EL CONDUCTOR DEL COCHE DE ALQUILER le preguntó varias veces si se encontraba mal. La miraba por el espejo retrovisor y no podía menos de sentirse conmovido al ver a Alicia llorar. A veces sus lágrimas resbalaban sobre un rostro sereno, como si ella fuese extraña a su dolor: cual si Alicia y su pena fuesen entidades distintas y diferenciadas. Otras, la veía estremecerse con el pañuelo sobre los ojos sostenido entre el índice y el pulgar. Procuró distraerla.
—Este año —le dijo— los satélites han anunciado que los fríos se van a anticipar. No me extrañaría que al llegar a Adanero tuviésemos nieve.
Hacía mucho frío, en efecto. La meseta alta era una pura desolación. En primavera, la verdura la alegra. En verano, el amarillo de los cereales que piden ser segados convierte a la vieja Castilla en modelo para pintores como Zuloaga o Benjamín Palencia, o en paisajes que exigen para describirlos la pluma de un Azorín: gentes foráneas, cuyas pupilas, por no estar acostumbradas a este gran mar sólido, son más sensibles para descubrir sus secretos ocultos. Mas, en este tiempo híbrido entre el otoño y el invierno, el paisaje carecía de toda belleza. Las lluvias otoñales no habían sido bastantes para devolverle su primitivo verdor, pero sí lo suficientes para privarle de su exultante amarillo.
La visión de la tierra era siniestra. Gran parte de la España central es como un cadáver en descomposición al que ya se le ven los huesos. Las rocas emergen entre la poca tierra cultivable como la armadura ósea en un cuerpo cuya carne se ha podrido. La época indecisa de la estación —muy próxima ya al invierno— dejaba a Castilla descolorida. ¿Era esto realmente así, o era la interpretación personal, acorde con el ánimo deprimido de Alice Gould?
Pasaban por las tierras cien veces cruzadas por Teresa de Avila (a quien, por contraste con las suyas, no le gustó el lujuriante cromatismo de Andalucía) y su pensamiento se deslizaba hacia Montserrat Castell, dispuesta a profesar en uno de los conventos fundados por la santa. ¿Cómo sería la vida de esta muchacha catalana encerrada en una clausura de esta tierra fría, dura e inhóspita? Pensaba en ella y afloraban sus lágrimas. Montserrat le había dicho que así como «la Niña Oscilante» obedecía ciegamente a los que la conducían tomándola de la mano, ella no podía resistir a Dios, quien, tomándola de la mano, le había indicado cuál era su camino. Alicia no entendía bien esto, pero pensaba en ello y sollozaba.
¿Por qué Samuel Alvar era un resentido? ¿Por qué, si consiguió saltar la barrera que va de cultivar la tierra con sus manos a ejercer una carrera científica y universitaria, odiaba a los que, desde antes, estaban situados en el mismo plano que él alcanzó? Pensaba en ello y sus lágrimas afloraban.
Alicia no se había despedido de los «niños». Se sintió incapaz de hacerlo. No hubiera sabido cómo explicarles su partida ¡a ellos que la creían su madre! Pensaba en Rómulo; recordaba su lobulillo en la oreja: el ingenioso y demencial motivo por el que creía ser hijo suyo, y rompía a llorar. Recordaba, en fin, las palabras del «Autor de la Teoría de los Nueve Universos» que le relató Dolores Bernardos: «Los locos son una terrible equivocación de la Naturaleza; son las faltas de ortografía de Dios», y, al rememorarlo, lloraba de nuevo.
Tenía el ánimo proclive a la tristeza, el talante melancólico y la lágrima fácil.
—¿Se encuentra mal, señora?
—No me encuentro bien.
—Aquí cerca, en Villacastín, hay un parador. Puede usted bajarse a descansar, e incluso llamar a un médico.
