EL DOLOR DE LA PEDRADA en su espalda no era tan grande como lo fue su desesperación al comprender dónde estaba. Su despertar fue súbito. La sobresaltó un grito corto y agudo como el de un ave nocturna. No era la primera vez que oía semejante estridencia. Recién ingresada, y estando en compañía del «Astrólogo» de la gran nuez, oyó un grito semejante a dos dementes acodados en el alféizar de una ventana en la «Jaula de los Leones». Abrió Alicia los ojos. Y vio a una vieja completamente desnuda sentada al borde de su cama, que cada medio minuto lanzaba esos breves y alucinantes bocinazos.

La cama que ocupaba Alice Gould formaba hilera con otras seis. Enfrente había otras seis más, ocupadas unas, y otras no. Las greñas de la que gritaba le caían sobre el rostro; de modo que era imposible verle la cara. Otras mujeres, todas desnudas, se paseaban entre las camas. Se estremeció al reconocer en una de ellas a «la Mujer Gorila». Si ésta la atacaba, Alicia no podría defenderse, porque estaba atada por los tobillos, la cintura y las muñecas. Al comprobarlo enrojeció de cólera. ¿Quién si no el director tenía autoridad para dar semejante orden? Una enana de inmensa cabeza cruzó entonces por el pasillo, todo el menudo cuerpo empapado en agua. Una enfermera la alcanzó, le echó un toallón encima y la secó. Cuando la enana quedó en libertad, desnuda como estaba, se tumbó en el suelo, donde quedó fingiéndose la muerta. Dos enfermeras más se llevaron a «la Gorila» y a la que emitía gritos. A lo lejos se escuchaba el rumor de las duchas. Nadie necesitó aclararle que la habían encerrado en la Unidad de Mujeres Dementes que dirigía Rosellini, a quien tanto disgustaba el apodo común que se usaba para designarla en la jerga del hospital, la «Jaula de los Leones».

—Te voy a desatar. ¿Te portarás bien? —le preguntó a Alicia una enfermera.

—Siento un gran dolor en la espalda.

—Siéntate en la cama.

Obedeció Alicia y la «bata blanca» la despojó del camisón.

—No es más que una magulladura. No tienes nada roto. Dame la mano. Levántate.

—Puedo hacerlo sola.

—Eso lo veremos. Ven por aquí. Siéntate en el excusado y espérame.

Era humillante sentarse así, de cara a la galería, en unos retretes sin puerta. Otras mujeres yacían en la misma posición. La gran nave estaba cortada perpendicularmente por varios paramentos verticales que no llegaban a la pared frontera. Cada dos paramentos equivalían a una habitación de doce camas situada cada media docena frente a la otra media. Pero eran habitaciones de sólo tres lados, pues faltaba el que correspondería al pasillo. Al fondo de éste, los excusados y las duchas. Al otro extremo una puerta incógnita. Todo se hacía a la vista de todos. De la taza, Alicia fue conducida a la ducha. La enfermera la enjabonó.

—¡Le aseguro que puedo hacerlo sola!

Al comprobar que no mentía, la «bata blanca» acudió a ayudar a varias compañeras que empujaban a un cuarto de tonelada de carne femenina que se negaba a ser duchada. Cuando consiguieron reducirla, volvió la buena mujer con un toallón y se dispuso a secar a Alicia.

—Mire qué bien lo hago yo sola, aunque me duele mucho, mucho, la espalda. Enfermera, ¿cómo se llama usted?

—Lola Pardiñas.

—Es usted muy bonita. ¿Qué edad tiene, si no es indiscreción?

—Veintiocho. ¿Y usted cómo se llama?

—Alicia Almenara.

—¿Usted es la famosa Alicia Almenara? ¡No puedo creerlo! ¿Y quién la ha metido a usted aquí?

—¡Caprichos del director, supongo!

—Ahora vuelva a su cuarto, Alicia. Su cama es la dieciséis B. Quiero verla andar y vestirse sola. Tome. Ésta es su ropa. Después miraremos su espalda.

—¿No me da usted más ropa interior que el sostén?

—No es costumbre.

—¿Por qué?

—Muy pronto lo sabrá.

