APRIMERAS HORAS DEL DÍA SIGUIENTE, y a los dos meses de su ingreso en el hospital, Alicia fue puesta en libertad: quiérese decir que abandonó el enclaustramiento forzoso en la Unidad de Recuperación, en la que mejoraban lentamente el «tristísimo superviviente», Antonio el Sudamericano y la falsa duquesa. Al «Aquijotado» no logró verlo más: su encierro se prolongaba: su crisis no remitía.

Suplicó Montserrat Castell a la elegante señora de Almenara que no se vistiese con ropas de tanta calidad para convivir a diario con el común de los residentes del edificio central, con lo que decidió comprarse otra más adecuada en la primera ocasión en que le dieran permiso para salir. El regreso del doctor Alvar no sólo era imprescindible para el progreso de su investigación sino que mejoraría considerablemente su status personal. Era seguro que, a partir de ahora, la dejarían moverse con libertad por dentro y fuera del hospital. A pesar de la recomendación de Montse, y como no tenía más ropa que la suya propia (y le repugnaba ir vestida desaliñada) se vistió uno de sus trajes sastres —tal vez excesivamente sofisticado para el lugar…—. ¡Pero no tenía otros!

—¡Qué conjunto tan mono! —le dijo la institutriz al despedirla.

Como tenía perdido el conocimiento cuando la trasladaron a la unidad, y las ventanas de los cuartos eran inaccesibles para acodarse en ellas, Alicia no supo, ni se preocupó en saber, en qué parte de la propiedad estaba enclavada la residencia. Al salir, ahora, por vez primera sorprendióse de lo lejos que estaba de la mole del edificio central y aun de las dependencias aisladas del bar, la capilla y las llamadas casitas familiares. Las «familias» que en ellas vivían —familias de hombres en una acera y de mujeres en la otra— estaban compuestas por gentes muy recuperadas, que llevaban años sin haber padecido una crisis y que si no se las devolvía a sus hogares era sencillamente por carecer de hogar y no tener parientes próximos o lejanos que quisiesen hacerse cargo de «la loca» o del «loco», aunque estuviesen harto más equilibrados que muchos que andan sueltos por las calles o que rigen desde el gobierno los destinos de las naciones. Aunque su propósito era dirigirse en línea recta al edificio central, tuvo que dar un pequeño rodeo porque se topó en el camino con una pareja tumbada en el suelo, que practicaba con singular entusiasmo el noble ejercicio de la procreación. Consideró que la primera norma del lugar en que se hallaba, y que merecía estar escrita en letras de bronce junto a la verja de entrada, debería ser ésta: «Prohibido asombrarse de cuanto se observe más allá de estas murallas».

A pesar de haberse hecho este propósito ¿cómo no sorprenderse de lo que vio, no lejos de ahí, en una especie de aprisco adosado a una granja? Subido a lo alto de una peña había un hombre ancianísimo de colosal estatura y larguísimas barbas que la brisa mecía. Tales barbas era lo único en su cuerpo que tenía movimiento. Por lo demás, y si no estuviese de pie, se diría estar muerto. En torno suyo, cerca de un centenar de hombres y mujeres yacían en el suelo, tumbados boca abajo, los brazos extendidos hacia el frente, como si lo adoraran. No entendió qué significaba este rito y se dispuso preguntarlo al primer «bata blanca» que encontrase. Prosiguió su camino hacia las viviendas familiares. Al llegar le llamó la atención contemplar los parterres, y las flores, y los arbolitos armoniosamente situados frente a las casas por iniciativa de los mismos enfermos; y le satisfizo mucho la pacífica actividad que en su interior se desarrollaba y que bien podía advertirse, pues casi todas las ventanas estaban abiertas. Unos barrían, otros fregaban platos, o hacían las camas, o tendían ropa a secar. Realmente las iniciativas del joven barbudo director representaban un colosal avance en el sistema hospitalario, respecto a las antiguamente llamadas casas de locos. Asomado a una ventana, Norberto Machimbarrena, el triple homicida, mecánico de la Armada, a quien se había dejado de considerar peligroso, la saludó con gran cortesía. A Alicia le interesaba mucho este hombre ya viejo, aunque fuertote y sano, porque era un paranoico, que era el mal que Alicia fingía sufrir. Si no le habían devuelto la libertad era por creerse espía de la Marina de Guerra, lo que indicaba que no estaba totalmente curado. «¿Y si fuese verdad lo que él dice —pensó Alicia para sí—, del mismo modo que yo creo ser detective y lo soy en realidad?». Un «bata blanca» salió de una vivienda, cruzóse con Alicia y penetró en otra. Por lo que le oyó decir, dedujo que estaba inspeccionando la limpieza de cada residencia.