Desde Villacastín, junto a la iglesia que diseñó Juan de Herrera, se divisaba ya, por su vertiente norte, la Sierra de Madrid. Su contemplación llenó de espanto a Alice Gould. ¿Qué haría ella detrás de aquellas cumbres? Más allá de sus crestas cubiertas de pinares, las laderas se aplanaban; la meseta de Castilla la Alta se hacía manchega; y allí, polucionada, enervante, trepidante, plagada de terroristas y delincuentes, crecía la gran ciudad a la que un rey vestido de negro hizo capital de España. En uno de los infinitos pisos, de uno de los infinitos edificios, de una de las infinitas calles, estaba su casa vacía. ¿Se habría llevado Heliodoro también sus muebles, sus cuadros, la colección de pipas antiguas que heredó de su padre o el bastidor inglés en el que su madre bordaba? ¡Prefería no saberlo! ¡Prefería morir a enterarse!
Se imaginó deambulando sola por los grandes salones, escribiendo tarjetas postales a las viejas amistades; organizando tés de mujeres solas con las solteronas, las viudas o las esposas abandonadas como ella. Y sintió náuseas. Palpóse las manos y el rostro: ardían. Tenía mucha fiebre.
—Deténgase, por favor. Me encuentro muy mal. —Bajóse Alicia del coche y comenzó a pasear por la carretera, con la cabeza alta para que el intenso frío le diera en el rostro.
—Súbase usted, señora. Voy a llevarla a un médico.
—¡Demos la vuelta y volvamos a donde partimos!
—¡Debe usted ver a un médico!
—Descuide. Le veré en La Fuentecilla.
Al igual que «el Hortelano», al igual que «el Albaricoque», al igual que todos cuantos padecían fobia de alejamiento o dependencia patológica del hospital —el misterioso mal yatrógeno (Yatrógeno: del griego Yatros: médico), cuya naturaleza le explicó César Arellano—, Alice Gould, desde el momento mismo en que cambiaron de dirección, comenzó a sentirse aliviada del peso que atormentaba su alma. Y no volvió a notar náuseas. Y la fiebre se atemperó hasta desaparecer. ¡Ah, qué bella le pareció Castilla, ya de regreso, enmarcada en su sobria grandeza! Al sol oblicuo del atardecer, las sombras de los altos chopos se alargaban, como si, ante la proximidad de la noche, quisiesen tumbarse a dormir.
Las rocas que emergían de la tierra cultivable, y que antes le parecían el esqueleto de un cuerpo en descomposición, le recordaban ahora a restos de una fascinante montaña, aplanada expresamente para que sirviese de hábitat a una gran raza.
—¿Ha dicho usted algo, señora?
—No. Es que me estaba riendo sola.
—¿Se encuentra usted mejor?
—Mucho mejor. ¿Cómo se llama usted?
—Terencio Aguado, para servirla.
—Pues mire usted, Terencio. Yo le tomé en Zamora, adonde llegué en autobús desde La Fuentecilla. Mejor será que me deje usted en La Fuentecilla y siga usted sin mí hasta Zamora. Si se le hace muy tarde, puede usted quedarse a dormir en el pueblo. Yo le abonaré la pensión y la cena. Le recomiendo el «horno de asar» de Pepe el Tuerto.
—Así salen mejor las cuentas —comentó filósofo el amigo Terencio.
—¿A qué hora cree usted que estaremos en La Fuentecilla?
—Calcule usted a las siete de la tarde, minutos más, minutos menos.
¡Ah, qué paradójica, qué contradictoria sensación de gozo, la de desandar el camino recorrido! Lo que mandaban los cánones de la lógica era experimentar los sentimientos inversos: alegría al alejarse de donde tanto se ha sufrido y pesadumbre al regresar a la fuente del dolor. ¡Lo contrario es una insigne inconsecuencia! Alice Gould consideró que ella era una mujer lógica para razonar mas no para sentir, y que las leyes que rigen las emociones nada tienen que ver con la sutileza de las ideas, el orden del pensamiento o el buen juicio. Lo cierto es que se sentía dichosa; que su malestar había desaparecido y que se consideraba con fuerzas para enfrentarse con el mundo.
