ACOMPAÑADA DE GUILLERMO TERRÓN —el enfermero que la salvó de las garras de «la Mujer Gorila»—, Alicia recorrió los distintos talleres de laborterapia para decidir en cuál le interesaría trabajar, para ocupar sus horas libres, en tanto se resolvía su situación.

El primero de los pabellones que visitó fue el de bordados, en el que actuaba de primera oficiala Teresiña Carballeira. Era de admirar cómo esta mujer distribuía el trabajo y anotaba cuidadosamente el material entregado a cada una de las extrañísimas obreras. Este material —le explicó Terrón— debía ser recogido más tarde e inventariado, para evitar que ninguna guardase objetos punzantes que en momentos de crisis o depresiones podían volverse peligrosos.

Algunas bordaban con increíble lentitud e inimitable extravagancia. Elevaban las agujas cual si quisieran coser el espacio. Trazaban una parábola con la mano y varias espirales en el aire, fijos los ojos en el diminuto acero, y tras aquella pirueta —semejante a las que dibujara en el cielo un piloto de acrobacia aérea— hundían el instrumento en el sitio justo. Cada punzada requería un tiempo extra inverosímil; pero es el caso que, sin realizar previamente estos arabescos espaciales, no acertaban a perforar la tela en el lugar requerido. Dos o tres de las bordadoras no lo eran en sentido estricto. Les permitían estar allí para que se entretuviesen haciendo chapuzas o simplemente por tenerlas agrupadas con las demás y, con ello, conseguir una economía de vigilantes. Mezclaban indistintamente los colores más llamativos por el frente o el envés de los trapos, que perforaban por cualquier sitio, de modo que quedaban más doblados y engurruñados que papeles en el cesto de la basura. Mas había otras —la Carballeira entre ellas— que hacían verdaderos primores en mantelerías, trajes de novia, orlas y encajes.

—¿Esto lo ha hecho usted sola, Teresiña?

—No, señora Alicia. Me ayuda «la Gorda».

En efecto, cerca de la Carballeira había una de las muchas gordísimas que tipificaban la casa de orates, la cual se limitaba a pasar a la Carballeira los hilos de colores que aquélla le pedía.

—¿No le molesta que la llamen «Gorda»? —preguntó Alicia a Guillermo Terrón, señalando a la corpulenta campesina.

—Lo considera un apelativo cariñoso —respondió el enfermero—. Y además ella ignora su obesidad y atribuye que la llamen así a una broma a causa de su extremada delgadez. Se considera inapetente y afirma devorar todo cuanto engulle con insaciable voracidad por puro sentido de la disciplina.

«La Duquesa de Pitiminí» trabajaba al ganchillo. No lo hacía mal, pero aún curada o casi curada de su crisis, no podía prescindir de alguna rareza. Por ejemplo: llevaba diez dedales enfundados en cada uno de sus dedos.

—Las damas deben cuidar sus manos —comentó.

En la fábrica de paraguas trabajaban varios conocidos de Alicia: Rómulo, Luis Ortiz, Carolo Bocanegra, Ignacio Urquieta y Antonio el Sudamericano.

Los cuatro primeros formaban cadena en el orden que se ha citado. La misión de Rómulo era tomar una tuerca de las muchas que había en una cesta situada a su derecha, introducirla en una varilla metálica y pasarla a otra cesta situada a su izquierda. Lo hacía con admirable rapidez y precisión. El caballero llorón o violador de su nuera, presionaba con una llave inglesa la tuerca colocada por Rómulo y le pasaba la varilla a Carolo Bocanegra, quien la introducía en una suerte de mano con los dedos huecos, de modo que cuando el conjunto llegaba a poder de Ignacio Urquieta aquella armazón era como un erizo de larguísimas púas, al que el bilbaíno añadía la vara que haría de bastón. (La tela del paraguas no se ponía en el taller del manicomio sino en la auténtica fábrica comercial, que al encargar este trabajo a destajo al hospital psiquiátrico se ahorraba nómina, locales y seguridad social).