De una de ellas salió Cosme, «el Hortelano», quien quedó muy sorprendido de ver a Alicia por aquellas latitudes.

—¡Bienvenida a nuestro barrio, Almenara!

—¡Que Dios te bendiga, «Hortelano»! ¡Gracias por lo que has hecho por mí!

La tomó «el Hortelano» de un brazo y se alejaron donde no pudieran ser oídos. Contóle Cosme que creyó a pie juntillas lo que ella le había contado del ataque del «Gnomo», porque él («con estus los mis ojus que comerán la tierra») había visto cómo, en otras ocasiones, atacaba a otras mujeres, entre otras a «la Niña Oscilante», a la que quiso violar. Al oír esto llevóse Alicia las manos al rostro, horrorizada.

—Llegué a tiempu pa impedirlo; le di una güeña somanta de palus y le juré, que si lo golbía a jacer, le partiría la su joroba en dos. El qui haya sío usté o yo mesmo el que se l’ha partió no cambia la cosa. De modu y manera que declaré lo que no vi, mesmamente que si lo hubiera visto.

Alice Gould quiso confrontar por ella misma lo que ya le había contado Montserrat Castell.

—Dígame, Cosme. Cuando hay un muerto por accidente, ¿no interviene el juzgado?

—Sí, interviene, sí. Pero yo les dije lo que todo el mundo sabe. Qui acostumbraba a correr comu liebre fogueada y qu’aquel día tropezó, diose con un peñascu y se partió la su joroba. Usté, Almenara, no piense más en ello. ¡Y cuide su salud! Y hasta más ver, que hoy tengo cita con las zanahorias y no está bien que me quede de palique con usté mientras ellas me esperan.

Fuese «el Hortelano» y prosiguió Alicia su camino entre las viviendas.

Una cincuentona de buenas carnes barría el polvo a la entrada de su pabellón y, al verla avanzar, dejó de mover la escoba y la saludó con gran simpatía.

—Buenos días, señora Alicia.

—Buenos días, ¿cómo sabe usted cómo me llamo?

—La vi un día en misa y otro en el bar. Pregunté que quién era usted, y me dijeron su nombre.

—¿Y usted cómo se llama?

—Teresiña Carballeira, para servirla. Pero me llaman «la Bordadora». Tiene usted que venir un día por el taller. Ya verá qué cosas más lindas hacemos.

—¡Ya lo creo que iré! ¿Y qué bordan ustedes?

—¡Uf! Mil cosas: al canutillo, al tambor, de realce, y también de imaginería. Y nos pagan muy bien.

—Pues no dude que iré a visitarla al taller. ¡Hasta luego, Teresiña!

—¡Hasta más ver, señora Alicia!

Siguió caminando sin poder quitarse de la cabeza que esta Teresiña fue la que mató a hachazos a su madre confundiéndola con una serpiente. Y mandó al otro mundo a dos servidores del manicomio el mismo día que ingresó. ¡Los médicos consiguieron sacarla a pulso del pozo en que se encontraba! ¡Arreglaron la oscura maquinaria de su juicio perturbado! ¡Acertaron con la avería, como los expertos de un taller en un coche que no anda, y consiguen ponerlo en marcha! El habilísimo mecánico que manipuló en su interioridad, y a quien debía la salud, era el doctor Arellano. Mas a quien debía poder vivir en la actualidad como una buena ama de casa, y no en una celda, y trabajar en un taller de artesanía y ganar un salario digno era a Samuel Alvar. Estaba deseando conocer a fondo al director. Lo necesitaba profesionalmente, pero también le interesaba desde una perspectiva puramente humana.

