teoría fue el resultado de un milagro de labor mental? Podría haber sido el tedioso desarrollo de una ecuación que cualquiera habría podido realizar pero que nadie se había molestado en hacer antes que yo.
—No lo creo —dijo Baley, tratando de calmarse—. Si nadie más que usted puede entender el cerebro humaniforme lo bastante bien para destruirlo, lo más probable es que nadie más que usted pueda entenderlo lo bastante bien para crearlo. ¿Acaso puede negarlo?
Fastolfe meneó la cabeza.
—No, no lo niego. Y sin embargo, señor Baley —su rostro se ensombreció—, su meticuloso análisis sólo está logrando empeorar las cosas para nosotros. Ya hemos llegado a la conclusión de que yo soy el único que tuvo los medios y la oportunidad. Resulta que también tengo un motivo, el mejor motivo del mundo, y mis enemigos lo saben. Así pues, ¿cómo vamos a probar que no lo hice?
El rostro de Baley se contrajo frunciendo el ceño con furia. Se alejó apresuradamente, en dirección a la esquina del comedor, como si buscara refugio. Luego se volvió de pronto y manifestó con aspereza:
—Doctor Fastolfe, tengo la impresión de que se complace en frustrarme.
Fastolfe se encogió de hombros.
—De ningún modo. Me limito a exponerle el problema tal como es. El pobre Jander murió a causa de un desplazamiento positrónico. Como sé que yo no tuve nada que ver con ello, sé que eso es lo que ocurrió. Sin embargo, nadie más puede estar seguro de que soy inocente y todas las pruebas circunstanciales me acusan, y eso debe tenerse muy en cuenta al decidir qué, si es que algo, se puede hacer.
Baley dijo:
—Está bien, investiguemos su motivo. Lo que a usted le parece un motivo aplastante puede no serlo tanto.
—Lo dudo. No soy ningún tonto, señor Baley.
—Quizá tampoco sea un buen juez de sí mismo y de sus motivos. Pocas personas lo son. Quizás está dramatizando las cosas por alguna razón.
—No lo creo.
—Entonces dígame su motivo. ¿Cuál es? ¡Dígamelo!
—No tan de prisa, señor Baley. No es fácil de explicar... ¿Podría acompañarme al exterior?
Baley miró rápidamente hacia la ventana. ¿Al Exterior?
El sol se encontraba más bajo en el cielo y la habitación estaba más soleada. Vaciló, y luego contestó, en voz más alta de lo que era necesario:
—¡Sí, le acompañaré!
—Excelente —dijo Fastolfe. Y luego, con una nota de cordialidad, añadió—: Pero quizá quiera ir primero al Personal.
Baley reflexionó unos momentos. No tenía una necesidad inmediata, pero ignoraba lo que le esperaba en el Exterior, cuánto rato debería quedarse, qué servicios públicos habría o no habría allí. Sobre todo ignoraba las costumbres auroranas al respecto y no recordaba haber leído nada ilustrativo sobre el tema en las películas-libro de la nave. Quizá sería más seguro acceder a todo lo que su anfitrión le sugiriese.
—Gracias —dijo—, si es oportuno que lo haga así.
Fastolfe asintió.
—Daneel —llamó—, acompaña al señor Baley al Personal de Visitantes.
Daneel dijo:
—Compañero Elijah, ¿quieres venir conmigo?
Cuando ambos estuvieron en la habitación contigua, Baley dijo:
—Lamento, Daneel, que no hayas tomado parte en la conversación entre el doctor Fastolfe y yo.
—No habría sido correcto, compañero Elijah. Cuando me has hecho una pregunta directa, he contestado, pero no se me ha invitado a tomar parte activa.
—Yo te habría invitado, Daneel, si no me hubiera sentido coartado por mi posición como huésped. He considerado que no estaría bien tomar la iniciativa en este aspecto.
—Lo comprendo... Este es el Personal de Visitantes, compañero Elijah. La puerta se abrirá al contacto de tu mano sobre cualquier lugar de su superficie si la habitación está desocupada.
Baley no entró. Se quedó pensativo unos momentos, y luego preguntó:
—Si se te hubiera invitado a hablar, Daneel, ¿qué habrías dicho? ¿Hay algún comentario que te habría gustado hacer? Apreciaría tu opinión, amigo mio.
Daneel contestó con su habitual gravedad:
—El único comentario que me gustaría hacer es que la declaración del doctor Fastolfe respecto a que tiene un excelente motivo para inutilizar a Jander me ha sorprendido mucho. Sin embargo, sea éste cual sea, cabría preguntarse por qué no tendría el mismo motivo para inutilizarme a mí. Si ellos creen que tenía un motivo para causar el bloqueo mental de Jander, ¿por qué no se me aplicaría el mismo motivo a mí? Siento curiosidad por saberlo.
Baley le lanzó una mirada penetrante, buscando automáticamente una expresión en un rostro poco dado a la falta de control. Preguntó:
—¿Te sientes inseguro, Daneel? ¿Crees que Fastolfe constituye un peligro para ti?
Daneel respondió:
—Según la Tercera Ley, debo proteger mi propia existencia, pero no me enfrentaría con el doctor Fastolfe ni con ningún ser humano si su autorizada opinión fuese que era necesario poner fin a mi existencia. Esta es la Segunda Ley. No obstante, sé que soy de gran valor, tanto en términos de inversión de material, trabajo y tiempo, como en términos de importancia científica. Por lo tanto, sería necesario explicarme detalladamente las razones que aconsejarían poner fin a mi existencia. El doctor Fastolfe nunca me ha dicho nada, nunca, compañero Elijah, que diera a entender que tenga esa intención. No creo que tenga la más remota intención de poner fin a mi existencia o que jamás tuviera la intención de poner fin a la existencia de Jander. El desplazamiento de los positrones es lo que debió de destruir a Jander y quizás, algún día, me destruya a mí. Siempre hay un elemento de casualidad en el Universo.
Baley respondió:
—Tú lo dices, Fastolfe lo dice, y yo lo creo... pero la dificultad estriba en convencer al público en general de que acepte esta visión del asunto. —Se volvió con expresión sombría hacia la puerta del Personal y añadió—: ¿Entras conmigo, Daneel?
El rostro de Daneel denotó algo muy parecido a la diversión.
—Es halagador, compañero Elijah, ser tomado por humano hasta este punto. Por supuesto, no tengo necesidad de entrar.
—No, claro. Pero de todos modos puedes entrar.
—No sería apropiado que lo hiciera. No es costumbre que los robots entren en el Personal. El interior de dicha habitación es puramente humano... Además, éste es un Personal para una sola persona.
—¡Una persona! —Por un momento, Baley se sintió desconcertado. Sin embargo, se recobró. ¡Otros mundos, otras costumbres! Y no recordaba que ésta se hallara descrita en las películas-libro. Comentó—: A eso te referías, entonces, al decir que la puerta se abriría sólo si estaba desocupado. ¿Y si está ocupado, como ocurrirá dentro de un momento?
—Entonces no se abrirá con el contacto desde fuera, naturalmente, y tu intimidad quedará protegida. Como es lógico, se abrirá con el contacto desde dentro.
—¿Y si un visitante se desmayara, sufriese un ataque de apoplejía o al corazón estando ahí dentro y no pudiera tocar la puerta desde el interior? ¿No significaría eso que nadie podría entrar a ayudarle?
—Hay sistemas de emergencia para abrir la puerta, compañero Elijah, si eso pareciera aconsejable. —Luego, claramente inquieto—: ¿Eres de la opinión de que sucederá algo así?
