¡QUÉ DIFÍCIL LE FUE a Alice Gould conciliar el sueño aquella noche! Entre los muchos motivos que, por lo común, alteran el necesario descanso de los hombres hay dos que destacan sobre los demás: la depresión de un gran fracaso y la exaltación de un gran éxito. Para el primero, la naturaleza posee numerosos antídotos: el cerebro colabora con la voluntad para tender una sutil capa de humo que acaba ocultando el recuerdo del descalabro sufrido. Y tarde o temprano el sueño llega como una oportuna medicina. Pero cuando la alteración viene producida por el éxito, ni la voluntad se presta a atender esa protección ni el entendimiento colabora a ello. Ambos a una quieren regodearse con la satisfacción recibida, desean gozar con su recuerdo; se niegan a perder el más mínimo detalle y gustan volver una y otra vez al motivo de su contento.

¿Cómo ignorar, cómo no entender que Alice Gould había tenido una tarde gloriosa? ¿Cómo no calibrar, cómo no percibir un íntimo orgullo al recordar que había dejado fuera de combate a ese hombre al que tomó siempre por su aliado y que acabó volviendo grupas contra ella en lo más arduo de la batalla?

Apenas salió de la junta de médicos, y cuando aún la puerta estaba entreabierta, oyó a Rosellini comentar admirativamente a sus espaldas: «¡Qué personalidad la de esta mujer!».

En los breves minutos que mediaron entre la versión de Alicia respecto a los motivos que tenía Alvar para mantenerla secuestrada, y su salida, la doctora Bernardos se interesó especialmente en su tesis acerca de Psicología del delincuente infantil, ya que ella —la corpulenta, inteligente y bondadosa doctora— había escrito otra muy semejante o, al menos, con no pocos puntos de contacto: Psicopatología del antisocial. Y quedaron de acuerdo en contrastar sus ideas y sus argumentos algún día. Cierto que el interés de la médico no era solamente científico. A Alicia no se le escapaba el verdadero matiz: Dolores Bernardos quería comprobar por sí misma si Alicia era realmente una universitaria distinguida o su afirmación (al desgaire de la charla) de que su tesis había obtenido el cum laude, no era una jactancia desorbitada.

Con el pretexto de que no era prudente que cruzase el parque sola y de noche, César Arellano la había acompañado al edificio central.

—¡Ha estado usted implacable, Alicia! ¡Nunca oí una filípica más terrible! ¡Ha hecho usted morder el polvo al director en todos los frentes!

—¡La camisa de fuerza ha sido vengada! —respondió Alicia con un ademán entre cómico y triunfal.

—Es usted terrible. ¡No me gustaría ser su enemigo!

—¡No lo es, doctor! ¿Lo soy yo para usted?

—Bien sabe que no, Alicia.

—No olvide esto, don César, me lo tiene que demostrar.

—Comenzaré mi demostración —dijo éste misteriosamente— invitándola pasado mañana a cenar en el pueblo. ¡Hay un horno de asar, extraordinario!

Alicia le apretó el brazo y reclinó la cabeza en su hombro.

—¿No me engaña, doctor? ¿Voy a poder salir fuera de este infierno?

—Siempre que sea conmigo y bajo una condición. Que no vuelva a llamarme «don», ni «doctor». Simplemente César.

Alicia pensaba en esto y se revolvía una y otra vez entre las sábanas.

La duermevela no es el momento más propicio para la fijación de las ideas. Se diría que todos los recuerdos del día hacen cola ante la memoria para desear a uno las buenas noches y que no están dispuestos a alejarse sin cumplir este incómodo trámite de cortesía. Esto le ocurría también a ella. César Arellano (que la tuteó aquella noche por primera vez) la dejó en manos de Ignacio Urquieta, que paseaba plácidamente con la exconfidente de los extraterrestres, a la luz de la luna. No eran los únicos paseantes. Norberto Machimbarrena deambulaba en solitario rehuyendo el contacto con cualquier otro paseante, como lo hacían los autistas: cual si tuviera —pensó Alicia— una cita galante. A ella misma hubiese gustado hacer lo mismo para regodearse en sus pensamientos que —¡todo hay que decirlo, y ella bien lo sabía!— no eran del todo puros. Ya que a la lícita satisfacción de haberse ganado la confianza de la junta de médicos (primer paso necesario para resolver lo equívoco de su situación) se unía un delicioso y perverso sentimiento de venganza hacia el hombre que, por cobardía y falsos prejuicios, la había traicionado.