Antonio el Sudamericano trabajaba libre, fuera de la cadena, para no entorpecer con su ingente torpeza la buena marcha de los demás. Su misión era la misma que la de Rómulo, pero por cada quince o veinte tuercas que el falso hermano de «la Niña Péndulo» conseguía introducir en la varilla, él no acertaba a meter más de una o dos. Era penoso contemplarle. Tomaba con su mano derecha una de las tuercas, la observaba con gran atención como si fuese el primer objeto similar que veía en su vida, lo alzaba con gran cuidado en el aire, a la altura del sitio donde debía estar el extremo de la varilla, y sólo entonces caía en la cuenta de que había olvidado tomar esta de entre las muchas que tenía situadas ante sí. Un gran gesto de decepción se dibujaba en su rostro por tal descuido, devolvía con gran parsimonia la tuerca a su cestillo, tomaba la varilla con la mano izquierda, comprobaba que estaba totalmente vertical, repetía la maniobra de tomar una tuerca, sacaba la lengua entre los dientes, contenía el aliento y aflojaba al fin el índice y el pulgar de su mano diestra. De cada diez pruebas, nueve caía la tuerca al suelo; pero cuando por azar la tuerca conseguía enchufarse en la varilla correctamente, rompía a reír con grandes carcajadas de júbilo, y miraba a uno u otro de sus compañeros pidiendo un aplauso. O bien exclamaba, radiante: «¡Jo… Si mi viejo me viese hacer esto!».

Los capataces de tales talleres eran «batas blancas» muy seleccionados, pues reunían las tres condiciones de ser obreros especializados, maestros de «artes y oficios», y enfermeros psiquiátricos. Alicia decidió que ni le apetecía ensartar tuercas en varillas, ni armar las piezas elementales para unos juguetuelos sin originalidad ni valor, y que no tenía ya edad para aprender a bordar. De todos aquellos oficios el único que le satisfaría es… ¡el de capataz! Y convertirse en directora, vigilante y ángel guardián de aquellos desamparados. Bromeó consigo misma, y se dijo para sus adentros que era una especie de «Duquesa de Pitiminí» con manías de grandeza. ¡Pobres grandezas las suyas! Lo cierto es que el misterio de las almas enfermas espoleaba su curiosidad intelectual. Y la desolación de aquellas mentes taradas, el deseo de servirlas.

Llegó el otoño con su espléndido cortejo de oros, malvas y rojos. Los chopos que bordeaban los arroyos semejaban soldados de gala presentando armas. La libertad de que gozaba Alicia le permitió adquirir gran cantidad de libros (¡todos de estudio!, ¡todos de medicina!) que la distraían de la tardanza de García del Olmo en regresar y conocer sus resultados. A veces, Alicia presentaba su tarjeta naranja al vigilante de la puerta y se iba, loma arriba, sin más compañía que sus libros y no regresaba hasta la caída de la tarde, en que las verjas se cerraban.

Aunque el permiso para salir tenía como condición el ir acompañada, se hacía con ella una excepción. Todo el mundo sabía que gozaba de un status especial. Se le devolvió el encendedor, instrumento que sólo podían manejar los enfermeros; y la ecónoma tenía instrucciones de no poner límites a sus pedidos de dinero, beneficio que ella usó discretamente, pues no gastó más que en libros; en dos trajes modestos pero decorosos y favorecedores para el uso diario, y en sellos de cartas dirigidas a todos los consulados de España en Argentina pidiendo noticias de Heliodoro Almenara. En su oficina de Madrid, el personal —al no tener el ojo del ama encima— había hecho mangas y capirotes de la disciplina y del buen sentido y decidió tomarse las vacaciones de golpe, sin escalonar las salidas y regresos, de modo que el despacho estaba cerrado. Esto, al menos, imaginaba ella, al no haber recibido contestación a la carta en que pedía le enviasen su carnet de detective y la separata de su tesis doctoral.

Sus salidas con César Arellano fueron pocas y espaciadas; en parte porque las vacaciones de otros médicos multiplicaban las ocupaciones de éste y, en parte, porque Alicia consideró prudente no alentar con ilusiones vanas un galanteo que debía mantenerse dentro de unos límites muy marcados y precisos. Con esto, ella misma se autocastigaba, pues la compañía de César era a la vez aliciente y sedante, compensación y estímulo.

El otoño no sólo trajo consigo la variación cromática de la naturaleza. Se diría que Dios —que no era mal paisajista— se complaciera, cada nueva estación, en pintar las mismas cosas con distintos colores. También trajo la melancolía: una mezcla de paz y vaga tristeza. Alicia se felicitó de haber encontrado la definición exacta de su estado de ánimo: una tristeza sosegada.

