2
DANEEL

6

Era la tercera vez que Baley subía a bordo de una nave espacial y los dos años transcurridos no habían empañado en absoluto sus recuerdos de las dos primeras. Sabía exactamente lo que debía esperar.

Habría la incomunicación: nadie le vería ni tendría ningún contacto con él, excepto (quizás) un robot. Habría el constante tratamiento médico: la fumigación y esterilización. (No podía llamarse de otra manera.) Habría el intento de hacerle apto para convivir con los aprensivos espaciales, que consideraban a los terrícolas como sacos andantes de múltiples infecciones.

Sin embargo, también habría diferencias. Esta vez no tendría tanto miedo del proceso. Seguramente la sensación de desamparo por encontrarse fuera del claustro materno sería menos horrible.

Estaría preparado para los espacios más amplios. Esta vez, se dijo con osadía (aunque, también, con un nudo en el estómago), quizás incluso fuera capaz de insistir en que le permitieran ver el espacio.

Se preguntó si sería distinto de las fotografías del firmamento nocturno tomadas desde el Exterior.

Recordó la primera vez que vio la bóveda de un planetario (protegido, dentro de la Ciudad, por supuesto). No tuvo la sensación de estar en el Exterior, y no experimentó la más ligera inquietud.

Luego estaban las dos veces —no, tres— que salió de noche al Exterior y vio las estrellas verdaderas en la auténtica bóveda celeste. Fue mucho menos impresionante que la bóveda del planetario, pero en ambas ocasiones hubo un fresco viento y una sensación de distancia, lo cual le resultó mucho más alarmante que la bóveda, aunque mucho menos que durante el día, pues la oscuridad formaba una muralla de protección a su alrededor.

¿Serían las estrellas, vistas desde la ventana panorámica de una nave espacial, más parecidas a un planetario o al cielo nocturno de la Tierra? ¿O sería una sensación completamente distinta?

Se concentró en eso, como para borrar el pensamiento de dejar a Jessie, Ben, y la Ciudad.

Por simple jactancia, rechazó el coche e insistió en recorrer a pie la corta distancia desde el portal hasta la nave en compañía del robot que había ido a buscarle. Al fin y al cabo, sólo era un pasillo cubierto.

El pasillo describía una ligera curva y miró atrás mientras aún podía ver a Ben en el otro extremo. Levantó la mano con naturalidad, como si fuese a tomar el expreso de Trenton, y Ben agitó ambos brazos frenéticamente, formando con los dos primeros dedos de cada mano el antiguo símbolo de la victoria.

¿Victoria? Un gesto inútil, pensó Baley con certeza.

Intentó pensar en otra cosa que le llenara y ocupara la mente. ¿Cómo sería subir a bordo de una nave espacial de día, con el sol arrancando brillantes destellos a su superficie metálica y estando él mismo y todos los demás pasajeros expuestos al Exterior?

¿Qué se sentiría al ser plenamente consciente de un diminuto mundo cilíndrico, un mundo que se desprendería del mundo infinitamente más grande al que estaba temporalmente conectado y que luego se perdería en un Exterior infinitivamente más grande que ningún Exterior de la Tierra, hasta que al cabo de una interminable extensión de Nada encontraría otro...?

Mantuvo el ritmo constante de sus pasos, sin permitirse el menor cambio de expresión... o eso pensó él, cuando menos. Sin embargo, el robot que caminaba a su lado le hizo detenerse.

—¿Se encuentra mal, señor? —(No dijo «amo», sino simplemente «señor». Era un robot aurorano.)

—Estoy bien, muchacho —dijo Baley con voz ronca—. Adelante.

Mantuvo los ojos fijos en el suelo y no volvió a levantarlos hasta que la misma nave se alzó ante él.

¡Una nave aurorana!

No le cupo ninguna duda. Perfilada por un cálido reflector, parecía más alta, más estilizada, y sin embargo más potente que las naves solarianas.

Baley pasó al interior y la comparación siguió favoreciendo a Aurora. Era más espaciosa que las de las dos veces anteriores; más lujosa y más cómoda.

Sabía exactamente lo que se avecinaba y se quitó toda la ropa sin vacilar. (Quizá sería desintegrada por medio de un soplete plasmático. Indudablemente, no le sería devuelta cuando regresara a la Tierra... si regresaba. Así ocurrió la primera vez.)

No recibiría ninguna otra ropa hasta que le hubieran bañado, examinado, medicado, e inyectado. Casi acogió con agrado los humillantes procedimientos por los que tuvo que pasar. Al fin y al cabo, contribuyeron a hacerle olvidar lo que estaba sucediendo. Apenas percibió la aceleración inicial y apenas tuvo tiempo para pensar en el momento en que abandonó la Tierra y entró en el espacio.

Cuando finalmente volvió a estar vestido, inspeccionó los resultados con desconsuelo en un espejo. El material, cualquiera que fuese, era suave y reflectante y variaba de color al cambiar el ángulo. Las perneras de los pantalones se le adherían a los tobillos y, a su vez, estaban cubiertas por la caña de unos botines que se amoldaban a sus pies. Las mangas de la blusa se le pegaban a las muñecas y sus manos estaban cubiertas por unos guantes finos y transparentes. La parte superior de la blusa le cubría el cuello y una capucha incorporada le permitía cubrirse la cabeza si así lo deseaba. Baley sabía que le recubrían de este modo no para su propia comodidad, sino para tranquilidad de los espaciales.

Mientras contemplaba su atavío, pensó que debería sentirse incómodamente enfundado, incómodamente acalorado, e incómodamente sudoroso. Pero no era así. Con enorme alivio, se dio cuenta de que no sudaba en absoluto.

Hizo la única deducción razonable. Preguntó al robot que le había acompañado a la nave y aún estaba con él:

—Muchacho, ¿esta ropa tiene control de temperatura? El robot contestó:

—Por supuesto, seflor. Es ropa de todo tiempo y es muy apreciada. Además, es sumamente cara. Muy pocos en Aurora pueden permitirse el lujo de llevarla.

—¿De veras? ¡Jehoshaphat!