—No, claro que no... Era simple curiosidad.
—Estaré junto a la puerta —anunció Daneel con intranquilidad—. Si oigo que me llamas, compañero Elijah, actuaré.
—Dudo que sea necesario. —Baley tocó la puerta, descuidada y levemente, con el dorso de la mano y se abrió en seguida. Esperó uno o dos segundos para ver si se cerraba. No lo hizo. Entró y entonces la puerta se cerró de inmediato.
Mientras la puerta estuvo abierta, el Personal le pareció una habitación que servía claramente para su propósito. Un lavabo, una casilla (equipada, sin duda, con una ducha), una bañera, una media puerta translúcida que debía de ocultar un retrete. Había también varios accesorios que no reconoció. Supuso que servían para el aseo personal.
Apenas tuvo la oportunidad de inspeccionarlos, pues al cabo de un momento todo desapareció y se quedó con la duda de si lo que había visto realmente había estado allí o si los objetos le habían parecido existir porque eran lo que él había esperado ver.
A medida que la puerta se cerraba, la habitación fue oscureciéndose, pues no había ventanas. Cuando la puerta estuvo completamente cerrada, la habitación volvió a iluminarse, pero nada de lo que habla visto regresó. Era la luz del día y se encontraba en el Exterior, o eso parecía.
Sobre su cabeza se extendía el cielo abierto, con nubes que lo surcaban de un modo tan regular que parecían claramente irreales. Por todas partes había una frondosa vegetación que se movía de un modo igualmente repetitivo.
Notó el familiar nudo en el estómago que surgía siempre que se encontraba en el Exterior, pero no estaba en el Exterior. Había entrado en una habitación sin ventanas. Tenía que ser un truco de la iluminación.
Miró hacia el frente y deslizó lentamente los pies hacia delante. Extendió las manos. Lentamente. Mirando con intensidad.
Sus manos tocaron la tersura de una pared. Siguió palpando la superficie hasta el otro lado. Tocó lo que antes había identificado como un lavabo en aquel momento de visión y, guiándose por las manos, consiguió ver... vagamente, muy vagamente, en aquella abrumadora sensación de luz.
Encontró el grifo, pero de él no salió ni una gota de agua.
Siguió palpando su curva hacia atrás y no encontró nada equivalente a los conocidos mandos que controlarían el caudal de agua. Sí encontró, en cambio, una tira alargada cuya ligera aspereza la hacía sobresalir de la pared circundante. Mientras deslizaba los dedos sobre ella, la oprimió débil y experimentalmente y la vegetación, que se prolongaba mucho más allá del plano a lo largo del cual sus dedos le indicaban que existía la pared, quedó dividida inmediatamente por un riachuelo de agua que caía con rapidez desde lo alto hacia sus pies, con un fuerte ruido de salpicadura.
Saltó hacia atrás en un movimiento instintivo, de alarma, pero el agua se terminó antes de llegar a sus pies. Ño dejó de manar, pero no llegó al suelo. Alargó la mano. No era agua, sino una ilusión lumínica de agua. No le mojó la mano; no notó nada. Pero sus ojos se resistían obstinadamente a la evidencia. Veían agua.
Siguió el riachuelo hacia arriba y al fin llegó a algo que si era agua, un chorro más delgado que salía del grifo. Estaba fría.
Sus dedos volvieron a encontrar la tira alargada y experimentó, oprimiendo aquí y allí. La temperatura cambió rápidamente y encontró el punto que producía agua de una tibieza satisfactoria.
No encontró jabón. Algo reacio, empezó a frotarse las manos una contra otra bajo aquel aparente manantial natural que debería empaparle de la cabeza a los pies pero no lo hacía. Y como si el mecanismo pudiera leerle el pensamiento o, más probablemente, como impulsado por la acción de restregarse las manos, notó que el agua se tornaba jabonosa, mientras el manantial que veía pruducia burbujas y se transformaba en espuma.
Aún reacio, se inclinó sobre el lavabo y se frotó la cara con la misma agua jabonosa. Se notó la barba incipiente, pero comprendió que no tenía ninguna posibilidad de encontrar una máquina de afeitar entre los aparatos de aquella habitación sin instrucciones.
Terminó y mantuvo las manos inmóviles debajo del agua. ¿Cómo detener el jabón? No tuvo que preguntarlo. Seguramente sus manos, que ya no se restregaban ellas mismas ni la cara, controlarían aquello. El agua perdió su tacto jabonoso y el jabón desapareció de sus manos. Se mojó la cara —sin frotársela— y también quedó enjuagada. Sin ayuda de la visión y con la torpeza de alguien no acostumbrado al sistema, consiguió empaparse toda la camisa.
¿Toallas? ¿Papel?
Retrocedió, con los ojos cerrados, manteniendo la cabeza hacia delante para no mojarse aún más la ropa. Retroceder era, al parecer, la acción clave, pues notó una corriente de aire templado. Volvió la cara hacia ella y luego, las manos.
Abrió los ojos y descubrió que el manantial ya no fluía. Utilizó las manos y descubrió que ya no podía notar el agua real.
El nudo de su estómago hacía rato que se había convertido en irritación. Reconocía que los Personales variaban mucho de un mundo a otro, pero aquella necedad de un Exterior simulado era demasiado.
En la Tierra, un Personal era una enorme estancia comunitaria restringida a un solo género, con cubículos privados de los que uno tenía la llave. En Solaria, uno entraba en un Personal a través de un estrecho corredor adosado a la casa, como si los solarianos confiaran en que así no sería considerado una parte de su hogar, en ambos mundos, aunque tan distintos en todos los aspectos posibles, los Personales estaban claramente definidos y la función de todo lo que contenían era inequívoca. ¿Por qué debía haber en Aurora aquella rebuscada pretensión de rusticidad que camuflaba todas las partes de un Personal?
¿Por qué?
De todos modos, su enojo le dejó poco espacio emocional para sentirse inquieto por la simulación del Exterior. Se movió en la dirección en la que recordaba haber visto la media puerta translúcida.
No era la dirección correcta. Sólo logró encontrarla siguiendo lentamente la pared y tras golpearse diversas partes del cuerpo contra distintas protuberancias.
Al final, se encontró orinando en la ilusión de un pequeño estanque que no parecía estar recibiendo el chorro como era debido. Sus rodillas le indicaban que apuntaba correctamente entre los lados de lo que él tomó como un urinario, y se dijo a sí mismo que si estaba utilizando un receptáculo equivocado o errando la puntería la culpa no era suya.
Por un momento, cuando hubo terminado, pensó en volver a buscar el lavabo para enjuagarse nuevamente las manos, pero decidió no hacerlo. No se sentía con ánimos para afrontar la búsqueda y aquella falsa cascada.
En lugar de eso, siempre a tientas, encontró la puerta por la que había entrado, pero no supo que la había encontrado hasta que el contacto de su mano hizo que se abriera. La luz se extinguió inmediatamente y el resplandor normal y no ilusorio del día le rodeó.
Daneel le estaba esperando, junto con Fastolfe y Giskard.
Fastolfe dijo:
—Ha tardado casi veinte minutos. Empezábamos a inquietarnos por usted.
Baley se encolerizó.
—He tenido problemas con sus necias ilusiones —replicó, dominándose a duras penas.
Fastolfe frunció la boca y alzó las cejas en un silencioso: ¡Oh-h!
Dijo:
—Hay un contacto junto a la puerta que controla la ilusión. Puede atenuarla y permitirle ver la realidad a través de ella... o borrarla por completo, si lo desea.