Más no pudo cumplir su propósito de caminar a solas. Urquieta y la muchacha que un día creyese muerta (y de la que corría la voz que estaba totalmente curada) se acercaron a Alicia.

—Ya hemos cenado —dijo Urquieta—; ¿qué te ha pasado a ti?

—¡He armado la gorda! —comentó Alicia—. ¡Mañana habrá guerra civil de médicos en este hospital!

(Lo que ignoraba es que la guerra civil se había producido ya). Caminaron lentamente los tres hacia el edificio central. Súbitamente, dos energúmenos, desnudos de medio cuerpo, salieron al exterior más veloces que si todos los demonios del averno los persiguiesen. Derribaron al «Hombre Elefante», que estaba solo en el interior de la «Sala de los Desamparados», y tan ciegos iban que, apenas cruzaron la puerta, tiraron al suelo a Maruja Maqueira.

—¡Cabrones! —gritó Ignacio—. ¿No podéis mirar por dónde vais?

Detuviéronse en seco.

Zu ibotarra zara ¿ex? (Tú eres bilbaíno, ¿no?) —dijo uno.

—Soy de Bilbao, ¿qué pasa?

Erderaz perta ex agiter ikasi dezazur ¡artu! (Para que aprendas a no hablarnos en extranjero… ¡toma!).

Un puñetazo en el estómago hizo doblarse a Ignacio. Un gancho en la barbilla lo derribó.

Pidieron las dos mujeres ayuda a gritos; Alicia vio a un hombre de azul que echó a correr tras los dos bárbaros; Marujita Maqueira estuvo a punto de cometer la gran insensatez de echar agua en el rostro de Ignacio para reanimarlo —cosa que Alicia impidió a tiempo—; llegaron los enfermeros, lleváronse a Ignacio, que no tardó en volver en sí, y Alice Gould acudió en auxilio del «Hombre Elefante». Los propios enfermeros le habían ayudado a incorporarse y sentarse, pero estaba muy asustado a consecuencia de no entender nada de lo que había ocurrido.

Sorprendióse la Almenara de unos extraños arañazos que tenía en la cara. Los dos individuos que le tiraron al suelo no se los habían hecho, ni vio por el suelo ningún instrumento que pudiese haberle herido al caer.

—¿Quién te ha arañado?

—A… a… rañado —respondió él llevándose lentamente las manos a la cara.

—¿Te has afeitado tú solo?

—A… afeitado so… solo.

—Es muy extraño. Están prohibidas las navajas y las maquinillas. Y no pueden hacerse esas heridas con la rasuradora eléctrica.

—Rasuradora eléctrica —repitió como un eco el hombre gigantesco.

Tras los primeros enfermeros llegaron otros muy irritados. Contaron que los dos etarras que habían ingresado aquel mismo día consiguieron amordazar y atar con sus camisas al vigilante de la Unidad de Urgencias y consiguieron huir.

