Baley prestó atención para oír los ruidos del aterrizaje. Naturalmente, ignoraba cuáles podían ser. No conocía el mecanismo de la nave, ni cuántos hombres y mujeres llevaba a bordo, ni qué tendrían que hacer durante el aterrizaje, ni qué tipo de ruido se produciría.
¿Gritos? ¿Zumbidos? ¿Una leve vibración?
No oyó nada.
Daneel dijo:
—Pareces estar en tensión, compañero Elijah. Preferiría que me informaras en seguida de cualquier molestia que sientas. Debo ayudarte en el mismo momento en que, por alguna razón, seas desdichado.
Hubo un ligero énfasis en la palabra «debo».
Baley pensó abstraídamente: «Eso es consecuencia de la Primera Ley. Sin duda ha sufrido tanto a su manera como yo he sufrido a la mía cuando he desfallecido sin que él lo previera a tiempo. Un desequilibrio de potenciales positrónicos puede no significar nada para mí, pero puede producir en él el mismo malestar y la misma reacción que un dolor agudo en mi.»
Siguió pensando: «No puedo saber lo que hay dentro de la seudopiel y la seudoconciencia de un robot, igual que Daneel no puede saber lo que hay dentro de mí.»
Y luego, sintiendo remordimientos por haber pensado en Daneel como un robot, Baley hundió la mirada en los dulces ojos del otro (¿desde cuándo le parecía dulce su expresión?) y dijo:
—Te informaría en seguida de cualquier molestia. No siento ninguna. Sólo intento oír algún ruido que me indique el comienzo del proceso de aterrizaje, compañero Daneel.
—Gracias, compañero Elijah —dijo Daneel con gravedad. Inclinó ligeramente la cabeza y prosiguió:— No sentirás ninguna molestia al aterrizar. Notarás la aceleración, pero ésta será mínima, pues la habitación cederá, hasta cierto punto, en la dirección de la aceleración. Es posible que aumente la temperatura, pero no más de dos grados centígrados. En cuanto a los efectos sónicos, quizás haya un tenue silbido cuando atravesemos la atmósfera. ¿Te molestará algo de esto?
—No lo creo. Lo que sí me molesta es no poder participar en el aterrizaje. Me gustaría saber algo de esas cosas. No quiero estar encerrado y ser privado de la experiencia.
—Ya has comprobado, compañero Elijah, que la naturaleza de la experiencia no se adapta a tu temperamento.
—¿Y cómo voy a superarlo, Daneel? —dijo Baley con tenacidad—. Esa no es razón suficiente para retenerme aquí.
—Compañero Elijah, ya te he explicado que se te retiene aquí para tu propia seguridad.
Baley meneó la cabeza con manifiesto disgusto.
—He pensado en eso y es una tontería. Tengo tan pocas posibilidades de resolver este misterio, con todas las limitaciones a las que me veo sometido y mi dificultad para comprender cuanto se refiere a Aurora, que nadie en su sano juicio se molestaría en intentar detenerme. Y si lo hicieran, ¿por qué molestarse en atacarme personalmente? ¿Por qué no sabotear la nave? Si nuestros adversarios son tan temibles como suponemos, considerarán que una nave, y las personas que se hallan a bordo, y tú y Giskard... y yo, naturalmente, no es un precio demasiado alto.
—Verás, compañero Elijah, esta eventualidad ya ha sido prevista. La nave fue examinada minuciosamente. Cualquier indicio de sabotaje habría sido detectado.
—¿Estás seguro? ¿Totalmente seguro?
—La seguridad, en estos casos, nunca puede ser absoluta. Sin embargo, Giskard y yo llegamos a la conclusión de que el grado de certeza era muy alto y que podíamos proceder con un mínimo riesgo de desastre.
—¿Y si os hubierais equivocado?
Algo parecido a un ligero espasmo contrajo el rostro de Daneel, como si le pidieran que considerase algo que obstruía los mecanismos positrónicos de su cerebro. Contestó:
—Pero no nos hemos equivocado.
—Eso no puedes saberlo. Estamos acercándonos al momento del aterrizaje y será entonces cuando habrá mayor peligro. De hecho, ni siquiera hay necesidad de sabotear la nave. Mi peligro personal es mayor ahora... ahora mismo. No puedo esconderme en esta habitación si debo desembarcar en Aurora. Tendré que atravesar la nave y estaré al alcance de los demás. ¿Has tomado precauciones para que el aterrizaje sea seguro? —(Se estaba mostrando mezquino; atacando in-necesariamente a Daneel porque se sentía irritado por su larga reclusión... y por la indignidad de su momentáneo derrumbamiento.)
Pero Daneel respondió con calma:
—Las hemos tomado, compañero Elijah. Y por cierto, ya hemos aterrizado. Nos encontramos sobre la superficie de Aurora.
Por un momento, Baley se quedó estupefacto. Miró a su alrededor, pero naturalmente no vio nada más que una habitación cerrada. No había notado u oído nada de lo que Daneel había descrito. Ni la aceleración, ni el calor, ni el silbido del viento. Sin duda, Daneel habla planteado deliberadamente el tema de su seguridad personal para que no pensara en otros temas inquietantes... pero secundarios.
Baley dijo:
—De todos modos, aún queda la cuestión de abandonar la nave. ¿Cómo lo hago sin ponerme a merced de posibles enemigos?
Daneel se acercó a una pared y tocó un punto en ella. La pared se dividió en dos, y ambas mitades se separaron rápidamente. Baley se encontró ante un largo cilindro, un túnel.
Giskard habia entrado en la habitación en ese momento y
dijo:
—Señor, nosotros tres saldremos por el tubo. Otros lo tienen bajo observación desde fuera. El doctor Fastolfe espera en el otro extremo del tubo.
—Hemos tomado todas las precauciones —dijo Daneel.
Baley musitó:
—Mis disculpas, Daneel... Giskard. —Entró en el tubo de salida con expresión sombría. Todos sus esfuerzos para asegurarse de que se habían tomado precauciones también le aseguraban que dichas precauciones se consideraban necesarias.
A Baley le gustaba pensar que no era un cobarde, pero estaba en un planeta desconocido, donde no había modo de distinguir a un amigo de un enemigo, donde no había modo de buscar consuelo en algo familiar (excepto Daneel, naturalmente). En momentos cruciales, pensó con un estremecimiento, no dispondría de una capa protectora que le brindara seguridad y alivio.