—Nadie me lo había dicho. ¿Son así todos sus Personales?
Fastolfe contestó:
—No. Los Personales de Aurora suelen poseer características ilusorias, pero la naturaleza de la ilusión varía según el individuo. A mí me gusta la ilusión de la vegetación natural, y cambio los detalles de vez en cuando. Uno llega a cansarse de todo, con el tiempo, ¿sabe? Hay personas que prefieren ilusiones eróticas, pero yo no soy de ésos.
«Naturalmente, cuando se está familiarizado con los Personales las ilusiones no presentan ningún problema. Las habitaciones son casi siempre iguales y uno sabe dónde está cada una. No es peor que moverse por un lugar bien conocido en la oscuridad... Pero, dígame, señor Baley, ¿por qué no ha salido a pedir instrucciones?
Baley repuso:
—Porque no deseaba hacerlo. Admito que las ilusiones me han irritado mucho, pero las he aceptado. Al fin y al cabo, ha sido Daneel quien me ha traído al Personal y no me ha dado consejos ni instrucciones de ninguna clase. De haber sido por él, estoy seguro de que lo habría hecho, a fin de evitarme cualquier daño. Por lo tanto, he deducido que usted le había ordenado no advertirme y, como no le creo capaz de gastarme una broma tan pesada, he deducido que tenía una razón para hacerlo.
—¿Ah, sí?
—Al fin y al cabo, usted me había pedido que le acompañara al Exterior y, cuando he accedido, me ha preguntado inmediatamente si quería ir al Personal. He supuesto que el motivo para someterme a una ilusión del Exterior era ver si podía soportarlo, o si me dejaba ganar por el pánico. Si podía soportarlo, usted se aventuraría a enfrentarse con la realidad. Pues bien, lo he soportado. Estoy un poco mojado, gracias, pero no tardaré en secarme.
Fastolfe dijo:
—Es usted muy sagaz, señor Baley. Le pido disculpas por la naturaleza de la prueba y por las molestias que le he ocasionado. Sólo intentaba evitar la posibilidad de molestias aún mayores. ¿Todavía desea salir conmigo?
—No sólo lo deseo, doctor Fastolfe. Insisto en hacerlo.
Echaron a andar por un pasillo, Daneel y Giskard pisándoles los talones. Fastolfe comentó:
—Espero que no le importe que los robots nos acompañen. Los auroranos nunca vamos a ningún sitio sin un robot como mínimo, y en su caso concreto, debo insistir en que Daneel y Giskard estén siempre con usted.
Abrió una puerta y Baley trató de mantenerse firme ante el azote del sol y el viento, así como ante el extraño olor de la tierra aurorana.
Fastolfe se hizo a un lado y Giskard salió primero. El robot miró atentamente a su alrededor durante unos momentos. Dio la impresión de estar ejercitando todos sus sentidos al máximo. Miró hacia atrás y Daneel se reunió con él e hizo lo mismo.
—Déjelos un momento, señor Baley —dijo Fastolfe—, y nos comunicarán cuándo creen que podemos salir sin peligro. Permítame aprovechar la oportunidad para disculparme una vez más por la mala jugada que le hecho respecto al Personal. Le aseguro que habríamos sabido si tenía problemas pues todos sus signos vitales estaban siendo registrados. Me complace, aunque no me sorprende demasiado, que haya adivinado mi propósito. —Sonrió y, con un titubeo casi imperceptible, puso la mano sobre el hombro izquierdo de Baley y le dio un amistoso apretón. Baley se mantuvo rígido.
—Parece haber olvidado su mala jugada anterior; su aparente ataque contra mí con el especiero. Si me asegura que ahora nos trataremos con franqueza y honradez, consideraré que ambas cuestiones encerraban una intención razonable.
—¡Hecho!
—¿Podemos salir ahora? —Baley miró hacia Giskard y Daneel, que se habían alejado un poco, uno hacia la derecha y otro hacia la izquierda, y seguían observando y percibiendo.
—Aún no. Darán toda la vuelta al establecimiento... Daneel dice que le ha invitado a entrar en el Personal con usted. ¿Hablaba en serio?
—Sí. Sabía que él no tenía ninguna necesidad, pero he pensado que quizá sería descortés excluirle. No estaba seguro de la costumbre aurorana al respecto, a pesar de todo lo que he leído sobre asuntos auroranos.
—Supongo que no es una de las cosas que los auroranos consideran necesario mencionar y, naturalmente, los libros no pretenden asesorar a los visitantes terrícolas sobre esas cuestiones...
—¿Porque vienen tan pocos terrícolas?
—En efecto. La cuestión es que los robots nunca entran en los Personales. Es el único sitio donde los seres humanos pueden estar libres de ellos. Supongo que existe la creencia de que uno debe sentirse libre de ellos en ciertos períodos y ciertos lugares.
Baley objetó:
—Y, sin embargo, cuando Daneel estuvo en la Tierra con ocasión de la muerte de Sarton hace tres años, yo intenté mantenerle fuera del Personal Comunitario alegando que no tenía ninguna necesidad. No obstante, él se empeñó en entrar.
—E hizo muy bien. En aquella ocasión se le ordenó no dar ninguna muestra de no ser humano, por razones que usted recuerda muy bien. Sin embargo, aquí en Aurora... Ah, ya han terminado.
Los robots se acercaban a la puerta y Daneel les indicó que salieran.
Fastolfe alargó un brazo para cerrar el paso a Baley. —Si no le importa, señor Baley, yo saldré primero. Cuente con paciencia hasta cien y luego reúnase con nosotros.
Baley, tras contar hasta cien, salió con aire decidido y echó a andar hacia Fastolfe. Tal vez tenía el rostro demasiado tenso, las mandíbulas demasiado apretadas, la espalda demasiado erguida.
Miró a su alrededor. El paisaje no era muy distinto del que había visto en el Personal. Tal vez Fastolfe había usado su propio jardín como modelo. La vegetación lo cubría todo y en un determinado lugar había un riachuelo que descendía por un declive. Quizá fuese artificial, pero no era una ilusión. El agua era real. Notó las salpicaduras cuando pasó cerca de él.
El conjunto producía una inexplicable sensación de serenidad. El Exterior de la Tierra, por lo poco que Baley había visto de él, parecía más salvaje e impresionante.
Fastolfe dijo, tocando levemente el brazo de Baley y haciendo un movimiento con la mano:
—Venga en esta dirección. ¡Mire allí!
Un espacio entre dos árboles revelaba una extensión de hierba.
Por primera vez había una sensación de distancia, y en el horizonte aparecían unas casas amplias, de techo bajo, y de un color tan verde que casi se confundían con el campo.
—Esta es una zona residencial —explicó Fastolfe—. Quizás a usted no se lo parezca, ya que está acostumbrado a las tremendas colmenas de la Tierra, pero estamos en la ciudad aurorana de Eos, que es el centro administrativo del planeta. Aquí viven veinte mil seres humanos, lo que la convierte en la ciudad más grande, no sólo de Aurora sino de todos los mundos espaciales. Hay tantas personas en Eos como en toda Solaria —añadió con orgullo.
—¿Cuántos robots hay, doctor Fastolfe?
—¿En esta zona? Unos cien mil. En el conjunto del planeta hay una media de cincuenta robots por cada ser humano, no diez mil por humano como en Solaria. La mayor parte de nuestros robots están en nuestras granjas, en nuestras minas, en nuestras fábricas, en el espacio. Más bien tenemos escasez de robots, en particular de robots domésticos. La mayoría de auroranos deben conformarse con dos o tres de dichos robots, y algunos sólo con uno. Sin embargo, no queremos movernos en la dirección de Solaria.
