TREINTA AÑOS ANTES de que aconteciesen los hechos que quedan relatados, Chemari e Iñaqui se encontraron junto a la parada del tranvía que los Padres Jesuítas tenían alquilado para el servicio de los alumnos de su colegio. Era un artefacto amarillo y ruidoso que recorría el centro de Bilbao para recoger a la bulliciosa grey escolar. Unos le denominaban «el Trole Madrugador», otros «el Cachorro», otros «la Serpiente Amarilla», pues constaba de cinco vagones enganchados y era, por tanto, más largo que los dedicados al transporte normal de viajeros.
La mañana era gris y un tímido sirimiri amenazaba convertirse en lluvia formal. Era un veinte de diciembre. Tres días más tarde se iniciaban, para los escolares, las vacaciones de Navidad.
Los dos chiquillos estudiaban en clases distintas. Iñaqui, el más joven, apenas tenía cinco años. Chemari ya había cumplido siete. El primero vestía pantalón corto. El otro ya había estrenado los bombachos: pintoresca y felizmente olvidada prenda, con la que los chicos de aquel tiempo parecían un híbrido de moro con sus zaragüeyes y de jugador británico de golf con sus knickerbocker. En lo demás el atuendo de ambos era igual, sin olvidar boina, gabardina y la carpeta de libros de estudio colgada a la espalda por medio de tirantes, como la mochila de un explorador.
Aquél encuentro casual fue fatídico para los dos. Chemari Goñi pertenecía a la estirpe de lo que los padres de familia burgueses denominaban «malas compañías» que eran los «niños con los que no se debe salir». Las razones de esta discriminación a tan tierna edad no carecían de cierto peso: esos niños eran de los que decían y enseñaban palabras feas, rompían a pedradas los faroles del alumbrado y eludían con frecuencia el ir a clase, arrastrando a otros compañeros a hacer «novillos». Aquella mañana se consumó para Iñaqui el bautismo de picardía: fue la primera vez que, incitado por aquel chico «mayor», se avino a no ir al colegio. La tentación era demasiado grande, porque lo que le propuso Chemari fue pasarse la mañana patinando en el club Loreto que contaba con pista para patinar al aire libre y piscina cubierta. Iñaqui, que era un excelente nadador, no había patinado nunca; Chemari, que imitaba al nadar un molino enloquecido, era en cambio un colosal patinador.
La primera dificultad que advirtió Iñaqui en el nuevo deporte fue colocarse los gruesos patines de ruedas. Éstos se unían a los zapatos por medio de unas presillas movibles que se ajustaban a las distintas medidas del calzado; además, varias correas presionaban sobre el empeine y la puntera de los zapatos. Chemari iba mucho mejor preparado que él, pues llevaba botas que no se soltaban, mientras que, al menor movimiento mal hecho, los zapatos se escapaban de los pies. Al verse alzado sobre aquellas máquinas deslizantes, Iñaqui se consideró muchísimo más alto, pero esta sensación le duró muy poco, ya que a los pocos segundos estaba en el suelo tras el primer costalazo. Mientras el más joven caía una y otra vez, imitando reiteradamente la canción de Las segadoras en aquello de «levantarse y volverse a agachar», el mayor hacía filigranas con los patines de ruedas. Se deslizaba de frente, de espaldas y de costado; giraba a placer sobre sí mismo y —lo más difícil de todo— sabía frenar de golpe, si se le antojaba. Iñaqui, por el contrario, cuando al fin consiguió trasladarse de frente, y se encontró con el problema de no poder detenerse, tuvo que tirarse de espaldas al suelo antes de romperse la crisma contra una pared.
—¡Qué bien lo haces! —comentó admirativamente, desde tan humillante posición, al ver las florituras que hacía Chemari.
Éste, halagado, extendió una silla plegable sobre el suelo, tomó carrerilla y la saltó limpiamente. Aplaudióle, admirado, Iñaqui. Y Chemari comentó:
—Yo soy mejor patinador que tú nadador.
—Eso no es verdad —replicó el pequeño—. Porque yo soy campeón infantil de natación y tú no eres campeón infantil de patines.
—No seas presumido. ¡Tú qué vas a ser campeón de natación!
—Sí, lo soy. ¡Y he salido fotografiado en los periódicos! —protestó Iñaqui, muy enfadado de que se pusiera en duda la mayor proeza de su cortísima vida.
