ANTES DE ASISTIR A LA FIESTA de Marujita Maqueira, Alicia escribió dos cartas. Una dirigida a su oficina, encareciendo que le enviasen su licencia de detective y una separata de su tesis doctoral, y otra a su marido.
Querido mío:
Cuando recibas estas líneas ya te habrás enterado por la doctora Bernardos de mi situación y del lío tan estúpido en que me he metido. Ven pronto a buscarme. Te quiere,
ALICE
Releyó Alicia ocho o diez veces tan breves líneas, y de súbito, obedeciendo un impulso, la rasgó en trozos tan menudos como confetis. Quedó enajenada, contemplando las briznas de papel. ¿Por qué rompió la carta a Heliodoro? No encontró respuesta válida. Volvió a escribirla, palabra por palabra, idéntica a la anterior. Y sin pensarlo más la metió en un sobre y la guardó en su bolso.
A la fiesta en el pabellón de deportes asistieron Norberto Machimbarrena (el hoy alegre y ayer asesino de tres compañeros de la Armada), Teresiña Carballeira (que no le aventajaba, mas tampoco se quedaba a la zaga respecto al número de homicidios), «el Hortelano», «el Falso Mutista», «el Albaricoque», las dos Conradas —madre e hija—, Charito Méndez, ex «Duquesa de Pitiminí», Ignacio Urquieta (responsable de que en la recepción no hubiese una sola jarra de agua, aunque sí jugos, gaseosas y sangrías); don Luis Ortiz, quien en honor a sus anfitriones no lloró, y el hombre que soñaba despierto y que parecía totalmente restablecido. Por parte de los invitantes estaban Marujita; sus padres, que eran muy jóvenes y agradables; y un hermano suyo, también estudiante de Bachillerato, que estaba literalmente pasmado ante la conversación del «Albaricoque» y la no conversación de Carolo Bocanegra.
Quedó muy sorprendida Alicia de que los Tres Magníficos no asistieran a la simpática fiesta de despedida, a pesar de estar invitados. Montserrat Castell tampoco apareció por allí. Tan sólo el doctor Sobrino (médico a cuyo cargo estuvo Marujita Maqueira) se acercó a saludar. Estuvo muy pocos minutos y se le veía más atento a lo que ocurría fuera que dentro del pabellón.
Alicia estuvo el mayor tiempo posible con la señora de Maqueira, madre de Maruja. Extremó su amabilidad con ella, pues deseaba ganar su voluntad. Y al final le pidió que cuando saliera del hospital depositara en un buzón, al pasar por el primer pueblo, las dos cartas que le entregó.
—¿Qué función desempeña usted en el hospital? —preguntó la madre de Maruja, Alicia mintió con toda la barba.
—Soy la doctora Bernardos y mi misión es manejar la tomografía computarizada.
—¡Ah!
Se extendió Alicia en múltiples consideraciones acerca de las ventajas de «su» instrumento para trazar un diagnóstico y dijo tales dislates acerca de su especialidad que hubiera hecho sonrojar a una pared encalada.
Apenas se hubo asegurado de que las cartas serían depositadas, la acució la necesidad de visitar en sus dependencias a la doctora Bernardos y conocer por ella misma la conversación mantenida con Heliodoro. Se despidió de la familia Maqueira con gran cariño y salió al exterior. Gran sorpresa fue la suya al ver rodeado el pabellón por guardias de uniforme y otros hombres, desconocidos para ella, de paisano.
Le interceptaron el paso.
—Sólo puede circularse en dirección al edificio central —le dijo el hombre.
—¿Yo tampoco? —preguntó fingiendo gran perplejidad. Y, al punto, improvisó—: ¡Soy la doctora Bernardos!
—Bien. Siga usted. Pero procure seguir las órdenes dadas y ponerse su bata blanca, doctora.
—No me parecía correcto llevarla puesta en una recepción. ¡Ahora mismo me la pongo!
«¿Qué habrá pasado?», se preguntó Alicia. El manicomio parecía tomado manu militan. Llegó al pabellón deseado. Nueva interrupción. Esta vez no podía preguntar por Dolores Bernardos de parte de Dolores Bernardos, pues la omnipresencia no es don concedido a los humanos.
—Necesito urgentemente ver a la doctora.
—¿Qué quiere de ella?
—Soy la señora de Maqueira. Mi hija, que creíamos restablecida, daba hoy una fiesta y…
—Estoy enterado. ¿Ha ocurrido algo?
—Ha vuelto a tener una recaída. ¡Necesito urgentemente hablar con la doctora!
—Pase usted…
Subió Alicia camino del despacho de la médico. «Yo no soy mentirosa por gusto —se dijo disculpándose— sino porque ¡me obligan!».
—¿Se ha enterado usted de lo ocurrido? —le dijo Dolores Bernardos al verla entrar.
—Será muy grave, sin duda… pero lo que yo quiero saber es si logró usted comunicarse con Heliodoro.
—Su marido, Alicia, está en Buenos Aires.
—¿Está en Buenos Aires? ¡Buscándome sin duda! ¿Qué explicación le dieron en casa?
—Me respondió una de esas cintas grabadas que repetía siempre lo mismo: «Don Heliodoro Almenara está de viaje en Buenos Aires. Si quiere dejar alguna comunicación, al oír la señal, comience a dictarla. Puede usted disponer de un minuto».
—Es espantoso lo que me dice, doctora Bernardos. ¿No decía esa cinta dónde se aloja en América?
—No.
Guardó Alicia silencio. La médico insistió:
—¿Ignora usted lo que ha ocurrido en el hospital?
—¿Qué ha ocurrido?
—Un paciente fue asesinado ayer durante la famosa excursión, otro se ahogó, dos intentaron suicidarse y seis han desaparecido. Al notar que eran ocho los que faltaban, se ha salido en su busca y se ha encontrado a los dos muertos, ¡víctimas de las ideas geniales del director! De los otros no hay rastros. ¡Probablemente se han fugado o se han perdido!
Alicia quedó espantada de lo que oía.
—¿Conozco yo a alguno de los muertos?
—Probablemente ambos eran residentes del edificio central, ya que el asesinado es un chico que se llama Rómulo. Uno de los fugados su hermano Remo. El otro, el ahogado, es…
—¿Han matado a Rómulo? ¿Han matado al «Niño Mimético»? ¡No quiero oírlo! ¡No quiero oírlo! ¿Quién ha sido el monstruo que ha hecho eso?