¡Montserrat Castell! ¿Qué iba a ser del manicomio sin Montserrat Castell? Psicólogas capaces para ser encargadas de realizar los tets las habría seguramente a cientos en España. Monitoras de gimnasia, a miles. Auxiliares sociales, que aleccionaran a los pobres locos acerca de sus derechos, de sus pensiones de viudedad, vejez o incapacidad, tampoco faltaban. Pero alguien que hiciese todas estas labores juntas, y que acompañase a los recién ingresados en sus primeras horas de encierro; que no perdiese nunca la sonrisa de los labios, y que supiese transferir a los infelices recluidos una gran sensación de alivio, al saberse objetos de su amor, simpatía y dedicación…, mujeres de ésas, capaces de sustituir con éxito a Montserrat no había más que una. Y esta singularidad tenía nombres y apellidos: Alice Gould.
¿Que Montserrat sentía que Dios la llevaba de la mano para indicarle su camino? Pues bien, ella, Alicia, ex señora de Almenara, sentía también la mano de Dios indicándole el suyo. Y éste era el de cubrir la vacante de la Castell. Este sentimiento no era nuevo en ella. ¿Acaso no le había declarado a César Arellano, desde sus primeras entrevistas, esta inclinación? Sus palabras «A veces pienso que me siento llamada por Dios para ser madre de estos infelices» eran proféticas, o, al menos, una premonición. Alicia estaba enfurruñada con César Arellano por no haberle suplicado —a la hora de su gélida despedida— que se quedase para sustituir a Montserrat Castell. Y no pensaba ocultarle el motivo de su enfado.
—No es lo mismo para mí —le diría— mendigar un puesto a tu lado, que el que tú mismo te hubieses anticipado a ofrecérmelo. Me haces pasar por la humillación de pedirte, como un gran favor, que me permitas quedarme. Y has perdido, ¡gran tonto!, la ocasión de rogarme, por favor, que no me marchase.
¡Esto es lo que le diría! No es imposible que él replicara que qué preparación tenía ella para sustituir a la Castell. A lo que pensaba replicar:
—¿Olvidas que soy licenciada en Filosofía y Letras y doctora cum laude por una tesis de psicología?
¡Esto es lo que pensaba replicar!
Tal vez él insistiera en que para obtener el título de psicóloga había que preparar unos cursillos especiales y presentarse a un concurso. ¡Si se atrevía a tanto no le dejaría concluir!
—¿En qué mundo vives, César? Los cursillos los tengo archisabidos. ¿Qué pensabas que hacíamos mano a mano Montserrat y yo, horas y horas, encerradas en su despacho? Ella primero me aleccionaba y después me tomaba la lección. Y en cuanto a lo del concurso, veo que sigues minusvalorando mi capacidad. ¿NO me crees con dotes suficientes para llevarme por delante a cualquier otra opositora que aspire a ese puesto?
¡Desde luego si él osara decirle aquello no le dejaría concluir!
No era improbable que César Arellano, que era un tímido congénito, cometiera la incorrección de darle el silencio por respuesta. ¿Qué podría hacer Alice Gould en este caso si no era suplir con un poquillo de audacia la cortedad de genio de él, y atreverse a decir lo que él no se resolvía a confesar?
—No son éstas las únicas ocupaciones que tendré en La Fuentecilla. La otra tarde cuando me invitaste a visitar tu nueva casa comprobé los ímprobos esfuerzos que habías hecho para estropear por dentro el que por fuera es el edificio más noble de la ciudad. Yo me ocuparé de echar abajo todo lo malo que has hecho y decorar esa maravilla con un poco más de gusto. ¡Nuestro hogar, César, tiene que ser más confortable y más acogedor que ese cubil para hombres solos, que te has prefabricado!
¿Qué duda cabe que si él se amilanaba para hablar, ella se liaría la manta a la cabeza y tiraría por la calle de en medio sin reparar en estorbos? ¡Ni él ni ella tenían edad para andarse con remilgos!
—Estoy segura que tu hijo Carlos me adorará. Llegarás a sentir celos del cariño que tendrá por mí.