Baley miró atentamente al robot. Parecía un modelo bastante primitivo, no muy distinto de los terrestres. Sin embargo, tenía una cierta sutileza de expresión que los modelos de la Tierra no poseían. Por ejemplo, podía cambiar de expresión de un modo limitado. Había sonreído muy ligeramente al indicarle que muy pocos en Aurora podían ir vestidos como él.

La estructura de su cuerpo se asemejaba al metal, pero tenía el aspecto de algo tejido, algo que cambiaba ligeramente con el movimiento, algo con colores que casaban y contrastaban de forma agradable. En resumen, a no ser que uno lo mirara atenta y minuciosamente, y aunque se advertía que no era humaniforme, parecía ir vestido.

Baley preguntó:

—¿Cómo debo llamarte, muchacho?

—Soy Giskard, señor.

—¿R. Giskard?

—Si lo prefiere, señor.

—¿Tenéis biblioteca en esta nave?

—Sí, señor.

—¿Puedes traerme películas-libro sobre Aurora?

—¿De qué clase, señor?

—Historia, política, ciencia, geografía, cualquier cosa que me informe sobre el planeta.

—Sí, señor.

—Y una pantalla.

—Sí, señor.

El robot salió por la puerta doble y Baley asintió sombríamente para sí. En su viaje a Solaria, ni siquiera se le había ocurrido aprovechar el tiempo que duraba la travesía espacial para aprender algo útil. Había progresado un poco en los últimos dos años.

Intentó abrir la puerta por donde el robot acababa de salir. Estaba asegurada y no cedió. Lo contrario le habría sorprendido enormemente.

Examinó la habitación. Había una pantalla de hiperondas. Tocó los mandos por simple curiosidad, recibió una descarga de música, consiguió bajar el volumen al cabo de unos momentos, y escuchó con desaprobación. Estridente y discordante. Los instrumentos de la orquesta parecían vagamente distorsionados.

Tocó otros contactos y finalmente logró cambiar el programa. Lo que vio fue un partido de fútbol espacial que, sin duda alguna, se jugaba en condiciones de gravedad cero. La pelota volaba en línea recta y los jugadores (demasiados en cada equipo; con unas aletas en los hombros, los codos, y las rodillas, que debían de servir para controlar el movimiento) planeaban con gracia y precisión. Los inusitados movimientos hicieron que Baley se sintiera mareado. Se inclinó hacia delante y acababa de encontrar y pulsar el botón para desconectar el aparato cuando oyó que la puerta se abría a sus espaldas.

Se volvió y, como esperaba ver a R. Giskard, al principio sólo fue consciente de que entraba alguien que no era R. Giskard. Tuvo que parpadear una o dos veces para darse cuenta de que estaba viendo una forma enteramente humana, con una ancha cara de pómulos altos y un corto cabello color bronce peinado hacia atrás, alguien vestido con una ropa de corte clásico y esquema cromático tradicional.

—¡Jehoshaphat! —exclamó Baley con voz casi estrangulada.

—Compañero Elijah —dijo el otro, dando un paso adelante, con una leve sonrisa en los labios.

—¡Daneel! —exclamó Baley, lanzando los brazos alrededor del robot y estrechándolo fuertemente—. ¡Daneel!

7

Baley siguió abrazando a Daneel, el único objeto familiar inesperado de la nave, el único vínculo fuerte con el pasado. Se agarró a Daneel en una explosión de alivio y afecto.

Y luego, poco a poco, ordenó sus pensamientos y comprendió que no estaba abrazando a Daneel sino a R. Daneel, el robot Daneel Olivaw. Estaba abrazando a un robot y el robot le asía ligeramente, dejándose abrazar, estimando que la acción daba placer a un ser humano y tolerando esa acción porque los potenciales positrónicos de su cerebro le impedían rechazar el abrazo y causar de este modo una decepción al ser humano.

La insuperable Primera Ley de la Robótica establece: «Un robot no debe dañar a un ser humano...» y rechazar un gesto amistoso le dañaría.

Lentamente, a fin de no revelar su propia turbación, Baley puso fin al abrazo. Incluso dio un último apretón a los brazos del robot, con objeto de no crear una situación incómoda.

—No te veía, Daneel —dijo Baley—, desde que llevaste aquella nave a la Tierra con los dos matemáticos. ¿Recuerdas?

—Naturalmente, compañero Elijah. Es un placer verte.

—Sientes emoción, ¿verdad? —preguntó Baley con ligereza.

—No puedo expresar lo que siento en un sentido humano, compañero Elijah. Sin embargo, te diré que el verte hace que mis pensamientos fluyan más fácilmente, y la fuerza gravitacional de mi cuerpo parece asaltar mis sentidos con menos insistencia, y que hay otros cambios que no sé identificar. Me imagino que lo que siento corresponde aproximadamente a lo que tú puedes sentir cuando estás complacido.

Baley asintió.

—Sea lo que sea lo que sientas al verme, viejo compañero, si es preferible al estado en que te encuentras cuando no me ves, me doy por satisfecho... si es que entiendes lo que quiero decir. Pero ¿a qué se debe que estés aquí?

—Habiéndome informado Giskard Reventlov de que estabas... —R. Daneel hizo una pausa.

—¿Purificado? —preguntó Baley con sarcasmo.

—Desinfectado —dijo R. Daneel—. He considerado que ya podía entrar.

—Pero tú no temes a las infecciones, ¿verdad?

—En absoluto, compañero Elijah, pero los demás no me habrían permitido acercarme a ellos de no hacerlo así. Los auroranos son muy sensibles a toda posibilidad de infección, a veces hasta un punto que va más allá del cálculo racional de las probabilidades.

—Lo comprendo, pero no te preguntaba por qué estabas aquí en este momento. Lo que quiero saber es por qué estás en la nave.

—El doctor Fastolfe, de cuyo establecimiento formo parte, me ordenó embarcar en la nave que habían enviado a recogerte por varias razones. Le pareció conveniente que te pusiera al tanto de lo que, según sus propias palabras, sería una misión difícil para ti.

—Una idea muy considerada por su parte. Se lo agradezco.

R. Daneel inclinó gravemente la cabeza en señal de reconocimiento.

—El doctor Fastolfe también pensó que el encuentro me proporcionaría —el robot hizo una pausa— sensaciones apropiadas.

—Placer, querrás decir, Daneel.

—Ya que se me permite usar ese término, sí. Y la tercera razón, y más importante...