Efectivamente, el doctor Han Fastolfe estaba esperando... y sonriendo. Era alto y delgado, con el cabello castaño claro y no muy abundante y, por supuesto, estaban las orejas. Eran unas orejas que Baley recordaba muy bien, a pesar de los tres años transcurridos. Orejas grandes, separadas de la cabeza, que le daban un aire vagamente gracioso, una fealdad agradable. Fueron las orejas lo que hizo sonreír a Baley, más que la bienvenida de Fastolfe.
Baley se preguntó de paso si la tecnología médica aurorana no se extendía hasta la cirugía plástica requerida para corregir la imperfección de aquellas orejas. Sin embargo, era posible que a Fastolfe le gustara su aspecto, igual que le ocurría (para su propia sorpresa) a Baley. Hay mucho que decir acerca de una cara que hace sonreír.
Quizá Fastolfe valoraba el hecho de gustar a primera vista. ¿O tal vez consideraba útil que le subestimaran? ¿O que le encontraran diferente?
Fastolfe dijo:
—Detective Elijah Baley. Le recuerdo bien, a pesar de que sigo imaginándomelo con la cara del actor que le personificó.
El rostro de Baley se ensombreció.
—Ese drama de hiperondas me persigue, doctor Fastolfe. Si supiera adonde ir para escapar de él...
—A ningún sitio --dijo Fastolfe con jovialidad—. Al menos, yo no conozco ninguno. Pero si no le gusta, lo excluiremos de nuestras conversaciones desde ahora mismo. No volveré a mencionarlo. ¿De acuerdo?
—Gracias. —Con calculada rapidez, le tendió la mano a Fastolfe.
Fastolfe titubeó perceptiblemente. Luego aceptó la mano de Baley, asiéndola con cautela —y por pocos segundos— y dijo:
—Confío en que no sea usted un saco de infecciones, señor Baley.
Luego añadió con pesar, mirándose las manos:
—Sin embargo, debo admitir que mis manos han sido recubiertas con una película inerte que no resulta del todo cómoda. Soy una víctima de los temores irracionales de mi sociedad.
Baley se encogió de hombros.
—Como todos. A mí no me gusta estar en el Exterior; al aire libre, quiero decir. Y por cierto, tampoco me gusta haber tenido que venir a Aurora en las circunstancias en que me encuentro.
—Lo comprendo muy bien, señor Baley. Tengo un coche cerrado para usted y, cuando lleguemos a mi establecimiento, haremos todo lo posible para que siga estando resguardado.
—Gracias, pero durante mi estancia en Aurora creo que tendré que salir de vez en cuando al Exterior. Estoy preparado para ello; lo mejor que puedo.
—Comprendo, pero no le impondremos el Exterior más que cuando sea necesario. Ahora no lo es, de modo que consienta en estar resguardado.
El coche estaba esperando en las sombras del túnel y no fue necesario salir al Exterior para pasar de uno a otro. Baley advirtió la presencia de Daneel y Giskard a su espalda, completamente distintos en apariencia pero ambos idénticos en su actitud grave y expectante, ambos infinitamente pacientes.
Fastolfe abrió la puerta posterior y dijo:
—Entre, por favor.
Baley entró. Rápida y suavemente, Daneel entró detrás de él, mientras Giskard, casi al mismo tiempo, como si fuera un movimiento de danza bien coreografiado, entraba por el otro lado. Baley se encontró encajado, aunque no de un modo opresivo, entre los dos. De hecho, le tranquilizó pensar que entre él y el Exterior, por ambos lados, se hallaba el grosor de un cuerpo de robot.
Pero no hubo Exterior. Fastolfe subió al asiento delantero y, cuando la puerta se cerró tras él, las ventanillas se oscurecieron y una tenue luz artificial bañó el interior. Fastolfe dijo:
—No suelo conducir de este modo, señor Baley, pero no me importa hacerlo y quizás usted lo encuentre más cómodo. El coche está totalmente computerizado, sabe adonde va, y puede hacer frente a cualquier obstáculo o emergencia. No es necesario que nosotros intervengamos en nada.
Hubo una ligerísima sensación de aceleración y luego otra de movimiento, muy vaga y apenas perceptible.
Fastolfe dijo:
—Será un trayecto muy seguro, señor Baley. Me he tomado muchas molestias para cerciorarme de que el menor número de personas posible supiera que usted viajaría en este coche, e indudablemente nadie le verá dentro de él. El recorrido en coche, que, por cierto, está propulsado por aire, de modo que, en realidad, es un vehículo aerodinámico, no será largo, pero si lo desea, puede aprovechar la oportunidad para descansar. Ahora está totalmente seguro.
—Habla —dijo Baley— como si creyera que estoy en peligro. En la nave me han protegido hasta el punto de hacerme sentir encarcelado... y ahora, también. —Paseó la mirada por el reducido interior del coche, donde estaba rodeado por la estructura de metal y cristal opaco, por no mencionar la estructura metálica de los robots.
Fastolfe se rió alegremente.
—Estoy pecando de exagerado, lo sé, pero los ánimos están un poco exaltados en Aurora. Llega usted aquí en un momento de crisis y prefiero ser tachado de exagerado antes que correr el tremendo riesgo de quedarme corto.
Baley dijo:
—Creo que comprende, doctor Fastolfe, que mi fracaso aquí sería un duro golpe para la Tierra.
—Lo comprendo muy bien. Estoy tan decidido como usted a evitar su fracaso. Créame.
—Le creo. Además, mi fracaso aquí, por la razón que sea, también será mi ruina personal y profesional en la Tierra.
Fastolfe se volvió en el asiento para mirar a Baley con una expresión sobresaltada.
—¿De veras? Eso no sería justo.
Baley se encogió de hombros.
—En efecto, pero es lo que ocurrirá. Seré el blanco perfecto para el desesperado gobierno de la Tierra.
—No pensé en eso cuando le mandé llamar, señor Baley. Puede estar seguro de que haré lo que pueda. Sin embargo, con toda sinceridad —desvió los ojos—, será muy poco, si perdemos.