Cruzó Alicia ante aquella población desnuda y deforme. El panorama le recordó al de un grabado francés que representaba las ánimas que penan en el Purgatorio. Lo mismo que la primera vez que bajó a la «Sala de los Desamparados», no se atrevía a mirar directamente a la cara de las demenciadas. Contemplaba el conjunto, más no a los individuos. La ropa que le dieron era idéntica a la que llevaba «la Mujer Gorila» el día que la atrapó: una bata azul y unas alpargatas negras. Mientras se vestía, las enfermeras ayudaban a hacerlo a las demás. Algunas de las dementes colaboraban alzando un brazo o extendiendo un pie; otras, era necesario moverles los miembros para enfundarles una manga o calzarlas; otras, en fin, se debatían, negándose a ser vestidas. Poner su ropa a la enana era una función parecida a la de amortajar a un muerto. Entre las rebeldes se contaban la mujer de los grititos —fácilmente reducible— y «la Mujer Tonelada», que respondía al dulce nombre de Ofelia. Todo el mundo debía permanecer junto a sus camas hasta nueva orden. De pronto comenzaron los alaridos por el fondo del pasillo. Se diría que las degollaban. Unas chillaban estridentemente como las malas actrices en las películas de terror. Otras, con largos quejidos, como un lúgubre viento. Las había que emitían un breve gruñido. Y una de ellas maullaba como un tierno gatito desamparado. Este coro de voces se repetía día tras día a la hora de las inyecciones. Y se iba aproximando a lo largo de los cuartos numerados, a medida que las enfermeras, armadas con las jeringuillas, se iban acercando. Al llegarle el turno a Alicia, ésta tuvo una feliz intuición.

—El doctor Rosellini —dijo— ha prohibido que se me medique. Ojeó la enfermera su cuadernillo de instrucciones, y comentó:

—En efecto, lo ha prohibido.

Y pasó a la siguiente.

Para que la dulce Ofelia pudiera ser inyectada, diez «batas blancas» entre las más corpulentas se tumbaron sobre ella. Llegada la hora del desayuno, Alicia comprobó que la más dócil era «la Gorila» y la más conflictiva «la Tonelada» del poético nombre. Cada movimiento, cada acción —ducha, inyección, comida, paseo— era una algarada permanente. A Alicia quisieron darle de comer en la boca, y al asegurar ella que podía valerse por sí misma, la dejaron hacer por ver si decía la verdad. Con gran alivio comprobaron que sí, porque el resto de aquella tribu infrahumana no hacía sino crear problemas y dificultades sin cuento. Las sufridas «batas blancas» no podían permitirse el lujo de un solo instante de distracción. Había una loca a la que, por error, dejaron desayunarse sola. Se limitaron a migar el pan en un gran bol de malta con leche y azúcar. Y no se ocuparon más de ella. Mas es el caso que el alimento no llegaba nunca a sus dientes. En el trayecto que va del tazón a sus labios, el cubierto se había vaciado íntegro sobre su bata. Ni un solo de los viajes de su cuchara llegó a buen puerto. Hubo que lavarla y cambiarla de ropa y en cuanto se pasó al salón —réplica del de los Desamparados— se orinó encima; con lo cual, por tercera vez en media hora, se produjo la incómoda operación de desvestirla, lavarla y volverle a vestir una bata limpia. Comprendió Alicia por qué la ropa interior sólo consistía en el sostén. Era una medida de economía de tiempo y de higiene, ya que la mayoría de las demenciadas se orinaban encima continuamente.

Concluido el desayuno se daba a algunas enfermas un cubo y un mechudo —consistente en un palo con multitud de bayetas adheridas— para que limpiaran los ladrillos del pasillo y los dormitorios. Eran muy pocas las que eran capaces de realizar estos movimientos elementales; mas había una reclusa llamada Tecla Torroba, que adquirió el hábito de hacerlo. Y desde que se desayunaba hasta la hora de comer, y desde el almuerzo hasta la cena, no cesaba de fregar unas sesenta o setenta veces lo que ya habían hecho las otras, con lo que el suelo quedaba tan lamido, relimpio y aseado como un traje de novia. Para que Tecla Torroba dejara de trabajar había que atarla. Alicia, al cervantino modo, la bautizó «la Ilustre Fregona».