—¿Cuántos seres humanos no tienen ningún robot doméstico?
—Absolutamente ninguno. Eso iría en contra del interés público. Si un ser humano, por la razón que fuese, no pudiera permitirse un robot, le sería concedido uno que, en caso necesario, sería mantenido con los fondos públicos.
—¿Qué sucede cuando la población aumenta? ¿Añaden más robots?
Fastolfe meneó la cabeza.
—La población no aumenta. La población de Aurora es de doscientos millones y se ha mantenido estable durante tres siglos. Es el número deseado. Sin duda lo habrá leído en los libros que ha consultado.
—Sí, lo he leído —admitió Baley—, pero me resistía a creerlo.
—Permítame asegurarle que es verdad. Eso nos proporciona a cada uno amplios terrenos, amplio espacio, amplia intimidad y una amplia parte de los recursos mundiales. No hay tantas personas como en la Tierra, ni tan pocas como en Solaria. —Alargó un brazo para que Baley lo cogiera, a fin de que pudieran seguir andando.
—Lo que ve —dijo Fastolfe— es un mundo domesticado. Esto es lo que quería enseñarle, señor Baley.
—¿No encierra ningún peligro?
—Siempre hay algún peligro. Tenemos tormentas, desprendimientos de rocas, terremotos, ventiscas, avalanchas, uno o dos volcanes... La muerte accidental nunca puede eliminarse por completo. E incluso existen las pasiones de personas airadas o envidiosas, las locuras de los inmaduros y las insensateces de los necios. Sin embargo, estas cosas son poco importantes y no afectan demasiado a la civilizada tranquilidad que reina en nuestro mundo.
Fastolfe pareció rumiar sus palabras un momento, y luego suspiró y añadió:
—No querría que fuese de otro modo, pero tengo ciertas reservas intelectuales. Sólo hemos traído a Aurora las plantas y animales que consideramos útiles, ornamentales o ambas cosas. Hicimos todo lo posible para eliminar lo que consideramos maleza, sabandijas, o incluso lo que no fuera ejemplar. Seleccionamos seres humanos fuertes, sanos y atractivos, rigiéndonos por nuestros propios cánones, naturalmente. Hemos intentado... Pero veo que sonríe, señor Baley.
Baley no sonreía. Su boca únicamente se había crispado.
—No, no —dijo—. No hay ningún motivo para sonreír.
—Lo hay, porque yo sé tan bien como usted que no soy precisamente atractivo según los cánones auroranos. La cuestión es que no podemos controlar del todo las combinaciones genéticas y las influencias intrauterinas. Hoy en día, por supuesto, con la creciente práctica de la ectogénesis, aunque espero que nunca llegue a extenderse tanto como en Solaria, a mí se me eliminaría en la última fase fetal.
—En cuyo caso, doctor Fastolfe, los mundos habrían perdido a un gran teórico de la robótica.
—Exactamente —convimo Fastolfe, sin visible turbación—, pero los mundos nunca habrían llegado a saberlo, ¿verdad? En todo caso, hemos procurado establecer un equilibrio ecológico muy sencillo pero totalmente viable, un clima adecuado, una tierra fértil, y una distribución equitativa de los recursos. El resultado es un mundo que produce todo lo que necesitamos y que, si me permite generalizar, tiene en cuenta lo que queremos. ¿Quiere que le diga cuál es el ideal por el que hemos luchado?
—Hágalo, por favor —pidió Baley.
—Hemos trabajado para producir un planeta que, en conjunto, obedeciera las Tres Leyes de la Robótica. No hace nada que pueda dañar a los seres humanos, sea por comisión u omisión. Hace lo que nosotros queremos que haga, siempre que no le pidamos dañar a los seres humanos. Y se protege a sí mismo, excepto en las ocasiones y los lugares en que debe servirnos o salvarnos a nosotros incluso a costa de dañarse a sí mismo. En ningún otro sitio, ni en la Tierra ni en los otros mundos espaciales, es esto tan cierto como en Aurora.
Baley comentó tristemente:
—Los terrícolas también perseguíamos este fin, pero ya somos demasiado numerosos y deterioramos demasiado nuestro planeta en los días de nuestra ignorancia para que ahora podamos hacer algo al respecto... Pero, ¿qué hay de las formas de vida indígenas de Aurora? Sin duda no se encontraron con un planeta muerto.
Fastolfe contestó:
—Ya sabe que no, si ha leído libros sobre nuestra historia. Aurora tenía vegetación y vida animal cuando llegamos, así como una atmósfera de nitrógeno y oxígeno. Eso era así en los cincuenta mundos espaciales. Cosa extraña, en todos los casos, las formas de vida eran escasas y no muy variadas, Tampoco se aferraban con demasiada tenacidad a su propio planeta. Nos impusimos, por así decirlo, sin lucha de ninguna clase... y lo que queda de la vida indígena está en nuestros acuarios, nuestros zoológicos, y en unas pocas zonas primitivas que mantenemos con gran cuidado.
»No acabamos de entender por qué los planetas con vida que los seres humanos han encontrado han sido tan débiles en lo que respecta a conservar esa vida, por qué sólo la Tierra ha desarrollado tantísimas y tan tenaces formas de vida, y por qué sólo la Tierra ha dado muestras de inteligencia.
Baley repuso:
—Quizá sea una coincidencia, el accidente de una exploración incompleta. Aún conocemos muy pocos planetas.
—Admito —dijo Fastolfe— que es la explicación más probable. En algún lugar tiene que haber un equilibrio ecológico tan complejo como el de la Tierra. En algún lugar tiene que haber vida inteligente y una civilización tecnológica. Sin embargo, la vida y la inteligencia de la Tierra se han extendido muchos parsecs en todas direcciones. Si hay vida e inteligencia en otro lugar, ¿por qué no se han extendido también... y por qué no nos hemos encontrado unos con otros?
—Por lo que sabemos, eso podría ocurrir mañana mismo.
—En efecto. Y si tal encuentro es inminente, con más razón no deberíamos esperar pasivamente. Porque nos estamos volviendo pasivos, señor Baley. Hace dos siglos y medio que no se ha colonizado un nuevo mundo espacial. Nuestros mundos son tan cómodos, tan agradables, que no deseamos dejarlos. Este mundo fue colonizado porque la Tierra se había tornado tan desagradable que los riesgos y peligros de mundos nuevos y vacíos parecían preferibles comparados con ella. Cuando finalizó el desarrollo de nuestros cincuenta mundos espaciales, Solaria fue el último, ya no había ningún estímulo, ninguna necesidad de ir a otro lugar. Y la misma Tierra se ha retirado a sus cuevas subterráneas de acero. Es el fin.
—Usted no puede creer eso.
—¿Si continuamos tal como estamos? ¿Si continuamos plácidos y cómodos e inmóviles? Sí, lo creo. La humanidad debe ampliar su campo de acción si quiere seguir floreciendo. Un método de expansión es a través del espacio, a través de la colonización constante de otros mundos. Si no lo hacemos, alguna otra civilización que esté llevando a cabo dicha expansión nos dará alcance y nosotros no podremos contener su dinamismo.
—¿Acaso espera una guerra espacial... como una destrucción por hiperondas?