—Lo sé —dijo Baley con amargura. Se recostó en el mullido asiento y cerró los ojos. El suave movimiento del coche invitaba a conciliar el sueño, pero Baley no se durmió. En cambio, pensó intensamente... con todas sus fuerzas.
Baley tampoco estuvo en contacto con el Exterior al finalizar el trayecto. Cuando se apeó del vehículo, se hallaba en un garaje subterráneo y un pequeño ascensor le llevó al nivel del suelo (como no tardaría en descubrir).
Fue introducido en una soleada habitación y, cuando pasó a través de los rayos de sol (sí, ligeramente anaranjados), se encogió un poco.
Fastolfe lo advirtió. Dijo:
—Las ventanas no son opacas, pero pueden oscurecerse. Lo haré, si lo desea. De hecho, debería haber pensado en ello...
—No es necesario —contestó Baley con aspereza—. Me sentaré de espaldas a ellas. Tengo que aclimatarme.
—Como quiera, pero hágamelo saber si, en cualquier momento, se siente demasiado incómodo... Señor Baley, en esta parte de Aurora es casi mediodía. No sé por qué horario se regía usted en la nave. Si ha estado muchas horas despierto y le gustaría dormir, podemos arreglarlo. Si está desvelado pero no tiene apetito, no es necesario que coma. Sin embargo, si se ve con ánimos para ello, le invito a almorzar conmigo dentro de un rato.
—Casualmente, eso concordaría con mi horario personal.
—Excelente. Me permito recordarle que nuestro día es alrededor de un siete por ciento más corto que el de la Tierra. No creo que eso le ocasione demasiadas dificultades biorrítmicas, pero si es así, intentaremos adaptarnos a sus necesidades.
—Gracias.
—Por último... ignoro cuáles pueden ser sus preferencias en materia de comida.
—Comeré cualquier cosa que me den.
—De todos modos, no me ofenderé si algo no le parece... apetecible.
—Gracias.
—¿No le importará que Daneel y Giskard nos acompañen? Baley esbozó una sonrisa.
—¿Es que también comerán?
Fastolfe no le devolvió la sonrisa. Contestó con seriedad:
—No, pero quiero que estén con usted en todo momento.
—¿Acaso sigue existiendo peligro? ¿Incluso aquí?
—No confio en nada. Ni siquiera aquí.
Un robot entró en la habitación.
—El almuerzo está servido, señor. Fastolfe asintió.
—Muy bien, Faber. Iremos en seguida.
Baley preguntó:
—¿Cuántos robots tiene?
—Bastantes. No estamos al nivel solariano de diez mil robots por ser humano, pero yo tengo más que el término medio: cincuenta y siete. La casa es grande y también me sirve de oficina y taller. Además, mi esposa, cuando la tengo, debe disponer de espacio suficiente para estar aislada de mi trabajo en un ala independiente, y debe poseer su propio servicio.
—Bueno, con cincuenta y siete robots, me imagino que puede prescindir de dos. Me siento menos culpable de que haya enviado a Giskard y Daneel para escoltarme hasta Aurora.
—No fue una elección impensada, se lo aseguro, señor Baley. Giskard es mi mayordomo y mi mano derecha. Ha estado conmigo durante toda mi vida adulta.
—Y sin embargo, lo envió a recogerme. Me siento muy honrado —dijo Baley.
—Eso demuestra su importancia, señor Baley. Giskard.es el mejor de mis robots, fuerte y robusto.
Baley desvió los ojos hacia Daneel y Fastolfe añadió:
—No incluyo a mi amigo Daneel en estos cálculos. El no es mi sirviente, sino una obra de la que tengo la debilidad de sentirme sumamente orgulloso. Es el primero de su clase y, aunque el doctor Roj Nemennuh Sarton fue su diseñador y modelo, el hombre que...
Hizo una discreta pausa, pero Baley asintió bruscamente y dijo:
—Comprendo.
No deseaba que la frase terminara con una referencia al asesinato de Sarton en la Tierra.
—Aunque Sarton supervisó la construcción en sí —prosiguió Fastolfe—, mis cálculos teóricos hicieron posible la existencia de Daneel.
Fastolfe sonrió a Daneel, que inclinó la cabeza.
Baley dijo:
—También estaba Jander.
—Sí. —Fastolfe meneó la cabeza y pareció afligido—. Quizá debería haberle conservado conmigo, como a Daneel. Pero él era mi segundo humaniforme y eso supone una gran diferencia. Daneel es mi primogénito, como si dijéramos... un caso especial.
—¿Y ya no construye más robots humaniformes?
—Ya no. Pero vamos —dijo Fastolfe, frotándose las manos—. Debemos ir a almorzar. No creo, señor Baley, que la población de la Tierra esté acostumbrada a lo que podríamos llamar la comida natural. Tomaremos ensalada de gambas, junto con pan y queso, leche, si lo desea, o algún jugo de fruta. Todo es muy sencillo. Helado para postre.
—Todo ello platos tradicionales de la Tierra —comentó Baley—, que ya no existen en su forma original más que en la literatura antigua.
—Ninguno de ellos es demasiado corriente en Aurora, pero he considerado preferible no imponerle nuestra propia versión de la gastronomía, que incluye productos alimenticios y especias de variedades auroranas. Hay que estar acostumbrado al sabor.
Se levantó.
—Haga el favor de venir conmigo, señor Baley. Sólo seremos nosotros dos, de modo que prescindiremos de las ceremonias y rituales innecesarios.
—Gracias —dijo Baley—. Lo acepto como una atención. He mitigado el tedio del viaje hasta aquí informándome exhaustivamente sobre Aurora, y sé que existen muchas reglas de cortesía para una comida formal que me resultarían muy molestas.
—No debe preocuparse por eso.
Baley dijo:
—¿Podemos infringir las normas hasta el punto de hablar de trabajo durante la comida, doctor Fastolfe? No debo perder tiempo innecesariamente.
—Estoy de acuerdo con usted. Hablaremos de trabajo y me imagino que puedo confiar en su discreción respecto a este desliz. No me gustaría perder mi puesto entre la gente educada. —Se rió entre dientes, y luego añadió—: Aunque no debería reírme. No es cosa de risa. Perder tiempo puede ser más que una simple inconveniencia. Podría ser fácilmente fatal.