Adentróse entre los paseantes que deambulaban en torno al bar y a los jardines. ¡Cuánta gente le era aún desconocida! ¡Sería milagroso que el esquizofrénico de las mil cartas fuese el hombre que buscaba! ¿No sería demasiada casualidad que «el Albaricoque» y el autor de las misivas a García del Olmo fueran la misma persona y que la solución de la incógnita quedara así resuelta por puro azar?

Extrajo un cigarrillo y se acercó a un «autista» o solitario a pedirle fuego.

—¡Déjeme en paz! —respondió éste con violencia inusitada.

Tardó Alice Gould en reaccionar. El hombre, encendido en cólera, tiró al suelo su cigarro.

—¡Atrévase a tocarlo —dijo— y le arranco la lengua!

Alejóse Alicia con más celeridad de la acostumbrada y se llevó un gran sobresalto al sentirse brutalmente agarrada por la muñeca. Mas no era el encorajinado solitario, como ella pensó, sino una mujer de extremada corpulencia quien la sostenía con fuerza. Vestía una bata azul y zapatillas negras. Sus dedos eran de hierro. Más que asirla, la atenazaban. Nada decía la mujer. Nada hacía tampoco, si no era mirarla. ¡Ah, qué pavoroso vacío el de aquellos ojos! Carecían totalmente de expresión. Eran ojos mudos. Detrás de ellos estaba la Nada. Alicia tuvo miedo. El rostro de aquella mole humana era monstruoso, cetrino y feroz. Un bozo lacio y negro se unía en el labio superior a los pelos que le colgaban de la nariz. También le salían pelos de las orejas; sus cejas estaban unidas, y un vello oscuro y desigualmente distribuido le cubría las anchas mejillas. Alicia se propuso no utilizar el judo, salvo en caso de ser atacada. Y aun así, de poco le serviría su habilidad, pues aquella mujer duplicaba su peso. La situación era grotesca al par que peligrosa. No sabía Alicia qué hacer. Si hablaba, si se movía, si intentaba desasirse, tal vez moviera el resorte que aquel oscuro entendimiento necesitaba para atacarla a dentelladas. Un «bata blanca» corrió presuroso hacia ellas.

—Manténgase serena, no hable, no pretenda huir —le dijo a Alicia. Y variando el tono ordenó a la forzada:

—¡Suéltala!

Ésta, lejos de obedecer, arrugó el labio superior uniéndolo a la nariz, enseñó los dientes y emitió un rugido sordo que paralizó el corazón de Alicia. Tres «batas blancas» se acercaron cautelosamente.

—¡Suéltala!

Nuevo rugido amenazador, esta vez más prolongado. Uno de los cuidadores, que estaba tras la fiera, la enlazó vigorosamente por el cuello con todo el antebrazo.

—¡Suelta tu garra o te estrangulo!

Aplacóse la presión de su mano, más no el rugido.

—Ahora extiende tus pezuñas.

La hembra rugiente extendió los brazos.

Con habilidad y rapidez suma, le enchufaron una suerte de lona, de inmensas mangas. Fue la primera vez que vio una camisa de fuerza. (Aquel mismo día vería una segunda).

La condujeron hacia su jaula. Al verla avanzar, a grandes y torpes zancadas, arrastrada por sus captores, Alicia recordó a los esclavos antiguos, apresados en las guerras púnicas y uncidos al carro triunfal de un césar romano victorioso.

—¡Hala, a dispersarse! —ordenó el primero de los «batas blancas» al grupo de curiosos que se había apelotonado para presenciar la captura de «la Mujer Gorila», como supo después que la denominaban—. Y usted —le dijo a Alicia— venga conmigo.

—No sé si podré sostenerme sobre las piernas —respondió ésta—. Estoy aterrada. Preferiría sentarme.

No lejos de allí había un grueso castaño con un banco circular en torno a él. El «bata blanca» condujo a Alicia del brazo.

—Tómese esta pastilla y siéntese aquí conmigo.

—Prefiero no drogarme. ¿Es usted enfermero?

—No. Soy médico. Usted es visitante, ¿no?

—Soy residente; pero por poco tiempo ya.

—¿Es usted residente? ¡Nunca lo hubiera imaginado! ¿Ha pasado mucho susto?