Cada recuerdo tiene su jerarquía íntima y personal, muchas veces con independencia de su importancia intrínseca. Una vez que vio que Ignacio se reponía, la emoción de este episodio pasó a muy segundo término en los archivos mentales de Alicia. Apoyada ahora en la almohada, abiertos los ojos y las manos bajo la nuca, su pensamiento volvía una y otra vez a la admiración que consiguió despertar en su auditorio durante la junta de médicos; a la visión del director acorralado por la fuerza superior de sus argumentos y el arte de su dialéctica, y al provecho que habría de sacar de todo ello para la culminación de su misión profesional de detective. ¡Y —concluido esto— regresar a casa! Más al llegar aquí, sus pensamientos se volvían confusos. Todos sabían que ella no era una envenenadora frustrada, pero los papeles sí lo decían; ella sospechaba que el director la había traicionado, mas éste negaba tener otro conocimiento del ingreso de esta señora que el que decía su expediente. Había encargado a Dolores Bernardos que se comunicase con su marido, pero en el fondo de sus sentimientos no deseaba que Heliodoro viniese a liberarla, retirando la solicitud de ingreso. ¿Por qué? Al llegar a este punto un muro espeso comenzó a alzarse entre Alicie Gould y su capacidad de razonar. «No puedo fijar mis ideas», se dijo. Se recordó de niña jugando al palo ensebado. Se trataba de trepar por un poste encerado y recoger un premio que había en la copa. Cuando estaba a punto de alcanzarlo, un niño bromista tiró de su falda y la forzó a descender. Por tres veces intentó de nuevo la hazaña y cuando ya rozaba el objeto anhelado, su estúpido competidor tiraba con fuerza de sus piernas. Ahora le acontecía otro tanto. Un oscuro sentimiento le impedía cruelmente alcanzar la meta de su razonamiento. Lanzaba con lucidez y fuerza su argumento hacia el frente y éste regresaba a ella como la pelota rebotada en un frontón. Al comprobar la radical imposibilidad de su empeño, llegó a imaginar que en los vasos que tomó en la junta de médicos habían infiltrado una droga, un hechizo, un bebedizo cuya única misión era bloquear una parte de su personalidad, taponar una zona de su memoria, inmovilizar un resorte de su pensamiento.

Profundamente desasosegada, saltó de la cama y se acercó a Roberta, la guardiana de noche.

—¿Puedo sentarme con usted?

—Está prohibido. ¿Qué le pasa?

—Deje que me siente un rato. Tengo miedo.

—Siéntese, pero hable bajo.

—¿Puedo fumar?

—Está prohibido. Pero fume si quiere. ¿De qué tiene miedo?

—¡Tengo miedo de pensar!

—¡Pues no piense! ¡Es así de fácil! ¡Los que piensan, enloquecen! ¡Yo no pienso nunca! Por eso estoy sana. ¿Quiere una pastilla para dormir?

—Creo que voy a necesitarla.

Fue aquélla una de las noches más agitadas en la historia del hospital. Estaban ya las reclusas dormidas cuando todas las luces del pabellón se encendieron súbitamente y se escucharon pasos y voces de hombre —circunstancia radicalmente inusual en aquel pabellón reservado a las hembras— cursando instrucciones. Roberta advirtió, en voz muy alta, que por órdenes superiores se iba a revisar el local. Alicia vio invadida su celda por el doctor Muescas, acompañado de un hombre de paisano y la enfermera señorita Artigas. Después de mirar bajo su cama y revisar el minúsculo armario, donde difícilmente hubiese cabido un hombre de pie, la hicieron pasar a la habitación común y unirse al resto de las enfermas que, apiñadas en un rincón —uniformadas con los camisones blancos sin lazos ni botones—, formaban, en verdad, un cuadro asaz peregrino. Aunque «la Mujer de los Morritos» protestó que aquello era un atentado contra los derechos del hombre y aún de la mujer, porque violaba la libertad de dormir, que estaba reconocida en la Constitución; y aunque «la Duquesa de Pitiminí» tuvo un acceso de puritanismo alegando que estaba acostumbrada a ser violada por los hombres que ella escogiera y no por los que la escogieran a ella, lo cierto es que la mayoría de las internadas acogieron con más curiosidad que indignación aquellas visitas inesperadas y no hicieron sino reír. Los hombres removieron cada cama, husmearon en los armarios, hicieron abrir los paquetes donde algunas guardaban sus enseres, revisaron las duchas y los excusados y se fueron por donde llegaron, no sin dejar muy alterada a toda la grey femenina, que empleó no poco tiempo en comprobar si durante el cateo alguna fue expoliada. Las más lúcidas del pabellón (Marujita Maqueira y Alice Gould, ya que la guardiana de noche achacaba su sanidad mental a no pensar en nada) dedujeron que las autoridades policíacas habían tomado cartas en el asunto de la fuga de los racistas de la ETA, a los que se suponía armados porque se detectó que al menos un cuchillo faltaba de las cocinas. Era imposible que hubiesen huido del recinto del hospital porque a la hora en que escaparon de la Unidad de Urgencias estaban ya cerradas las verjas de la tapia exterior. De modo que debían de encontrarse, o bien en el edificio central, o en las dependencias agrícolas, o en la Cartuja, o en uno de los múltiples pasadizos y corredores subterráneos que poseía el convento al igual que no pocos castillos, palacios y fortificaciones medievales.