La habitación que Baley abandonó era sobria: varias sillas, una cómoda, algo que se asemejaba a un piano pero tenía válvulas de latón en lugar de teclas, y algunos dibujos abstractos en las paredes que parecían brillar tenuemente. El suelo era un tablero en varios tonos de marrón, diseñado con la probable intención de que recordara la madera, y aunque relucía bajo los rayos del sol como si estuviera encerado, no se notaba resbaladizo bajo los pies.
El comedor, aunque tenia el mismo suelo, no se parecía en ninguna otra cosa. Era una larga estancia rectangular, sobrecargada de ornamentación. Contenía seis grandes mesas cuadradas, compuestas por módulos que podían ensamblarse de distintas maneras. A lo largo de una pared corta se veía un bar, con brillantes botellas de diversos colores ante un espejo curvado que confería una extensión casi infinita a la habitación que reflejaba. A lo largo de la otra pared corta había cuatro nichos, en cada uno de los cuales esperaba un robot.
Ambas paredes largas eran mosaicos, cuyos colores cambiaban lentamente. Uno representaba un paisaje planetario, aunque Baley no habría podido decir si era Aurora u otro planeta, o algo completamente imaginario. En un extremo había un campo de trigo (o algo por el estilo) lleno de complicada maquinaria agrícola, toda ella controlada por robots. A medida que los ojos recorrían la pared, eso daba paso a viviendas humanas diseminadas que, en el otro extremo, se convertían en lo que Baley interpretó como la versión aurorana de una Ciudad.
La otra pared larga era astronómica. Un planeta, iluminado por un distante sol, reflejaba la luz de tal manera que ni el examen más detenido impedia tener la impresión de que estaba girando lentamente. Las estrellas que lo rodeaban —al-gunas mortecinas, otras brillantes— también parecían cambiar de configuración, aunque cuando uno concentraba la mirada en un pequeño grupo y la mantenía fija allí, las estrellas parecían inmóviles.
Baley lo encontró todo muy desconcertante y repulsivo.
Fastolfe dijo:
—Una verdadera obra de arte, señor Baley. Costó una fortuna, pero Fanya se empeñó en comprarla. Fanya es mi actual compañera.
—¿Se reunirá con nosotros, doctor Fastolfe?
—No, señor Baley. Como le he dicho, sólo seremos nosotros dos. Mientras tanto, le he pedido que se quede en sus habitaciones. No quiero implicarla en este problema que tenemos. Lo comprende, ¿verdad?
—Sí, por supuesto.
—Vamos. Haga el favor de tomar asiento.
Una de las mesas estaba dispuesta con platos, tazas y complicados cubiertos, algunos de ellos desconocidos para Baley. En el centro habla un cilindro alto y un poco ahusado que parecía un gigantesco peón de ajedrez hecho con un grisáceo material rocoso.
Mientras se sentaba, Baley no pudo resistir la tentación de alargar la mano hacia él y tocarlo con un dedo.
Fastolfe sonrió.
—Es un especiero. Posee unos sencillos mandos que permiten usarlo para echar una cantidad determinada de cualquiera de doce condimentos distintos sobre cualquier porción de un plato. Para hacerlo debidamente, hay que cogerlo y realizar unas evoluciones bastante complicadas que son inútiles en si mismas, pero para los auroranos elegantes tienen mucho valor como símbolos de la gracia y delicadeza con que deben servirse las comidas. Cuando yo era más joven podía hacer lo que llamamos la triple genuflexión, con el pulgar y dos dedos, y echar sal cuando el especiero me daba en la palma de la mano. Si ahora lo intentara, correría el riesgo de romper la crisma a mi invitado. Espero que no le importará que no lo intente.
—Le ruego que no lo intente, doctor Fastolfe.
Un robot colocó la ensalada encima de la mesa, otro les trajo una bandeja de zumos de fruta, un tercero llevó el pan y el queso, y un cuarto desdobló las servilletas. Los cuatro trabajaban con perfecta coordinación, yendo y viniendo sin chocar ni tener dificultades aparentes. Baley los contempló con asombro.
Terminaron, sin que pareciera estar previsto, uno a cada lado de la mesa. Retrocedieron al unísono, se inclinaron al unísono, se volvieron al unísono, y regresaron a los nichos abiertos en la pared del otro extremo de la habitación. Baley reparó súbitamente en la presencia de Daneel y Giskard. No los habla visto entrar. Esperaban en dos nichos que habían aparecido de algún modo en la pared con el campo de trigo. Daneel era el que estaba más cerca.
Fastolfe dijo:
—Ahora que se han ido... —Hizo una pausa y meneó lentamente la cabeza—. Sólo que no se han ido. Normalmente, es costumbre que los robots se marchen antes de que empiece el almuerzo. Los robots no comen, mientras que los seres humanos si lo hacen. Por lo tanto, es lógico que quienes comen lo hagan y quienes no comen se marchen. Y eso ha terminado convirtiéndose en otro ritual. Sería impensable comer antes de que los robots se hubieran marchado. Sin embargo, en este caso...
—No se han marchado —dijo Baley.
—No. He pensado que la seguridad era más importante que la etiqueta y he supuesto que, no siendo usted aurorano, no le molestaría.
Baley esperó a que Fastolfe hiciera el primer movimiento. Fastolfe levantó un tenedor, y Baley hizo lo mismo. Fastolfe lo usó, moviéndolo lentamente y dejando que Baley viera todo lo que hacía.
Baley mordió con cautela una gamba y la encontró deliciosa. Reconoció el sabor, parecido a la pasta de gambas producida en la Tierra pero mucho más sutil y suculento. Masticó con lentitud y, durante unos minutos, a pesar de su ansiedad por llevar adelante la investigación mientras comían, le resultó impenetrable hacer nada más que concentrar toda su atención en el almuerzo.
De hecho, fue Fastolfe quien dio el primer paso.
—¿No deberíamos empezar a hablar del problema, señor Baley?
Baley se sintió enrojecer ligeramente.
—Sí. Por supuesto. Le pido disculpas. Su comida aurorana me ha pillado por sorpresa, impidiéndome pensar en nada más... El problema, doctor Fastolfe, es una consecuencia de sus propios actos, ¿verdad?
—¿Por qué dice eso?
—Según lo que me han contado, alguien ha cometido un roboticidio que requiere una gran experiencia.