En ese momento se abrió nuevamente la puerta y R. Giskard entró en la habitación.

Baley volvió la cabeza hacia él y sintió una oleada de desagrado. Un vistazo era suficiente para identificar a R. Giskard como un robot y su presencia subrayaba, de algún modo, el robotismo de Daneel (R. Daneel, volvió a pensar súbitamente Baley), a pesar de que Daneel fuese muy superior al otro. Baley no quería que nada ni nadie subrayara el robotismo de Daneel; no quería verse humillado por su incapacidad para considerar a Daneel como otra cosa que no fuera un ser humano con una forma de hablar un poco ampulosa.

Preguntó con impaciencia:

—¿Qué hay, muchacho?

R. Giskard dijo:

—He traído las peliculas-libro que usted quería ver, señor, y la pantalla.

—Pues déjalas por ahí. En cualquier sitio... Y no necesitas quedarte. Daneel estará aquí conmigo.

—Sí, señor. —Los ojos del robot (ligeramente brillantes, observó Baley, a diferencia de los de Daneel) se volvieron un instante hacia R. Daneel, como si solicitara órdenes de un ser superior.

R. Daneel dijo con calma:

—Será conveniente, amigo Giskard, que permanezcas fuera, junto a la puerta.

—Así lo haré, amigo Daneel —repuso R. Giskard. Salió y Baley preguntó con cierto descontento:

—¿Por qué tiene que quedarse junto a la puerta? ¿Es que soy un prisionero?

—En el sentido —contestó R. Daneel— de que no te sería permitido mezclarte con la tripulación de la nave en el curso de este viaje, lamento verme obligado a decir que efectivamente eres un prisionero. Sin embargo, ésta no es la razón de la presencia de Giskard. Y en este punto debería decirte que sería aconsejable, compañero Elijah, que no te dirigieras a Giskard, ni a ningún otro robot, como «muchacho».

Baley frunció el ceño.

—¿Se siente ofendido por la expresión?

—Giskard no se siente ofendido por ninguna acción de un ser humano. Es simplemente que «muchacho» no es un término habitual para interpelar a los robots en Aurora, y sería desaconsejable crear fricciones con los auroranos recalcando inintencionadamente tu lugar de origen a través de costumbres dialécticas que no son esenciales.

—Entonces, ¿cómo debo llamarlo?

—Como me llamas a mí; usando su nombre de identificación aceptado. Es decir, al fin y al cabo, un simple sonido que indica a la persona determinada a la que te diriges. Y ¿por qué va a ser un sonido preferible a otro? Es una mera cuestión convencional. Y también es costumbre en Aurora integrar a un robot en el género masculino, o a veces en el femenino, más que en el neutro. Además, tampoco es costumbre en Aurora utilizar la inicial «R.», excepto en circunstancias especiales en las que es apropiado el nombre completo del robot... e, incluso entonces, hoy en día suele suprimirse la inicial.

—En ese caso... Daneel —Baley reprimió el súbito impulso de decir «R. Daneel»)—, ¿cómo distinguís entre robots y seres humanos?

—La distinción suele ser evidente por sí misma, compañero Elijah. No hay necesidad de recalcarla innecesariamente. Al menos éste es el punto de vista aurorano y, ya que has pedido películas de Aurora a Giskard, deduzco que deseas familiarizarte con las cosas auroranas como ayuda para la labor que has emprendido.

—La labor que me han endosado, sí. ¿Y si la distinción entre robot y ser humano no es evidente por sí misma, Daneel, como en tu caso?

—Entonces, ¿por qué hacer esa distinción, a menos que la situación sea tal que resulte esencial hacerla?

Baley respiró profundamente. Iba a ser difícil adaptarse a aquella pretensión aurorana de que los robots no existían. Dijo:

—Pero entonces, si Giskard no está aquí para mantenerme prisionero, ¿qué hace junto a la puerta?

—Estas fueron las instrucciones del doctor Fastolfe, compañero Elijah. Giskard debe protegerte.

—¿Protegerme? ¿De qué? ¿O de quién?

—El doctor Fastolfe no fue preciso sobre ese punto, compañero Elijah. Sin embargo, ya que las pasiones humanas están tan exaltadas respecto al asunto de Jander Panell...

—¿Jander Panell?

—El robot a cuya utilidad se puso término.

—En otras palabras, ¿el robot al que mataron?

—Matar, compañero Elijah, es un término que suele aplicarse a los seres humanos.

—Pero en Aurora no hacéis distinciones entre robots y seres humanos, ¿verdad?

—¡En efecto! No obstante, la posibilidad de distinción o falta de distinción en el caso concreto del cese de funcionamiento nunca se ha suscitado... que yo sepa. Ignoro cuáles son las normas.

Baley ponderó el asunto. Era un punto de escasa importancia, una mera cuestión de semántica. Sin embargo, quería sondear la forma de pensar de los auroranos. De lo contrario, no llegaría a ninguna parte.

Dijo con lentitud:

—Un ser humano que funciona está vivo. Si esa vida termina violentamente debido a la acción intencionada de otro ser humano, lo llamamos «asesinato» u «homicidio», «Asesinato» es, por alguna razón, la palabra más fuerte. De pre-senciar, súbitamente, cómo alguien pone un fin violento a la vida de un ser humano, uno gritaría «¡Asesinato!». No es nada probable que gritara «¡Homicidio!». Esta es la palabra más formal, la palabra menos emocional.

R. Daneel dijo:

—No comprendo la distinción que estás haciendo, compañero Elijah. Ya que tanto «asesinato» como «homicidio» se utilizan para representar el fin violento de la vida de un ser humano, las dos palabras deben ser intercambiables. Así pues, ¿dónde está la distinción?

—De las dos palabras, una de ellas helará la sangre de un ser humano más efectivamente que la otra, Dannel.

—¿A qué es debido?

—Connotaciones y asociaciones; el efecto sutil, no de la acepción del diccionario, sino de años de uso; la naturaleza de las frases, circunstancias y acontecimientos en los que uno ha experimentado el uso de una palabra en comparación con el de la otra.

—No hay nada de esto en mi programación —observó Daneel, con un curioso tono de impotencia sobre la aparente falta de emoción con que lo dijo (la misma falta de emoción con que lo decía todo). Baley preguntó:

—¿Querrás fiarte de mi palabra?