—¡Mucho, doctor!

—¿Está segura de que no quiere una pastilla?

—Creo que no voy a necesitarla, ¡salvo que vuelva esa mujer a acercarse por aquí! ¿Quién es? ¿Qué tiene? ¿Es oligofrénica?

—No. Es una demente.

—Pero ¿no significa lo mismo?

—En absoluto. El oligofrénico padece una insuficiencia en el desarrollo de la inteligencia, mientras que el demente sufre un debilitamiento psíquico profundo, global y progresivo. Esta que acaba usted de conocer está en su estado terminal, absolutamente deteriorada. Se nos había escapado. Aún no sabemos cómo.

—¿Usted cree que me quiso atacar?

—Es poco probable. Sólo ataca cuando tiene miedo. ¡Hizo usted muy bien en mantenerse en absoluta inmovilidad! De lo contrario la hubiera usted asustado. Ella no sabía si lo que tenía agarrado era un ser humano o una sartén, o una planta o un animal.

Quedó Alicia empavorecida al oír esto.

—¿Es posible, doctor? ¿Hasta ese punto llega su obnubilación? ¡Es terrible saber que estas cosas sean así!

—A los veintiún años —comentó el doctor— tuvo su primer brote. Antes de eso trabajaba de pianista en un cabaret. He visto fotografías suyas de entonces. ¡Era preciosa!

Guardó Alicia silencio. ¡Que aquella evolución fuera posible la asustaba aún más que el haber estado apresada entre sus garras!

—Me sorprende, doctor, no haberle conocido antes.

—Soy jefe de la Unidad de Demenciados. Y salgo poco de mi unidad.

—¿La Unidad de Demenciados es lo que llaman «la Jaula de los Leones»? —El «bata blanca» pareció enfadarse.

—Quien haya inventado esa denominación es un infame. Los que residen en mi unidad son seres humanos enfermos: los más profundamente enfermos del hospital. Los más dignos de lástima. Los más necesitados de ayuda y protección.

—Me gusta mucho oírle hablar así, doctor, y lamento haber usado esa expresión.

Leyó Alicia el nombre del médico bordado en su bata: J. Rosellini.

—¿Es usted italiano?

—Nieto de italianos. ¿Se encuentra ya mejor?

—Sí. Creo que sí.

El físico del doctor Rosellini era —al parecer de Alicia— demasiado perfecto. Su perfil era casi femenino. Su peinado, un tanto antiguo: sólido por la gomina a lo Carlos Gardel o Rodolfo Valentino. Se le antojó a Alicia (que era gran examinadora de menudencias) que su excesiva seriedad era forzada. ¿Cómo expresar con claridad su pensamiento? Se diría que el doctor Rosellini tenía complejo de guapo, y lamentaba que su rostro fuese más el de un niño bonito que no el de un científico. No lo vio sonreír ni una vez.

—Pensé que estaba usted aquí de visita y sigo sorprendido de que sea usted una paciente. ¿Quién la atiende?

—El doctor Arellano.

—No hay en el hospital mejor médico ni mejor hombre que él. ¡No todos son iguales!

—Celebro oírselo decir, doctor Rosellini. Yo aprecio mucho a don César. Y le considero un gran clínico.

—¿Cómo se llama usted, señora? —preguntó el médico después de comprobar discretamente que llevaba anillo de casada.

—Alicia Gould de Almenara.

Leyó Alicia en los ojos del médico el deseo de preguntarle algo (a qué tratamiento estaba sometida, de qué mal estaba diagnosticada o cosa semejante), mas ella se anticipó.

—He visto, doctor, una especie de granja, en que todo el mundo estaba tumbado menos un anciano.

—Ya sé a lo que se refiere…

—¿Quiénes son? ¿Qué hacen en esa postura?

—Padecen una locura colectiva.

—¿Locura colectiva?

—Sí. El anciano tiene, o tuvo, porque muchos murieron, unos treinta hijos. Todos los que usted vio tumbados son hijos, nueras, yernos, nietos y bisnietos suyos y padecen un mismo delirio.

Sonaron en ese instante los característicos pitidos en el avisador mecánico de su bolsillo.