—¿No conoces la piscina cubierta del club?
—Nunca he visto una piscina cubierta.
—¡Ven a verla!
Ayudóle Chemari a levantarse y dándole la mano, para que no se volviese a caer, le condujo hasta el borde de aquel rectángulo verde y azul que habría de ser escenario de no pocos éxitos de Iñaqui en años venideros y que, de niño, contemplaba por primera vez.
—¡Toma, para que no seas presumido! —le dijo el grandullón mientras le empujaba.
Sintió, el pequeño, un vahído; cayó aparatosamente a la piscina, y su primera, instintiva precaución, fue intentar quitarse los patines. Pasó grandes apuros bajo el agua y al no conseguir lo que pretendía, se quitó los zapatos; con lo que el calzado y su postizo de acero quedaron en el fondo e Iñaqui pudo subir a la superficie. Oyó las carcajadas de Chemari, que se desternillaba de risa ante la pesadísima broma, y al punto se propuso vengarse de él. En tierra era difícil porque era mucho más alto y fuerte, pero en el agua… ¡ya vería lo que era bueno! Iñaqui ocultó su rabia riéndose él también; hizo una demostración de buen estilo de nadador ante el que le llamó presumido, mientras meditaba de qué argucia se valdría para zambullirle. Al fin, acercándose al borde donde estaba, levantó una mano pidiéndole ayuda para subir. Tendióle la suya el tal Chemari, tiró Iñaqui fuertemente de ella y cuando cayó le hizo un buen bucito de los que tardan en olvidarse. Cuando le consideró suficientemente castigado, hizo el recorrido entero para que aquel cabrito aprendiese lo que era nadar bien. Pero enseguida otra idea le vino a las mientes y ésta era la regañina que iba a recibir en casa cuando le viesen llegar descalzo y con la ropa toda mojada. Salió, cubrióse con la gabardina y todo azorado de andar por la calle en calcetines echó a correr hacia su hogar. El otro se había marchado sin despedirse. Llegó a su piso llorando; y mintió a su madre diciendo que, como le sobraba tiempo antes de que pasara «el Trole Madrugador», se había acercado al puerto donde al pie de una escalerilla había unos niños que pescaban. Se acercó a ellos y, como la plataforma tenía mucho musgo, se resbaló y cayó al agua. Ésta fue su explicación. Al día siguiente, Iñaqui fuese al colegio a pie para no correr el riesgo de encontrarse con Chemari en el tranvía. Fue una precaución inútil, pues su cómplice en los novillos de la víspera tampoco asistió a clase. Ni el siguiente, en que se otorgaron las notas del primer trimestre, ya que se iniciaban las vacaciones de Navidad. Al concluir éstas y regresar al colegio enteróse Iñaqui de que Chemari Goñi había muerto ahogado. Su cuerpo, con los patines puestos, fue descubierto en el fondo de la piscina del club Loreto, cuando unos empleados se disponían a vaciarla. Quedó espantado Iñaqui al oír esto, pero no lo sintió mucho porque no le quería. Una terrible duda le asaltó, pero la rechazó enseguida. Lo más probable es que Chemari hubiese vuelto por el club, para patinar, todos aquellos días en que no fue al colegio antes de las vacaciones. El niño que entonces llamaban Iñaqui y que no era otro que Ignacio Urquieta jamás volvió a pensar en ello hasta el día en que —treinta años después— se organizó contra él una paradójica conspiración de la que fueron autores varios locos del Hospital Psiquiátrico de Nuestra Señora de la Fuentecilla. ¿Cómo pudo ocurrir eso?
Las primeras decisiones de la junta directiva provisional habían sido sacar a Alice Gould de la Unidad de Demenciados y devolverle su tarjeta naranja; anular el expediente contra Melitón Deza; suspender el castigo a Montserrat Castell y dejar en libertad a Ignacio Urquieta. La designación del director (o mejor: la propuesta al ministro para el nombramiento de un director) quedó aplazada para la siguiente semana.
Salvo Montserrat Castell, a la que afectó mucho el castigo que le fue impuesto, los demás festejaron su libertad con alborozo. ¿Pero no celebraban también la dimisión de Samuel Alvar? En esta alegría Montserrat no participaba. Por mediación del enfermero expedientado lograron filtrarse algunas botellas de licor y no es imposible afirmar que la euforia de Ignacio Urquieta se debiera a un discreto exceso de libaciones.