—Es lo que intenta averiguar la policía.
—¡Dios maldiga a su asesino! —exclamó Alicia, bañada en lágrimas—. ¡Pobre Rómulo, se ha muerto sin decirme su secreto! Yo le quería como a un hijo. ¿Dónde están ahora los cadáveres?
—En la sala de autopsias. Esperando a que llegue el forense.
—¿Podría verlos?
—No, Alicia. Rigurosamente prohibido.
—Cuando se levante la prohibición o cuando se haga una capilla ardiente, me gustaría rezar una oración junto al pobre Rómulo.
—De otra parte —informó la doctora Bernardos— no han aparecido los dos sociópatas de ETA. Y la policía quiere averiguar si se mezclaron ayer entre los excursionistas.
—No será fácil averiguarlo. ¡Éramos cerca de trescientos!
—Desde que entraron aquí los políticos, no han ocurrido sino desgracias. Incluso los médicos tenemos órdenes de no movernos hoy de nuestros despachos.
—¿Por qué ha dicho usted «sociópatas», doctora? A este tipo de maleantes ¿no se les llama psicópatas?
La médico la observó atentamente. Recordó que en la junta de médicos, Alice Gould había afirmado ser doctora cum laude por una tesis muy parecida a la que ella presentó. Y se dispuso a aprovechar aquellas horas de inactividad forzosa para averiguar hasta qué punto la extraña señora de Almenara mentía en esto o decía verdad.
—En su tesis doctoral sobre la delincuencia infantil —preguntó Dolores Bernardos— ¿considera usted psicópatas o sociópatas a los niños delincuentes? El tema me interesa mucho porque yo he escrito sobre la psicopatía del delincuente antisocial y creo que las anomalías de sus conductas están mucho más enraizadas en su infancia de lo que se ha señalado hasta ahora. Estos chicos de ETA que andan por ahí fugados, y que en su primer día de internamiento tumbaron a una débil mujer de un puñetazo, dejaron fuera de combate al enfermero Melitón Deza y noquearon a Ignacio Urquieta ¿son locos? ¿Son simples delincuentes? La respuesta no es tan sencilla como parece. ¿Cómo fueron sus infancias? ¿Qué raíces tienen, en sus anomalías de adultos, sus traumas infantiles?
—Mi tesis doctoral —respondió Alice Gould— versaba exclusivamente sobre los gamines colombianos. ¿No ha oído usted hablar de ellos? La palabra con la que los denominan es un galicismo: deriva de «gamín» en francés, y no en su acepción de chicos, muchachuelos, sino de golfillos callejeros. La mayor parte de ellos desconocen quiénes fueron sus padres. Son seres abandonados, generalmente fruto de uniones ilegítimas, y por instinto se agrupan y forman bandas. En una sociedad tan culta como la colombiana son una lacra endémica. Se los ve dormir, de día o de noche, junto a las grandes autopistas, o bajo los soportales de las iglesias o en los porches de los comercios. Son tan jóvenes (cinco, seis, tal vez ocho años) que la policía se apiada de ellos. Esas bandas, inicialmente, piden limosna a quien se la da. Más tarde exigen dinero a quien no se lo da de buen grado. A los nueve o diez años cometen su primer robo en pandilla. A los catorce, su primer delito de sangre. Son carne de presidio; son los futuros grandes bandoleros. Y muy pocos los que logran integrarse en la sociedad y acatar sus normas. Pero yo le aseguro que no son «individuos», enfermos de por sí, sino los frutos lógicos de una sociedad enferma. No son «antisociales» constitutivamente. No se han marginado por su propia voluntad. Es la sociedad quien los ha mantenido y los mantiene marginados. Prueba de ello es que cuando personas heroicas o instituciones beneméritas intentan rescatarlos, lo consiguen.
La doctora Bernardos rondaría los sesenta años: tal vez algunos menos. Mediana de estatura, ancho el busto, grandes caderas, no era, a pesar de eso, una mujer obesa sino una mujer fuerte. Enviudó muy joven (de otro médico psiquiatra que llegó a ser director del manicomio de Conjo, en Santiago de Compostela); no tuvo hijos y dedicó toda su vida al ejercicio de su profesión.
Entendió muy bien que Alice Gould no era una vulgar charlatana; que hablaba de lo que sabía y que entendía y dominaba los temas de los que hablaba. Era una mujer con «hechizo», y, sin duda, una de las pocas con quien poder mantener, en el hospital, conversaciones de cierta altura.
—Los «psicópatas» a los que definí en mi tesis doctoral, difieren mucho de sus «gamines» —comentó—. Los míos no proceden de la miseria. Muchos pertenecen a clases pudientes o son hijos de gentes que sin vivir en la opulencia son dueños de pequeños negocios (tabernas, librerías, tiendas) o que tienen sueldos dignos, o poseen tierras o ganados con los que vivir con modestia, pero sin aprietos. No pertenecen a subclases como los gitanos nómadas o subculturas como los quinquis. Siendo niños, si roban no es para comer, sino para destruir lo robado. Si rompen un objeto no es porque les desagrade, sino porque agrada a otros. Si maltratan a un animal no es por defenderse de él, sino para verle sufrir. Si huyen de sus casas y abandonan sus familias no es por afán de aventuras, sino por un secreto, indómito e invencible sentido de la insolidaridad primero familiar, después social y por último individual. Son incapaces de querer a nadie. Su capacidad afectiva es nula. Ésta es la cantera, la materia prima de donde surgen los «grapos», los «etas», las «brigadas rojas» italianas o los «meinhof» alemanes. Se los enclava bajo el común denominador de psicópatas, término demasiado amplio y, por ello, mucho más inadecuado que el de sociópatas, que ya empieza a hacer fortuna, y que es el que yo defiendo.
—Dígame, Dolores: ¿No todo delincuente habitual es un sociópata?