Estaba Alice Gould dedicada a este menester cuando intuyó que alguien a sus espaldas la contemplaba. Volvióse. Era el doctor Rosellini. Nunca le había visto un rostro tan grave.

—Deje su trabajo, y sígame.

La cedió el paso para que entrase en su despachito, y colgó en el pomo de la puerta un cartón impreso que decía: PROHIBIDA LA ENTRADA.

Se miraron a los ojos. Rosellini habló en voz muy baja:

—Soy su amigo, Alicia. Y espero que no cometa la indiscreción de repetir a nadie, ni ahora ni cuando se vea libre, lo que voy a decirle.

—Me tiene usted en ascuas, doctor.

—Fíjese bien en la gravedad que supone para un médico interno de un hospital psiquiátrico lo que estoy dispuesto a hacer: organizar su fuga. El crimen que se está cometiendo con usted carece de paliativos.

Rosellini hablaba casi en un susurro. Su rostro, normalmente sosegado e inexpresivo, estaba encendido por la cólera.

—Ahora bien —añadió—, también le anuncio que sólo haré esto en último extremo. Primero intentaré por todos los medios su libertad legal. Sólo le ruego que tenga usted un poco de paciencia y esperemos el regreso de César Arellano. La decisión del director de aprovechar la ausencia del médico que la ha atendido hasta ahora para iniciar con usted un tratamiento tan grave como el que iba a aplicársele ayer, es moral y clínicamente inadmisible, máxime existiendo serias dudas de que esté usted siendo víctima de una estafa, un chantaje o una venganza.

—¿No ha sospechado usted, doctor Rosellini, que el director pretende hacerme enloquecer?

—Sí. Lo he pensado. Pero no lo conseguirá. A todos los clientes de esta unidad debe usted mirarlos «desde fuera». En ningún momento «desde dentro», como si usted fuera uno de ellos. Le puedo facilitar libros que expliquen los casos de cada uno; así los considerará científicamente y no como compañeros suyos. Pídame cuanto necesite para estar entretenida: libros, revistas, comida. Sólo a una cosa me negaré: a que salga usted de mi unidad. Aquí está usted protegida por mí. Y fuera de aquí ¡no respondo de las perrerías que puedan hacerle!

—Doctor Rosellini, no encuentro palabras para demostrarle mi gratitud. Le haré una lista de los objetos que me serán más útiles. ¡Que Dios le pague todo el bien que me hace!

—Me falta otra cosa por decirle. Yo voy a fingir que la estoy tratando con unos psicofármacos fortísimos. Tal vez en algún momento, tenga usted que representar una pequeña comedia.

Alicia sonrió.

—¡Desde que estoy aquí me estoy especializando en eso!

Rosellini se puso en pie y Alicia le imitó.

—Voy a hacer mi recorrido por el pabellón de hombres y después regresaré. Téngame hecha su lista para entonces.

—Doctor, para eso necesito pluma y papel.

Salieron al exterior y el médico ordenó a Lola Pardiñas:

—¡Dale a esta enferma lo que te pida!

¡Manes del reglamento! El director tenía rigurosamente prohibida en la Unidad de Demenciados la existencia de objetos punzantes en poder de los enfermos. Y entre tales objetos se contaban las plumas, lápices y bolígrafos.

—¿Cómo voy a hacerle al doctor Rosellini la lista que me ha pedido?

—Dictándomela a mí —respondió la bonita enfermera. La lista quedó compuesta del siguiente modo:

1.º Autorización escrita para poder usar pluma y papel de escribir.

2.º Pluma.

3.º Papel de escribir.

4.º Mi cepillo de pelo.

5.º Mis libros de medicina.

6.º Mi ropa interior.

7.º Autorización para recibir visitas.

8.º El parte climatológico diario de la provincia de Almería.

—Estoy un poco sorprendida —comentó la «bata blanca»—. ¿Qué significa todo esto? Alicia se abstuvo de responder por lo derecho.

—La lista es para el doctor Rosellini. Quédese con ella y se la entrega cuando le vea, por favor. Dígame, Lola, ¿qué debo hacer ahora? ¿Adónde tengo que ir?

—Es usted libre de pasear por el patio interior (donde también se reúnen los hombres) o de ir a la sala de mujeres solas, desde cuyas ventanas se divisa el parque.

