CÉSAR ARELLANO, Dolores Bernardos y el doctor Rosellini coincidieron a la entrada de la sala capitular.
La tensión se advertía en los rostros de todos. No sólo estaban presentes los médicos psiquiatras —como en las juntas ordinarias de los miércoles— sino los demás especialistas: traumatólogos, cardiólogos, anestesistas, endocrinólogos, analistas y cirujanos de neurología. Muy pocas veces se reunían juntos salvo en ocasiones muy especiales: la onomástica del director (costumbre suprimida por Alvar) o la despedida de un jubilado. Los había pálidos como José Muescas, sanguíneos como César Arellano o cetrinos como el director. Si Alicia —que era gran observadora de minucias— hubiera estado presente, habría advertido la muy diversa reacción que las emociones producen en los rostros de los adscritos a tales morfologías. Esto es: que los sanguíneos enrojecen, los cetrinos amarillean y a los pálidos les nacen ojeras cuando la tensión emocional sube de grado. Otras actitudes, por citar sólo las contrapuestas, eran las de quienes adquieren en estos trances una severa inmovilidad —como era el caso de la doctora Bernardos y de Rosellini— o mueven, inquietos, los pies, las manos, el rostro; y cambian constantemente de postura cual lo hacía José Muescas, el más agitado de los presentes. El más tranquilo, como de costumbre, era el director. Su agitación interna sólo se advertía en el tinte verdoso de su piel y en una peculiar vibración de sus párpados. Con esto, su voz sonó neutra, impersonal —con un dejo de aburrimiento— a lo largo de su notable discurso.
—Señores —les dijo—, no me faltan amigos en esta casa, como para desconocer el libelo que circula de mano en mano contra mí. Más que su contenido, lo que me duele es que haya sido redactado por una loca y suscrito por los médicos. Nunca una demente llegó a más ni los doctores a menos. Los he convocado para rogarles que acepten ustedes una transacción. Ésta es que cambien el documento dirigido al señor ministro de Sanidad por otro que voy a someter enseguida a su conocimiento.
(Tragó saliva).
—Otro —añadió completando su frase— que he redactado y firmado yo, presentando mi dimisión (ya que fui designado por el señor ministro) y rogándole que restablezca la antigua costumbre de que sea la junta de médicos del hospital la que sugiera (para que el ministro designe) al director.
»Sólo alego, en mi petición, cuestiones de salud. Y expreso el deseo de colocarme en otro hospital psiquiátrico en una provincia en que las temperaturas sean menos extremas que en ésta, tanto en invierno como en verano.
»He eludido, por tanto, aducir que el cuadro médico de este hospital está compuesto por gentes que yo considero retrógradas e inmovilistas. También he silenciado el profundo tedio que todos ustedes me producen.
»El documento, que una gran mayoría de médicos y técnicos auxiliares ha suscrito, tal como lo redactó su estrafalaria autora, puede acabar con la carrera de un hombre joven, de profunda vocación, como yo, que, aparte de sus errores personales, recibió el error ajeno de ser designado director, tal vez antes de tiempo…
»Estoy profundamente convencido de que la escuela psiquiátrica a la que pertenezco tiene razón en sus planteamientos. No puede confundirse, como ustedes hacen, a los enfermos con los delincuentes. Su encerramiento obedece a otras causas. Y todo cuanto pueda hacerse para borrar en sus vidas todo signo de opresión, hay que llevarlo adelante. Reconozco haber cometido algún error en la puesta en práctica de unos métodos sanos. Se nos acusa de ser más sociólogos que científicos. Más justo sería decir que somos más humanos. ¿O es que tal vez la sociología no es una ciencia humanística?
»Estos errores que digo, no son los que me mueven a alejarme de aquí. Me marcho con la cabeza alta porque mis aciertos han sido mayores que mis yerros. Mi ruego consiste en pedirles que en reconocimiento de lo anterior, mi alejamiento de este hospital sea voluntario y no forzoso, y que se deba a una dimisión y no a una destitución. En cualquiera de estos casos quedaré libre de toda responsabilidad cuando se declare cuerda y se le abran las puertas de este hospital a una mujer que yo considero enferma, perversa y peligrosa.
Por segunda vez en pocas semanas Ruipérez le oyó expresar el mismo concepto que expuso ante el comisario García de Pablos:
—¿Queremos darla por sana porque no se le cae la baba, porque habla tres o cuatro lenguas extranjeras y porque se viste en modistos caros? ¿Es que acaso no hay paranoicos entre los clientes de la Academia Berlitz de idiomas, o del modisto Balenciaga? ¿Tienen por ventura los burgueses patente de inmunidad contra la locura?
»Esto es sólo una anécdota vulgar. Aquí les dejo, señores, copia de mi carta de dimisión para que ustedes juzguen si merece o no ser canjeada por la soflama que escribió contra mí una homicida.
Un gran murmullo se extendió por la sala capitular. Todo el mundo entendió las diversas alusiones dirigidas a Alice Gould. Pero ¿qué había querido significar al tacharla de homicida?
—Con tu permiso, director —interrumpió César Arellano, haciéndose portavoz de la perplejidad general.
Nada más escuchar estas palabras del jefe de los Servicios Clínicos, los médicos expresaron un gran alivio. Era preciso que alguien hablase en nombre de todos, y nadie deseaba hacerlo. Samuel Alvar había mezclado en su exposición reconocimiento de yerros propios y un intolerable desprecio por los demás médicos. Había expresado ideas sanas, pero acusando injustamente a los otros de no suscribirlas. ¿Era sincero o se dejaba llevar por el odio hacia una mujer injustamente recluida para expoliarla (caso que no era nuevo ni excepcional y que circulaba de boca en boca desde la visita del excomisario Obdulio Limón)? ¿Qué había querido significar ahora al tacharla de homicida? ¿No estaba probado que los intentos de envenenamiento a su marido figuraban en una recomendación de internamiento que fue falsificada por el mismo maleante que la estafó?