Rápidamente, como si acabaran de darle la solución del enigma, Daneel contestó:

—Sin duda alguna.

—Pues bien, entonces, podríamos decir que un robot que funciona está vivo —continuó Baley—. Muchos podrían negarse a ampliar la palabra hasta este punto, pero nosotros tenemos libertad para inventar todas las definiciones que nos convengan. Calificar de vivo a un robot que funciona es fácil; tratar de inventar una palabra nueva para ese estado o evitar el empleo de la conocida sería innecesariamente complicado. Por ejemplo, tú estás vivo, Daneel, ¿verdad?

Daneel contestó, lentamente y con énfasis:

—¡Yo funciono!

—Oh, vamos. Si una ardilla está viva, o un insecto, o un árbol, o una brizna de hierba, ¿por qué no tú? Jamás me acordaría de decir, o de pensar, que yo estoy vivo pero que tú únicamente funcionas, en especial si voy a vivir una temporada en Aurora, donde tendré que esforzarme para no hacer distinciones innecesarias entre un robot y yo mismo. Por lo tanto, te digo que ambos estamos vivos y te pido que te fies de mi palabra.

—Así lo haré, compañero Elijah.

—Y sin embargo, ¿podemos afirmar que poner fin a la vida de un robot por medio de la acción violenta deliberada de un ser humano es también un «asesinato»? No estoy tan seguro. Si el delito es el mismo, el castigo debería ser el mismo, pero ¿estaría eso bien? Si el castigo por asesinar a un ser humano es la muerte, ¿habría que ejecutar a un ser humano que pusiera fin a un robot?

—El castigo de un asesino es el sondeo psíquico, compañero Elijah, seguido por la construcción de una nueva personalidad. Lo que ha cometido el delito es la estructura personal de la mente, no la vida del cuerpo.

—¿Y cuál es el castigo en Aurora por poner un fin violento al funcionamiento de un robot?

—No lo sé, compañero Elijah. Que yo sepa, dicho incidente no ha sucedido jamás en Aurora.

—Sospecho que el castigo no sería un sondeo psíquico —dijo Baley—. ¿Qué te parece «roboticidio»?

—¿Roboticidio?

—Como término usado para describir el asesinato de un robot.

Daneel objetó:

—Pero ¿qué hay del verbo derivado del nombre, compañero Elijah? Nunca se dice «homicidar» y, por lo tanto, no sería correcto decir «roboticidar».

—Tienes razón. Habría que decir «asesinar» en ambos casos.

—Pero asesinar se aplica específicamente a los seres humanos. No se asesina a un animal, por ejemplo. Baley dijo:

—Cierto. Y ni siquiera se asesina a un ser humano por accidente, sino sólo por un propósito deliberado. El término más general es «matar». Se aplica tanto a la muerte accidental como al asesinato deliberado, y se aplica tanto a los animales como a los seres humanos. Lo que es más, una enfermedad puede matar un árbol. Así pues, ¿por qué no se puede matar a un robot, eh, Daneel?

—Los seres humanos y los animales y las plantas, compañero Elijah, son cosas vivas —arguyó Daneel—. Un robot es un artefacto humano, al igual que esta pantalla. Un artefacto se «destruye», «estropea», «rompe», y así sucesivamente. Nunca se «mata».

—De todos modos, Daneel, yo emplearé ese término. A Jander Panell le mataron.

Daneel preguntó:

—¿Por qué una diferencia en las palabras va a suponer una diferencia en la cosa descrita?

—Aunque a la rosa le diéramos otro nombre, olería igualmente bien. ¿Es eso, Daneel?

Daneel hizo una pausa, y luego respondió:

—No estoy seguro de lo que significa el olor de una rosa, pero si la rosa de la Tierra es la flor común que se llama rosa en Aurora, y si por olor te refieres a una propiedad que puede ser detectada, percibida o calibrada por los seres humanos, es indudable que el hecho de designar a una rosa por otra combinación de sonidos, conservando todo lo demás igual, no afectaría al olor ni a ninguna otra de sus propiedades intrínsecas.

—Cierto. Y sin embargo, un cambio de nombre da lugar a un cambio de percepción en lo que a los seres humanos se refiere.

—No entiendo por qué, compañero Elijah.

—Porque los seres humanos somos ilógicos con frecuencia. No es una característica admirable.

Baley se arrellanó en la butaca y jugueteó con la pantalla, sumiéndose por unos minutos en sus propios pensamientos. La discusión con Daneel era útil en sí misma, pues mientras Baley jugaba con las palabras, conseguía olvidar que estaba en el espacio, que la nave seguía avanzando hacia un punto lo bastante alejado de los centros de masa del Sistema Solar para realizar el salto a través del hiperespacio, y que pronto estaría a varios millones de kilómetros de la Tierra y, no mucho después, a varios años luz.

Aún más importante, había conclusiones positivas que extraer. Estaba claro que las afirmaciones de Daneel acerca de que los auroranos no hacían distinción entre robots y seres humanos era engañosa. Los auroranos podían eliminar la inicial «R.», el empleo de la palabra «muchacho» como forma de interpelación, y el uso del género neutro en relación a los robots, pero por la resistencia de Daneel a utilizar la misma palabra para el fin violento de un robot y un ser humano (una resistencia inherente a su programación que, a su vez, era la consecuencia natural de las teorías auroranas sobre cómo debía comportarse Daneel) había que deducir que eran cambios meramente superficiales. En esencia, los auroranos se mostraban tan firmes como los terrícolas en su creencia de que los robots eran máquinas infinitamente inferiores a los seres humanos.

Eso significaba que su formidable tarea de encontrar una solución satisfactoria a la crisis (en el caso de que fuera posible) no se vería entorpecida por aquella particularidad determinada de la sociedad aurorana.

Baley se preguntó si debería interrogar a Giskard, a fin de confirmar las conclusiones que había sacado de su conversación con Daneel y, sin apenas vacilar, decidió no hacerlo. La mente simple y poco sutil de Giskard no le resultaría de nin-guna utilidad. Contestaría «Sí, señor» y «No, señor» a todas sus preguntas. Sería como interrogar a una cinta magnetofónica.