Al día siguiente, y en los minutos que preceden al desayuno, no se hablaba de otra cosa que de las atrocidades cometidas por los sociópatas de ETA, muy bien aderezadas, por cierto, con fantasías más o menos delirantes.

Observó Alicia que «el Elefante» tenía más heridas que la víspera y una oreja casi desgarrada. Recordó haber oído decir que algunos enfermos se automutilan. Conrada la Joven le contó días atrás que un loco se había cortado los testículos con una lima de uñas, sin más anestesia que su instinto de destrucción, y pensó que, tal vez, «el Hombre Elefante» hiciera lo mismo con su cara. De modo que se lo dijo al primer «bata blanca» que encontró a mano.

Durante el desayuno, Marujita Maqueira no dejó de hablar. Más que el tema de los etarras escapados lo que a ella le interesaba era su declaración de sanidad. Y no podía ocultar su emoción ante la próxima llegada de sus padres y la fiesta de despedida que le habían autorizado a dar en el Pabellón de Deportes, al día siguiente.

—Considérese invitado, señor Bocanegra —le dijo amablemente al «Falso Mutista».

Éste asintió con la cabeza, cuidándose muy bien de mantener cerrados los ojos, pues en presencia de Alicia no había dejado de fingirse ciego ni un solo día.

—Estoy desolada, señor Bocanegra, de que haya usted perdido la vista —le dijo Alicia con sorna—. No puede usted hacerse una idea de las reformas que han hecho en el comedor. La pintura nueva es mucho más alegre y los tapices y los cuadros y las lámparas que han puesto, son preciosos. ¡Esto parece un palacio de ensueño!

El falso ciego hacía ímprobos esfuerzos por ver todas aquellas maravillas con el rabillo del ojo y al comprobar que eran mentira, su enfado fue tan grande que elevó una petición —¡por escrito, naturalmente!— para que le cambiasen de mesa.

La conversación general giró en torno a la fiesta ya dicha, a la fuga de los militantes de ETA y a la excursión organizada —a instancias del director— a un bosque de hayas muy hermoso por donde correteaban varios riachuelos. No era justo —decía Samuel Alvar— que unos enfermos gozasen de un hecho tan excepcional como suponía asistir a un guateque en un manicomio; y otros no. De modo que organizó un almuerzo campestre, al que asistirían todos los no impedidos que no estuviesen invitados por la joven estudiante. «Nada de diferencias sociales», añadió.

—El director está más loco que nosotros —comentó Ignacio—. Se le van a ahogar media docena de tontos. Y otra media docena de listos se fugarán.

La mañana había amanecido espléndida y fueron muchos los que se apuntaron a la excursión. Alicia, después de informarse de que regresarían a tiempo para la recepción que daban los padres de su compañera de mesa, decidió sumarse a los excursionistas. Ignacio Urquieta también, aunque dispuesto a no llegar a la zona de los arroyos. Mas apenas asomó la jeta al exterior, olisqueó el aire, hinchó y contrajo repetidas veces las aletas nasales y decidió quedarse en casa.

—Soy un barómetro viviente —comentó—. Hay riesgo de chubasco.

Alicia lo sintió porque era muy grato y ameno conversador y hasta erudito en múltiples y curiosos saberes.