—¿Hace buen día?

—No. Hay muchas nubes tormentosas y hace fresco.

Alicia penetró en la gran nave. ¡Era dantesca! ¡La más normal de las residentes era «la Mujer Gorila»! Bajo su apariencia de ferocidad era obediente y sumisa. Tenía el vicio de agarrar objetos y contemplarlos ensimismada porque su mente no acertaba a averiguar qué cosa eran. La dulce Ofelia estaba atada a un sillón por muñecas, tobillos y cintura. Su inmenso volumen dormitaba. Pronto supo que los primeros días hubo que reducirla y atarla porque atacaba con saña a todos cuantos tuvieran movimiento. De suerte que ya había adquirido el reflejo condicionado de desear las ataduras, y en cuanto entraba en la nave se dirigía a su sillón y ofrecía sus muñecas y tobillos a las «batas blancas» para que la amarraran. Si no lo hacían, le entraban sus accesos de furia. La enana yacía en el suelo cual si estuviese muerta. Una hilera de catatónicas estaban sentadas absolutamente inmóviles en un banco de piedra que bordeaba la inmensa nave. Y semejaban un zócalo humano. Una mujer de edad indefinible, levantadas las faldas hasta la cintura, se arrancaba parsimoniosamente parásitos del vello del pubis. Se oían voces amenazantes, pero eran de mujeres que hablaban solas. A pesar de las ventanas abiertas y de la ducha matinal obligatoria, un olor fétido se extendía por doquier. El mayor movimiento de entradas y salidas era el de las enfermeras llevándose a las que se ensuciaban encima y limpiando el suelo de los excrementos que sazonaban de irracionalidad, animalidad y hediondez el recinto. Una mujer de bellas facciones andaba a gatas y husmeaba como lo haría un perro los detritos recientes. La que emitía graznidos lo hacía exactamente cada veintisiete segundos cronometrados por Alicia. Y eran muchas, muchas, muchas las que hablaban, gesticulaban, reían o lloraban teniendo como interlocutores únicos a sus alucinaciones. ¿Qué es lo que verían, qué es lo que escucharían decir a sus fantasmas? ¿Variarían de día en día, o de hora en hora, o su alucinación sería invariable y fija como una pesadilla que durara eternamente? Quiso Alicia trazar un catálogo de diferenciaciones entre la «Sala de los Desamparados» y la «Jaula de los Leones» (o «de las Leonas», ya que se encontraba en la nave de las hembras). Lo primero que le vino a la mente fue más literario que científico; más metafórico que selectivo. Lo que veía ante ella era de más alcurnia morbosa. Este palacio estaba reservado a la más alta aristocracia de la locura, a la sangre azul de los perturbados, a los linajudos de las demencias. Procedían de diversas familias de males, como los hidalgos de sus linajes, pero la enana, «la Mujer Tonelada», «la Gorila», la que andaba a gatas, las que reñían con sus sombras, las sucias, las quietas, eran las infanzonas, las patricias, la crema de todo el manicomio. ¡Triste y siniestra catalogación de estirpes! Más esto que era certísimo no marcaba una diferenciación de actitudes, sino de grado. Y pronto dio con una clave que distinguía a todos los inquilinos de «la jaula» con los del resto del manicomio. Los que andaban libres por el parque, los que convivían en el edificio central, tenían comunicación entre sí. Don Luis Ortiz era una fuente de lágrimas; sus glándulas lacrimales competían con el río Amazonas en la producción de líquido, pero hablaba y entendía y paseaba con otros. «El Falso Mutista» no hablaba con nadie «para que no le robaran sus pensamientos», pero él estaba atentísimo a lo que hacían o decían los demás. Rómulo padecía una amnesia lacunar respecto a Remo, su gemelo aplastado, pero sabía cómo se movían, hablaban y se comportaban «los otros». Y ésa era la gran diferencia. Para los habitantes de «la Jaula», «los otros» no existían. La gran mayoría de los dementes no eran capaces de estar atentos a nada, pero los que sí podían fijar en algo sus pensamientos, los dirigían hacia entelequias ancladas en su pasado o en sus alucinaciones engañosas. Y así, esta mujer insufrible que ahora estaba plantada ante Alicia acusándola de haberle robado la herencia de un predio agrícola, no hablaba en realidad con ella, sino con sus fantasmas, con sus espectros, con sus duendes. En la «Sala de los Desamparados», los locos padecían sus males «en compañía». Aquí, todos estaban solos con sus quimeras.