—Lo siento. Me llaman de la unidad. ¡Veremos qué ha pasado con la prófuga! Me hubiera interesado mucho seguir hablando con usted.

Se despidió de Alicia; fuese a buen paso hacia su pabellón; y ella, muy apesadumbrada por la interrupción, reemprendió el camino hacia el edificio central. Le había gustado mucho ese médico. Le agradaría hacer amistad con él. ¿Qué habría querido decir al afirmar que no todos los doctores —ni como médicos ni como hombres— tenían la calidad de César Arellano? Por segunda vez tuvo la intuición de que una guerra sorda se desarrollaba en el hospital al margen del mundo de los enfermos.

No había Alicia conseguido fumar su cigarrillo. Pero se abstuvo de pedir fuego a otro que no fuese un «bata blanca».

Le devolvió la calma y la ayudó a restablecer el control sobre sí misma el abrazo que recibió de Rómulo, apenas la vio entrar en la «Sala de los Desamparados».

—¿Dónde has estado tanto tiempo?

—Me han dado unas vacaciones.

—No es verdad. Yo vi que te ponías muy malita. Y que te llevaban en brazos. Y me dio mucha pena.

—Pero ahora ya estoy completamente curada. ¿Te alegra saberlo?

—¡Mucho! ¡Mira, tócame esta oreja! —le dijo mientras él hacía lo propio con Alicia—. ¿Ves? ¡Tengo un guisante debajo de la piel, igual que tú!

Era cierto. Ambos tenían una mínima adiposidad en el pabellón de la oreja, encima del lóbulo.

—Me han dicho, Rómulo, que sabes escribir. ¿Es verdad?

—¡Sí! —respondió con orgullo—, pero lo hago muy despacito.

—Algún día tienes que escribir algo para que yo lo vea.

—¡Te lo voy a escribir ahora! —dijo jovialmente.

Y muy agitado salió corriendo, y a poco regresó con bolígrafo y papel. La lengua entre los dientes, toda la atención prendida de su labor, escribió con lentitud: «Yo sé quién eres tú…».

Era la segunda vez que le decía esto. ¿Qué querría significar?

Tan abstraída estaba Alicia en su conversación con aquel pobre muchacho, cuya edad había quedado congelada a los seis años, y en el misterio que aquellas palabras encerraban, que no vio a Montserrat Castell cruzar toda la galería para llegar hasta ella, ni las señas que la joven le hacía desde lejos.

—Alicia, el director te llama. Se puso en pie rápidamente.

—¡Al fin! —murmuró la detective apretando los párpados. Con pasos precipitados corrió Alice Gould, anhelante, hacia «la frontera»; más de pronto la asistenta social la detuvo.

—¿No tendrías tiempo de cambiarte de ropa antes de ser recibida? Estás demasiado bien vestida, Alicia. Al director puede molestarle verte así. No le gustan las diferencias tan marcadas entre sus pacientes.

«¡Increíble comentario el de la Castell!», pensó Alicia para su coleto. Lejos de lo que ella decía, de haber sabido que Samuel Alvar estaba dispuesto a recibirla, se hubiera puesto el traje con el que llegó al sanatorio y adornado con su broche de oro.

—¡Estoy impaciente por verle!, Montserrat. No quiero hacerle esperar, perdiendo el tiempo en cambiarme. ¿Puedo pasar un momento por tu despacho?

Facilitóle Montserrat Castell peine y cepillo; y Alicia se atusó y ordenó lo mejor que pudo.

Consideró Alicia que los espejos, como muchas personas, tienen respuestas distintas para las mismas preguntas, según los casos. Al regresar a su casa de Madrid, después de una corta temporada de playa, advertía con asombro lo tostada que estaba su piel, aunque se hubiera estado viendo a diario reflejada en los espejos de su vivienda veraniega. Ella era la misma… pero el espejo no. Y era éste quien la hablaba, como si dijera: «Estás muy mejorada desde la última vez que te vi». Esta asociación de ideas le venía ahora a Alicia, porque en aquel espejito del despacho de Montserrat Castell se había visto reflejada por última vez cuando aún vestía desaliñada y la llamaban «la Rubia», «la nueva» o «la Almenara».