—¡De ningún modo! El sociópata es un individuo clínicamente muy bien definido. ¿Le pongo algunos ejemplos? El delincuente habitual es un hombre que ha decidido infringir las leyes para vivir. Comprende la necesidad de las leyes, no las discute, pero se las salta. No odia a la sociedad, pero se aprovecha de ella. El sociópata infringe igualmente las leyes, pero no por sacar utilidad alguna de su infringimiento (lo cual, en todo caso, sería una causa secundaria), sino por considerar intolerable la existencia misma de las normas. Si un delincuente común roba un cuadro o cualquier obra de arte es para venderla y obtener un beneficio. El sociópata, una vez robada, la quema, o la abandona una vez destruida. Al revés del delincuente «normal» el sociópata odia a la sociedad y no se aprovecha de ella.
»En un interrogatorio policial el delincuente común se quedaría realmente pasmado si le preguntaran por qué había robado las joyas del camarín de la Virgen en una ermita alejada. ¿Para qué iba a ser? ¡Para desguazarlas y venderlas y obtener un dinero! ¿Acaso existía otra respuesta razonable? Pero es evidente que existen otras respuestas: “porque no me gusta que una estatua de madera lleve joyas”, o bien “porque cuando yo era niño y creía esas sandeces le pedí un favor a esa virgen y no me lo concedió”. O bien “porque pasé por ahí y se me ocurrió demostrar al párroco que era tonto”. ¡Éstas hubiesen sido típicas respuestas de un sociópata! El delincuente común padece sentimientos de culpabilidad e incluso el arrepentimiento. El sociópata, en cambio, está muy satisfecho de su conducta. Y tiende a airearla y darle publicidad. Un delincuente común, generalmente, con mejor o peor fortuna, “planea” sus actos delictivos. Al sociópata se los planean otros, y el rasgo característico de su impulsividad consiste en convertir inmediatamente en actos sus deseos: lo mismo se trate de una violación que de disparar contra un policía que hace guardia en una esquina o está plácidamente tomando un refrigerio en un bar.
»Pero el rasgo diferencial de un sociópata respecto a los incursos en cualquier otro cuadro clínico psiquiátrico es el hecho de no padecer alteración alguna en su inteligencia. Resuelven positivamente los tests y el médico puede apreciar en la entrevista exploratoria de su mente una manera adecuada de razonar. ¿Son, por tanto, enfermos, o no lo son? Su peligrosidad queda fuera de toda duda. Y están patológicamente inclinados a la reincidencia. El que ha matado una vez, matará dos. Mas ¿cuál es el medio adecuado de la sociedad para defenderse de esos enemigos natos y primarios de todo orden sociopolítico? ¿El patíbulo, la cárcel perpetua o el manicomio?
»Los problemas médico-legales que plantean los sociópatas son harto sutiles. Sus conductas están gravemente deterioradas, pero no a causa de una deformación previa del sistema intelectivo, sino por la ausencia de códigos morales o por la sustitución de éstos por otros que se ciñen a sus tendencias. Ello los transforma en eternos inadaptados, fanáticos de lo absurdo, que aplican su ley no contra los individuos, sino contra la sociedad en su conjunto por razones que ellos mismos no saben explicar, ni las leyes combatir, ni los sociólogos entender. ¡Desde luego, a nosotros los médicos nos molesta mucho que los jueces nos cuelen en el manicomio delincuentes de esta procedencia! Es de las pocas cosas en que estoy de acuerdo con algún médico, cuyo nombre prefiero callar, de este hospital… ¡Por cierto, Alice, estuvo usted durísima, pero brillantísima también, la otra tarde en su duelo con el director! No acabo de entender cómo consiguió usted llevarle a su propio terreno y dominarle de tal modo. Si no tuviera hartos motivos para desconfiar de él, me hubiera llegado a dar pena, como cuando un boxeador es excesivamente superior a otro y lo masacra sin que el árbitro interrumpa la pelea. ¡Todo cuanto usted dijo de los suicidios, de las fugas, de la utopía de los métodos de los antipsiquiatras, es asombrosamente cierto! ¿Cómo consiguió usted informarse tan a fondo?
—Mi profesión me obliga a ser muy observadora —comentó Alicia.
Y creyó entrever que Samuel Alvar no era santo de su devoción. El calor que empleó en felicitarla por su actuación de la víspera, ¿se debía exclusivamente a la brillantez con que supo defenderse; a las pruebas y argumentos contundentes para alegar que ella era una mujer sana; a la lógica empleada para dejar bien patentes las razones por las que quiso ingresar en el manicomio… o por el baño dialéctico que había dado a un individuo que no le era grato, ni como hombre ni como médico, y cuya inquina hacia Alice Gould tenía todos los visos de apoyarse en razones poderosas, incomprensibles y no limpias?
En esto estaban cuando sonó el teléfono de la doctora. Escuchó atentamente, respondió con monosílabos y colgó.
—Los «sociópatas» de ETA acaban de ser encontrados en los sótanos de la antigua Cartuja… ¡Ambos muertos!
—¿Asesinados?
—¡Degollados! La orden de no movernos de donde estamos subsiste. Ahora los traen al depósito. ¡No le faltará trabajo al forense! Deme uno de sus cigarrillos, Alicia. ¿Quiere que le prepare un té?
Al cabo de media hora sonó de nuevo el teléfono del despacho y Dolores Bernardos lo descolgó. Escuchó unas palabras.
—Espere un momento —dijo.
Y separando el auricular del oído, alzó los ojos hacia Alicia.
—Me tiene usted que perdonar, señora de Almenara, pero debe usted marcharse. El forense está ya en el despacho del director y subirá aquí de un momento a otro. Ya la tendré informada. Ahora váyase, por favor.
Volvió a acercar el auricular al oído y a tomar notas de lo que le decían. Alicia se formó rápidamente su composición de lugar. El forense —había dicho la doctora Bernardos— «subirá aquí». Luego era en esa misma planta donde estaban depositados los cadáveres. Fuese hacia la puerta, junto a la que había una percha de la que colgaban un impermeable de verano y una bata blanca. Tomó la bata y salió. Al otro extremo del largo corredor un policía montaba guardia. Se enfundó la bata y se acercó a pasos decididos hacia él. Entretanto iba pensando para sí: «Una mentira más… ¿qué importa al mundo?».
—Soy la nueva forense —le dijo al policía—. ¿Es aquí?
—Pase usted, doctora.