Gran parte de la tarde estuvo Alice Gould conspirando con el doctor Rosellini. El plan «inicial» —al que posteriormente Alicia añadió notables perfeccionamientos— era éste. Se fingiría, hasta el regreso del doctor Arellano, que era tratada directamente por el jefe de la unidad. Entretanto, el abogado que ella escogiera —y al que se le permitiría subrepticiamente la entrada en el despacho de Rosellini— se encargaría de los trámites legales para la localización de Heliodoro Almenara a efectos de que éste, acogiéndose al párrafo b) del artículo 27 (del tantas veces mencionado Decreto de 1931), reclamara formalmente a la enferma sin hacer mención de si los trámites para su ingreso fueron falsificados o no. De modo paralelo, y por si lo anterior fallara, se redactaría un documento para que fuese firmado por todo el cuadro clínico de médicos solicitando del director que aplicase el párrafo d) de la misma disposición: es decir, declarando «la sanidad» de Alice Gould y su consecuente libertad, por haber cesado las causas por las que fue internada. Más para hacer esto era inexcusable el regreso de César Arellano: no sólo por la importancia de su firma como jefe de los Servicios Clínicos, sino por su ascendiente sobre los demás médicos para convencerles de que estampasen la suya en el documento de petición. Por último, si en el entretanto Samuel Alvar pretendía cambiar de unidad a Alice Gould para tratarla con insulinoterapia o electroconvulsionantes, el doctor Rosellini se comprometía a sacar a Alicia del hospital en el portaequipajes de su automóvil y trasladarla a un lugar seguro, aunque esto —si se descubría— le costara el puesto.

Se extendió después Rosellini, con visible irritación, a lo que denominó «la historia de los cuchillos». En la última junta de médicos —explicó— y como consecuencia del doble homicidio de Machimbarrena, se propuso un sistema por el cual los utensilios de las cocinas de las «viviendas familiares» quedasen unidos por unos dispositivos a las paredes, de modo que pudieran ser usados, pero no extraídos de las casas. Todos estuvieron de acuerdo menos el director, quien consideraba que tal medida era humillante y depresiva para los enfermos y, por tanto, «antisocial».

Interrumpióle Alicia el relato de esta historia. Quería precisar «algunos detalles» al plan expuesto para su «salida legal», cuyas posibilidades estaba de acuerdo en que debían ser agotadas antes de intentar «la segunda fuga».

—Una vez hablé de esto mismo con el doctor Arellano —explicó Alicia—. Y llegamos a la conclusión de que aunque mi marido me reclamara, el médico-director podía oponerse a mi salida, caso de considerarme «en estado de peligrosidad». ¡Y éste es el supuesto que nos ocupa, ya que Alvar me ha destinado a la unidad de «los peligrosos»! Siendo éste su criterio, ¿cómo imaginar que se deje convencer por ustedes para declararme sana? César Arellano me explicó que me quedaba como último recurso apelar a la autoridad gubernativa. A lo que yo repliqué que aún quedaba otro medio que no era la fuga. César negó que hubiese otra posibilidad. Y yo porfié que sí.

—Yo tampoco veo otro medio legal —murmuró Rosellini al oír esto. Alicia extremó la mejor de sus sonrisas.

—Cuando César Arellano insistió en que le explicase de qué otros medios podía valerme para salir de aquí, me quejé de su falta de imaginación. ¡Los médicos son ustedes tan inocentes!

Rosellini repitió que no había otros medios de salir del hospital que los ya dichos, o la fuga. Pero Alicia se mantuvo en sus trece afirmando que existía un modo mucho más eficaz.

—Me gustaría conocerlo —dijo Rosellini escéptico. Alice Gould rompió a reír.

—Si mi libertad depende del director, y el actual se opone… todo consiste, amigo Rosellini… ¡en cambiar de director!