—¡Ya no parezco tan loca! —musitó riendo en voz alta.

Montserrat no movió un músculo del rostro, pero Alicia creyó advertir cierta conmiseración en su mirada, como si dijera para sus adentros que sólo por fuera se distinguía de los demás. Muy turbada por ese pensamiento, Alicia penetró en el despacho del director.

Visto de cerca, le pareció un hombre aún más joven que cuando lo atisbó en la habitación acolchada, y medio ebria aún por los calmantes. Tras la barba y el bigote negros, y las grandes gafas con montura de pasta del mismo color, se columbraba el rostro de un hombre que apenas sobrepasaba la treintena. Tal vez fuera ésa la razón por la que se dejaba barba: simular más años y dar a su talante una severidad que, de afeitarse, carecería. Sus modos eran suaves y contenidos. Hablaba en voz muy baja. Y no sonreía ni para saludar. Sus zapatos eran viejos y usaba calcetines colorados.

No era sólo Alicia quien contemplaba a Samuel Alvar. También el director la contemplaba a ella. No la había visto más que una vez, atada a una cama, sudoroso el rostro y el pelo desordenado sobre la cara. ¿A qué venían esos aires de princesa, ese atuendo de turista de lujo en vacaciones y ese talante de superioridad?

Samuel Alvar tragó saliva y señaló fríamente un asiento frente a su escritorio. Apoyó los codos en la mesa y juntó las yemas de los dedos de ambas manos, bajo su barbilla, esperando que ella le expusiera los motivos de su insistencia en ser recibida. Pero Alicia no habló.

—¿Tiene usted algún problema? —preguntó el médico, sorprendido ante su mutismo—. Expláyese con toda confianza. No tenga miedo. ¡Vamos, anímese!

Alicia sonrió con aire de complicidad.

—¿Es eso todo lo que tiene que decirme, doctor?

Éste la miró de hito en hito. Sus dedos comenzaron a tamborilear impacientes.

—La he recibido porque usted pidió verme. No la he llamado espontáneamente. Dígame, pues, lo que desea.

Volvióse Alicia Gould a un lado y otro de la habitación; comprobó que las puertas estaban cerradas.

—¡Estamos solos, doctor!

—En efecto, estamos solos —respondió el médico.

—Soy Alice Gould. ¡Alice Gould de Almenara! ¿No le dice nada mi nombre?

—Sé perfectamente quién es usted —replicó el doctor—. He leído su expediente y conozco su historial.

—¿Y no recuerda la carta que me escribió antes de ingresar yo en el sanatorio exigiendo determinadas condiciones para mi ingreso?

Los dedos que antes tamborileaban impacientes se distendieron. Su rostro mostró una profunda atención.

—Hábleme de esa carta… —dijo en un susurro de voz.

Visiblemente excitada, Alicia replicó:

—En esa carta usted condicionaba mi ingreso en el sanatorio a que nadie, ni médicos ni enfermos, conociera la verdadera razón de mi estancia aquí, y a que me comportara ante todos como una paciente. Para ello me aconsejaba que leyera un manual titulado Síndromes y modalidades de la paranoia, del doctor Arthur Hill, editado en castellano por Editorial Coloma, y que estudiase todo lo relacionado con la modalidad que yo debía simular. ¡Y así lo hice! Y me aprendí muy bien lo del «delirio crónico, sistematizado, irrebatible a la argumentación lógica». ¡He seguido todas sus instrucciones, doctor Alvar! Las ideas delirantes secundarias que he fingido…

—Perdón, señora de Almenara, ¿qué entiende usted por ideas delirantes secundarias?

—Las que derivan de algunos acontecimientos de la vida del enfermo que dejaron una profunda huella en su ánimo. Yo no sé si estuve torpe al fingir como causa desencadenante de mis delirios la ingratitud de un caballo… ¿El caballo era bello? Mi marido también. ¿El caballo era ingrato? ¡También lo era mi marido! ¿El primero me coceó? ¡El segundo intentó envenenarme! Para una persona «constitucionalmente predispuesta» para la enfermedad, pensé que fingir eso era un buen comienzo para redondear una «fábula delirante», cuyo final era obligado.