En la sala olía a formol. Los cuatro cadáveres yacían en camillas de operaciones. Los de los etarras estaban degollados. El arma empleada debió de ser un gran cuchillo, sin duda. El del pequeño Rómulo carecía de heridas aparentes. Un hilillo de sangre ya seca le caía del labio sobre el mentón. Su cuerpo estaba menos rígido que el de los racistas. Aquéllos, sin duda, llevaban más tiempo muertos. Alicia acarició su cara y le besó en la frente. Hizo un gran esfuerzo por dominar su emoción. Empezaba a comprender… Empezaba a sospechar… Tomó la mano del gemelo entre las suyas y observó sus uñas con gran atención.
La voz del inspector sonó tras ella con tono profesional.
—Tiene hundido el tórax y reventado el vientre, con las entrañas fuera. Ahora lo verá usted.
Lo que acababa Alicia de descubrir era de extrema gravedad.
En el ahogado, Alicia reconoció al primer hombre al que vio dormir sobre la «almohada esquizofrénica».
Le apenó considerar su triste destino. Pero muy pronto dejó de mirarle para volver sus ojos hacia los otros tres muertos: «Ya sé quiénes son sus asesinos», murmuró para su coleto. Y en voz alta comentó:
—Voy a buscar mi instrumental.
Y, fuertemente impresionada por lo que había visto y descubierto, salió para no volver.
No se quitó la bata blanca para no verse privada de libertad de movimientos. Dio un gran rodeo por el parque como precaución, ya que no quería en modo alguno cruzarse con el auténtico forense que vendría, como mandaba la lógica, por el camino más corto desde el despacho del director y, probablemente, acompañado por éste.
Se acercó Alicia a un policía de paisano.
—Buenas tardes, inspector.
—Buenas tardes, doctora.
—Si no es indiscreción, ¿podría decirme quién dirige la investigación de estos crímenes?
—El comisario Ruiz de Pablos. Algunas personas van a ser interrogadas.
—¿Sería usted tan amable de hacerle llegar una nota diciendo que sólo es necesario que tome declaración a una persona? Me consta que hay alguien en el hospital que tiene la clave de lo ocurrido.
—¿Respecto a cuál de los tres crímenes?
—Respecto a los tres. Todo lo que sea retrasar su declaración es perder el tiempo, inspector. Se trata de una mujer. Tome su nombre, por favor. Se llama Alicia de Almenara.
Despidióse Alice Gould del asombrado policía y penetró en el edificio central por la puerta que daba a los lavabos. Allí colgó la bata y salió a la galería, en el momento justo en que vio al hoy ahogado dormir con la cabeza reclinada en una almohada inexistente. Este individuo ya no estaría más allí. Tal vez tuviera en el otro mundo una almohada mejor. A la mujer autocastigada en el rincón le habían cambiado la ropa mojada por otra seca, y seguía donde siempre.
Avanzó por el pasillo. «La Niña Péndulo», indiferente al drama que le había ocurrido al gemelo, se cimbreaba como un junco agitado por el viento eterno. Su balanceo era el mismo de otras veces. Con todo, al no estar Rómulo a su lado acariciándole la frente, parecía mucho más desvalida.
«El Hombre Elefante», lejos de ella, pero sin dejar de mirarla, enternecido, estaba sentado donde solía. Nadie se ocupó de cambiarle la ropa. Muchos de los allí reunidos habían asistido a la fatídica excursión, y a unos se acordaron de vestirles y a otros no. ¡Se carecía de tiempo para poder ocuparse de todos! ¿Cuántos de ellos carecían de memoria o de sentimientos para echar de menos al ahogado, a los fugados y al gemelo?
Ignacio Urquieta no estaba. Dejó de verle en la fiestecita de Maruja Maqueira, cuando alguien le avisó que preguntaban por él. Se acercó a varios enfermeros y enfermeras que cuchicheaban agrupados en un rincón.
—¿Hay más noticias de lo ocurrido? —preguntó.
—Sí. Algo más lejos de donde aparecieron los cadáveres de los «políticos», se han descubierto unos trapos con los que el asesino se lavó las manos de sangre y limpió el cuchillo.
—¿Hay agua en los sótanos?
—Allí están los antiguos lavaderos de los frailes.
—La calefacción y las calderas de agua caliente están también allí, ¿no?
—En efecto, aquello es inmenso.
Alicia no necesitaba conocer este detalle para estar «segura» de quién era el homicida de los etarras, pero ello le ayudaría a argumentar su descubrimiento.
—¿Alguno de ustedes asistió a la excursión? Había tanta gente que no los vi. Yo fui una de las primeras en regresar.
—Fue un verdadero drama recuperar a toda su gente, encontrar a los rezagados y emprender el camino de vuelta. Y una gran pena que nadie viese caer al agua al que se ahogó. No había más de treinta centímetros de profundidad, pero como carecía de reflejos y cayó boca abajo, así se quedó. Para mayor desgracia, ya de regreso a la búsqueda de los que faltaban, descubrimos el cuerpo del pobre Rómulo. Debieron de matarle con una gran piedra en el pecho, que después retiraron de ahí.
—¿Existen sospechosos?
—Han detenido a cuatro. Uno de ellos es Urquieta, su compañero de mesa. Parece ser que ayer «los políticos» le dieron una paliza. ¡Sentiría que ese hombre, por vengarse, se hubiera metido en un lío!
—Será puesto en libertad enseguida. Tiene una magnífica coartada —aseguró Alicia. Los «batas blancas» la miraron asombrados.
—¿Cuál?
—Primero he de decírselo a la policía. Pero les prometo contárselo todo. ¿Quiénes son los demás detenidos?
—Una enfermera a quien esos bestias abofetearon y un compañero nuestro, Melitón Deza, a quien amenazaron con matar a sus hijos. También detuvieron a Remo, el hermano del muerto.
Alicia se sintió vivamente interesada al oír esto.
—Pero ¿no se había fugado?
—Eso creímos. Pero regresó sólo muchas horas después. Y como entre esos dos gemelos pasaban cosas muy raras… los «polis» han pensado que todo es posible.
En eso estaban cuando desde «la frontera» se oyó gritar:
—¡Almenara! ¡Que pase al despacho de la Castell!
Despidióse Alicia de los enfermeros. Estaba triste, pero satisfecha. Se consideraba en uno de sus días más lúcidos y estaba dispuesta a dar la gran campanada. En los anales del hospital, algún día futuro se escribirá: «Aquí estuvo Alice Gould».