«La Duquesa de Pitiminí» fue dada de alta y marchó a su casa. Otros, apenas conocidos por Alicia, fueron también devueltos a sus hogares. A medida que el otoño atemperaba los ardores de la canícula, muchas alteraciones y crisis remitían solas: el ciclo de la enfermedad pasaba a una nueva estación, se enfriaba, como la temperatura. Mas ¿por qué unos, que eran verdaderos enfermos, resolvían su situación y ella, que estaba sana, no lo conseguía? La tardanza de García del Olmo en dejarse ver, después de habérsele informado que la misión encomendada a Alice Gould había concluido, era intolerable. Pensaba en esto Alicia con harta dificultad. A veces imaginaba que un inmenso telón de hierro (como los que se usaban antiguamente en los teatros para evitar que el fuego —caso de haberlo— se propagase) se interponía entre ella y su intento de razonar. No era, por supuesto, una alucinación visible, como cuando Teresiña Carballeira vio una serpiente de grandes dimensiones en el lugar que ocupaba su madre. Era —contrariamente a esto— una visión imaginaria o intelectual.

El telón se proyectaba ante ella como si dijera: «No quiero que tu pensamiento pase de aquí». Es terreno acotado. Vedado de caza. «Zona rastrillai». Y lo cierto es que no podía traspasarlo.

Comenzó a alarmarse. Su naturaleza le vedaba penetrar en determinadas zonas de su mente. Era como una suerte de amnesia proyectada en parte hacia el pasado; y en parte, paradójicamente, hacia el futuro. No era libre de acercarse a ella. Podía discurrir con entera facilidad y lucidez en los temas más abstrusos que su imaginación le presentase. Recordó que, con otras personas delante, podía hablar y argumentar brillantemente acerca de las causas de su internamiento, pero, a solas con ella misma, no podía. Se esforzó varias veces por intentarlo. Una vez fue, como hemos dicho, el telón de hierro el que se interpuso; otras, una avalancha de agua como la que anegó a los ejércitos del faraón en el mar Rojo, cuando iba en persecución de las huestes capitaneadas por Moisés. Otra, un gran vacío que la succionaba como si fuese un aerolito desprendido y atraído por la gravedad de una gran masa que va a la deriva por el espacio.

Era tal el vértigo que sentía, que procuraba eludir, con miedo, todo nuevo intento de penetrar en aquella zona de su psique que se negaba por tanto ardimiento a ser hollada.

Paseaba una tarde Alicia por el parque. Era día de visitas. El sol, del que semanas antes era obligado huir, se buscaba con gusto. Y bajo el sol deambulaban multitud de personas acompañadas de sus visitantes. Las verjas estaban abiertas y unos se movilizaban por dentro y otros por fuera de las tapias. Vio Alicia al ciego mordedor de objetos, acompañado de una mujer que podría ser su madre y de un mocetón que era, sin duda, su hermano por el gran parecido físico que guardaba con él. Tenían aspecto de campesinos de condición humilde, y era triste comparar a los dos hermanos, uno sano y otro enfermo. El ciego padecía la necesidad irreprimible de una aparatosa movilidad: alzaba la cabeza, pateaba, encogía los hombros, contraía y distendía la boca, mordía el bastón. Padecía (como «el Autor de la Teoría de los Nueve Universos») lo que los médicos llaman trastornos psicomotores, pero éstos eran más brutales en el ciego y más grotescos —casi cómicos— en «el Astrólogo», el cual andaba como si bailara un rigodón. El hermano del ciego le sostenía de un brazo, caminaba con pausa, hablaba sosegadamente. ¡Qué patética diferencia la de aquellos dos mozos, que la viejecita que los acompañaba tuvo en su seno!

Ignacio Urquieta paseaba con las mismas personas del día de su accidente, y don Luis Ortiz con dos jóvenes —hombre y mujer— y una niña de unos diez años. Comprendió Alicia al punto que se trataba de su hijo —el que creía haber hecho cornudo—; de su nuera —a la que creía haber seducido—; y de su nieta, de la que imaginaba, en su delirio, que era hija suya. Su atuendo era el de una familia de empleados o dueños de un pequeño comercio. Llevaba don Luis de la mano a la niña, a su izquierda a su hijo y a la izquierda de éste iba la nuera: una mujer de aspecto sano, modoso, no demasiado bonita, y del talante más alejado que cabe al de haber cometido la felonía que le atribuyó su suegro. Éste de vez en cuando se volvía hacia ella por detrás de su hijo, le guiñaba y se llevaba un dedo a los labios, exigiendo silencio. El secreto «que ellos dos solos sabían» no debía trascender a nadie. Advirtió Alicia que, cada vez que esto ocurría, la mujer presionaba el brazo de su marido para advertirle que no se volviese, y se fingiera el distraído, para no poner a su padre en evidencia. ¡Oh, qué grotesco y qué triste resultaba ver esto! Otros enfermos impresionaban por su patetismo. Don Luis por lo ridículo de su tragicómica locura. Despidiéronse en la verja junto a la que estaban apiñados gran número de automóviles. Luis Ortiz, de espaldas a Alicia, se quedó plantado a la entrada y no se movió de allí hasta que el coche de su familia se perdió de vista. Después regresó sobre sus pasos dirigiéndose al edificio central. Eran tan grandes sus sollozos y su desesperación que Alicia pensó si no sería conveniente avisar a un «bata blanca».