Imitó Alicia la manera de expresarse del «Albaricoque»:
—¡César más Carlos multiplicado por Alicia, igual a hogar, doctor Arellano! Tan abstraída iba que no se dio cuenta de que hablaba en alta voz.
—César, César, César, ¡no me dejes decirlo todo a mí!
—Ya le expliqué, señora, que no me llamo César, sino Terencio —intervino el conductor.
—¿He hablado en voz alta?
—Lleva usted unas dos horas haciéndolo.
—¿Y me ha oído usted todo?
—¡Todo!
—¿Y qué ha entendido usted?
—¡Nada!
—Gracias, Terencio. Es usted un hombre, discreto, y honrado. ¡Me cae usted muy bien! Y no le he dicho todavía que le encuentro guapísimo. Y en Zamora las mujeres deben volverse locas por usted.
—No se me dan mal… —confesó el conductor.
Al cabo de un tiempo preguntó, mirándola descaradamente por el retrovisor:
—Me dijo usted antes que iba a La Fuentecilla, ¿no es cierto?
—Exacto. Eso le dije.
—Y… ¿no hay por ahí cerca un manicomio muy grande?
Rio Alicia con tantas ganas que no sabía cómo hacer para frenar sus carcajadas.
—¿Tanto miedo le da llevar una loca a bordo?
—No mucho. Todas las mujeres lo son.
Lo dijo con la boca chica. En realidad, no las tenía todas consigo. Al doblar una loma, Alicia le pidió que parase el coche.
—Desde aquí se divisa un gran panorama, Terencio. Deténgase, por favor.
Desde el punto mismo en que lo atisbó por vez primera, acompañada del falso García del Olmo, Alicia contemplaba ahora las tapias inmensas y la complicada arquitectura, mezcla de tan diversos estilos, del manicomio de Nuestra Señora de la Fuentecilla. Por un instante, se preguntó cuánto habría pagado Heliodoro a aquel elegante rufián para representar su infame comedia y conseguir encerrarla por su propia voluntad. ¿De quién sería la idea original de la farsa? ¿Quién tendría derecho a patentarla? Heliodoro, no, de eso estaba segura. Carecía del ingenio necesario para haberla urdido. Sacudió la cabeza, con un ademán muy suyo, como si un mechón de pelo o un pensamiento le estorbara. ¿Qué importaba ya eso? Heliodoro le resultaba, afectivamente, más lejano que los miles de millas físicas que les separaban. En cambio ahí, al alcance de su vista y muy cerca de su corazón, estaban el pequeño Rómulo, al que quería enseñar un oficio, y «la Niña Pendular», con la que quería llegar a comunicarse de mente a mente y hacerla sonreír, y Teresiña Carballeira, cuyo taller de bordados visitó, y Cosme «el Hortelano», al que le unía no sólo la gratitud, sino la comunidad de anhelos, ya que pensaba imitar su ejemplo y dejar todos sus bienes al hospital. Allí estaba «la Mujer Percha», con las llagas producidas en sus piernas por la incontinencia, que merecía ser cuidada, y don Luis Ortiz, que merecía ser consolado, y Candelas «la Mujer del Rincón», a quien ya era hora de que se le levantase su eterno castigo. Y unos hombres y unas mujeres heroicos y sufridos cuya profesión era atemperar los dolores ajenos. «Dios escribe derecho con renglones torcidos», pensó. Ésa es mi casa y ahí quiero vivir y trabajar hasta el final. Y si César me lo permite, estudiaré medicina.
Consideró que se estaba dejando llevar demasiado lejos por sus ensoñaciones (pues llegó a verse, en lo futuro, nada menos que de directora del hospital) y dio orden a Terencio de culminar su trayecto. Cerró los ojos. El deslizar de los neumáticos sonaba distinto al pasar del piso del asfalto, al de tierra sin asfaltar. Fuera de allí, el silencio era muy grande. Alicia sólo atendía a estos rumores y al latido gozoso y anhelante de su corazón.