Así pues, decidió continuar con Daneel, que al menos era capaz de responder con algo semejante a la sutileza. Dijo:

—Daneel, consideremos el caso de Jander Panell que, por lo que me has dicho hasta ahora, parece ser el primer caso de roboticidio en la historia de Aurora. Deduzco que se desconoce la identidad del ser humano responsable, el asesino.

—Si suponemos que el responsable fue un ser humano —dijo Daneel—, su identidad es desconocida. En eso tienes razón, compañero Elijah.

—¿Qué hay del motivo? ¿Por qué mataron a Jander Panell?

—Eso también se desconoce.

—Pero Jander Panell era un robot humaniforme, un robot como tú, no como R. Gis... como Giskard, por ejemplo.

—Así es. Jander era un robot humaniforme como yo.

—Entonces, ¿no podría ser que no se tratara de un caso de roboticidio?

—No te comprendo, compañero Elijah.

Baley dijo, con algo de impaciencia:

—¿No es posible que el asesino pensara que ese tal Jander era un ser humano, que la intención fuese homicidio, no roboticidio?

Lentamente, Daneel meneó la cabeza.

—Los robots humaniformes tienen el mismo aspecto que los seres humanos, compañero Elijah, hasta el vello y los poros de la piel. Nuestras voces son muy naturales, podemos realizar la función de comer y cosas así. Sin embargo, existen notables diferencias en nuestro comportamiento. Es posible que dichas diferencias vayan reduciéndose con el tiempo y el avance de la técnica, pero por el momento hay muchas. Tú, y otros terrícolas no habituados a los robots humaniformes, podéis no advertir fácilmente esas diferencias, pero los auroranos las advierten. Ningún aurorano tomaría a Jander, o a mí, por un ser humano, ni por un momento.

—¿Podría algún espacial, uno que no fuese aurorano, cometer esa equivocación?

Daneel titubeó.

—No lo creo. No hablo por observación personal o por conocimiento programado directo, pero sí tengo la programación para saber que todos los mundos espaciales están tan familiarizados con los robots como Aurora, algunos, como Solaria, incluso más, y, por lo tanto, deduzco que ningún espacial dejaría de ver la distinción entre un humano y un robot.

—¿Hay robots humaniformes en los demás mundos espaciales?

—No, compañero Elijah, hasta ahora sólo existen en Aurora.

—Entonces, los otros espaciales no están demasiado familiarizados con los robots humaniformes y pueden muy bien pasar por alto las distinciones y tomarlos por seres humanos.

—No soy de esa opinión. Incluso los robots humaniformes se comportan de un modo robótico en ciertos aspectos determinados que cualquier espacial reconocería.

—Pero sin duda hay espaciales que no son tan inteligentes como la mayoría, ni tan experimentados, ni tan maduros. Hay niños espaciales, en el peor de los casos, a los que la distinción les pasaría por alto.

—Es seguro, compañero Elijah, que el... roboticidio... no fue cometido por alguien sin inteligencia, sin experiencia o joven. Completamente seguro.

—Estamos haciendo eliminaciones. Magnífico. Si ningún espacial dejaría de advertir la distinción, ¿qué hay de un terrícola? ¿Es posible que...?

—Compañero Elijah, cuando tú llegues a Aurora, serás el primer terrícola que ponga los pies en el planeta desde el fin del período de colonización original. Todos los auroranos que están vivos en la actualidad nacieron en Aurora o, en muy pocos casos, en otros mundos espaciales.

"—El primer terrícola —musitó Baley—. Me siento muy honrado. ¿Podría un terrícola encontrarse en Aurora sin que los auroranos lo supiesen?

—¡No! —dijo Daneel con sencilla seguridad.

—Tus conocimientos, Daneel, pueden no ser absolutos.

—¡No! —repitió Daneel, en un tono idéntico al primero.

—Así pues, llegamos a la conclusión —dijo Baley encogiéndose de hombros— de que el roboticidio pretendió ser un roboticidio y nada más.

—Esa fue la conclusión desde el principio.

Baley dijo:

—Los auroranos que llegaron a esa conclusión en un principio disponían de toda la información necesaria. Yo la estoy recibiendo ahora por primera vez.

—Mi observación, compañero Elijah, no encerraba ninguna intención peyorativa. Jamás se me ocurriría menospreciar tus habilidades.

—Gracias, Daneel. Sé qué no había ningún desprecio intencionado en tu observación. Hace un momento has dicho que el roboticidio no fue cometido por nadie sin inteligencia, sin experiencia o joven, y que eso es completamente seguro. Consideremos tu observación...

Baley sabía que estaba tomando el camino más largo. Tenía que hacerlo. Considerando su ignorancia sobre las costumbres auroranas y su línea de pensamiento, no podía permitirse el lujo de hacer suposiciones y saltarse pasos. Si estuviera tratando con un ser humano inteligente, esa persona podría impacientarse y proporcionar información... y considerar a Baley como un idiota. Sin embargo Daneel, como robot, seguiría a Baley por el sinuoso camino con absoluta paciencia.

Ese era un tipo de conducta que delataba a Daneel como robot, por muy humaniforme que pudiera ser. Un aurorano sería capaz de identificarlo como un robot por una sola respuesta a una sola pregunta. Daneel estaba en lo cierto respec-to a las sutiles distinciones.

Baley dijo:

—Podríamos eliminar a los niños, así como a la mayoría de las mujeres y a muchos hombres, suponiendo que el método del roboticidio implicara una gran fuerza; por ejemplo, si la cabeza de Jander hubiera sido aplastada con un golpe violento o que su pecho hubiera sido hundido. Me imagino que eso no resultaría fácil para un ser humano que no fuese particularmente grande y fuerte. —Por lo que Demachek le había dicho en la Tierra, Baley sabia que la forma de roboticidio no había sido ésta, pero ¿cómo podía estar seguro de que la misma Demachek no había sido mal informada?

Daneel dijo:

—Nada de esto seria posible para ningún ser humano.

—¿Por qué no?