Los pacientes del edificio central sentían lo que en términos un tanto arbitrarios podía denominarse «complejo de diferenciación» con dos de sus compañeros: Urquieta y Alice Gould. Pero este complejo diferencial no se manifestaba del mismo modo. Alicia era admirada y Urquieta odiado. Alicia era como una «bata blanca» sin bata. Ayudaba a los impedidos, sonreía a los imbéciles, consolaba a los tristes y besaba y abrazaba a los dos falsos hermanos —«el Mimético» y «la Oscilante»—, por los que la comunidad de enfermos experimentaba una difusa predilección.
Ignacio, en cambio, era un enfermo, como ellos, al que habían visto revolcarse por los suelos poseído de terror cuando el agua le trastocaba. Y con todo, presumía de sano. Su relación con los médicos y los otros «batas blancas» era de igual a igual. Se trataba con los «Magníficos»; conversaba con los superiores; se paseaba del brazo con las dos mujeres que eran la crema y nata del manicomio. Eran muchos los que festejaban la llegada de la lluvia porque sabían que aquel individuo arrogante y bien conformado estaría entretanto bajo las sábanas, acobardado, temblando de miedo o, por ventura, llorando. ¿Respondió aquella tarde con una insolencia a la actitud del «Falso Mutista», al que ya en otra ocasión llamó «pozo de estupidez»? ¿Se quitó de delante al «Niño Mimético» con un manotazo al observar que le imitaba? ¿Se comportó con euforia, o tal vez cometió la audacia de reír descaradamente ante un «triste»?
El caso es que se formó una conspiración de locos contra aquel loco que fingía no serlo y cuando menos lo esperaba lo agarraron entre seis, se lo llevaron en volandas del lado de Alicia, y lo condujeron, con intención de lanzarle al agua, hacia la piscina. Alicia avisó a dos «batas blancas», a gritos, pidiendo auxilio, y corrió hacia la zona deportiva para socorrer a Ignacio. Éste, cerrados los ojos para no ver el agua, se debatió como pudo en brazos de sus grotescos y crueles sicarios. Pero pudo bien poco. Alicia llegó a tiempo de ver cómo aquellos energúmenos lo lanzaban a la piscina. Más que un grito fue un alarido de pánico el que lanzó Urquieta en el aire al caer. Se agitó como lo haría un individuo lanzado a un lago de hirviente lava antes de perecer. Dos enfermeros se descalzaron y despojaron de sus batas para socorrerle. Alicia se dispuso a imitarles, cuando, de súbito, aquel revoltijo humano que meneaba y pataleaba torpemente se quitó los zapatos, que cayeron al fondo, y se puso a nadar lenta, rítmica, sosegadamente. Los espectadores, sanos o enfermos, estaban atónitos. Ignacio alcanzó el borde opuesto de la piscina, dobló ágilmente el cuerpo, se dio impulso con los pies y, con estilo de gran campeón, recorrió el largo de la alberca, una, dos, hasta tres veces. Ascendió por la escalerilla como embobado. Los «batas blancas» y Alicia acudieron a él.
—Ignacio, ¿te encuentras bien?
No respondió. Despojóse de su camisa empapada, y volvió a lanzarse al agua sin que nadie le empujase ni tampoco se lo impidiese. Hizo varios recorridos más. Salió y se reclinó junto al borde. Quedóse largamente mirando el agua. Hizo de su mano un cuenco y se la llevó a los labios.
Al fin volvióse hacia los enfermeros.
—¡Estoy curado! —exclamó con una extraña voz en la que se advertían por igual el pasmo y el contento.
Armó un gran escándalo en las duchas. Como la Unidad de Recuperación, en la que vivía, era mixta, no pocas mujeres se escandalizaron ante su invitación a que todo el mundo acudiera a verle ducharse. Suplicaba a unos y a otras que le lanzaran cubos de agua a la cara y fueron tantos los vasos que bebió que puso a su estómago en trance de criar gusarapos. Ruipérez, que era quien le trataba, y Sobrino, que era quien le albergaba, y Arellano, como presidente de la junta directiva provisional, acudieron a verle, pues corría la voz de que se había demenciado. Se negó a vestirse, aunque se lo mandaron los médicos (porque argüía que deseaba seguir duchándose hasta derretirse). Al fin, accedió a enfundarse un albornoz, aunque no a calzarse, y se encerró con los tres médicos, en el despacho del doctor Sobrino, jefe de la Unidad.