Agrupáronse junto a la verja de entrada. A Alicia no le sorprendió ver entre los futuros caminantes a los gemelos Rómulo y Remo, ni a «la Mujer de los Morritos», ni al ciego devorador de bastones, ni al «Tristísimo Recuperado», ni a don Luis Ortiz, ni a la que cantaba sin voz, pero sí le llamó la atención que dejasen ir a la que se autocastigaba en un rincón, o a «la Niña Oscilante», pues ambas debían ser guiadas de la mano. También le sorprendió la presencia del «Hombre Elefante», porque, aunque andaba solo y sin ayuda, era torpísimo en sus movimientos. Hubiera querido Alicia ayudar a su tocaya «la Joven Péndulo», pero pronto comprendió que ese privilegio correspondía a su falso hermano, que pegado a ella le hablaba y mimaba. Tomó entonces bajo su cuidado a Candelas, la autocastigada, y se propuso ser su guía para cuando comenzaran a caminar. Norberto Machimbarrena, el autor de las tres muertes, estaba de excelente humor y entretuvo la espera cantando una preciosa canción en vascuence:

Atoz, atoz, gure gana Jesús en Ama garbiyá Diren Deuna maitéa (Ven, ven hacia nosotros, Madre de Jesús Inmaculada, Santa María de nuestro amor).

El grupo inicial que estaba apiñado junto a la gran verja como hato de ganado impaciente a la espera de que abran las puertas del aprisco, se vio incrementado por otros de distinta procedencia a quien Alicia no había visto nunca en el edificio central. Intuyó que procedían de distintas unidades porque también vio llegar, todos juntos, a los que convivieron con ella bajo un mismo techo y aún no estaban del todo recuperados, como Antonio el Sudamericano, «el Onírico», «el Expoliado de las Yemas», y «el Tristísimo Superviviente». Entre los últimos incorporados se distinguía una centena de hombres y mujeres que formaban una suerte de tribu con su patriarca al frente. Aquéllos, según le había explicado Rosellini, eran todos descendientes del más viejo y vivían apartados en una granja inserta en el manicomio sin apenas trato con los demás recluidos. El patriarca era un hombre de colosal estatura, luengas barbas blancas y una gran prestancia. Irradiaba hechizo y autoridad. Guardaba un gran parecido con el Moisés de Miguel Ángel. Nadie le hablaba ni él hablaba con nadie. Sus adeptos —hombres y mujeres ya maduros— e hijos y yernos y nueras y nietos innumerables formaban una piña en torno suyo, o bien para protegerle del contacto con los demás, o por acogerse a la irradiación que de él emanaba.

No pudo Alicia informarse como hubiera querido porque los «batas blancas» andaban atareadísimos pidiendo a gritos que no se empujasen unos a otros, recontando a aquéllos de los que eran responsables, cursando instrucciones respecto al orden de marcha e incluso consultándose entre sí.

Apenas se abrieron las verjas, aquel rebaño demostró ser menos controlable de lo que imaginaba el director. La tendencia de las ovejas y las cabras es ir unidas y si alguna se aleja ocasionalmente, en cuanto lo advierte corre asustada a reunirse con el rebaño. Pero estas reses humanas eran de otra calaña y su tendencia apuntaba —como las gotas de mercurio— a la disgregación. Los «batas blancas» corrían por los flancos y a empellones, gritos, amenazas, consiguieron con harta dificultad que se formara una suerte de columna y que ésta se dirigiera a donde querían ellos y no a donde querían los locos. Los únicos que permanecieron siempre juntos fueron los hijos del patriarca.

Fuera del manicomio, los perturbados lo parecían mucho más que en el interior de las tapias. Se diría que de puertas adentro, sus actitudes no eran merecedoras de sorprender a nadie por ser acordes con su condición. Pero, en plena naturaleza, hasta las piedras y los árboles y los pájaros debían quedar suspensos ante tan diversos y extraños comportamientos.

Candelas, la compañera de Alice, era muy dócil y no producía conflictos. Acostumbrada a estar siempre en un rincón y a obedecer ciegamente a quienes le diesen la mano, estaba atenta a las más ligeras presiones de los dedos sobre su piel y sabía, por una rara intuición, cuándo tales presiones significaban «izquierda», «derecha», «más de prisa», o «más despacio». Pero otros eran rebeldes, desobedientes, torpes o iracundos. Instintivamente, los menos alucinados o los más sanos —como Machimbarrena, la Carballeira, «el Hortelano», la propia Alicia—, o locos rematados, pero pacíficos, cual era el caso de don Luis Ortiz, vigilaban a los más conflictivos y echaban una mano a los «batas blancas», a quienes —a pesar de su gran número— se les hacía muy duro dominar a aquella tropa.