—Con tu permiso, director. Como yo no he firmado ese documento del que has hablado, podré expresarme con mayor libertad. Has mezclado en tu discurso dos asuntos muy desigualmente graves. No quiero referirme al primero, pues se trata de una decisión personal tuya: la de pedir tu traslado. Yo lo lamento, pero no le doy una importancia decisiva. Lo que sí es muy grave, gravísimo, es dejar sin esclarecer la palabra «homicida», refiriéndote, según entiendo, a una residente de este hospital. Todos los indicios parecen confirmar que esa mujer ha sido víctima de una acción criminal. Tu sustituto habrá de confirmar o rechazar su sanidad mental. Al calificarla de homicida siembras dudas respecto a ella de las que depende nada menos que la prolongación de su enclaustramiento delictivo, o su libertad. Insisto en que esto me parece más trascendente que tu dimisión. Porque, por fortuna, no faltan en España médicos que puedan sustituirte y continuar en esta casa de locos tu brillante gestión. Pero si ella es sana y tú colaboras con vagas insinuaciones a la prolongación de su encierro, ya no se trata de una anécdota vulgar, como dijiste antes, sino de un atentado gravísimo contra la libertad, no menor que el de condenar, en juicio y a sabiendas, a un inocente.
»Has agraviado a todo el cuerpo médico de esta casa al proclamarte más humano que todos ellos. Esto sí que es anecdótico: porque no ofende quien quiere, sino quien puede. ¿Cuál es esa humanidad que te atribuyes graciosamente si colaboras al encierro de una persona que sabes que está sana, sólo porque la odias? ¿En esto consiste tu sociología?
»Créeme que lamento mostrarme tan duro contigo, máxime en vísperas de tu despedida. Pero considero que la justicia pertenece a un rango moral superior a la cortesía.
»De ahí que te emplace a que declares sin ambages cuál es el homicidio que atribuyes a una residente que tú mismo encomendaste a mis cuidados y cuyo diagnóstico no ha sido aún formulado por mí.
Las miradas de Rosellini y Dolores Bernardos eran asaz elocuentes. Las tenían fijas en Samuel Alvar, como si le dijeran: «¡Vamos, pobre muchachuelo, decídete!». Teodoro Ruipérez era la viva imagen de la consternación. ¿Cometería su protector el yerro increíble que temía?
—Esa mujer a quien encubres con sospechosa benevolencia —dijo lentamente Samuel Alvar— asesinó en este hospital a un minusválido llamado Celestino Expósito a quien denominaba con desprecio intolerable «el Gnomo». ¡Lo sabes tan bien como yo!
Una veintena de rostros se volvieron hacia César. Todos tenían conocimiento de la muerte del jorobado, pero su versión era muy distinta a la que decía el director.
—Eso es inexacto, Samuel —dijo César Arellano mirándole fijamente a los ojos.
Samuel Alvar se puso bruscamente en pie. Nunca imaginó a este doctor capaz de mentir en asunto tan trascendente y ante la junta de médicos. Mantuvo sus ojos fijos en él y después los volvió lentamente hacia Ruipérez, su amigo, su protegido y que era el único de la junta (aparte Arellano y él) que sabía la verdad. Ruipérez bajó los ojos y se mantuvo en silencio. «¿No entendía el director —pensó— la diferencia que va de un homicidio a un asesinato? Samuel había empleado el verbo “asesinar”. Y César había dicho que eso era inexacto. Lo lamento, Samuel —se dijo Ruipérez—. Arellano tiene razón». Lo pensó. Mas no lo argumentó. Ni miró directamente a los ojos del director.
El jefe de los Servicios Clínicos midió muy bien sus palabras para no mentir y para no perjudicar a Alice Gould. Su rostro enrojeció vivamente, pero sus palabras sonaron calmadas y contenidas.
—Eso es inexacto —repitió—. Me atengo a la declaración que hiciste tú mismo en el juzgado, cuya copia poseo y que puedo aportar antes de tres minutos a la junta de médicos. Me atengo igualmente a la manifestación, ante el juez, del único testigo presencial, Cosme «el Hortelano», quien declaró que había visto cómo ese pobre tonto, que acostumbraba a correr alocadamente en zigzag, sin ton ni son, tropezó en una de sus carreras y se partió su defectuosa columna vertebral contra una peña. Si hay alguna duda, mandémosle llamar, para que nos confiese lo que declaró.
—¿Nadie tiene algo que añadir? —preguntó Alvar a sabiendas de que Teodoro Ruipérez entendía que se dirigía sólo a él.
Pero Ruipérez no era hombre al que le gustase intervenir en batallas que sabía perdidas de antemano.
No hubo respuesta por parte de nadie. José Muescas hacía lo que indicaba su apellido; y movía, además, agitadamente las piernas bajo la mesa. Los demás clínicos imitaban a Dolores Bernardos: sin perder la compostura, miraban severamente al director. Éste se puso en pie.
—Lamento, señores, que mi despedida sea tan poco cordial. Tal vez coincidamos alguna vez en otro hospital psiquiátrico y tengamos mejores oportunidades de hacernos amigos. Les deseo suerte a todos y celebro, como dije antes, no comprometerme profesionalmente en la puesta en libertad de una loca.
Con la misma parsimonia con que había hablado, Samuel Alvar se dirigió, en un impresionante e incómodo silencio, hacia la puerta de salida de la sala capitular. Ruipérez, su protegido, no lo siguió.