El jefe de la Unidad de Demenciados parpadeó repetidas veces. Alice Gould continuó con entusiasmo:

—En lugar de redactar este documento, firmado por todo el cuadro médico pidiendo mi exclaustración, lo que deben ustedes firmar es una petición dirigida al ministro de Sanidad solicitando unánimemente el traslado de Samuel Alvar. ¡Es así de sencillo! Piense, doctor, en los suicidios, las fugas, las rejas no sustituidas por ventanas apropiadas, los ahogados, los asesinados, la fatídica excursión campestre, la negativa que acaba de contarme a tomar una medida de prudencia tan elemental como la de los cuchillos…, el hecho mismo de mandarme tratar por una enfermedad que no ha sido diagnosticada por nadie… ¿No le parecen motivos suficientes para solicitar por vía reglamentaria la destitución de ese incompetente?

Rosellini se atusó el pelo con las manos y repitió este movimiento varias veces.

—¿No lo comprende, doctor? Si Samuel Alvar no me suelta, hay que sustituirle por otro director. Pero no por cualquiera… sino por otro director… ¡que esté dispuesto a dejarme en libertad!

—¡Es usted maquiavélica!

—La necesidad afina el magín —rio Alicia—, ¡y es mucho lo que me va en ello! ¡La operación «A.A.» (AntiAlvar) ha comenzado!

Cuando concluyó su importante conversación con el médico, Alicia quiso hablar con la enfermera jefe de la unidad. A pesar de haber una auxiliar por cada cuatro dementes, el trabajo de las «batas blancas» era agotador. Las admirables y sufridas mujeres no daban abasto para lavar y cambiar de ropa a las que en términos psiquiátricos antiguos llamaban «sucias»; para amarrar a las furiosas; comprobar si la que se quitaba pacientemente parásitos de sus partes pudendas los tenía o no; dar de comer en la boca a las inmóviles, inyectar calmantes a las excitadas, y mil faenas más que eran más terribles de ver que fáciles de explicar. Se ofreció Alicia para ayudarlas en lo que pudiese. Aunque no conocía —¡ello era imposible!— a todo el personal del manicomio, lo cierto es que ella era conocida de todos. Se sabía la ascendencia que tenía entre los médicos y se consideraban escandalizadas de que una mujer como ella hubiese sido encerrada entre aquellos tristes desechos de humanidad. Así al menos se lo hizo saber la enfermera jefe, Isabel Moreno, mujer corpulenta, cincuentona, con gran experiencia en su oficio y mucho prestigio entre las auxiliares más jóvenes.

—Por las tardes —concluyó—, estamos menos agobiadas. Por las mañanas, en cambio, nos podría usted echar una mano ayudándonos en las duchas.

—¡Cuente con que lo haré! Pero me parece poco. Yo quisiera hacer más.

Isabel Moreno la contempló con gratitud no exenta de sorna.

—No sería usted capaz… ¡Hay que tener mucha experiencia y mucho estómago!

—¡Pruébeme en lo que sea! ¡Yo quiero ser útil!

—La voy a castigar por su temeridad. Espéreme aquí. Al poco tiempo regresó con un enorme biberón.

—Contiene jugo de verduras y de carne. Vamos a dárselo a una enferma muy peculiar. Se acercaron a una puerta.

—Sólo le agradeceré que no grite.

La habitación estaba a oscuras. Apenas se abrió la puerta sintióse un hedor, mezcla de establo, pocilga y urinario. Isabel Moreno pulsó el conmutador y la pieza se iluminó. En el suelo había un bulto humano y en la pared una percha con ropa. El bulto comenzó a agitarse, sentóse adosado a la pared y abrió una inmensa boca. Alicia emitió un gemido. Aquella mujer carecía de ojos, orejas, pelo y nariz. Su cara, redonda y congestionada, era como una bola desinflada y arrugada. En aquella masa informe sólo se abría el enorme cráter de una boca carente de dientes pero provista de poderosos labios gomosos que temblaban ante la inminencia del alimento presentido. Acercóle la enfermera el biberón a los labios, y éstos presionaron la tetilla de goma, y comenzaron a succionar con avidez. En el centro de la frente, como un dibujo incompleto, como un tatuaje mal hecho, se adivinaba nítido el perfil de un solo ojo que la naturaleza comenzó a formar en el seno materno y renunció después a concluir su obra. La leyenda mitológica de los gigantes, hijos de la tierra y el cielo, que poseían un solo ojo en el centro de la frente, tenía en esta monstruosa mujer un pálido remedo: una pavorosa caricatura. Era ciega, muda y sorda. Carecía de extremidades. Pero su aparato digestivo y respiratorio eran perfectos y su corazón latía con la regularidad de una muchacha joven y sana. La llamaban «la Mujer Cíclope». Nadie conocía su nombre, su edad ni su procedencia. Alguien la dejó abandonada de noche dentro de un saco junto a las verjas del hospital.