—No, dudo que eso fuera necesario. Una civilización que se esté extendiendo por el espacio no necesitará nuestros pocos mundos y probablemente estará demasiado avanzada en el aspecto intelectual para imponer su hegemonía por medios tan drásticos. Sin embargo, si estamos rodeados por una civilización más activa, más llena de vitalidad, nos marchitaremos por la mera fuerza de la comparación; moriremos al darnos cuenta de lo que ha sido de nosotros y del potencial que hemos desperdiciado. Naturalmente, podríamos recurrir a otras expansiones; una expansión de conocimientos científicos o de vigor cultural, por ejemplo. No obstante, me temo que esas expansiones no son separables. Debilitarse en una es debilitarse en todas. Indudablemente, nos estamos debilitando en todas. Vivimos demasiado. Estamos demasiado cómodos.
Baley comentó:
—En la Tierra nos imaginamos a los espaciales como todopoderosos, como totalmente seguros de sí mismos. No puedo creer que uno de ustedes me esté diciendo esto.
—No se lo dirá ningún otro espacial. Mis teorías no están de moda. Los demás las encontrarían intolerables y no hablo a menudo de esas cosas con los auroranos. En cambio, hablo de dar un nuevo impulso al descubrimiento de otros mundos, sin expresar mis temores de las catástrofes que ocurrirán si abandonamos la colonización. En eso, al menos, he triunfado. Aurora ha considerado seriamente, incluso entusiástamente, una nueva era de exploración y colonización.
—Lo dice —señaló Baley— sin que se le vea muy entusiasmado. ¿Por qué?
—Es que nos estamos acercando a mi motivo para destruir a Jander Panell.
Fastolfe hizo una pausa, meneó la cabeza y continuó:
—Ojalá, señor Baley, pudiera entender mejor a los seres humanos. He pasado seis décadas estudiando las particularidades del cerebro positrónico y espero seguir dedicando mis esfuerzos a este problema durante quince o veinte más. En este tiempo, apenas he rozado el problema del cerebro humano, que es mucho más complicado. ¿Hay Leyes de Humánica igual que hay Leyes de Robótica? ¿Cuántas Leyes de Humánica podría haber y cómo pueden expresarse matemáticamente? No lo sé.
»Sin embargo, quizá llegue el día en que alguien enuncie las Leyes de la Humánica y entonces podré predecir los rasgos generales del futuro y sabré qué le espera a la humanidad, en vez de limitarme a hacer conjeturas como hasta ahora, y sabré qué hacer para mejorar las cosas, en vez de limitarme a especular. A veces sueño con fundar una ciencia matemática a la que llamaría "psicohistoria", pero sé que no puedo y me temo que nadie lo hará jamás.
Guardó silencio.
Baley esperó, y luego preguntó suavemente:
—¿Y su motivo para destruir a Jander Panell, doctor Fastolfe?
Fastolfe no pareció oír la pregunta. Al menos, no respondió. En cambio, dijo:
—Daneel y Giskard vuelven a hacernos señas de que el camino está despejado. Dígame, señor Baley, ¿se aventuraría a ir un poco más lejos?
—¿Adonde? —preguntó Baley con cautela.
—Hacia un establecimiento cercano. En esa dirección, al otro lado del prado. ¿Le molestará internarse tanto en el exterior?
Baley apretó los labios y miró en aquella dirección, como intentando calibrar su efecto.
—Creo que lo soportaré. No preveo ningún problema.
Giskard, que estaba lo bastante cerca para oírle, se acercó aún más; sus ojos no brillaban a la luz del sol. Aunque su voz estuvo desprovista de emoción humana, sus palabras denunciaron su preocupación.
—Señor, ¿puedo recordarle que en el viaje hacia aquí sufrió graves molestias al descender al planeta?
Baley se volvió hacia él. A pesar de sus sentimientos hacia Daneel y su actitud tolerante hacia los robots, no pudo reprimir una intensa sensación de desagrado. El más primitivo Giskard le resultaba sumamente repulsivo. Luchó por sofocar la ira que sentía y dijo:
—En la nave fui imprudente, muchacho, por culpa de una curiosidad excesiva. Me encontré ante una visión que no había experimentado nunca y no tuve tiempo para adaptarme. Esto es distinto.
—Señor, ¿siente ahora alguna molestia? ¿Me lo puede asegurar?
—Esto —dijo Baley con firmeza (recordándose a sí mismo que el robot estaba sujeto a la Primera Ley e intentando mostrarse cortés con un montón de metal que, al fin y al cabo, tenían el bienestar de Baley como único objetivo)— no importa. He de cumplir con mi deber y no podré hacerlo si me escondo en lugares resguardados.
—¿Su deber? —preguntó Giskard como si no hubiera sido programado para comprender esa palabra.
Baley miró rápidamente en dirección a Fastolfe, pero éste se mantenía impasible y no parecía dispuesto a intervenir. Daba la impresión de estar escuchando con abstraído interés, como si sopesara la reacción de un robot de un tipo concreto ante una situación nueva y la comparase con correspondencias, variables, constantes y ecuaciones diferenciales que sólo él comprendía.
O eso pensó Baley. Le molestó formar parte de una observación de ese tipo y dijo, quizá demasiado bruscamente:
—¿Sabes lo que significa «deber»?
—Lo que ha de hacerse, señor —respondió Giskard.
—Tu deber es obedecer las Leyes de la Robótica. Y los seres humanos también tienen leyes, como tu amo, el doctor Fastolfe, estaba diciendo ahora mismo, que han de obedecerse. Yo he de hacer lo que me han encomendado. Es importante.
—Pero salir al descubierto cuando no...
—De todos modos, hay que hacerlo. Quizás algún día mi hijo vaya a otro planeta, uno mucho menos cómodo que éste, y se exponga al Exterior durante el resto de su vida. Y si yo pudiera, iría con él.
—Pero, ¿por qué haría tal cosa?
—Ya te lo he dicho. Lo considero mi deber.
—Señor, yo no puedo desobedecer las Leyes. ¿Puede usted desobedecer las suyas? Porque debo pedirle que...
—Puedo optar por no cumplir con mi deber, pero no lo haré... y a veces ésta es la compulsión más fuerte, Giskard.
Hubo un momento de silencio y luego Giskard preguntó:
—¿Le ocasionaría algún daño que yo lograra persuadirle de no seguir adelante?
—En cuanto a que entonces creería no estar cumpliendo con mi deber, me lo ocasionaría.
—¿Más daño que cualquier molestia que pueda sentir al aire libre?
—Mucho más.
—Gracias por explicármelo, señor —dijo Giskard, y a Baley le pareció ver una expresión satisfecha en el rostro casi impasible del robot. (La tendencia humana a personificar era irreprimible.)
Giskard retrocedió y el doctor Fastolfe se decidió a intervenir.
—Ha sido muy interesante, señor Baley. Giskard necesitaba instrucciones antes de comprender plenamente cómo adaptar la respuesta de potencial positrónico a las Tres Leyes o, más bien, cómo iban a adaptarse esos potenciales en vista de la situación. Ahora sabe cómo comportarse.
Baley comentó:
—He obserbado que Daneel no ha hecho ninguna pregunta.
Fastolfe repuso:
—Daneel le conoce. Ha estado con usted en la Tierra y en Solaria... Pero, ¿qué le parece si seguimos andando? Iremos muy despacio. Mire atentamente a su alrededor y, si en cualquier momento desea descansar, esperar, o incluso volver atrás, confío en que me lo hará saber.
—De acuerdo, pero ¿cuál es el propósito de este paseo? Ya que usted teme un posible malestar por mi parte, no creo que lo sugiriera sin tener una buena razón.
—Así es —respondió Fastolfe—. Supongo que querrá ver el cuerpo inerte de Jander.
—Como un formulismo, sí, pero me inclino a pensar que no me revelará nada.