—Don Luis, ¿quiere usted que le acompañe? —le preguntó Alicia al verle tan acongojado.

—¡Soy un miserable! —respondió éste entre gemidos—. ¡Mi hijo es un ángel, y tiene por mujer a una arpía, y por padre al más grande de los bellacos! ¡Déjeme solo, señora: usted no merece que yo la ensucie con mi presencia!

A pesar de sus protestas, Alicia le hubiera acompañado, procurando consolarle, de no haber divisado a César Arellano en una postura realmente insólita: plantado a varios metros de la entrada y con los brazos abiertos en aspa, como un san Andrés crucificado. No tardó en resolverse la incógnita: un muchacho de unos diecisiete años penetró corriendo en el parque y se acogió a aquellos brazos que le esperaban con infinito amor. Alicia sabía que César era viudo, pero nadie le había hablado de que tuviera un hijo. Y aquel abrazo era inconfundible. Sólo un hijo es merecedor de una recepción así.

Antonio el Sudamericano corría de un grupo a otro, miraba descaradamente a cada hombre a la cara y, al no reconocer al que pretendía, se desplazaba en busca de nuevos rostros. Sus lágrimas eran conmovedoras y su expresión angustiada.

—Papá, papá…

Pasó junto a Alicia y ésta le detuvo por un brazo.

—Antonio, escucha…

—Tú no eres papá —dijo observándola con la mirada llena de niebla.

—No. Pero soy amiga tuya y te quiero bien. Anda, dame el brazo y acompáñame a pasear. Yo también estoy muy sola. —Antonio se agarró a ella. Su mano estaba convulsa.

—Papá no está. Papá no ha venido. ¿Dónde está papá?

Anduvieron muy poco tiempo juntos. Súbitamente Antonio se escapó de su lado y corrió hacia nuevos hombres que cruzaban el umbral de la entrada.

—Papá, papá…

Más ninguno de ellos era el que buscaba.

Alguien asió a Alicia por la muñeca. Su presión era bien distinta a la de «la Mujer Gorila».

—Alicia —dijo César—, quiero presentarte a mi hijo Carlos. —Y dirigiéndose a él—: Ésta es la señora de quien te hablé.

—Hola, Carlos —dijo Alicia amistosamente.

Éste le besó la mano. Era la primera cortesía de esta suerte que se le brindaba desde que ingresó.

—Acaba de volver de Inglaterra. Es el cuarto verano que pasa allí. El curso que viene ingresará en la Universidad.

Tell me —le dijo Alicia, hablándole directamente en inglés— where have you been in England?

In Norwich —respondió el muchacho. Y enseguida comentó sorprendido—: Your English is really beautiful, Mrs. Almenara.

Thank you, Charles. You also speak it very well. What are you going to study?

Medicine. I am trying to be a psychiatrist as my father.[1]

—Es de mala educación hablar delante de mí un idioma que no entiendo —protestó César Arellano—. He estado esperando el regreso de Carlos —añadió— para tomar mis vacaciones. Lo vamos a pasar en grande.

—¿Dónde iréis? —preguntó Alicia intentando ocultar su decepción.

—A Almería, a hacer pesca submarina.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—Voy a sentirme muy desamparada sin la protección de mi médico.

—Alicia, si cuando yo regrese ya no estás aquí, ¿dónde puedo escribirte?

—Montserrat Castell tiene mi dirección. —César le tendió la mano.

—Adiós, Alicia, hasta muy pronto. ¡Y mejor en Madrid que aquí!

—Que lo pases bien, César. Y tú, Carlos, cuídale. Y no le dejes bajar muy hondo bajo el mar. ¡Tu padre ya no tiene edad para esos deportes!