La comprensión más aguda de la singularidad y rareza de tal manada, la tuvo Alicia al cruzarse con una pareja de guardias civiles. El contraste de los normales con los perturbados era tan grande como el que resultaría de comparar un erizo con una bola de billar. Acercáronse a los enfermeros que iban en cabeza y se informaron de adónde se dirigían y cuál era la causa de aquella diáspora masiva, pues lo cierto es que, entre sanos y enfermos, eran más de doscientos, y aquella caravana más parecía fuga que paseo campestre. Despidiéronse los guardias tras informarse, y al ver Rómulo que el enfermero les estrechaba la mano, estréchósela él también, y creyendo todos que esta cortesía era obligada con la autoridad —y que de no hacerlo podían ser perseguidos o encarcelados— se formó una fila, de la que nadie quiso salirse, y tuvieron los guardias que estrechar trescientas manos pues no eran pocos los que se reenganchaban dos, tres y hasta cinco veces. Había quienes se limitaban a saludarlos, pero no faltaban los que iniciaban largas pláticas.

—¿Cómo está usted, señor guardia? —dijo a uno «la Gran Duquesa»—. ¡Bienvenidos a mis tierras! ¿Y su señora madre, sigue bien? Y su esposa, ¡siempre tan dulce y cariñosa!, ¿cómo se encuentra? Sí, señor, sí, Aquí me tiene dando un paseíto con los siervos de la gleba.

«El Albaricoque», que hacía cola, le dio un empujón:

—Yo soy muy güeno, doztór civil, y usté es el corregidor de Salamanca y también la rosa de Jericó.

Había quien les felicitaba por sus ascensos, quienes decían: «Yo no fui el que la mató», o «Voy a presidio por culpa de una mala mujer», o se cuadraban y les saludaban militarmente, o les daban el pésame por la muerte, tan inesperada, de su abuelita.

Siguieron caminando y rebasaron unos establos hacia los que se dirigía un gran rebaño de ovejas. Alicia no pudo menos de sonreír al verlas, pues le vino a las mientes la que armó en ocasión semejante don Quijote de la Mancha, el más ilustre de los locos que en el mundo han sido. Si un solo alucinado, confundiendo al rebaño con un poderoso ejército enemigo logró tal escabechina con las pacíficas bestezuelas, ¿qué no harían esos dos centenares de perturbados?

El rebaño estaba compuesto por ovejas «caretas», que se distinguen de las «palomas» en que éstas son blancas, mientras que las primeras tienen grandes manchas negras en torno a los ojos, talmente —de aquí su nombre— como si llevasen antifaces de carnaval.

Algunos reclusos comenzaron a agitarse al contemplarlas en tan gran número, levantando tan gran polvareda y escuchando el desconcertado estruendo de sus balidos y sus esquilas. Ordenaron los enfermeros detener la marcha. Y, a gritos, suplicaron a los pastores que cambiasen de rumbo, pues lo cierto es que el rebaño se les venía encima y las reacciones de este otro ganado que ellos pastoreaban eran asaz imprevisibles.

Aconteció entonces un suceso que, con ser trivial y rutinario, resultaba harto peregrino para quienes no lo hubiesen contemplado nunca. Soltaron de los establos a los corderitos lechales y éstos emprendieron una velocísima carrera en busca de sus madres o, por mejor decir, de sus ubres, ya que estaban hambrientos, porque ésta y no otra era la hora acostumbrada de su yantar. Crecieron de uno y otro lado los balidos de las crías precipitándose hacia sus madres y los de las ovejas llamando a sus recentales; viéronse los locos atacados de frente y espalda por aquellas dos corrientes enfurecidas: el de las grandes corderas y el de los diminutos caloyos; y quedaron en el centro de tan singular combate nutricio.

—¡Las pequeñas se están comiendo a las grandes! —gritó uno.

—¡Pronto acabarán con ellas y empezarán con nosotros! —gritó otro.