Montserrat la recibió en una actitud un tanto cómica: de pie, las piernas en aspa, los brazos cruzados sobre el pecho, y una mirada que tenía, a partes iguales, todos estos ingredientes: asombro, preocupación, recelo y amistad.
—¿Qué nuevo disparate vas a cometer, Alice Gould?
—Desde que estoy aquí «dentro» no he cometido ningún disparate —rectificó Alicia sonriendo—. Los que están «fuera» no lo comprendéis todavía.
—¿Es cierto que le has dicho a un policía que la única persona del hospital que sabe todo lo ocurrido eres tú misma?
—Sí. Y es certísimo.
—¿Es verdad que te has hecho pasar por una doctora?
—Sí. ¡Y también por la señora de Maqueira! ¡Y por una forense! ¡Era el único modo que tenía para moverme de un lado a otro, descubrir los tres crímenes y contárselo a la policía!
—Alicia, querida, ¿te has vuelto loca?
—Montserrat, querida, si yo estuviera «loca de antes» hubiera sido muy inoportuno que perdiera el juicio precisamente hoy en que voy a demostrar a sanos y enfermos que ni lo estoy ni lo he estado nunca.
Montserrat hizo un gesto de desaliento.
—¡Me moriré sin comprenderte!
—Te juro que no te morirás sin comprenderme… ¡siempre que vivas unos minutos todavía…!
—Escúchame, Alicia. Dentro de poco vas a hacer una declaración voluntaria ante médicos y policías. ¿Qué pretendes con ello?
—¡Dar la gran campanada!
—No sé cómo explicártelo, Alicia, sin ofenderte. Eso que dices es muy poco prudente. Piensa que, a lo mejor, en ese exceso de seguridad tuya radique la raíz de un mal: de una enfermedad, ¿me comprendes?
—¡Montse, Montse! Atiéndeme bien. Si no estoy loca no tienes por qué preocuparte. Y si lo estoy, no tengo remedio. Y en ese caso ¿por qué te vas a preocupar?
—¡Eres incorregible!
—Por cierto, Montse, ¿quién va a pasar a máquina mi declaración?
—Yo misma.
—Pues escucha bien lo que te digo —añadió Alicia con gran seriedad—. No aceptes que te dicten ellos lo que yo declare. Lo que yo diga, lo dicto yo. No quiero interpretaciones ajenas que me puedan perjudicar, ¿me entiendes?
Montserrat quedó perpleja al oír esto, porque ella siempre pensó «atemperar» sus declaraciones para favorecerla. Pero estaba claro que Alicia de Almenara no cedía su derecho a una trascripción textual de sus palabras. Quería actuar a cuerpo descubierto, sin más acá ni más allá, y a banderas desplegadas.
Sonó el teléfono. La señora de Almenara debía pasar al despacho del director. Montserrat Castell, los antebrazos paralelos y, sobre ellos, su máquina de escribir, la siguió por el pasillo. Ya no era ella la que guiaba a Alice Gould. Ahora era Alice Gould quien la guiaba a ella. Como tenía las manos ocupadas, Montse no pudo santiguarse antes de entrar en el despacho de Samuel Alvar. ¡Estaba aterrada!
Al cuarto de trabajo del gran jefe le habían añadido varias mesas auxiliares, con sus sillas correspondientes, y el director cedió su mesa de trabajo al comisario Ruiz de Pablos. Éste era un hombre pequeño, calvo, próximo a los sesenta años, de ojos cansados, brazos cortos y manos casi infantiles que mantenía quietas y enlazadas como si rezara apoyado sobre la mesa. Junto a él, también sentado, estaban dos policías, uno de ellos —el inspector Soto— con una preciosa cara de caballo; el otro, con cara de moro. El resto del auditorio estaba compuesto por Montserrat (que se instaló muy cerca de la silla que ofrecieron a Alice Gould) y «los tres Magníficos»: Arellano y Ruipérez, sentados; Samuel Alvar, de pie y las manos a la espalda.
—Buenas tardes, señores.
—Buenas tardes, señora de Almenara. Ése es su nombre, ¿verdad?
Alicia afirmó con la cabeza.
—A través del inspector Morales ha pedido usted verme con urgencia, ¿no es así?
—Así es, señor comisario.
—Explíqueme por qué.
—Porque sé quiénes, cómo y por qué han cometido los tres crímenes. Y puedo asegurarles que no es ninguno de los cuatro detenidos.
—¿Ha sido usted testigo de los tres crímenes? —preguntó con aire aburrido el comisario.
—No, señor Ruiz de Pablos. De ninguno. Tampoco usted ha visto lo que ha ocurrido y estoy segura que acabaría descubriendo lo mismo que yo. Pero tardaría más. Sólo he pretendido con esta entrevista no hacerle perder tiempo. Cuando estuve en el depósito de cadáveres…
—Eso es imposible —cortó seco Samuel Alvar—. Todas las puertas de acceso estaban vigiladas.
—Querido director —murmuró con hastío Alice Gould—: Tiene usted la mala suerte de contradecirme siempre en las cosas que puedo probar. Mis testigos son: el policía que hacía guardia a la puerta del pabellón de deportes, a quien le dije que yo era la doctora Bernardos y el cual me vio ir hacia su unidad; el que hacía guardia ante la unidad de la doctora Bernardos, a quien dije que yo era la señora Maqueira y que mi hija, a quien se consideraba ya curada, acababa de sufrir un brote de locura, motivo por el cual necesitaba ver imperiosamente a la doctora Bernardos; la propia doctora, a quien robé su bata blanca que todavía estará depositada en los lavabos del pabellón central; y, por último, el inspector que hacía guardia ante la sala de autopsias, a quien dije que yo era la nueva forense: lo que me permitió entrar en la sala de autopsias. Todos ellos podrán declarar que lo que digo es verdad.
Iba de nuevo a hablar Samuel Alvar cuando el comisario recordó que era él quien dirigía el interrogatorio.
—¿Qué intención le movió a querer ver los cadáveres?
—Descubrir a los asesinos.
—¿Y cree usted haberlo conseguido con sólo echar un vistazo a los muertos?
—Sí, señor comisario.
—Pues bien, comience usted a dictar todo lo que vio y lo que dedujo.