—Estoy seguro de ello, pero quizá también tenga la oportunidad de interrogar a la persona que era casi dueña de Jander en el momento de la tragedia. Sin duda le gustará hablar de la cuestión con algún ser humano aparte de mí mismo.
Fastolfe echó a andar lentamente, arrancando una hoja de un arbusto, doblándola por la mitad y mordisqueándola. Baley le miró con curiosidad, extrañado de que un espacial se llevara a la boca algo que estaba sin tratar, sin calentar e incluso sin lavar, cuando temían tantísimo las infeccnes. Recordó que Aurora estaba libre (¿enteramente libre?) de microorganismos patógenos, pero de todos modos encontró la acción repugnante. La repugnancia no tenía por qué tener una base racional, pensó a la defensiva... y de pronto se sorprendió a punto de disculpar la actitud de los espaciales hacia los terrícolas.
iRetrocedió! ¡Aquello era diferente! ¡Allí estaban implicados los seres humanos!
Giskard se adelantó, dirigiéndose hacia la derecha. Daneel se quedó atrás y hacia la izquierda. El sol anaranjado de Aurora (Baley apenas notaba ya el tinte anaranjado) le calentaba ligeramente la espalda, desprovisto del calor que tenía el sol de la Tierra en verano (pero, ¿acaso sabía cuál era el clima y la estación en aquel sector de Aurora y aquel momento determinado?).
La hierba o lo que fuese (parecía hierba) era un poco más gruesa y esponjosa que la de la Tierra, y el suelo era duro, como si no hubiese llovido en bastante tiempo.
Se dirigían hacia una casa que se levantaba algo más lejos, seguramente la casa del casi propietario de Jander. Baley oyó el crujido de un animal en la hierba hacia la derecha, el repentino gorjeo de un pájaro oculto en un árbol detrás de él, los tenues zumbidos cuyos antepasados habían vivido en la Tierra. No tenían modo de saber que el pedazo de tierra donde habitaban no era lo único que existía o había existido jamás. Los mismos árboles y la misma hierba procedían de unos árboles y una hierba que en otro tiempo habían crecido en la Tierra.
Sólo los seres humanos podían vivir en aquel mundo y saber que no eran autóctonos sino que descendían de los terrícolas y, sin embargo, ¿lo sabían los espaciales realmente o preferían relegarlo al olvido? ¿Llegaría, tal vez, un tiempo en que no lo sabrían? ¿En que no recordarían de qué mundo provenían o si había siquiera un mundo de origen?
—Doctor Fastolfe —exclamó súbitamente, en parte para librarse de unas reflexiones que empezaban a hacérsele opresivas—, aún no me ha dicho su motivo para destruir a Jander.
—¡Cierto! ¡No lo he hecho! Vamos a ver, señor Baley, ¿por qué supone que he trabajado tanto para elaborar la base teórica de los cerebros positrónioos de los robots humaniformes?
—Lo ignoro.
—Pues bien, piense. La cuestión es diseñar un cerebro robótico lo más parecido posible al cerebro humano y, en mi opinión, eso requiere un cierto talento poético. —Hizo una pausa y su leve sonrisa se hizo más amplia—. Algunos de mis colegas siempre se molestan cuando les digo que, si una conclusión no está poéticamente equilibrada, no puede ser científicamente cierta. Me dicen que no saben lo que eso significa.
Baley declaró:
—Me temo que yo tampoco lo sé.
—Pero yo sí. No puedo explicárselo, pero siento la explicación sin ser capaz de traducirla a palabras, y quizá por eso he alcanzado resultados que mis colegas no han podido alcanzar. Sin embargo, me vuelvo ampuloso, lo cual es un signo inequívoco de que debería volverme prosaico. Para imitar un cerebro humano, cuando no sé casi nada sobre el funcionamiento del cerebro humano, se requiere un salto intuitivo... algo que a mí me parece poesía. Y el mismo salto intuitivo que me daría el cerebro positrónico humaniforme sin duda debería darme nuevos conocimientos sobre el propio cerebro humano. Esa era mi creencia: que a través de la humaniformidad podría dar al menos un pequeño paso hacia la psicohistoria de la que le he hablado.
—Comprendo.
—Y si consiguiera elaborar una estructura teórica que desemboca en un cerebro positrónico humaniforme, necesitaría un cuerpo humaniforme donde implantarlo. Como comprenderá, el cerebro no existe por sí mismo. Actúa recíprocamente con el cuerpo, de modo que un cerebro humaniforme en un cuerpo no humaniforme se convertiría, hasta cierto punto, en no humano.
—¿Está seguro de eso?
—Absolutamente. Sólo tiene que comparar a Daneel con Giskard.
—¿Así que Daneel fue construido como objeto experimental para favorecer la comprensión del cerebro humano?
—Ha dado en el clavo. Trabajé dos décadas en esa labor con ayuda de Sarton. Tuvimos numerosos fracasos que hubieron de ser descartados. Daneel fue el primer éxito verdadero y, naturalmente, lo conservé como objeto de estudio y también por... —esbozó una sonrisa, como si admitiera una tontería— afecto. Al fin y al cabo, Daneel capta el concepto de deber humano, mientras que Giskard, con todas sus virtudes, tiene dificultades en hacerlo. Ya lo ha visto.
—¿Y la temporada que Daneel pasó conmigo en la Tierra, hace tres años, fue su primera misión?
—La primera de cierta importancia, sí. Cuando Sarton fue asesinado, necesitábamos algo que fuera un robot y resistiera las enfermedades infecciosas de la Tierra y, sin embargo, se pareciera lo bastante a un hombre para evitar los pre-juicios antirrobóticos de los terrícolas.
—Es una asombrosa coincidencia que dispusieran de Daneel precisamente entonces.
—¿Oh? ¿Cree usted en las coincidencias? Yo opino que cuando quiera que se desarrollara un invento tan revolucionario como el robot humaniforme, surgiría alguna misión que requeriría su empleo. Probablemente habían surgido de modo regular misiones similares durante los años en que Daneel no existía, y como Daneel no existía, tuvieron que emplearse otras soluciones y dispositivos.
—¿Y han tenido éxito sus esfuerzos, doctor Fastolfe? ¿Comprende ahora el cerebro humano mejor que antes?
Fastolfe había ido avanzando cada vez más lentamente y Baley había ido adaptando su paso al de su compañero. Ahora estaban parados, a medio camino entre el establecimiento de Fastolfe y el del otro. Era el punto más difícil para Baley, ya que estaba a la misma distancia de la protección en ambas direcciones, pero reprimió su creciente inquietud, decidido a no provocar a Giskard. No deseaba que un movimiento o un grito —o incluso una expresión— por su parte activara el molesto anhelo que Giskard tenía de salvarle. No quería que lo cogieran en brazos y lo llevaran al refugio más cercano.
Fastolfe no dio muestras de comprender la dificultad de Baley. Dijo:
—No cabe la menor duda de que se han hecho progresos en mentología. Quedan enormes problemas que resolver, y quizá nunca se resuelvan, pero se ha avanzado. Sin embargo...
—¿Sin embargo?
—Sin embargo, Aurora no se da por satisfecha con un estudio puramente teórico del cerebro humano. Se han sugerido empleos para los robots humaniformes que no apruebo.
—Como el empleo en la Tierra.
—No, ése fue un breve experimento que yo aprobé por completo e incluso me fascinó. ¿Podría Daneel engañar a los terrícolas? Resultó que sí, aunque, naturalmente, los terrícolas no tienen muy buena vista en lo que concierne a los robots. Daneel jamás engañaría a un aurorano, aunque me atrevo a asegurar que los futuros robots humaniformes estarán tan perfeccionados que podrán hacerlo. No obstante, se han propuesto otras misiones.