—¿Un roboticidio? Es un término divertido. —Fastolfe sonrió—. Naturalmente, entiendo a lo que se refiere... Le han informado bien; es algo que requiere una enorme experiencia.
—Y también según lo que me han contado, sólo usted tiene la experiencia necesaria para llevarlo a cabo.
—También en eso le han informado bien.
—E incluso usted mismo admite, de hecho, asegura, que sólo usted habría podido causar un bloqueo mental en Jander.
—Sostengo lo que, al fin y al cabo, es la verdad, señor Baley. No me serviría de nada mentir, aunque fuese capaz de hacerlo. Nadie ignora que soy el roboticista teórico más sobresaliente de los Cincuenta Mundos.
—Sin embargo, doctor Fastolfe, ¿no sería posible que el segundo mejor roboticista teórico de todos los mundos, o el tercero, o incluso el decimoquinto, tuviera la habilidad necesaria para cometer ese acto? ¿Se requiere realmente toda la habilidad del mejor?
Fastolfe contestó con calma:
—En mi opinión, verdaderamente se requiere toda la habilidad del mejor. Lo que es más, también en mi opinión, yo mismo sólo podría realizar esa labor en uno de mis días buenos. Recuerde que los mejores cerebros en robótica, incluido yo, han trabajado específicamente para diseñar cerebros positrónicos en los que no pudiera producirse bloqueo mental.
—¿Está seguro de todo esto? ¿Completamente seguro?
—Completamente.
—¿Y lo declaró públicamente así?
—Por supuesto. Se realizó una investigación pública, mi querido terrícola. Me hicieron las preguntas que usted me está haciendo ahora y las contesté con toda sinceridad. Es otra de las costumbres auroranas.
Baley dijo:
—Por el momento, no pongo en duda que usted estuviera convencido de que contestaba con toda sinceridad. Pero ¿no es posible que se dejara llevar por un orgullo innato en usted? Eso también sería típicamente aurorano, ¿verdad?
—¿Quiere decir que mi ansiedad por ser considerado el mejor me haría colocarme voluntariamente en una posición que obligara a todo el mundo a creer que yo había bloqueado mentalmente a Jander?
—Por alguna razón, me inclino a pensar que no le importaría perder su posición social y política, siempre que su fama como científico permaneciera intacta.
—Comprendo. Es un punto de vista interesante, señor Baley. A mí no se me habría ocurrido esa idea. Si tuviera que elegir entre admitir que soy el segundo en importancia y admitir que soy culpable de lo que usted ha definido como roboticidio, opina que aceptaría intencionalmente esto último.
—No, doctor Fastolfe, no deseo plantear la cuestión de un modo tan simplista. Quizá se engañe a sí mismo pensando que es el mejor de todos los roboticistas y que nadie puede igualarle, aferrándose a ello con todas sus fuerzas, porque inconscientemente, inconscientemente, doctor Fastolfe, se da cuenta de que, en realidad, está siendo alcanzado, o ya ha sido alcanzado, por otros.
Fastolfe se echó a reír, pero su risa tuvo un leve matiz de fastidio.
—No es asi, señor Baley. Está totalmente equivocado.
—¡Piense, doctor Fastolfe! ¿Está seguro de que ninguno de sus colegas roboticistas puede ser tan brillante como usted?
—Sólo hay unos pocos que sean capaces de tratar siquiera con robots humaniformes. La construcción de Daneel creó virtualmente una profesión nueva para la que ni tan sólo hay un nombre, humaniformistas, quizá. De los teóricos de la robótica de Aurora, ninguno, excepto yo mismo, entiende el funcionamiento del cerebro positrónico de Daneel. El doctor Sarton también, pero está muerto... y no lo entendía tan bien como yo. La teoría básica es mía.
—Tal vez fuera suya en un principio, pero indudablemente no puede aspirar a mantener su propiedad exclusiva. ¿No ha aprendido nadie la teoría?
Fastolfe meneó la cabeza con firmeza.
—Nadie. No se la he enseñado a nadie y ningún otro roboticista vivo puede haber desarrollado la teoría por sí solo.
Baley sugirió, con un poco de irritación:
—¿No podría haber un joven brillante, recién salido de la universidad, que fuese más listo de lo que nadie supone, que...?
—No, señor Baley, no. Yo le habría conocido. Habría pasado por mis laboratorios. Habría trabajado conmigo. Por el momento, dicho joven no existe. A la larga, existirá alguno; quizá muchos. Por el momento, no hay ninguno.
—Así pues, si usted falleciera, ¿la nueva ciencia moriría con usted?
—Sólo tengo ciento sesenta y cinco años. Me refiero a años métricos, naturalmente, que deben equivaler a ciento veinticuatro de sus años terrestres, más o menos. Según las expectativas de vida auroranas, aún soy muy joven y no hay ninguna razón médica para considerar que mi vida ha llegado siquiera a la mitad. No es tan insólito alcanzar la edad de cuatrocientos años... métricos. Aún me queda mucho tiempo para enseñar.
Habían terminado de comer, pero ninguno de los dos hizo ademán de dejar la mesa. Tampoco se acercó ningún robot para despejarla. Era como si la intensidad del flujo y reflujo de la charla les hubiese reducido a la inmovilidad.
Baley entornó los ojos y dijo:
—Doctor Fastolfe, hace dos años estuve en Solaria. Allí pude comprobar que, en general, los solarianos eran los roboticistas más hábiles de todos los mundos.
—En general, probablemente sea cierto.
—¿Y ni uno solo de ellos habría podido hacerlo?
—Ni uno solo, señor Baley. Su habilidad se reduce a robots que, en el mejor de los casos, no están más desarrollados que mi pobre Giskard. Los solarianos no saben nada de la construcción de robots humaniformes.
—¿Cómo puede estar seguro de eso?
—Ya que estuvo en Solaria, señor Baley, sabrá muy bien que los solarianos no pueden acercarse unos a otros más que con grandes dificultades, que se relacionan por medio de la visión tridimensional... excepto cuando es absolutamente necesario un contacto sexual. ¿Cree que a alguno de ellos se le ocurriría diseñar un robot tan humano en apariencia que activara sus neurosis? Evitarían de tal modo la posibilidad de acercarse a él, debido a su aspecto humano, que no les resultaría de ninguna utilidad.