Si en la historia del famoso hidalgo manchego fue él quien diezmó y dispersó al que creía ejército enemigo, aquí fue la hora del desquite para la grey lanar. Y si en aquella nunca vista efemérides fue un solo lunático quien desbarató el hato ovejil, aquí se volvieron las tornas y fue la más pacífica y bucólica de las familias balantes quien puso en fuga a más de doscientos orates empavorecidos.

Unos huyeron presas del terror; otros, porque veían huir a los demás; algunos corrían para detenerlos; y nadie sabía a derechas lo que ocurría, salvo los perros y los pastores del rebaño que se cebaron en los pocos valientes que no se dejaron contagiar del pánico general.

A saber:

Una generosa y corpulenta majareta que, al entender el hambre de las crías, se sacó los opulentos pechos fuera del corpiño, empeñada en dar de mamar a los corderitos; un ilustre mochales —con el cráneo más seco que arena calcinada—, que se puso a mamar de una oveja, no sin antes desposeer a patadas al tierno y legítimo usufructuario de aquellas ubres maternales; tres aficionados a la hípica que quisieron cabalgar a lomo de las corderas; dos «espontáneos taurinos» que se pusieron a torearlas, y el más listo de los alienados, que pretendía tomar las de Villadiego llevándose cuatro caloyos bajo las axilas.

Del mismo modo que las perdices ojeadas en sembrados intentan refugiarse entre jaras y espesuras, los inquilinos de Nuestra Señora de la Fuentecilla procuraron cobijarse en un bosquecillo de robles y castaños que no lejos de allí se divisaba. Ello facilitó a los cuidadores reagruparlos. Para conseguirlo, los «batas blancas» rodearon el bosque y fueron cerrando el círculo, echando hacia el centro a todos cuantos toparan. Encontraron a uno, dedicado al dulce placer de ahorcarse; a otro sesteando sobre las muelles plumas de la almohada esquizofrénica y al resto llorando, riendo, bailando, masturbándose, cantando, peleando, haciendo fiestas o comentando (entre sobrecogidos y felices de la experiencia) el ataque de que habían sido víctimas por parte de dos manadas de toros bravos: cada cual a su aire y según soplara el viento de su talante particular. Los recontaron. Faltaban ocho. A tres —apaleados y mordidos por los perros— lograron, horas más tarde, rescatarlos de manos de los pastores. De cuatro venáticos nunca más se supo: otro —de gran sentido estético— se había cortado las venas de las muñecas con el cristal de sus lentes y observaba complacido, las manos hundidas en un arroyo, lo bonita que se ponía el agua teñida con su sangre.

—Parece vino de la Rioja —decía maravillado, al tiempo en que lo encontraron.

Machimbarrena, «el Hortelano», la Carballeira y Alicia suplicaron a los enfermeros que emprendieran el regreso, pues el estado de excitación de sus compañeros era en verdad alarmante. Declararon éstos que ellos, más que nadie, necesitaban descansar. Estaban agotados ¡y no sin causa!

Tumbáronse los más sobre la blanda hierba de las orillas del arroyo; distribuyóse un discreto condumio —bocadillo de jamón, una naranjada y una tableta de chocolate— y los ánimos comenzaron a sosegarse.

Advirtió Alicia que, cuando los demás sesteaban, la tribu del patriarca se alejó discretamente en seguimiento de su caudillo. Éste doblaba en estatura a toda su descendencia. Alicia consideró a los componentes de aquel clan familiar los más sanos y discretos de cuantos participaron aquel día en la bucólica terapia impuesta por el director, y al ver que se instalaban en torno al hombre imponente que les dio el ser, castigó a Candelas cara al tronco de un árbol, y fuese hacia ellos para curiosear de qué hablaban. El de las grandes barbas —que poseía un bello timbre de voz y excelente dicción— estaba sentado sobre una peña; los demás, a un nivel más bajo, le escuchaban con gran veneración.