—Fue como un fogonazo —explicó Ignacio Urquieta procurando calmar su agitación—. ¡De pronto lo supe todo! Cuando estos pobres tontos me lanzaron al agua vestido, sentí un vahído en el aire, tan idéntico a otro que experimenté siendo niño, que imaginé que «ahora» era «entonces» y que quien me dio el empujón no era Bocanegra, sino un compañero de colegio que se llamaba Chemari; y que ésta no era la piscina del manicomio, sino la del club Loreto de Bilbao, y que yo no tenía treinta y seis años, sino cinco…
»Esta sensación me duró muy poco, pero volvió a repetirse cuando comencé a nadar pensando qué añagaza emplearía para agarrar al “Falso Mutista” y darle una buena zambullida. No sería difícil, pues llevaba patines puestos. ¡No!, me dije; quien llevaba los patines era aquel niño que me empujó. Y ese pensamiento de vengarme lo había sentido ya, lo estaba sintiendo igual que entonces, y comprendí que si lo hacía, Bocanegra no volvería a instalarse en su asiento habitual de la “Sala de los Desamparados”, del mismo modo que Chemari no volvió a ocupar su sitio en el pupitre del colegio.
»Me imaginé al “Mutista” ahogado en el fondo de la piscina con el lastre de unos grandes patines en los pies, y este pensamiento me llevó a la vivencia de mi compañero muerto. No me dijeron que aquel chico se ahogó con los patines puestos (¿o sí me lo dijeron y no quise enterarme?). Goñi: Chemari Goñi. Estoy seguro de que se llamaba así. ¡Del mismo modo que estoy seguro de que fui yo quien le mató!
Tal como se lo contó Ignacio a los médicos se lo repitió a Alice Gould ante una gran jarra de agua que servía de mudo testigo a su curación cuando unos días más tarde almorzaron mano a mano en la taberna de Pepe el Tuerto. Ambos habían recibido el mismo día su declaración de sanidad y decidieron festejarlo juntos.
—¿Comprendes, Alicia? Mi naturaleza infantil se defendía del horror de saber que había dado muerte a un compañero de colegio. Mi consciente se negaba a aceptar la evidencia. Pero mi subconsciente lo sabía.
—Pero ¿cómo es posible —preguntó ésta— que vivieses sano hasta cerca de los treinta años, y que, de pronto, a esta edad, la fobia al agua estallase en tu naturaleza como una bomba?
—Supongo —respondió Ignacio— que el secreto que guardaba mi interioridad era como una planta que extiende sus raíces ocultas y que no puede surgir al exterior porque algo se lo impide. De niño me empeñé en olvidar, en no volver a pensar en ello, pero esa planta seguía presionando para surgir a zona visible. Tal vez, al llegar a los treinta años, estuve a punto de descubrir la verdad y entonces surgió mi fobia como una defensa. Una angustia (la del agua) sustituía a otra angustia: la de saber que había matado (en el agua) a un semejante. Mi consciente se había acostumbrado a no saberlo, ¡no quería saberlo!, y se alió con un cómplice, la fobia, para mantener el engaño. ¡No sé si mi explicación es muy científica! Sólo se me alcanza que, al conocer yo la verdad, la fobia que me protegía se le ha hecho ya innecesaria a mi naturaleza.
Habían llegado del sanatorio hasta el pueblo conducidos por Terrón y en la misma furgoneta que debía depositar al «Albaricoque» en el autobús. La locuacidad de éste era extremada. Se consideraba feliz porque iba a ver a su tía, olvidando que caería enfermo al cruzar el umbral de su casa y que no se recuperaría hasta llegar de nuevo al manicomio.
—«La Rubia» es muy bonita, Terrón. Y también es mi tía. Y Urquieta mi tío. Y tú, la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles, Terrón.