—¿Como cuáles?
Fastolfe miró pensativamente hacia la lejanía.
—Ya le he dicho que este mundo estaba domesticado. Cuando inicié mi movimiento para alentar un nuevo período de exploración y colonización, no pensé en los supercómodos auroranos, o los espaciales en general, como posibles líderes. Más bien pensé en alentar a los terrícolas a ejercer el liderazgo. Con un mundo tan horrible, discúlpeme, y una vida tan corta, tienen tan poco que perder que sin duda acogerían con entusiasmo esa posibilidad, en especial si nosotros les ayudáramos tecnológicamente. Ya le hablé de esto cuando le ví en la Tierra hace tres años. ¿Lo recuerda? —Miró de soslayo a Baley.
Imperturbable, Baley contestó:
—Lo recuerdo muy bien. De hecho, la idea me gustó tanto que he promovido un pequeño movimiento en esa dirección.
—¿De veras? Me imagino que no sería fácil. Hay que tener en cuenta la claustrofilia de todos ustedes, y su resistencia a abandonar los muros que les rodean.
—Lo estamos combatiendo, doctor Fastolfe. Nuestra organización se propone salir al espacio. Mi hijo es un líder del movimiento y espero que llegará un día en que abandonará la Tierra a la cabeza de una expedición para colonizar un nuevo mundo. Si verdaderamente recibimos la ayuda tecnológica de la que usted habla... —Baley dejó la frase en suspenso.
—¿Si suministramos las naves, quiere decir?
—Y el resto del equipo. Sí, doctor Fastolfe.
—Hay dificultades. Muchos auroranos no quieren que los terrícolas salgan al espacio y colonicen nuevos mundos. Temen la rápida difusión de la cultura terrícola, sus Ciudades-colmena, su caos. —Se movió con desasosiego y añadió—: ¿Por qué estamos aquí parados? Sigamos adelante.
Echó a andar despacio y dijo:
—Yo he sostenido que no ocurriría nada de eso. He señalado que los colonos de la Tierra no serían terrícolas al estilo clásico. No estarían encerrados en Ciudades. Al llegar a un nuevo mundo, serían como los Padres auroranos al llegar aquí. Desarrollarían un equilibrio ecológico controlable y su actitud sería más aurorana que terrícola.
—¿No desarrollarían, entonces, todas las debilidades que usted encuentra en la cultura espacial, doctor Fastolfe?
—Quizá no. Aprenderían de nuestros errores. Pero eso es en teoría, pues ha surgido algo que hace discutible el argumento.
—¿Y qué es?
—El robot humaniforme. Verá, hay quienes ven al robot humaniforme como el colonizador perfecto. Son ellos quienes pueden construir los nuevos mundos.
Baley objetó:
—Ustedes siempre han tenido robots. ¿Quiere decir que esta idea no se había propuesto con anterioridad?
—Oh, sí, pero siempre fue claramente inviable. Los robots no humaniformes ordinarios, sin una supervisión humana directa, construirían un mundo acorde con su propia naturaleza no humaniforme, y no podrían domesticar y construir un mundo adecuado para las mentes y los cuerpos más delicados y flexibles de los seres humanos.
—El mundo que construirían seguramente serviría como una primera aproximación razonable.
—Seguramente, señor Baley. Sin embargo, y como una muestra de la decadencia aurorana, nuestro pueblo considera que una primera aproximación razonable es irrazonablemente insuficiente. Por el contrario, un grupo de robots humaniformes, lo más parecidos posible a los seres humanos de cuerpo y de mente, lograrían construir un mundo que, al convenirles a ellos, también convendría inevitablemente a los auroranos. ¿Comprende el razonamiento?
—Perfectamente.
—Así pues, construirían un mundo tan perfecto, que cuando hubieran acabado y los auroranos estuvieran finalmente dispuestos a marcharse, nuestros seres humanos saldrían de Aurora para ir a otra Aurora. No habrían abandonado su hogar; sólo tendrían uno nuevo, exactamente igual que el anterior, donde continuar su decadencia. ¿Comprende también este razonamiento?
—Comprendo su enfoque de la cuestión, pero deduzco que los auroranos no lo hacen.
—Quizá no lo hagan. Creo que puedo defender eficazmente mis convicciones, si la oposición no arruina mi carrera política con este asunto de la destrucción de Jander. ¿Ve el motivo que se me atribuye? Me acusan de haberme embarcado en un programa de destrucción de robots humaniformes para impedir que sean utilizados en la colonización de otros planetas. O eso afirman mis enemigos.
Ahora fue Baley quien dejó de andar. Miró pensativamente a Fastolfe y dijo:
—Comprenderá, doctor Fastolfe, que a la Tierra le interesa el triunfo de su punto de vista.
—Y a usted también, señor Baley.
—Y a mí. Pero aun sin pensar en mí por un momento, sigue siendo vital para mi mundo que nuestro pueblo sea autorizado, alentado y ayudado a explorar la Galaxia; que conservemos nuestras propias costumbres; que no seamos condenados a una reclusión eterna en la Tierra, ya que allí sólo podemos perecer.
Fastolfe observó:
—Algunos de ustedes, creo yo, insistirán en permanecer recluidos.
—Naturalmente. Quizá lo hagan casi todos. Sin embargo, al menos algunos de nosotros, tantos como sea posible, huiremos de allí en cuanto nos den permiso.
»Por lo tanto es mi deber, no sólo como representante de la ley de una gran fracción de la humanidad, sino como terrícola normal y corriente, ayudarle a limpiar su nombre, sea culpable o inocente. De todos modos, sólo puedo lanzarme con entusiasmo a esta labor si sé que, realmente, las acusaciones contra usted son injustificadas.
—¡Naturalmente! Lo comprendo.
—Entonces, en vista de lo que me ha contado sobre el motivo que se le atribuye, asegúreme una vez más que usted no lo hizo.
Fastolfe respondió:
—Señor Baley, me doy perfecta cuenta de que no tiene alternativa en este asunto. Sé muy bien que puedo decirle, con toda impunidad, que soy culpable y que usted seguiría estando obligado por la naturaleza de sus necesidades y las de su mundo a trabajar conmigo para encubrir el hecho. En realidad, si yo fuera verdaderamente culpable, me sentiría obligado a decírselo, para que tomara ese hecho en consideración y, sabiendo la verdad, trabajara más eficazmente para rescatarme... y rescatarse a sí mismo. Pero no puedo hacerlo, porque la verdad es que soy inocente. Por mucho que las apariencias estén contra mí, yo no destruí a Jander. Jamás se me había ocurrido tal cosa.
—¿Jamás?
Fastolfe sonrió tristemente.
—Oh, quizá haya pensado una o dos veces que Aurora habría estado mejor si yo nunca hubiese elaborado los ingeniosos conceptos que condujeron al desarrollo del cerebro positrónico humaniforme, o que sería mejor que esos cerebros demostraran ser inestables o estar fácilmente sujetos a paralizaciones mentales. Pero sólo fueron pensamientos fugaces. Ni por una milésima de segundo pensé en llevar a cabo la destrucción de Jander por esta razón.
—Entonces, debemos destruir este motivo que le atribuyen.
—Bien. Pero, ¿cómo?
—Podríamos demostrar que no tiene ningún objeto. ¿De qué sirve destruir a Jander? Pueden construirse más robots humaniformes. Miles. Millones.