Montserrat Castell alzó los dedos al aire sobre las teclas de la máquina de escribir, como una pianista que va a iniciar un recital, y Alicia comenzó a dictar:
—Yo, Alicia Gould de Almenara, de nacionalidad española, casada, sin hijos, detective diplomado con licencia 2 4 6972 guión 76, legalmente secuestrada en el Hospital Psiquiátrico de Nuestra Señora de la Fuentecilla, declaro que al estudiar los cadáveres depositados en la sala de autopsias comprobé que dos de ellos habían muerto recientemente y otros dos lo habían sido con muchas horas de anterioridad. Respecto a estos dos últimos, lo primero que advertí es que Ignacio Urquieta no pudo de ningún modo haberlos matado, cosa que confirmé más tarde con otro detalle. Estaban degollados a cuchillo. ¿Y cómo podía haber conseguido Ignacio Urquieta un cuchillo de las dimensiones que exigían las heridas si no era penetrando en alguna de las cocinas, que es donde se guardan? Esto es muy difícil para cualquier otro recluso, pues las cocinas están muy vigiladas aunque reconozco que no es imposible robarlos con astucia y habilidad. Pero en el caso de Urquieta es radicalmente imposible: porque en las cocinas hay agua, fregaderos y grifos que pueden chorrear. Además de esto, el asesino se limpió las manos con un trapo mojado en los antiguos lavaderos de los frailes, por donde mana una fuentecilla de agua continua. Ruego a los doctores que expliquen al señor comisario y al señor inspector por qué esto representa una imposibilidad que elimina de toda sospecha a don Ignacio Urquieta. Los tres médicos quedaron convencidos con el argumento de Alicia.
—Si me permite, comisario —intervino César Arellano—, quisiera aclarar esto. Hacerse con un cuchillo es muy, muy difícil, pero no imposible. Lo que para nosotros los médicos es inaceptable es que el señor Urquieta se lavara las manos en agua. Si ustedes dan por probado que tanto el cuchillo, como las manos del asesino, fueron lavadas con ese trapo que encontraron cerca del lugar del crimen… entonces me veo forzado a aceptar la declaración de esta señora y apoyarla. Ese hombre padece un horror patológico al agua. ¡Desechen ustedes a Ignacio Urquieta de la lista de sospechosos!
—¿A pesar de haber recibido una paliza humillante delante de dos mujeres? —intervino uno de los inspectores.
—Fui testigo presencial de esa paliza —exclamó con calor Alice Gould—. Yo estuve presente cuando los militantes de ETA tumbaron de un golpe, o mejor, noquearon a Ignacio. Y como los enfermeros de guardia se lo llevaron, privado de sentido, él no pudo ver por dónde huían sus agresores. Pero yo sí: ¡iban a reunirse con el que iba a ser su asesino!
—¿A qué hora fue eso? —preguntó con tono aburrido el comisario.
—El doctor Arellano puede ayudarme a recordarlo. No habrían transcurrido dos o tres minutos desde que él me dejó en compañía de la señorita Maqueira y del señor Urquieta, anteayer, miércoles, día de la junta ordinaria de médicos.
—Eran las diez menos veinte de la noche —precisó César Arellano.
—Bien —volvió a hablar el comisario—, ¿por qué dijo usted que iban a reunirse con el que iba a ser su asesino?
—Me he expresado mal. Ellos no tenían intención de reunirse con nadie. Pero alguien los detuvo. Alguien que hablaba en vascuence y que prometió ayudarlos. Este hombre (muy buen conocedor, por lo que diré después, de los sótanos) los introdujo en el laberinto que hay allí abajo; asegurándoles que existía un pasadizo secreto de los antiguos frailes para salir al otro lado de las murallas, cosa perfectamente creíble y hasta probable. Les rogó que esperaran allí, entretanto él iba a buscar una linterna para guiarlos. ¡Y lo que trajo fue un cuchillo!
—¿No dijo usted que era altamente difícil encontrar un cuchillo?
—Con una sola excepción: los pacientes que viven en viviendas particulares tienen cocinas montadas con todos sus utensilios. Y hay un enfermo que reúne esas condiciones: vivir en una de esas viviendas en que hay cocinas propias, hablar vascuence, y haber sido internado por haber dado muerte a cuchillo, hace más de cuarenta años, a tres separatistas vascos. Los doctores que me escuchan saben que me estoy refiriendo a Norberto Machimbarrena, maquinista de la Armada, colaborador voluntario para arreglar cuantos desperfectos ocurrieran en las máquinas y calderas instaladas en los sótanos y que decía estar aquí para vigilar si había separatistas vascos. En cuanto supo que había dos, decidió eliminarlos. Y en cuanto los vio se los escabechó limpiamente, dicho sea con perdón por la vulgaridad del vocablo. ¿Puedo rogar al doctor Ruipérez que explique a estos señores policías en qué consiste la enfermedad de Norberto Machimbarrena?
Hízolo el aludido. Contó la obsesión de este paranoico por matar a vascos separatistas. Recordó cómo todo paranoico —el loco razonador— guarda siempre en su memoria su fábula delirante. Y cómo el tal Machimbarrena seguía considerándose miembro de los servicios de información de la Marina (cosa que ni era en la actualidad ni lo fue nunca antes) con la supuesta misión de descubrir traidores a España.
—La versión de esta señora he de confesar que me parece altamente plausible —concluyó.
Y tras una pausa que empleó en observar con admiración a la Almenara, añadió:
—Es más. Creo que no hay otra posible.
El comisario respondió secamente; casi con acritud:
—Decidir eso no es asunto suyo, doctor. Lo que quisiera saber es cómo la señora de Almenara sabe lo que ocurrió «en el interior» del sótano sin haberlo visto.
—Es pura deducción, señor comisario —dijo Alicia—. Sólo quería llamar su atención respecto a la imposibilidad de que Ignacio Urquieta fuera culpable y… sobre mi creencia, que someto a su mejor criterio, de que Norberto Machimbarrena debe ser interrogado. Pero no creo que mi deducción de lo que ocurrió en el sótano difiera mucho de la verdad. Usted lo comprobará muy pronto personalmente. En cuanto al tercer crimen…
—Un momento, señora. Antes de pasar al tercer crimen quisiera pedir al inspector Soto que se encargara personalmente de hablar con la doctora Bernardos; devolverle su bata, caso de que la haya perdido, y preguntar a los policías que hacían guardia en los sitios que ha dicho la señora de Almenara, si confirman su declaración. De paso, que traigan a ese individuo llamado Machimbarrena, y que espere fuera.