Ignacio y Alicia no demostraban tanta euforia. Tenían muchos motivos para considerarse satisfechos, pero su contento estaba teñido de melancolía. En el asador de Pepe el Tuerto, ella —por consolarle de su desazón al saber que había matado a un semejante— estuvo a punto de contarle la verdad de lo que aconteció con el jorobado. Pero se abstuvo. Éste era un secreto que debía morir con ella. Y sólo recordarlo le producía un íntimo desasosiego. ¡Incomprensiblemente su declaración de sanidad no la llenaba de júbilo! Una vez alcanzada la meta pretendida, Alicia se mostraba como un gladiador que, tras luchar y vencer, no da muestra de alegría, sino que se derrumba, agotado por el esfuerzo.
—Ahora —le confesó a Ignacio— habré de aprender a enfrentarme con la soledad.
Él la contempló un instante, lleno de dudas. Después bajó los ojos hacia el mantel y comenzó a juguetear con los cubiertos, como si su único afán fuese cambiarlos, todos, de sitio.
—Te voy a confesar algo, Alicia, que te va a sorprender mucho. No he avisado a mis padres ni a mi hermano. Ellos no saben todavía nada de mi curación.
—¡Me parece muy mal! ¿Por qué quieres ahorrarles esa alegría?
—He pedido a los médicos que me mantengan todavía durante un tiempo en observación. ¿Cómo estar seguro de no recaer?
Escuchó Alicia muy sorprendida estas palabras.
—Mírame a los ojos, Ignacio Urquieta. No me estás diciendo la verdad. —Ignacio estaba azorado como un niño grande.
—No es cierto lo de mi temor a recaer. Pero sí es cierto que he pedido a los médicos que me mantengan un tiempo más en observación y que, entretanto, no avisen a mi familia.
—Pero ¿por qué has hecho eso?
Ignacio Urquieta titubeó y, al fin, confesó con gesto decidido:
—Porque no quiero perderte, Alicia. Me sería muy difícil vivir lejos de ti. Prefiero la «fobia» a tu separación. Si alguna vez anhelé dejar de ser un tarado fue para poder ofrecerte un sitio en mi vida. ¡Y que quien te lo ofreciese fuera… un hombre normal! ¡Y ya lo soy!
—¡Ignacio, mi buen Ignacio, olvidas que estoy casada! —replicó Alicia.
—Esperaré lo que sea necesario hasta que consigas tu separación legal y tu anulación o tu divorcio.
Alicia le contempló enternecida.
—Escúchame bien, Ignacio. Cuando supe que eras tú quien había iniciado la protesta ante Samuel Alvar, por mantenerme encerrada, me sentí orgullosa de tener tales amigos, y agradecida y llena de entusiasmo. Cuando comprobé con mis propios ojos que estabas curado y me llegaron rumores de que te hacías tirar cubos de agua a la cara, corrí a la Unidad de Recuperación con una damajuana gigantesca para empaparte a gusto. Cuando supe que estabas encerrado con los médicos, estuve esperando hasta que salierais y cuando vi la satisfacción reflejada en los rostros de todos, tú mismo pudiste comprobar con qué alegría te abracé. ¡Te juro que ha sido la mayor satisfacción que he recibido desde que por primera vez crucé los umbrales de aquel infierno! ¡Porque yo te quiero bien, Ignacio, pero no con la suerte de amor que tú me ofreces!
Urquieta bajó los ojos.
—¿Piensas reunirte con tu marido?
—¡Jamás!
—¿No vas a solicitar la separación?
—Alguien lo está haciendo ya por mí.
—Vas a encontrarte muy sola, Alicia. Si me he negado a comunicar nada todavía a mi padre fue para informarle conjuntamente de las dos noticias: mi restablecimiento, y mi decisión de rehacer mi vida junto a ti. Esto es lo que te ofrezco, Alicia: ¡que rehagamos juntos nuestras vidas!
Alice Gould negó suavemente con la cabeza.
—Tu ademán dice «no». Pero tus ojos dicen «sí»… —exclamó Urquieta esperanzado.
—Confundes el amor con el cariño, Ignacio. Tú crees quererme porque hemos vivido juntos una gran aventura y juntos nos hemos salvado. Y acaso porque soy la única mujer, durante muchos años, no del todo impotable que has tenido cerca. ¡Pero ya verás qué muchachas más estupendas encontrarás en Bilbao! Mil veces mejores que yo y por supuesto más jóvenes. ¡Y qué de historias más colosales del manicomio tendrás para contarles! Si me las cuentas a mí no podrías hacer tu gran número, porque yo me las conozco todas. ¡Olvida esa idea disparatada, Ignacio! Lo que yo deseo es que me invites a tu boda y hacerte un gran regalo. ¡Prométeme que me invitarás!