—Me temo que no es así, señor Baley. No puede construirse ninguno. Sólo yo sé cómo diseñarlos, y, mientras la colonización robótica sea un posible destino, me niego a construir más. Jander se ha ido y sólo queda Daneel.
—Otros descubrirán el secreto.
Fastolfe alzó la barbilla.
—Me gustaría ver al robótico capaz de eso. Mis enemigos han fundado un Instituto de Robótica sin más propósito que desarrollar los métodos que existen tras la construcción de un robot humaniforme, pero no lo lograrán. No lo han logrado hasta ahora y sé que no lo lograrán.
Baley frunció el ceño.
—Si usted es el único hombre que conoce el secreto de los robots humaniformes, y sus enemigos están desesperados por saberlo, ¿no intentarán arrancárselo?
—Por supuesto. Amenazando mi existencia política, tal vez provocando algún castigo que me impida trabajar en ese campo, con lo cual también pondrían fin a mi existencia profesional, esperan inducirme a compartir el secreto con ellos. Incluso pueden hacer que la Asamblea Legislativa me ordene compartir el secreto bajo pena de confiscación de bienes, reclusión... ¿quién sabe qué? Sin embargo, estoy decidido a sufrirlo todo —todo— antes que ceder. Pero no quiero tener que hacerlo, como es lógico.
—¿Conocen ellos su determinación de resistir?
—Eso espero. Se los he dicho con toda claridad. Seguramente piensan que es una baladronada, que no hablo en serio. Pero se equivocan.
—Pero si le creen, pueden tomar medidas más graves.
—¿A qué se refiere?
—Pueden robarle sus documentos. Secuestrarle. Torturarle.
Fastolfe lanzó una estrepitosa carcajada y Baley enrojeció. Dijo:
—Detesto hablar como en un melodrama, pero ¿ha tomado en cuenta esa posibilidad?
Fastolfe contestó:
—Señor Baley... En primer lugar, mis robots pueden protegerme. Sería necesaria una guerra a gran escala para capturarme o adueñarse de mi trabajo. Segundo, aunque se las arreglaran de algún modo para conseguirlo, ninguno de los robóticos contrarios a mí se atrevería a confesar que sólo podrá obtener el secreto del cerebro positrónico humaniforme robándomelo o arrancándomelo por la fuerza. Su reputación profesional quedaría arruinada. Tercero, esas cosas son impensables en Aurora. El más leve indicio de atentado poco ético contra mí haría que la Asamblea Legislativa, y la opinión pública, se inclinara en mi favor.
—¿Es eso cierto? —murmuró Baley, maldiciendo el hecho de tener que trabajar en una sociedad cuyos detalles no entendía.
—Sí. Fíese de mi palabra. Ojalá intentaran algo tan melodramático. Ojalá fueran tan increíblemente estúpidos para hacerlo. De hecho, señor Baley, me gustaría poder persuadirle de que se mezclara con ellos, ganara su confianza, y les incitara a atacar mi establecimiento o asaltarme en un camino solitario... o cualquiera de esas cosas que, al parecer, son frecuentes en la Tierra.
Baley repuso con dignidad:
—No creo que ése sea mi estilo.
—Yo tampoco lo creo de modo que ni siquiera intentaré llevar a cabo mis deseos. Y le aseguro que es una lástima, porque si no podemos persuadirles de que recurran al suicida método de la fuerza, harán algo mucho mejor, desde su punto de vista. Me destruirán por medio de falsedades.
—¿Qué falsedades?
—La destrucción de un robot no es lo único que me imputan. Eso ya es bastante grave y sería suficiente. Murmuran, por ahora sólo es un murmullo, que la muerte únicamente es un experimento mio y muy peligroso, por cierto. Murmuran que estoy elaborando un sistema para destruir cerebros humaniformes con rapidez y eficacia, a fin de que cuando mis enemigos creen sus propios robots humaniformes, yo, junto con los miembros de mi equipo, pueda destruirlos todos, impidiendo así que Aurora colonice nuevos mundos y dejando la Galaxia a mis aliados terrícolas.
—Sin duda no puede haber nada de verdad en esto.
—Claro que no. Ya le he dicho que son mentiras. Y mentiras ridículas, además. Ese método de destrucción no es siquiera teóricamente posible, y los del Instituto de Robótica no están a punto de crear sus propios robots humaniformes. Yo no puedo entregarme a una orgía de destrucción en masa aunque quisiera. No puedo.
—¿Significa eso que todo caerá por su propio peso?
—Desgraciadamente, no es probable que lo haga a tiempo. Quizá sea una patraña absurda, pero seguramente durará lo bastante para inclinar la opinión pública en contra mía hasta el punto de generar votos suficientes en la Asamblea Legislativa para derrotarme. A la larga, se reconocerá que es una patraña, pero entonces será demasiado tarde. Y dése cuenta de que la Tierra está siendo utilizada como cabeza de turco en todo este asunto. La acusación de que trabajo a favor de la Tierra es muy grave y muchos optarán por creerlo, a pesar de su buen juicio, debido a su aversión por la Tierra y los terrícolas.
Baley concretó:
—Lo que me está diciendo es que se está creando un resentimiento activo contra la Tierra.
Fastolfe contestó:
—Exactamente, señor Baley. La situación se agrava día a día para mí, y para la Tierra, y tenemos muy poco tiempo.
—Pero ¿no hay algún modo de echar por tierra esas acusaciones? —(Baley, abatido, decidió que ya era hora de recurrir al argumento de Daneel)—. Si usted estuviera tan ansioso por probar un método para la destrucción de un robot humaniforme, ¿por qué escoger uno de otro establecimiento, uno con el que quizá sería incómodo experimentar? Tenía a Daneel en su propio establecimiento. Estaba a mano y no presentaba ningún inconveniente. ¿No habría realizado el experimento con él si hubiera algo de verdad en el rumor?
—No, no —dijo Fastolfe—. Jamás lograría convencer a nadie de esto. Daneel fue mi primer éxito, mi triunfo. No le destruiría bajo ninguna circunstancia. Sin duda alguna, me volvería hacia Jander. Cualquiera se daría cuenta de eso y sería un tonto si intentara convencerles de que habría sido más lógico sacrificar a Daneel.
Habían echado a andar nuevamente, y estaban aproximándose a su punto de destino. Baley guardaba silencio, con los labios apretados.
Fastolfe preguntó:
—¿Cómo se siente, señor Baley?
Baley contestó en voz baja:
—En lo que se refiere al Exterior, ni siquiera soy consciente de él. En lo que se refiere a nuestro dilema, creo que estoy tan cerca de darme por vencido como es posible estar sin entrar voluntariamente en una cámara ultrasónica de desintegración cerebral. —Luego añadió con apasionamiento—: ¿Por qué me envió a buscar, doctor Fastolfe? ¿Por qué me ha encomendado este trabajo? ¿Qué le he hecho yo para que me trate así?
—En realidad —dijo Fastolfe—, no fue idea mía y sólo puedo alegar mi desesperación.
—Entonces, ¿de quién fue la idea?
—La persona que vive en este establecimiento al que acabamos de llegar fue quien lo sugirió... y a mí no se me ocurrió nada mejor.
—¿La persona que vive en este establecimiento? ¿Por qué iba él a...?
—Ella.
—Bueno, pues, ¿por qué iba ella a sugerir tal cosa?
—¡Oh! No le he dicho que ella le conoce, ¿verdad, señor Baley? Ahí está, esperándonos.
Baley levantó los ojos, perplejo.
—Jehoshaphat —murmuró.