—Indudablemente, compañero Eiijah, sabrás que el esqueleto robótico es de naturaleza metálica y mucho más fuerte que los huesos humanos. Nuestros movimientos son más eficaces, más rápidos y más controlados. La Tercera Ley de la robótica dice: «Un robot debe proteger su propia existencia». La agresión de un ser humano sería repelida fácilmente. Incluso el más fuerte de los seres humanos sería inmovilizado. Por otra parte, no es probable que un robot esté desprevenido hasta ese punto. Siempre estamos pendientes de los seres humanos. De lo contrario no podríamos cumplir nuestras funciones.

Baley replicó:

—Vamos, Daneel. La Tercera Ley dice: «Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no contravenga la Primera o Segunda Ley». La Segunda Ley declara: «Un robot debe obedecer las órdenes de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes contravengan la Primera Ley». Y la Primera Ley dice: «Un robot no debe dañar a un ser humano o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea dañado». Un ser humano podría ordenar a un robot que se destruyera a sí mismo... y entonces el robot usaría su propia fuerza para aplastarse el cráneo. Y si un ser humano atacara a un robot, el robot no podría repeler el ataque sin dañar al ser humano, con lo cual violaría la Primera Ley. Daneel dijo:

—Supongo que estás pensando en los robots de la Tierra. En Aurora, o en cualquiera de los mundos espaciales, los robots están mejor considerados que en la Tierra y, en general, son más complejos, versátiles y valiosos. En los mundos espaciales la Tercera Ley tiene mucha más fuerza que la Segunda Ley, a diferencia de lo que ocurre en la Tierra. Cualquier orden de autodestrucción sería cuestionada y tendría que haber un motivo realmente válido para que fuese obedecida; un peligro claro e inmediato. Y el hecho de repeler un ataque no violaría la Primera Ley, pues los robots auroranos son lo bastante hábiles para inmovilizar a un ser humano sin dañarle.

—No obstante, supongamos que un ser humano mantuviera que, salvo si un robot se destruyera a sí mismo, él, el ser humano, sería destruido. ¿No se destruiría el robot en ese caso?

—Un robot aurorano cuestionaría una simple aseveración como ésa. Tendría que haber clara evidencia de la posible destrucción del ser humano.

—¿No podría un ser humano enfocar la cuestión de un modo lo bastante sutil como para convencer a un robot de que ese ser humano estaba verdaderamente en peligro? ¿Es el ingenio que se requeriría lo que te hace eliminar a los que carecen de inteligencia, de experiencia y a los jóvenes?

Y Daneel contestó:

—No, compañero Elijah, no es eso.

—¿Hay algún error en mi razonamiento?

—Ninguno.

—Entonces el error debe de estar en mi deducción de que fue dañado físicamente. Por lo tanto, no fue dañado físicamente. ¿Es así?

—Sí, compañero Elijah.

(Eso significaba que la información de Demachek era correcta, pensó Baley.)

—En ese caso, Daneel, Jander fue dañado mentalmente. ¡Un robloqueo! ¡Total e irreversible!

—¿Un robloqueo?

—Es la abreviatura de bloqueo robótico, la interrupción definitiva de los mecanismos positrónicos.

—En Aurora no utilizamos la palabra «robloqueo», compañero Elijah.

—¿Qué decís?

—Decimos «bloqueo mental».

—Bueno, ambos términos describen el mismo fenómeno.

—Sería conveniente, compañero Elijah, que utilizaras nuestra expresión o los auroranos con los que hables no te entenderán; eso podría dificultar la conversación. Hace un rato has manifestado que el empleo de distintas palabras supone una diferencia.

—Muy bien. Diré «bloqueo mental». ¿Podría eso ocurrir espontáneamente?

—Sí, pero, según los roboticistas, las posibilidades son infinitesimalmente pequeñas. Como robot humaniforme, puedo afirmar que yo mismo nunca he experimentado ningún efecto que se aproxime siquiera al bloqueo mental.

—Entonces, la deducción lógica es que un ser humano provocó deliberadamente una situación en la que se produciría un bloqueo mental.

—Esto es precisamente lo que sostienen los oponentes del doctor Fastolfe, compañero Elijah.

—Y ya que esto requeriría conocimientos de robótica, experiencia y habilidad, los que carecen de inteligencia y de experiencia, y los jóvenes no pueden ser responsables.

—Es el razonamiento natural, compañero Elijah.

—Quizás incluso fuera posible hacer una lista de todos los seres humanos de Aurora que poseen la habilidad suficiente y, de ese modo, formar un grupo de sospechosos que podría no ser muy grande.

—Eso, compañero Elijah, ya se ha hecho.

—¿Y es una lista muy larga?

—La lista más larga que se ha propuesto sólo incluye un nombre.

Ahora fue Baley quien hizo una pausa. Sus cejas se unieron en un ceño airado y preguntó coléricamente:

—¿Sólo un nombre?

Daneel contestó con calma:

—Sólo un hombre, compañero Elijah. Esta es la opinión del doctor Han Fastolfe, que es el teórico de la robótica más eminente de Aurora.

—Pero entonces, ¿dónde está el misterio? ¿Cuál es ese nombre?

R. Daneel dijo:

—Pues el del doctor Han Fastolfe, naturalmente. Acabo de manifestar que es el teórico de la robótica más eminente de Aurora y, de acuerdo con la opinión profesional del doctor Fastolfe, él mismo es el único que habría podido causar un bloqueo mental completo a Jander Panell sin dejar ninguna señal del proceso. Sin embargo, el doctor Fastolfe también declara que él no lo hizo.

—¿Pero que tampoco pudo hacerlo ningún otro?

—En efecto, compañero Elijah. En eso consiste el misterio.

—¿Y si el doctor Fastolfe...? —Baley se interrumpió. Sería absurdo preguntar a Daneel si el doctor Fastolfe mentía o estaba equivocado en su propia opinión de que sólo él podía haberlo hecho o bien en la declaración de que él no lo habla hecho. Daneel habla sido programado por Fastolfe y no cabía ninguna posibilidad de que la programación incluyera la facultad de dudar del programador.

Por lo tanto, con toda la serenidad de que fue capaz, Baley dijo:

—Pensaré en ello, Daneel, y volveremos a hablar.

—Está bien, compañero Elijah. De todos modos, es hora de dormir. Ya que es posible que, en Aurora, la presión de los acontecimientos te imponga un horario irregular, sería conveniente aprovechar la oportunidad de dormir ahora. Te enseñaré cómo se obtiene una cama y cómo se consiguen las sábanas.