—Perdón —interrumpió Alicia—. A Machimbarrena no conviene que lo traiga la policía, sino un médico.
—Comisario —dijo interviniendo César Arellano—: No eche en saco roto lo que ha dicho esta señora. Si ése hombre se considera apresado, no declarará nada. Se dejará matar antes de abrir la boca. Pero si cree que quien le llama es el jefe de los servicios de Información de la Armada, confesará de plano. Y aspirará a una recompensa.
—Caso de que tenga algo que confesar… —murmuró el comisario.
—Tal vez la persona indicada para traer hasta aquí a Norberto Machimbarrena sea la doctora Bernardos —sugirió Ruipérez—. Así el inspector se ahorra una visita.
La pregunta del comisario más que una cuestión fue una orden:
—¿De acuerdo, Soto?
—De acuerdo.
Y salió, no sin gran decepción de Alice Gould, a causa de lo mucho que le gustaban los caballos.
—¿En cuanto al tercer crimen? —inquirió el comisario Ruiz de Pablos.
—En cuanto a ese horrible crimen, y ya que ustedes no pueden interrogar al joven Remo, voy a…
—Si podemos o no podemos interrogar a ese muchacho no es asunto suyo, señora.
—¡No pueden ustedes interrogar a Remo! —porfió Alicia terca.
—Insisto en que vamos a interrogarlo —anunció el comisario.
—Y yo insisto en que no; ¡porque el joven Remo ha muerto! La declaración de Alicia produjo auténtica conmoción. Y Montserrat Castell perdió el aliento cuando le oyó decir:
—Tengo dos testigos de que lo que afirmo es cierto: uno está en este cuarto. ¡La señorita Castell no me dejará mentir!
Sonrojóse Montserrat. Por un lado no quería perjudicar a su extraña amiga y de otro ¿cómo no contradecirla? ¡Ella ignoraba que Remo hubiese muerto!
—Los dos hermanos —explicó Alicia— eran tan iguales que médicos y enfermos sólo los distinguían por su actitud: bulliciosa e incansable la del agilísimo Rómulo; pacífica y solitaria la de Remo. Pero muy pocas personas sabían que, además, tenían otro signo de diferenciación:
Rómulo poseía una pequeña adiposidad en el pabellón de la oreja derecha del tamaño de un pequeño chícharo (muy parecida por cierto a otra que tengo yo), mientras que Remo carecía de ella.
—¡Es cierto! —murmuró aliviada Montserrat.
—¿Se pasa usted palpando las orejas a todos los residentes, en busca de adiposidades semejantes? —preguntó el director. El comisario intervino:
—Le ruego, doctor Alvar, que no olvide lo que le dije antes. Soy yo quien ha de preguntar. Dígame, señora de Almenara, ¿comprobó usted que el cadáver del que todos creían que era Rómulo carecía de ese detalle?
—Sí, comisario. Y como el verdadero Rómulo ha regresado ya, no será difícil constatar esa diferencia. Yo no me paso la vida palpando orejas ajenas, como ha sugerido, con la jovialidad que le caracteriza, nuestro contumaz y simpático director (aunque algún día me gustaría darle un buen tirón a las suyas), pero quienes sí hacen esto, con todo «nuevo» que ingrese aquí, son dos personas: el propio Rómulo, por razones misteriosas que ha prometido decirme, y Charito Pérez, porque asegura que ese defecto es señal de bastardía.
—No se desvíe del tema principal, señora —dijo Ruiz de Pablos, que comenzaba a atender las palabras de Alicia con un talante bien distinto al del comienzo.
—Pues bien, comisario. Desde el momento mismo en que advertí que el muerto era Remo sospeché quién era el asesino.
El comisario Ruiz de Pablos, que había imaginado que iba a escuchar el relato fantástico de una logorreica, iba de asombro en asombro. Montserrat Castell aprovechaba las pausas para pedir a Dios que Alicia saliese bien parada de aquella sesión. Ruipérez comenzaba a dudar de sus primeros juicios. Y César Arellano tenía tal fe en la astucia, la capacidad de observación y la inteligencia de Alicia, que estaba seguro de que decía la verdad.
—Para explicar con mayor claridad cómo llegué a la conclusión de quién era el asesino, yo le rogaría, señor comisario, que autorizara al doctor Arellano a buscar en sus archivos el test que me hizo al ingresar aquí.
—Los expedientes son secretos —interrumpió el director. Ruiz de Pablos le miró con severidad:
—¿Incluso para descubrir un asesinato?
Alice Gould rompió a reir.
—¡No es la primera vez que oye usted eso mismo, director! Y la oposición a la autoridad puede llegar a constituir un delito.
—Ve al archivo, Montserrat —ordenó el director— y trae el expediente de la Almenara.
—Al hacerme el test —continuó ésta— me pidieron entre otras muchas cosas que hiciese un dibujo. Y entonces, aunque torpemente, pues soy mala dibujante, reflejé un episodio que me había impresionado vivamente aquella misma mañana. En ese dibujo hay tres personas: el asesino de Remo, su hermano Rómulo y… «la que es motivo del crimen».
—Ahora lo entiendo todo, comisario —exclamó Arellano sin poder ocultar su admiración—. Lo que dice esta señora es de una increíble lucidez. De modo, Alicia —dijo dirigiéndose a ella—, que tú crees que el asesino es…
—¡«El Hombre Elefante»! —exclamó Alicia con energía.
—Ignoraba que os tutearais —comentó muy sorprendido el director.
—¿Lo prohíbe el reglamento? —preguntó, rápida como una saeta, Alice Gould.
Entró Montserrat con el expediente.
—¿Puedo tutearla, director? —pidió permiso Alicia, con harta insolencia. Éste respondió con un gesto de hastío.
—Busca, Montse, por favor, los dibujos de un interior y un exterior que me encargaste. ¡Ése, ése mismo es!
Lo tomó Alicia con sus manos y se lo llevó al comisario. Los demás médicos, así como la Castell, rodearon la mesa.