—Claro que tiene. ¡Es un buceador estupendo!

—¡Que os divirtáis!

—Adiós.

—Adiós…

Si había contenido hasta ahora el deseo de llorar, no pudo evitar que se le humedeciesen los ojos al oír decir a su espalda:

—Caramba, papá, ¡qué guapa es!

No quiso Alicia volverse para verlos marchar. Sólo faltaba que diesen de alta a Ignacio Urquieta, que se curase de pronto de su fobia y que se lo llevasen en volandas entre ese padre y ese hermano atlético con los que paseaba. «¡No quiero que se cure Ignacio!», gritó para sus adentros.

Rómulo llevaba de la manó a la joven Alicia. Incluso al andar, ésta se balanceaba un poco. Los dos niños —que no lo eran salvo en su edad mental— se acercaron a ella.

—Dale un beso a esta señora —dijo Rómulo—. Nadie más que yo sabe quién es. Y yo te lo contaré sólo a ti.

Besó Alicia a su pequeña tocaya, ya que ella no hizo ademán alguno. Y a él, con gran cariño.

—¡A mí también me tienes que contar tu secreto! —le dijo Alicia.

—Tú ya lo sabes… —respondió Rómulo maliciosa y misteriosamente. Y, tirando de la pobre idiota, prosiguió su camino entre los demás paseantes.

De súbito, Alicia se detuvo ante una señora a la que creyó reconocer. Era más baja que alta; iba muy encorsetada para paliar los excesos de su busto y sus caderas; vestía bien, aunque con elegancia un poco afectada, como quien lleva puesto el traje de los domingos; su rostro, de piel muy blanca, ojos azules y pelo negro, era muy grato y dulce. Al ver que Alicia la observaba se detuvo ella también y le sonrió.

—Nosotras nos conocemos, ¿verdad?

—Estoy segura —dijo Alicia— de habernos visto antes de ahora. Y trataba de recordar dónde y cuándo. Ese broche que lleva usted puesto también lo he visto alguna vez.

—Yo me llamo María Luisa Fernández.

—¿La detective? ¡Claro! Estuvimos juntas en una convención internacional de investigadores privados que se celebró en Mallorca. Éramos las dos únicas mujeres españolas de la profesión.

—Naturalmente —exclamó María Luisa—. ¡Usted es Alice Gould! ¿Viene usted a visitar a alguien?

—Sí —mintió Alicia—. A una gran amiga mía que padece crisis de angustia. ¿Y usted?

—A un sobrino de mi marido, pero lo tienen encerrado y no he podido verle. Creíamos que lo suyo eran depresiones pasajeras. Pero nos tememos que sea algo más triste.

—¿Pernocta usted en el pueblo esta noche?

—No. Regreso ahora mismo a Madrid.

—¡Lástima! Me hubiera encantado invitarla a cenar en una deliciosa taberna muy pintoresca que hay en La Fuentecilla.

—¡Otra vez será!

Despidiéronse las dos colegas, y Alicia emprendió el regreso hacia el edificio central.

La partida de César Arellano la había entristecido. Se encontraba desamparada sin su proximidad. La conmovía la idea de esas vacaciones mano a mano, de padre e hijo, sacando meros o peces limón en las aguas de cristal de la Costa Blanca. Se dirigió cabizbaja hacia los ventanales tras los que habría, sin duda, menos gente que en el parque. No se equivocó. La «Sala de los Desamparados» estaba prácticamente vacía, pero no desierta. «El Hombre Estatua», la autocastigada, y Antonio el Sudamericano eran sus únicos ocupantes. Los dos primeros guardaban su eterno silencio. El último, muy agitado, lloraba. Sentóse Alicia alejada de los tres. Súbitamente, Antonio cogióse al pomo de la puerta e hizo ademán de marcar un número telefónico.

—¡Hola, viejo! Che, ¿por qué no venís?… ¡Hola, hola…! ¿No eres tú?… Y entonces, ¿quién sos vos?

Antonio escuchó atentamente: movía los labios al compás de las palabras que imaginaba oír. De súbito dio un gran grito. Su rostro se fue demudando al tiempo que las escuchaba.

—¡¡¡Noooo!!!

Crispó la mano que tenía libre y comenzó a darse grandes puñetazos en el rostro.