—Eres adorable, Alicia, hasta para hacerme sufrir.
—No se puede sufrir —protestó riendo Alice Gould— comiendo estos platos tan exquisitos. ¡Tendremos que felicitar, al salir, a Pepe el Tuerto! ¡Y brindemos, Ignacio, yo con vino, tú con agua, por tu felicidad!
Regresaron al hospital; él cabizbajo y ella —¿cómo negarlo?— no poco satisfecha al comprobar que aún era capaz de despertar pasiones entre los jóvenes.
Montserrat Castell les esperaba para felicitarlos por su liberación. Había anunciado formalmente a la junta directiva provisional su deseo de retirarse y sólo esperaba, para pedir la baja, que las carmelitas le comunicaran la fecha para tomar el velo. Recordó Montserrat los versos de santa Teresa:
Hermana, porque veléis, Cristo os ha dado este velo. Y no os va menos que el cielo, Por eso, no os descuidéis.
Estuvieron encerradas muchas horas aquella tarde Alicia y la Castell. Esos largos mano a mano se repitieron durante varios días. Aún faltaban algunos trámites legales que cumplimentar para la salida de Alicia, y ésta se pasaba más tiempo en la parte de afuera que no en la de dentro de la «aduana». Comer no volvió a hacerlo en el refectorio de locos. Sus monólogos con Carolo Bocanegra, falso mutista y ciego voluntario, eran demasiado tediosos y Alicia lo hacía o bien en el comedor de médicos, o en el de enfermeros, o invitando a unos o a otros a alguno de los muchos y deliciosos «hornos de asar» de los pueblos cercanos. Con el de Pepe el Tuerto sólo podía compararse uno que había en Almenara de Campó, bautizado con el pintoresco nombre de El Águila Colorada. El vinillo de la casa era delicioso —aunque había que beberlo con prudencia, porque engañaba— y el lechón estaba suculento y la tarta de nueces con nata y caramelo sabrosísima. Allí se celebró el banquete en honor de la nueva directora del hospital, Dolores Bernardos. César Arellano, que fue el primer candidato, no quiso en modo alguno —al igual que otra vez anterior— abandonar el trato directo con los enfermos. Rechazada su candidatura, Dolores Bernardos fue propuesta por unanimidad y su designación oficialmente confirmada por el ministro.
Los trámites para la salida de Ignacio Urquieta fueron mucho más rápidos que los de Alicia, por ser su ingreso «voluntario» y el de ésta no. Los médicos en masa y muchos enfermos se concentraron en la puerta para despedirle. No ya su padre, hermano y cuñada, sino multitud de primos y amigos y amigas acudieron a recibirle, portadores de pequeños cubiletes de agua con los que Ignacio se dejó escanciar a placer. Hubo lagrimitas en varios ojos, salvo en los de don Luis Ortiz, el falso violador de su nuera, quien, mientras duró la ceremonia de despedida, olvidó que era un rufián cuya sola sombra contamina, y se mostró alegre y encantador. Alicia comprobó que entre las muchachas de Bilbao que vinieron a recibir a Ignacio había algunas preciosas, y bromeó con él:
—¿Te escojo yo la mejor, o prefieres hacerlo por ti mismo?
Al fin, le llegó el turno a Alicia. Se levantó más tarde que nunca, ya que no estaba sujeta al horario de los enfermos y se pasó el resto de la mañana y gran parte de la tarde en recorrer, una por una, todas las unidades para despedirse de sus jefes y del personal auxiliar. No necesitó hacer estas visitas para confirmar las extraordinarias cualidades humanas de aquellas gentes. En todas partes existen capaces y mediocres, perversos y equilibrados, divos y llanos, rutinarios y aplicados, pero tal vez sea la clase médica y sus auxiliares donde el conjunto de sus integrantes sea de superior calidad y la que exija una vocación mayor. Así se lo dijo a la doctora Bernardos, aunque reconociendo que el buen sacerdote y la religiosa sincera, como la Castell, también son llevados de la mano por la vocación. Ante el doctor Rosellini aumentó el cuerpo de «profesiones vocacionales» a la de los marinos. Ante Sobrino, a la de los toreros. Y ante don José Muescas, a la de los escritores. ¡Pero de ahí no bajaba! Era terca y tenaz, como buena británica, y se negó a reconocer que pudiera haber, otras «profesiones auténticamente vocacionales» que la de los médicos, los curas, los marinos, los poetas y los matadores de toros.