—¿No podría algún solariano, aquí o allá, revelar una asombrosa tolerancia por el cuerpo humano? ¿Cómo puede estar seguro?
—Aunque algún solariano pudiera hacerlo, lo que no niego, este año no hay ningún nativo de Solaria en Aurora.
—¿Ninguno?
—¡Ninguno! No les gusta estar en contacto ni con los auroranos y, a no ser por asuntos de la mayor importancia, no vienen aquí... ni van a ningún otro mundo. Incluso en el caso de un asunto urgente, permanecen en órbita y tratan con nosotros por medio de comunicación electrónica. Baley dijo:
—En ese caso, si usted es, literal y efectivamente, la única persona en todos los mundos que pudo hacerlo, ¿mató a Jander?
Fastolfe contestó:
—No puedo creer que Daneel no le dijera que he negado la acusación.
—Me lo dijo, pero quiero que me lo diga usted mismo.
Fastolfe cruzó los brazos y frunció el ceño. Respondió, con los dientes apretados:
—Entonces, se lo digo. Yo no lo hice.
Baley meneó la cabeza.
—Creo que cree esa afirmación.
—Así es. Y sin la menor duda. Estoy diciendo la verdad. Yo no maté a Jander.
—Pero si usted no lo hizo, y nadie más puede haberlo hecho, entonces... Pero espere. Quizá me haya precipitado en mis suposiciones. ¿Está Jander realmente muerto o he sido traído aquí con falsos pretextos?
—El robot está realmente destruido. Puedo enseñárselo, si la Asamblea Legislativa no me prohibe el acceso a él antes de que termine el día, lo que no creo que hagan.
—En ese caso, si usted no lo hizo, y si nadie más pudo hacerlo, y si el robot está realmente muerto, ¿quién cometió el crimen?
Fastolfe suspiró.
—Estoy seguro de que Daneel le contó lo que he sostenido en la investigación, pero usted quiere oírlo de mis propios labios.
—En efecto, doctor Fastolfe.
—Pues bien, nadie cometió el crimen. Fue algo que sucedió espontáneamente en el flujo positrónico de los mecanismos cerebrales lo que produjo el bloqueo mental de Jander.
—¿Es eso probable?
—No, no lo es. Es sumamente improbable, pero si yo no lo hice, es lo único que puede haber ocurrido.
—¿No podría aducirse que hay más posibilidades de que usted esté mintiendo que de que haya habido un bloqueo espontáneo?
—Es lo que aducen muchos. Pero yo sé que no lo hice y eso sólo deja la paralización espontánea como posibilidad.
—¿Y usted me ha hecho venir aquí para demostrar, para probar, que eso es lo que realmente sucedió?
—Sí.
—Pero, ¿cómo se puede probar que sucedió espontáneamente? Al parecer, sólo así podré salvarle a usted, a la Tierra y a mí mismo.
—¿Por orden de importancia creciente, señor Baley?
Baley pareció molesto.
—Bueno, si lo prefiere, a usted, a mí y a la Tierra.
—Me temo —dijo Fastolfe— que, después de profundas reflexiones, he llegado a la conclusión de que no hay modo de obtener tal prueba.
Baley miró a Fastolfe con horror.
—¿No lo hay?
—No. Ninguno. —Y luego, en un súbito arranque de aparente abstracción, cogió el especiero y dijo—: Verá, tengo curiosidad por saber si aún puedo hacer la triple genuflexión.
Lanzó el especiero al aire dándole un calculado golpe con la muñeca. El especiero dio una vuelta en el aire y, cuando descendía, Fastolfe lo golpeó en el extremo estrecho con el lado de la palma derecha (con el pulgar doblado). El objeto se elevó ligeramente, se ladeó y recibió un golpe con el lado de la palma izquierda. Volvió a elevarse en sentido contrario y recibió un nuevo golpe con el lado de la palma derecha, al que siguió otro con la palma izquierda. Después de esta tercera genuflexión, fue impulsado con fuerza suficiente para dar una vuelta completa. Fastolfe lo atrapó en el puño derecho, con la mano izquierda muy cerca y la palma hacia arriba. Una vez hubo cogido el especiero, Fastolfe mostró la mano izquierda, donde había un pequeño montón de sal.
Fastolfe dijo:
—Es una exhibición infantil para la mente científica, y el esfuerzo resulta totalmente desproporcionado para el fin, que, por supuesto, es una pizca de sal, pero el buen anfitrión aurorano se enorgullece de poder hacerlo. Hay algunos exper-tos que son capaces de mantener el especiero en el aire durante un minuto y medio, moviendo las manos tan rápidamente que la vista no puede seguirlas.
”Claro que —continuó pensativamente— Daneel puede realizar esas acciones con mayor destreza y velocidad que ningún ser humano. Lo he sometido a esa clase de pruebas para verificar el funcionamiento de sus mecanismos cerebrales, pero sería un tremendo error hacerle mostrar tales habilidades en público. Eso humillaría innecesariamente a los esperistas... como popularmente se les denomina, aunque, como comprenderá, este término no figura en los diccionarios.
Baley gruñó.
Fastolfe suspiró.
—Pero debemos volver al trabajo.
—Me ha hecho atravesar varios parsecs de espacio para ese propósito.
—Sí, así es... ¡Prosigamos!
Baley preguntó:
—¿Había algún motivo para realizar esa exhibición, doctor Fastolfe?
Fastolfe respondió:
—Bueno, da la impresión de que estamos en un callejón sin salida. Le he traído aquí para hacer algo que no puede hacerse. Su cara ha sido muy elocuente y, si quiere que le diga la verdad, yo no me sentía más optimista. Por lo tanto, he considerado que debíamos tomarnos un descanso. Y ahora... prosigamos.
—¿Sabiendo que es una labor imposible?
—¿Por qué va a ser imposible para usted, señor Baley? Tiene fama de conseguir lo imposible.
—¿El drama de hiperondas? ¿Se cree usted esa necia distorsión de lo que sucedió en Solaria?
Fastolfe desplegó los brazos.
—Es la última esperanza que me queda.
Baley dijo:
—Y yo no tengo alternativa. He de intentarlo, no puedo regresar a la Tierra con un fracaso. Me lo expusieron con toda claridad. Dígame, doctor Fastolfe, ¿cómo habrían podido matar a Jander? ¿Qué clase de manipulación mental habría sido necesaria?