—Gracias, Daneel —murmuró Baley. No se hacía ilusiones respecto a poder conciliar el sueño fácilmente. Le enviaban a Aurora con el propósito específico de demostrar que Fastolfe era inocente de roboticidio —y había que hacerlo para seguridad de la Tierra y (mucho menos importante pero igualmente necesario) para prosperidad de la propia carrera de Baley— y sin embargo, incluso antes de llegar a Aurora, había descubierto que Fastolfe había confesado virtualmente el delito.

8

Baley durmió... al fin, después de que Daneel le demostrara cómo se reducía la intensidad de campo que servía como una forma de seudogravedad. No era una antigravedad propiamente dicha, y consumía tanta energía que el método sólo podía utilizarse en ocasiones restringidas y circunstancias no usuales.

Daneel no había sido programado para explicar algo tan complicado como aquello y, si lo hubiera hecho, Baley estaba completamente seguro de que no lo habría entendido. Por fortuna, se podía accionar los mandos sin entender la justificación científica.

Daneel dijo:

—La intensidad de campo no puede reducirse hasta cero; al menos, con estos mandos. En todo caso, dormir bajo gravedad cero no es demasiado cómodo, especialmente para quienes no están acostumbrados a los viajes espaciales. Lo que necesitas es una intensidad lo bastante baja para tener la sensación de estar liberado de la presión de tu propio peso, pero lo bastante alta para mantener la orientación de arriba y abajo. El nivel varía según el individuo. La mayoría de las personas alcanzaría la máxima comodidad con la intensidad mínima permitida por los mandos, pero quizá tú descubras que, siendo la primera vez, deseas una intensidad mayor, para conservar en mayor grado la familiaridad de la sensación de peso. Sólo tienes que experimentar con distintos niveles y encontrarás el que te conviene.

Absorto en la novedad de la situación, Baley descubrió que su mente se alejaba del problema de la afirmación/negación de Fastolfe, incluso mientras su cuerpo se alejaba del insomnio. Quizás ambas cosas formaran parte de un solo proceso.

Soñó que volvía a estar en la Tierra (naturalmente), viajando en un expreso pero no en uno de los asientos. Más bien, se deslizaba por los aires junto a la pista de gran velocidad, por encima de la cabeza de la gente que iba por ella, ganándoles terreno poco a poco. Ninguna de las personas que estaban en el suelo parecía sorprendida; ninguna levantó la mirada hacia él. Era una sensación bastante agradable y la encontró a faltar al despertarse.

Tras el desayuno de la mañana siguiente...

¿Era realmente la mañana? ¿Podía haber mañanas, o cualquier otro momento del día, en el espacio?

No, indudablemente no. Baley reflexionó un rato y decidió definir la mañana como el tiempo después de despertarse, y definir el desayuno como la comida ingerida después de despertarse, y abandonar la cronología específica por ser objetivamente insignificante. Para él, cuando menos, si no para la nave.

Así pues, tras el desayuno de la mañana siguiente, pasó revista a los periódicos el tiempo justo para ver que no decían nada sobre el roboticidio de Aurora, y luego se concentró en las películas-libro que Giskard le había traído el día anterior (¿«período de vigilia»?).

Escogió aquellas cuyos títulos parecían históricos y, tras visionar apresuradamente unas cuantas, llegó a la conclusión de que Giskard le había traído libros para adolescentes. Tenían gran cantidad de ilustraciones y muy poco texto. Se preguntó si ése sería el juicio de Giskard sobre su inteligencia... o, tal vez, sobre sus necesidades. Después de pensarlo mejor, decidió que Giskard, en su inocencia robótica, había escogido bien y que no tenía motivos para sentirse insultado. Siguió adelante con mayor concentración y observó inmediatamente que Daneel visionaba la película-libro con él. ¿Verdadera curiosidad? ¿O sólo era para mantener los ojos ocupados?

Daneel no le pidió ni una vez que repitiera una página. Tampoco le interrumpió para hacerle una sola pregunta. Probablemente, se limitaba a aceptar lo que leía con confianza robótica y no se permitía el lujo de la duda o la curiosidad.

Baley no hizo a Daneel ninguna pregunta relativa a lo que estaba leyendo, aunque sí pidió instrucciones sobre el funcionamiento del mecanismo impresor de la pantalla aurorana, con la que no estaba familiarizado.

De vez en cuando, Baley hacía una pausa para utilizar la pequeña habitación que comunicaba con la suya y podía ser utilizada para las diversas funciones fisiológicas privadas, tan privadas que la habitación se designaba como «el Personal», con la mayúscula sobreentendida en todos los casos, tanto en la Tierra como en Aurora (según descubrió Baley cuando Daneel se refirió a ella). En ella sólo cabía una persona, lo cual resultaba asombroso para un ciudadano acostumbrado a largas hileras de urinarios, asientos excretores, lavabos y duchas.

Mientras visionaba las películas-libro, Baley no intentaba memorizar los detalles. No tenía la intención de convertirse en experto sobre la sociedad aurorana, ni siquiera de pasar un examen sobre el tema. Más bien, deseaba adquirir unas nociones.

No le pasó inadvertido, por ejemplo, a pesar de la actitud hagiográfica de los historiadores que escribían para la gente joven, que los pioneros auroranos —los padres fundadores, los terrícolas que habían colonizado Aurora en los primeros tiempos de los viajes interestelares— habían sido típicamente terrícolas. Su política, sus disputas, todas las facetas de su conducta habían sido como las de los terrícolas; lo que sucedió en Aurora fue similar, en ciertos aspectos, a los aconte-cimientos que tuvieron lugar cuando se colonizaron las zonas relativamente vacías de la Tierra un par de miles de años antes.

Naturalmente, los auroranos no tenían vida inteligente para combatir, ni organismos pensantes para desconcertar a los invasores procedentes de la Tierra con cuestiones de trato, humano o cruel. De hecho, apenas había vida de ninguna clase. Así que el planeta fue colonizado rápidamente por los seres humanos, por sus plantas y animales domesticados, así como por los parásitos y demás organismos que sin querer llevaron consigo. Y por supuesto, los colonizadores también llevaron robots.