—¿El final era obligado?

—¡Sí! Es como uno de esos certámenes que ponen en el colegio a los alumnos de literatura: «¡Inventen ustedes una historia cuyo final sea la boda de los protagonistas!».

—¿Y cuál es el final de su «historial delirante»?

—Que mi marido, una vez fracasados sus intentos de envenenarme consiguió con malas artes «secuestrarme legalmente» en un hospital psiquiátrico.

—¿Y por qué era obligado ese final?

—¡Porque yo necesitaba encerrarme en este centro para realizar la investigación criminal de que le habló a usted el doctor García del Olmo!

—¿Y qué títulos tiene usted para realizar tal investigación criminal?

—¡Soy detective diplomado! ¿Lo ha olvidado usted?

—Perdón, señora de Almenara… Le ruego que me disculpe. Había olvidado ese extremo importantísimo. Como en el entretanto he gozado de unas largas vacaciones, he perdido contacto con los temas que dejé pendientes antes de marcharme. Por ejemplo, tampoco recuerdo con exactitud la clase de investigación que debía usted realizar aquí en el sanatorio.

Alicia, cada vez más atónita, comentó:

—No entiendo, doctor, a qué clase de examen me está sometiendo. Sólo estoy segura de que usted sabe todo lo que me pregunta. ¿Cómo puede ignorar que el padre del doctor García del Olmo fue encontrado muerto hace más de dos años por su propio hijo, cuando éste regresaba de un congreso de su especialidad que se celebraba en París? Todos los periódicos publicaron noticias tanto del congreso, en el que García del Olmo presentó varias mociones, como del crimen, cuya víctima era el padre de una personalidad muy conocida en España y fuera de ella… ¡y amigo personal de usted!

Guardó silencio Alice Gould, esperando que el director del hospital rompiera su inexpresividad de monje budista en trance de meditación. Éste se limitó a decir:

—Prosiga.

—Ignoro si Raimundo García del Olmo le dijo a usted toda la verdad acerca de su caso o silenció algunos extremos. El más delicado es que la policía llegó a sospechar de mi cliente. Temían que, conociendo éste los terribles dolores que sufría su padre a causa del cáncer de estómago que padecía, y a sabiendas de que el mal era irreversible y que le quedaban pocos meses de vida, hubiera querido ahorrarle más sufrimientos y le adelantara la muerte por piedad. ¡Esto no fue así, por supuesto! Pero es lo que la policía llegó a temer. Doctor, ¿le contó este extremo su amigo García del Olmo?

—Prosiga, señora, prosiga…

—Por entonces, comenzó a recibir las misivas semanales que usted sabe ya. Y me encargó que investigase de dónde procedían. No tardé en averiguar, por el examen grafológico, que el autor era un psicótico y que estaba recluido aquí, y que el papel en que escribía sus misivas no pertenecía al que se facilita a los enfermos, sino al que usan ustedes en las oficinas. En realidad, se trataba del mismo papel de cartas que usa usted, salvo que habían recortado a tijera la parte alta de la hoja, suprimiendo el membrete con el nombre del sanatorio y la dirección. Lo comprobé al ver la carta que me dirigió usted imponiéndome sus condiciones para ingresar aquí.

—Prosiga, señora de Almenara.

—No continuaré, doctor —dijo Alice Gould, sin ocultar su enojo—, ni diré una palabra más mientras no me aclare por qué me pregunta cosas que usted sabe tanto o mejor que yo. ¡Tengo la desagradable sensación de que se está usted burlando de mí!

—Nada más lejos de la realidad, señora de Almenara. ¡No acostumbro a burlarme de los pacientes que están sometidos a mi cuidado y a mi responsabilidad!

Alicia quedó sin aliento. Fijó largamente los ojos en el médico intentando calcular hasta cuándo duraría la broma. Pero el rostro de Samuel Alvar era impenetrable.

—Doctor… —alcanzó a decir, casi sin voz—, ¡yo no soy una paciente suya! ¡Estoy aquí por mi propia voluntad! ¡Soy una detective profesional!