—Así como Cristo tuvo su Juan Bautista —decía el hombre— yo he tenido mi precursor en Cristo. Él (que fue y es el más grande de los Profetas) anunció Mi llegada y enderezó Mi camino. Buscarle a Él es encontrarme a Mí. Id y preguntadle quién soy. Os dirá, aun siendo el más grande de los nacidos, que no es merecedor ni de limpiarme el polvo de las sandalias, aunque es mi Hijo muy amado en quien tengo puestas todas mis complacencias. Entre Él y Yo engendramos, por la Unión Mística, al Espíritu Santo. Pero no somos Uno y Trino. Ésas son herejías de los hombres. Ellos son mis brazos y mis manos. Pero mis brazos y mis manos no son Yo; sino los ejecutores de Mi Voluntad. A Cristo no volveréis a verle hasta el último día, pero yo permaneceré para siempre entre vosotros y mi luz brillará desde lo alto como el Faro que guía al navegante en la oscuridad.

Alicia se estremeció, porque estas palabras tan graves y solemnes se vieron subrayadas por un trueno lejano y prolongado. Los seguidores de Dios Padre, al oír una muestra tan evidente de su divinidad, cayeron en éxtasis y le adoraron. Uno de sus hijos creyó estar experimentando una levitación sobrenatural, pero se dio tal golpe en la frente que a punto estuvo de descalabrarse. Apenas una lluvia fina comenzó a caer, «el Creador de todas las Cosas» —de la lluvia entre ellas y las tormentas— abandonó su púlpito rocoso, cubriose la cabeza con la faldilla de su chaqueta y emprendió con gran solemnidad el camino de regreso.

Ignacio Urquieta, «el Barómetro Pensante», tenía razón. Su fobia había intuido la presencia, oculta en el ambiente, de su feroz enemiga. Descargó una tormenta de agua tan inesperada como violenta, con gran acompañamiento de truenos y relámpagos; y allí fue el correr, y el buscar refugio, y el no encontrarlo, y el apresurarse a regresar al hospital, y el maldecir la falacia del tiempo que prometía soles para darles lluvia.

Recordó Alicia una excursión escolar siendo niña que quedó frustrada por idéntico motivo. Mas, siendo iguales las causas, ¡qué distinto el comportamiento de estos otros niños grandes cual son los locos! El cielo era el mismo, las nubes, truenos y lluvia semejantes, ¡pero los humanos no! Los había que corrían despavoridos, pendiente abajo como si animales feroces los persiguieran; los había que se revolcaban por los charcos palmoteando y riendo; no faltaban los que adquirían actitudes místicas y proféticas; los que lloraban, los que blasfemaban; los que corrían en círculo sin apañarse un punto de su epicentro; los que lo hacían en dirección contraria a donde querían ir; los que reían, felices de la mala jugada atmosférica; los que se desnudaron para vestirse de Adán y Eva, e hicieron un bártulo con su ropa, minuciosa e ingeniosamente concebido, para que no se mojara; y los que imitaban el gesto del nadador «a la rana»: unos, por gusto de hacer el payaso; otros, por creer realmente que se trataba de un naufragio.

Regresó Alicia sobre sus pasos y volvió a hacerse cargo de la buena de Candelas, quien, a pesar de la lluvia que caía a raudales, no se apartó del árbol, cara al cual estaba castigada.

El joven Rómulo entregó a «la Niña Péndulo» en manos de Alicia y puso pies en polvorosa; mas cuando iba a rebasar al «Hombre Elefante», le vio dudar hasta que optó por quedarse prudentemente detrás. No hay duda, pensó Alicia, Rómulo le tenía miedo.

Llevando de la mano a las dos impedidas mentales, la Almenara rebasó a los que andaban más despacio. Entre otros, al «Hombre Elefante», el de la cara arañada, pues la torpeza de sus piernas le impedía correr, y a «Dios Padre», porque su Dignidad se lo vedaba. Delante de ambos caminaba parsimoniosamente Remo, cual si la lluvia no le estorbase.

Tras una hora larga de camino (en el que Alicia oyó no pocos improperios por parte de los «batas blancas» contra el responsable de la arriesgada iniciativa de organizar esta excursión) llegó a la verja del manicomio, donde otros enfermeros, igualmente irritados, hacían recuento de los que regresaban.

—¿Faltan muchos? —preguntó Alicia.

—Más de la mitad —le respondieron.

Los últimos rezagados tardaron cerca de tres horas en regresar. Y hubo muchos que no regresaron jamás.