—¿Ve usted, comisario? ¡Este hombre gordo e inmenso es el asesino! Este chiquillo que ataca y provoca insensatamente, como lo haría un gato salvaje que se atreviese con un proboscidio, es Rómulo. Y esta niña arrodillada en el suelo cara a la pared, y que es bellísima, es el gran amor de los dos. La historia es realmente conmovedora. Rómulo cree que la chiquilla es su hermana y la considera como algo suyo: algo de su propiedad. Se sienta junto a ella y durante horas le habla y le acaricia la cabeza. Es emocionante escucharle inventar cuentos para ella sola y decirle cosas bonitas con tal ternura que estremece a quien le oiga. Pues bien, entretanto, este hombre que yo he dibujado de pie, se pasa las horas muertas sentado y con los ojos fijos, llenos de amor, puestos en la muchacha. Rómulo no se aparta de ella para guardarla, siempre protegida del gigante. Y el gigante no se acerca porque tiene miedo a Rómulo. No he visto esta escena una sola vez, ¡la veo a diario! Pero aquel día, el que llamamos «Hombre Elefante» se puso en pie, y como es muy torpe, dio un pequeño tropezón que asustó a Rómulo, y éste, creyéndose atacado, se puso en esta posición del dibujo, enseñándole los dientes, dando de rodillas, pequeños saltos, con una agilidad pasmosa, gruñendo como un leopardo y amagando zarpazos, como si fuese una fierecilla acosada y furiosa. Lleno de miedo, el gigantón se fue, andando de lado, para no ser atacado por la espalda.
»Fíjense bien en lo que he dicho: “para no ser atacado por la espalda”. Porque, en efecto, no pasarían muchos días sin que Rómulo pasara de los gruñidos a los hechos. Y le saltaba por la espalda, le mordía las orejas, le arañaba el rostro y, en cuestión de fracciones de segundo, huía después, ágil como una ardilla. Nunca le daba frente. De frente le tenía miedo.
—Señora —interrumpió el comisario—, deduzco de lo que estoy oyendo que «el Elefante», como usted le llama, tenía MOTIVO para matar a Rómulo más no a Remo, mientras que usted dijo antes que comprendió quién era el asesino precisamente al comprobar que el muerto era Remo y no Rómulo.
—Exacto. A Rómulo, que es agilísimo (y el gigante torpísimo), no hubiera podido atraparle jamás. Mientras que a Remo sí, porque éste no tenía razón alguna para huir de él. Al regresar de la excursión de esta mañana, Rómulo, alertado, caminaría siempre detrás del gigante. Éste vio de pronto junto a sí a Remo, y confundiéndole con su hermano, lo mató.
—¿Cómo lo mató?
—Echándoselo a la espalda como un fardo. Y después dejándose caer sobre él. Y repitiendo este movimiento cuantas veces fuese preciso hasta aplastarlo con sus ciento sesenta kilos: tal como lo hubiese hecho un auténtico elefante.
—Señora de Almenara, ¿usted ha visto todo lo que está contando?
Alicia no respondió directamente a esta pregunta.
—Señor comisario, en el rostro del «Hombre Elefante» están los arañazos y mordiscos que le propinaba Rómulo por detrás. En la espalda de la ropa del gigante hay briznas de hierbas al haberse dejado caer y en sus pantalones sangre del muerto, cuyas entrañas reventaron. Y en las uñas de Rómulo, salvo que hayan cometido el error de bañarle y limpiarle, hay piel ensangrentada de la cara y las orejas del asesino de su hermano.
—No ha contestado usted a mi pregunta: ¿usted ha visto todo lo que nos ha contado?
—No, señor comisario.
—¿La sangre en los pantalones del gigante la ha visto usted?
—No.
—¿Las huellas de piel en las uñas de Rómulo?
—No.
Se oyeron unas risitas emitidas por Samuel Alvar. «Esas risitas te las tendrás que tragar, amigo», pensó Alicia Gouid. No fue la única a quien molestaron. Ruiz de Pablo miró al director descaradamente como pensando: «¿De qué se reirá este imbécil?». Y pronunció unas palabras escuetas:
—Quiero ver el expediente médico de ese gigante. Y al gigante mismo. Y que hagan pasar aquí al joven Rómulo.
—Montserrat —ordenó el director—, llévate de paso el expediente de Alicia.
—¡No, no, no! —dijo Ruiz de Pablos—. El expediente de la señora de Almenara quiero conservarlo aquí algún tiempo más. Y en cuanto a usted, señora, le ruego que lea lo que ha escrito la señorita mecanógrafa y si está conforme, lo firme.
Leyólo atentamente Alicia y dictó a Montserrat una coletilla final que dijese: «Leído todo lo anterior y estando conforme con ello, la detective que suscribe, lo firma en el lugar de su secuestro, a tantos de tantos de mil novecientos tantos».
¿Qué era más de admirar? ¿La lógica implacable, el rigor de los datos, la capacidad de observación de esta extraña y clarividente mujer? ¿O su audacia al declararse por dos veces detective y secuestrada, a sabiendas de que eran los dos elementos básicos en que los médicos reconocían la existencia de un delirio?
Los médicos, el comisario, la propia Montserrat se miraban entre sí, intentando averiguar el juicio que la declaración de Alicia Almenara había producido en los demás.
—¿Puedo retirarme, señor comisario?
—Le ruego, señora, que no.
Llamaron al joven Rómulo. Tenía sangre en las uñas y declaró que se había fugado porque tuvo mucho miedo al ver al hombre gordo matar a un niño. Llamaron al «Elefante». Tenía sangre, babosidades y excrementos en el trasero de los pantalones. La declaración de Norberto Machimbarrena fue terminante. Creía que hablaba con sus superiores de los servicios de Información de la Marina, y relató los hechos tal como Alicia los había imaginado. Se leyeron brevemente los historiales médicos de los dos encartados. ¡Los casos estaban resueltos!
El comisario de la gran calva y las manos diminutas se puso en pie para despedir a Alice Gould. Le agradeció calurosamente la información prestada y «como profesional de la policía» —fueron sus palabras— la felicitó con fervor por su trabajo.
Alicia estaba radiante. El fin de su encierro se acercaba. No había necesitado esperar a que le enviaran de su despacho la documentación que acreditaba su profesionalidad, sino que había demostrado con hechos su condición de detective.
—¿Desea usted añadir algo más? —le preguntó Ruiz de Pablos.
—Sí, señor comisario. Quisiera rogar al director que se ponga en comunicación con su gran amigo Raimundo García del Olmo, y le comunique que ya he descubierto al asesino de su padre. ¡La misión que me trajo al manicomio ha concluido!