—Júrame que no es cierto —continuó llorando—. Júramelo…

Se apartó de lo que creía ser teléfono. Paseó la mirada desvaída por la sala y corrió hasta «el Hombre Estatua», al que se abrazó sollozando:

—¡Ha muerto el viejo! ¡Mi viejo ha muerto de pena porque yo no sabía estudiar!

Era patético contemplar aquella pareja de hombres. Uno gigantesco, indiferente e inmóvil. El otro abrazado a él, todo convulso y agitado, afligido por un dolor infinito producido por una muerte imaginaria. Antonio se acusaba de la muerte de su padre. Él era el solo culpable; él era su asesino. Había matado a su viejo a disgustos porque aquél quería que su hijo estudiase, y él no podía, no «sabía» estudiar. Sus palabras eran desgarradoras, y su aflicción tocaba fondo. «El Hombre de Cera» ni le escuchaba ni le entendía ni le veía. Lo mismo podría el supuesto huérfano haberse abrazado a un árbol o a un mueble para dar rienda suelta a su dolor. Corrió Alicia en busca de un «bata blanca». Ese muchacho no estaba en condiciones de gozar del «régimen abierto». ¡Debían encerrarlo… y pronto!

El primer hombre de la casa con quien topó fue Samuel Alvar. Al escuchar a Alicia, le respondió con acritud:

—Gracias por avisarme, pero… ¡absténgase de decirme lo que debo hacer!

Cuando entraron en la «Sala de los Desamparados», Antonio ya no estaba. Le buscaron infructuosamente por toda la planta baja. «La frontera» estaba cerrada; luego era inútil intentar localizarle en las oficinas. De haber salido al parque le hubieran visto. Alvar subió precipitadamente la escalera de la unidad de hombres y Alicia avisó a Conrada la Vieja, quien junto con Roberta y ella misma comenzaron a inspeccionar la Unidad de Mujeres. Lo encontraron en las duchas de estas últimas, ahorcado con su propia camisa colgada del surtidor de la lluvia artificial. Se hizo lo indecible por reanimarle. Alicia oyó decir que incluso su corazón volvió a latir aunque muy pocos segundos. Recordó los versos de Jorge Manrique: …querer el hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura.

Y los recompuso de esta suerte: No es cordura querer hacer revivir a aquel que quiere morir.

¡Ah, qué terrible es el sino de los pobres locos, esos «renglones torcidos», esos yerros, esas faltas de ortografía del Creador, como los llamaba «el Autor de la Teoría de los Nueve Universos», ignorante de que él era uno de los más torcidos de todos los renglones de la caligrafía divina! ¡A las siete de la tarde de aquel mismo día llegó por primera vez a visitar a su hijo, en el hospital psiquiátrico, el padre de Antonio el Sudamericano!

Alicia quedó afectadísima por no haber actuado antes. Se culpaba una y otra vez de no haber avisado a tiempo a un «bata blanca», cuando vio el cariz que tomaba la crisis.

Pasó el resto de la tarde ensimismada y alicaída. A medida que el sol declinaba, la «Sala de los Desamparados» comenzó a llenarse, ya que, sin sus rayos, hacía frío en el exterior. No podía quitarse de la cabeza la imagen del joven loco, obsesionado por su padre, cuya visita anhelaba tanto; al que creía muerto de la pena que le producía tener un hijo enfermo de la mente; un padre que no le visitaba nunca y que, al fin, lo hizo cuando ya sólo podía posar sus labios en una carne fría y yerta. Era el tercer suicidio consumado que se producía desde que ingresó en el hospital. Y la octava muerte: ya que había que añadir al «Gnomo», Remo, los dos etarras y el ahogado que apoyaba su rostro para dormir en las plumas de una almohada inexistente: ninguno fallecido de muerte natural.

Montserrat Castell la distrajo de sus meditaciones. Estaba muy acalorada.

—Tengo noticias para ti, Alicia.

—¿Buenas o malas?

—Creo que muy buenas. El director me manda te advierta que no utilices hoy tu tarjeta naranja. De aquí a dos horas, más o menos, llegará al hospital tu cliente Raimundo García del Olmo. Lo traerá en su automóvil el doctor Muescas, que es amigo suyo. La entrevista tendrá lugar en el despacho de Samuel. También asistirá el comisario Ruiz de Pablos.

—¡Dios aprieta pero no ahoga! —exclamó Alice Gould inundado el rostro de alegría. Con añoranza, añadió:

—¡Qué pena que no pueda estar presente César Arellano!