—Señor Baley, no sé cómo podría explicar eso, ni siquiera a otro roboticista, lo que sin duda usted no es, ni aunque estuviese dispuesto a publicar mis teorías, lo que sin duda no pienso hacer. Sin embargo, veamos si puedo explicarle algo. Sabrá, naturalmente, que los robots se inventaron en la Tierra.
—Apenas se habla de los robots en la Tierra...
—La fuerte tendencia antirrobots de la Tierra es bien conocida en los mundos espaciales.
—Pero el origen terrestre de los robots es obvio para cualquier persona de la Tierra que piense en ello. Es bien sabido que los viajes hiperespaciales se desarrollaron con la ayuda de robots y, puesto que los mundos espaciales no habrían podido colonizarse sin viajes hiperespaciales, se desprende que había robots antes de que la colonización tuviera lugar y mientras la Tierra aún era el único planeta habitado. Así pues, los robots fueron inventados en la Tierra por terrícolas.
—Sin embargo, la Tierra no se enorgullece de ello, ¿verdad?
—No hablamos de ello —dijo Baley lacónicamente.
—¿Y los terrícolas no saben nada de Susan Calvin?
—He leído su nombre en algunos libros antiguos. Fue una de las primeras pioneras de la robótica.
—¿Es eso todo lo que sabe de ella?
Baley hizo un gesto de displicencia.
—Supongo que podría averiguar algo más si buscara en los archivos, pero no he tenido la ocasión de hacerlo.
—¡Qué extraño! —comentó Fastolfe—. Es una semidiosa para todos los espaciales, hasta el punto de que muy pocos espaciales que no sean roboticistas piensan en ella como una terrícola. Les parecería una profanación. Se negarían a creerlo si les dijeran que murió tras haber vivido poco más de cien años métricos. Y no obstante, usted sólo la conoce como una de las primeras pioneras.
—¿Tiene ella algo que ver con todo esto, doctor Fastolfe?
—No directamente, pero sí en cierto modo. Debe comprender que hay numerosas leyendas en torno a su nombre. Es indudable que la mayor parte de ellas son falsas, pero eso no es óbice para que todo el mundo las conozca. Una de las más famosas, y una de las que tiene menos visos de veracidad, se refiere a un robot fabricado en aquella época primitiva que, debido a un accidente en la cadena de producción, resultó poseer facultades telepáticas...
—¡Vaya!
—¡Es una leyenda! ¡Le he dicho que se trata de una leyenda, e indudablemente falsa! Sin embargo, hay algunas razones teóricas para suponer que podría ser factible, aunque nadie haya presentado nunca un diseño admisible que permitiera empezar a incorporar dicha facultad. El hecho de que apareciese en cerebros positrónicos tan toscos y simples como los de la era prehiperespacial es totalmente impensable. Por eso estamos tan seguros de que esta leyenda en particular es una invención. De todos modos, déjeme continuar; pues tiene una moraleja.
—Por supuesto, continúe.
—Según la leyenda, el robot leía el pensamiento. Y cuando le hacían alguna pregunta, leía el pensamiento de la persona en cuestión y le contestaba lo que ella quería oír. Ahora bien, la Primera Ley de la Robótica establece claramente que un robot no debe dañar a un ser humano o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea dañado, pero para los robots eso suele significar un daño físico. Sin embargo, un robot capaz de leer el pensamiento seguramente deduciría que la decepción o la cólera o cualquier emoción violenta harían desgraciado al ser humano que las sintiera, e interpretaría la inspiración de esas emociones como un daño. Así pues, como el robot telepático sabía que la verdad podía decepcionar o encolerizar a una persona o causarle envidia o infelicidad, prefería decir una mentira piadosa. ¿Lo comprende?
—Sí, naturalmente..
—En consecuencia, el robot mentía incluso a la misma Susan Calvin. Las mentiras no podían continuar indefinidamente, pues distintas personas recibían informaciones diferentes que no sólo eran contradictorias entre sí sino que se veían rebatidas por la creciente evidencia de la realidad. Susan Calvin descubrió que el robot le había mentido y se dio cuenta de que esas mentiras la habían colocado en una posición muy delicada. Lo que, en un principio, la habría decepcionado un poco, ahora, gracias a falsas esperanzas, la decepcionaba muchísimo. ¿Nunca había oído la historia?
—Le doy mi palabra.
—¡Asombroso! Sin embargo, es seguro que no fue inventada en Aurora, pues es igualmente conocida en todos los mundos. En todo caso, Calvin tuvo su venganza. Hizo notar al robot que, tanto si decía la verdad como si decía una mentira, dañaría igualmente a la persona con la que trataba. Hiciera lo que hiciese, no podría obedecer la Primera Ley. El robot, comprendiéndolo así, se vio obligado a buscar refugio en la inacción total. En otras palabras, sus componentes positrónicos se quemaron. Su cerebro quedó destruido irreparablemente. La leyenda asegura que la última palabra de Calvin al robot destruido fue «¡Mentiroso!».
Baley dijo:
—Y deduzco que algo así fue lo que le ocurrió a Jander Panell. ¿Se encontró frente a una contradicción de términos y su cerebro se quemó?
—Es lo que parece haber ocurrido, aunque no sería algo tan fácil de lograr como en tiempos de Susan Calvin. Quizás a causa de la leyenda, los roboticistas siempre han procurado evitar que pudieran surgir contradicciones. A medida que la teoría de los cerebros positrónicos se ha hecho más sutil y la práctica del diseño de los cerebros positrónicos se ha hecho más complicada, han ido desarrollándose sistemas cada vez más efectivos para impedir la igualdad de todas las situaciones que pudieran surgir, de modo que siempre pueda emprenderse alguna acción que sea interpretada como obediencia a la Primera Ley.
—Eso significa que no se puede bloquear el cerebro de un robot. ¿Es eso lo que me está diciendo? Porque si lo es, ¿qué le ocurrió a Jander?