Los primeros auroranos no tardaron en sentirse dueños del planeta, ya que les llegó a las manos sin la menor oposición, y lo llamaron Nueva Tierra. Nada más natural, pues fue el primer planeta extrasolar —el primer mundo espacial— en ser colonizado. Constituyó el primer fruto de los viajes interestelares, el primer amanecer de una nueva era. Sin embargo, pronto cortaron el cordón umbilical y rebautizaron el planeta como Aurora, la diosa romana del amanecer.

Era el Mundo del Amanecer. Y así fue cómo los colonizadores se proclamaron a sí mismos progenitores de una nueva época. Toda la historia anterior de la humanidad era una noche oscura y sólo para los auroranos de aquel nuevo mundo se acercaba finalmente el día.

Ese gran hecho, ese gran autobombo, era lo que prevalecía por encima de todos los detalles: nombres, fechas, vencedores, perdedores. Era lo esencial.

Se colonizaron otros mundos, algunos desde la Tierra y otros desde Aurora, pero Baley no prestó atención a ese u otros detalles. Estaba más interesado en las grandes pinceladas y tomó nota de los dos cambios importantes que tuvieron lugar y siguieron alejando a los auroranos de sus orígenes terrícolas. El primero fue la creciente integración de los robots en todas las facetas de la vida y el segundo, la prolongación de la vida.

A medida que los robots fueron perfeccionándose, los auroranos se hicieron más dependientes de ellos. Pero no de un modo incontrolado. No como en el mundo de Solaria, recordó Baley, donde un puñado de seres humanos estaban en el seno colectivo de muchos robots. Ese no era el caso de Aurora.

Y sin embargo, se volvieron más dependientes.

Visionando, como hacía, para formarse una idea global —tendencias y generalidades—, cada paso en el curso de la interacción humanorrobótica parecía depender de la dependencia. Incluso el modo en que se había alcanzado un consenso de derechos robóticos —el abandono de lo que Daneel llamaría «distinciones innecesarias»— era una muestra de dependencia. Para Baley, la actitud más humana de los auroranos no se debía a una inclinación hacia lo humano, sino al deseo de negar la naturaleza robótica de los objetos para no tener que admitir el hecho de que los seres humanos dependían de objetos de inteligencia artificial.

En cuanto a la prolongación de la vida, iba acompañada de una reducción del ritmo de la historia. Los altibajos no existían. Había una continuidad creciente y un consenso también creciente.

Sin lugar a dudas, la historia que visionaba iba perdiendo interés a medida que avanzaba; se volvió casi soporífica. Para los que la vivían, eso tenía que ser bueno. La historia resultaba interesante en la medida que era catastrófica y, aunque eso podía resultar una lectura apasionante, constituía una vida horrible. Indudablemente, las vidas personales seguían siendo interesantes para la inmensa mayoría de los auroranos y, si la interacción colectiva de las vidas se sosegaba, ¿a quién le importaría?

Si el Mundo del Amanecer gozaba de un día tranquilo y soleado, ¿quién de ese mundo clamaría tormenta?

En un momento dado de la lectura, Baley experimentó una sensación indescriptible. Si le hubieran obligado a intentar describirla, habría dicho que fue como una inversión momentánea. Fue como si le hubieran vuelto del revés, y luego otra vez del derecho, en el curso de una pequeña fracción de segundo.

Tan fugaz había sido que casi le pasó por alto, no concediéndole más atención que a un hipo en su interior.

Hasta un minuto después, cuando súbitamente adquirió conciencia de lo sucedido, no recordó la sensación como algo que ya había experimentado otras dos veces: una cuando viajó a Solaria y otra cuando regresó a la Tierra desde ese planeta.

Era el «Salto», el paso por el hiperespacio que, en un intervalo de tiempo cero y espacio cero, impulsaba la nave a través de los parsecs y vencía el límite de la velocidad de la luz del Universo. (Ningún misterio en las palabras, ya que la nave sólo abandonaba el Universo y atravesaba algo que no implicaba límite de veloddad. Misterio total, sin embargo, en el concepto, pues no había modo de describir en qué consistía el hiperespacio, a menos que se utilizaran símbolos matemáticos que, de todos modos, no podían traducirse a nada comprensible.)

Si se aceptaba el hecho de que los seres humanos habían aprendido a manipular el hiperespacio sin comprender lo que manipulaban, el efecto era claro. En un momento determinado, la nave había estado a microparsecs de la Tierra, y al momento siguiente, estaba a microparsecs de Aurora.

En teoría, el Salto requería un tiempo cero —literalmente cero— y, si se llevaba a cabo con una suavidad absoluta, no había, no podía haber, ninguna sensación biológica. Sin embargo, los físicos sostenían que la suavidad absoluta exigía una energía infinita, de modo que siempre había un «tiempo efectivo» que no era realmente cero, aunque podía hacerse tan corto como se deseara. Eso era lo que producía aquella sensación de inversión tan extraña y esencialmente inocua.

El hecho de saber que estaba muy lejos de la Tierra y muy cerca de Aurora dio a Baley el deseo de ver el mundo espacial.

Por una parte era el deseo de ver un lugar habitado, y por otra era la curiosidad natural de ver algo que había llenado su mente como resultado de las películas-libro que había estado visionando.

Giskard entró en aquel preciso momento con la comida intermedia entre la hora de despertarse y la hora de dormir (habría que llamarla «almuerzo») y dijo:

—Nos estamos acercando a Aurora, señor, pero usted no podrá observarla desde el puente. En todo caso, no habría nada que ver. El sol de Aurora no es más que una estrella brillante y pasarán varios días antes de que estemos lo bastante cerca de la misma Aurora para ver algún detalle. —Luego, como si se le acabara de ocurrir, añadió—: Tampoco podrá usted observarla desde el puente cuando llegue ese momento.

Baley se sintió extrañamente desconcertado. Al parecer, se suponía que querría observar y, no obstante, tenían la intención de impedírselo. Su presencia como observador no era deseada.

Dijo:

—Muy bien, Giskard —y el robot salió.

Baley frunció el ceño. ¿A qué otras limitaciones se vería sometido? Improbable como era el cumplimiento satisfactorio de su misión, se preguntó de cuántas formas distintas conspirarían los auroranos para hacerla imposible.