El último de los visitados fue César Arellano. Alicia habló, habló, habló. No hubo diálogo posible. Fue sólo un monólogo. Todas sus impresiones del día estaban agolpadas en su mente y se las fue declarando al que fue su primer protector. Confesó que estaba emocionada por la solicitud y la hombría de bien del doctor Rosellini, por la seriedad de Salvador Sobrino, por la humanidad de Dolores Bernardos, por la caridad y la alegría de vivir de Montserrat Castell, por la autoridad y profesionalidad de Isabel Moreno, la jefa de enfermeras de la Unidad de Demenciados, y por la simpatía y la belleza de dos «batas blancas»: Conrada la Joven y Lola Pardiñas. El doctor Muescas no le gustaba demasiado, porque la miraba de un modo en el que se vislumbraban sus dudas respecto a si estaba loca o no lo estaba. Se enterneció al hablar del «Hortelano», de Rómulo, de «la Niña Péndulo», del maestro de escuela conocido por «el Albaricoque», del sudamericano suicidado que buscaba a su padre; de la triste y pintoresca locura de don Luis Ortiz; y de su amigo, «el Autor —ya muerto— de la Teoría de los Nueve Universos».
Hubiera querido Alicia expresarle su propósito. Aquel que insinuó a la adorable María Luisa Fernández al decir a ésta que había tomado «una extraña determinación» para cuando quedase en libertad. Pero, ante César Arellano, se sintió cobarde. En el hospital sólo había hablado de ello con Montserrat Castell, a quien le hizo jurar que nunca diría nada a nadie.
Ante el jefe de los Servicios Clínicos se limitó a sugerir unos temas, a plantear algunas dudas deseando que fuese él quien se adelantase a tomar determinadas iniciativas que para Alicia eran «clarísimas y elementales», pero que para el médico no debían serlo tanto, pues en ningún momento se dio por enterado.
César Arellano la escuchaba sin intervenir. Alicia estaba en plena descarga emocional. Y el médico pensaba que eso era bueno para su equilibrio. Los extravertidos, como Alicia, que echan fuera el lastre de sus emociones, tienen menos riesgo de enloquecer que los introvertidos que se guardan para sí las toxinas emotivas con las que acaban envenenándose por no saber o no querer eliminarlas.
—Perdóname, César, por expresar mi gratitud hacia los demás y no decir nada de ti. No encuentro las palabras adecuadas. Era tanta la seguridad que me inspirabas, que me he sentido siempre protegida (de lejos o de cerca) por tu autoridad. Algunos me consideran altiva. Es posible. Pero mi afectividad, te lo juro, es mayor que mi altivez. Y tú despiertas en mí una inmensa gratitud, mas también una gran afectividad. Hubiera querido decirte algo… ¡pero ya has hecho demasiado por mí! ¡Y no hablo más para no echarme a llorar, como el día de nuestra segunda entrevista! Adiós, César. No dejes de llamarme en Madrid si alguna vez vas por allí.
César Arellano se puso en pie. Tomó ambas manos de la mujer entre las suyas.
—¡Que seas muy feliz, Alice Gould!
Se miraron hondamente pretendiendo cada uno penetrar en los sentimientos del otro. Alicia se desprendió de sus manos y salió al tiempo que en la bata del médico sonaba insistentemente, con su timbre agudo y metálico, el avisador de bolsillo.
Montserrat Castell había quedado en acompañarla hasta el pueblo donde habría de tomar un autobús que la conduciría a Zamora, con intención de pernoctar allí. A la mañana siguiente alquilaría un coche que la trasladase a Madrid. Montserrat se disculpó:
—Algo grave ocurre en el manicomio —le dijo—. La directora acaba de convocar una junta urgente y extraordinaria de médicos. Y ha cancelado todos los permisos para salir. Tendrás que dormir una noche más, ¡tu última noche, Alicia, en el hospital!