—No es lo que estoy diciendo. Los sistemas cada vez más efectivos de los que le hablo nunca son completamente efectivos. No pueden serlo. Por muy sutil e intrincado que sea un cerebro, siempre hay algún modo de establecer una con-tradicción. Esa es una de las verdades fundamentales de las matemáticas. Siempre será imposible fabricar un cerebro tan sutil e intrincado que reduzca las posibilidades de contradicción a cero. Nunca llegarán a cero. Sin embargo, los sistemas desarrollados se acercan de tal modo a cero que para provocar un bloqueo mental estableciendo una contradicción adecuada se requeriría un profundo conocimiento del cerebro positrónico determinado que se quisiera destruir... y para eso se necesitaría un teórico muy competente.
—¿Como usted, doctor Fastolfe?
—Como yo. En el caso de robots humaniformes, sólo yo.
—O nadie en absoluto —dijo Baley con ironía.
—O nadie en absoluto. Exactamente —convino Fastolfe, pasando por alto la ironía—. Los robots humaniformes tienen un cerebro, y también un cuerpo, construido a imagen y semejanza del ser humano. Los cerebros positrónicos son sumamente delicados y asumen parte de la fragilidad del cerebro humano. Tal como un ser humano puede sufrir un ataque fulminante, causado por algún incidente fortuito dentro del cerebro y sin la intervención de ningún efecto externo, un cerebro humaniforme podría sufrir bloqueo mental, debido igualmente a un factor fortuito, como sería el desplazamiento ocasional de los positrones.
—¿Puede probarlo, doctor Fastolfe?
—Puedo demostrarlo matemáticamente, pero de los que comprenderían las operaciones matemáticas, no todos estarían de acuerdo con la validez del razonamiento. Implica ciertas suposiciones mías que no se ajustan a las corrientes de pensamiento aceptadas en robótica.
—Y ¿cuáles son las probabilidades de un bloqueo mental espontáneo?
—Dado un gran número de robots humaniformes, digamos que cien mil, hay un ciencuenta por ciento de probabilidades de que uno de ellos sufriera un bloqueo mental espontáneo durante una vida aurorana media. Aunque también podría suceder mucho antes, como ha sido el caso de Jander, a pesar de que entonces las posibilidades estarían fuertemente en contra de ello.
—Vamos a ver, doctor Fastolfe. Aunque lograra probar de modo concluyente que los robots en general pueden sufrir un bloqueo mental espontáneo, eso no equivaldría a probar que fue lo que le sucedió a Jander en particular.
—No —admitió Fastolfe—, tiene razón.
—Usted, el mayor experto en robótica, no puede probarlo en el caso específico de Jander.
—Vuelve a tener razón.
—Entonces, ¿qué espera que pueda hacer yo, si no sé nada de robótica?
—No hay necesidad de probar nada. Seguramente bastaría con formular una sugerencia ingeniosa que pudiera convencer al público en general de que el bloqueo mental espontáneo es posible.
—Como por ejemplo...
—No lo sé.
Baley preguntó ásperamente:
—¿Está seguro de que no lo sabe, doctor Fastolfe?
—¿Qué insinúa? Acabo de decirle que no lo sé.
—Permítame exponerle algo. Supongo que los auroranos, en general, saben que he venido al planeta para tratar de solventar este problema. Sería difícil traerme aquí en secreto, considerando que soy terrícola y esto es Aurora.
—Sí, desde luego, y no he intentado hacer tal cosa. Consulté al presidente del Cuerpo Legislativo y le convencí para que me autorizara a hacerle venir. Así es como he logrado el aplazamiento del juicio. Se le concederá una oportunidad para resolver el misterio antes de que yo sea procesado. Dudo que el aplazamiento sea muy largo.
—Así pues, repito... Los auroranos, en general, saben que estoy aquí y me imagino que también saben exactamente por qué: porque debo resolver el enigma de la muerte de Jander.
—Naturalmente. ¿Qué otra razón podría haber?
—Y desde el momento en que subí a la nave que me ha traído aquí, usted me ha mantenido bajo una estrecha y constante vigilancia por miedo a que sus enemigos intentaran eliminarme, juzgándome como una especie de mago que podría resolver el enigma de tal modo que usted resultara ganador, a pesar de que todas las posibilidades estén en contra mía.
—Me temo que así es, en efecto.
—Suponga que alguien que no quiere ver el enigma resuelto y a usted, doctor Fastolfe, exculpado consiguiera matarme. ¿No decantaría eso las simpatías en su favor? ¿No pensaría la gente que sus enemigos le consideraban, en realidad, inocente o no temerían la investigación hasta el punto de querer matarme?
—Un razonamiento bastante complicado, señor Baley. Supongo que, debidamente explotada, su muerte podría utilizarse para dicho propósito, pero eso es algo que no ocurrirá. Está usted protegido y no le matarán.
—Pero ¿por qué protegerme, doctor Fastolfe? ¿Por qué no dejar que me maten y usar mi muerte como un medio para ganar?
—Porque yo preferiría que continuara vivo y lograra demostrar mi inocencia.
Baley objetó:
—Pero usted sabe que no puedo demostrar su inocencia.
—Quizá pueda. Tiene todos los incentivos. El bienestar de la Tierra depende de su actuación y, como me ha dicho, también su propia carrera.
—¿De qué sirven los incentivos? Si usted me ordenara volar agitando los brazos y me dijera que si fracasaba, me torturarían hasta matarme y la Tierra sería destruida y toda su población aniquilada, tendría un incentivo enorme para agitar mis alas y volar, pero seguiría siendo incapaz de hacerlo.
Fastolfe reconoció con desasosiego:
—Sé que hay pocas posibilidades.
—Sabe que no hay ninguna —replicó Baley con violencia—, y que sólo mi muerte puede salvarle.
—Entonces no me salvaré, porque estoy haciendo todo lo posible para que mis enemigos no puedan llegar hasta usted.
—Pero usted sí puede.
—¿Qué?
—Mi idea, doctor Fastolfe, es que podría matarme usted mismo y hacer que pareciese obra de sus enemigos. Luego utilizaría mi muerte en contra de ellos... y que ésta es la razón por la que me ha traído a Aurora.
Por un momento, Fastolfe miró a Baley con una especie de suave sorpresa y luego, en un acceso de pasión tan repentina como extrema, su cara enrojeció y se contrajo en una horrible mueca. Agarrando el especiero, lo levantó por encima de su cabeza y bajó el brazo para lanzárselo a Baley.
Y Baley, cogido totalmente por sorpresa, apenas logró encogerse en la silla.