Alicia se había propuesto no gritar, mas no pudo evitarlo. Rehuyó los ojos de aquel esperpento, para eludir su terrorífica visión, pero lo que entonces vio era aún peor que lo primero. ¡Lo que colgaba de aquella percha que vislumbró en la pared no era ropa, era un ser humano! Estaba enfundada en una suerte de saco por uno de cuyos extremos emergía la cabeza y por el otro los pies. Era ciega, pues sus ojos abiertos estaban velados por una masa viscosa, como clara de huevo, movía los labios al olor del biberón y por sus pies descalzos se deslizaba, como por los canales que llegan a las alcantarillas, los desechos de su vientre, que eran recogidos por una gran palangana, situada a medio metro bajo sus pies. Carecía de toda posible continencia. Y sus detritos manaban por sus piernas, como una fuente constante, a medida que su organismo los producía y desechaba.

—¿Qué le ocurre?

—Carece de espina dorsal. Va encorsetada en un chaleco de cuero que lleva a la espalda un gancho para colgarla de la argolla. Nació aquí hace setenta años. Es hija de un sifilítico y una alcohólica, ambos dementes. Si la dejáramos caer se encogería como un acordeón y su cabeza se uniría con sus caderas.

—¿Le ha ocurrido eso alguna ver?

—Sí: de niña. Hasta que los médicos inventaron para ella esa vestimenta. Al principio la denominaban «la Niña Acordeón». Ahora, «la Mujer Percha».

—¿Está demenciada?

—¡Afortunadamente!

—¿Por qué no practican con ella la eutanasia y la dejan morir?

Isabel Moreno no respondió a esto.

—En fin, señora de Almenara, ¿qué prefiere? ¿Dar de comer a «la Mujer Percha» o hacerle la limpieza?

Alice Gould sufrió un vahído, temió desmayarse y huyó de allí.

La noche fue terrible. Antes de acostarse, muchas de las dementes recibían su acostumbrada ración de calmantes, y el coro de lamentos, gritos, ayes y alaridos se repetía a cada pinchazo. Según la información, había enfermas que, si no eran medicadas, comenzaban a gritar desde que se ponía el sol hasta que amanecía; y otras, desde el alba hasta el anochecer. ¡La Naturaleza es así de variada! De modo que los calmantes se turnaban, según cada supuesto, sin excluir (caso de la dulce Ofelia) doble y aun triple ración. Casi todas —salvo las inofensivas— dormían atadas. No se consideraba necesario hacer esto con la enana que se creía muerta, y era, por tanto, poco alborotadora; ni con la que andaba a cuatro patas maullando, pues era gatita faldera, regalona y cariñosa. Alicia fue también absuelta desde esa segunda noche de toda atadura. Pero es el caso que al ir a acostarse, encontró su cama ocupada por la muerta, a la que hubo que resucitar, y que a medianoche la gatita cariñosa se metió entre sus sábanas y empezó a ronronear. Alicia, con la ayuda de la ayudante nocturna, la cogió en brazos y devolvió la felina a su sitio, la cual, muy triste de haber sido desechada por la que creía ser su dueña, a lo largo de nueve horas no dejó de maullar. Entre sus maullidos particulares, los ronquidos generales, las que hablaban soñando, las que tardaban en dormirse y las que eran prontas en despertar, la noche fue un tormento. En los recuerdos de Alice Gould, durante su duermevela, se entremezclaban «la Mujer Percha», «la Mujer Cíclope», el aliento del mastín sobre su nuca y los gritos del pastor: «¡He cazau a la loca! ¡Eh, los civiles, vénganse pa’cá, que la he cazau y bien cazaü!».