—Aclaremos bien esto —añadió el director del manicomio, poniéndose en pie y comenzando a pasear lentamente por el cuarto—. Para una reclusión voluntaria le hubiese bastado una declaración firmada por usted misma indicando su deseo de ser tratada en este establecimiento y un certificado del doctor Ruipérez, que fue quien la recibió, señalando que era usted admitida. ¡No es eso, señora mía, lo que consta en su expediente! En su ingreso se han seguido los trámites de los casos involuntarios: a saber, certificación médica del doctor Donadío, colegiado de Madrid, dejando constancia de la enfermedad, así como de la necesidad de internamiento, y solicitud de su esposo, don Heliodoro Almenara, como pariente más próximo, dirigida directamente a mí, como director médico del establecimiento, para que autorizara su reclusión.

—¡Conozco muy bien todo eso, doctor! ¡La solicitud de mi marido fui yo misma quien la redactó y le arranqué la firma sin que él mismo supiese de qué se trataba! ¡Y el informe médico del doctor Donadío está falsificado!

—¿Y la firma del subdelegado de Medicina de Madrid, legalizando la del doctor Donadío, está falsificada también? ¿Y la de su marido haciéndose responsable de los gastos que ocasione usted en el hospital, ya que es usted «enferma de pago», y que estampó en las oficinas de este centro el día que la acompañó a recluirse… también está falsificada?

—¡Mi marido no me acompañó aquí el día de mi ingreso! ¡Fue mi cliente quien me acompañó: Raimundo García del Olmo, su amigo de usted! La gran sorpresa para mí fue saber que el director no estaba, sino un sustituto suyo… ¡Mi investigación iba a ser mucho más ardua sin su ayuda!

—Y… dígame, señora de Almenara… ¿ha conseguido usted averiguar algo sin mi ayuda?

—Sí, doctor Alvar. Estoy segura de que el autor de los escritos delatores es hombre y no mujer; tiene entre cincuenta y cincuenta y cinco años; tuvo algún día una posición social, familiar o económica, de cierta brillantez y posee una personalidad fuertemente vengativa. Su inteligencia está más degradada que su memoria. Vive para rumiar sus venganzas: se regodea con ese pensamiento. Es resentido y envidioso. Ya era un malvado antes de enfermar. Posee tendencias agresivas y sádicas. Y no es un inductor, sino el autor directo del crimen. Esto es lo que he averiguado sola, amén de disminuir a poco más de media docena la lista de sospechosos. ¡No es poco, si tenemos en cuenta que el manicomio alberga a más de ochocientos enfermos! Para que esta lista quede reducida a uno solo, preciso su colaboración.

Samuel Alvar, que se movía a pasos cortos, las manos en la espalda, por su despacho, al llegar a este punto arqueó las cejas interrogante.

—Preciso —continuó Alice Gould— dos datos y un favor. Los datos son éstos: conocer la fecha de ingreso en el hospital de una pequeña lista de residentes (ocho o diez a lo sumo), que yo le daré; conocer asimismo si alguno de ellos, caso de estar ya ingresado, gozó de un permiso, o se le permitió, en suma, salir del hospital, no menos de dos días enteros, entre el 10 y el 12 de marzo de hace dos años.

—Esos datos, señora, pertenecen al secreto de nuestros archivos.

—¡No le pido revolver los archivos de todo el hospital, sino conocer los expedientes de ocho o diez sospechosos! Si ello supone una pequeña irregularidad administrativa… mayores son las ya cometidas por nosotros, inducidos por usted.

Las cejas del médico seguían arqueadas.

—Me ha hablado usted de los datos, no del favor.

—El favor es —prosiguió Alice Gould— que me permita usted permanecer en el hospital unos días más de lo convenido. Las cejas del doctor Alvar se arquearon aún más.

—¿Cuántos días más?

—Unos diez. En caso contrario…

—Me pide usted algo verdaderamente extraño. Pero no quiero interrumpirla. Prosiga. ¿En caso contrario?

—En caso contrario, me temo que no pueda llegar a una conclusión definitiva. Habré fracasado en mi investigación por su culpa; confesaré a mi marido dónde estoy y le rogaré que venga a buscarme.

—¡Vamos a ver, vamos a ver, señora de Almenara! ¿Me está usted diciendo que su marido ignora dónde se encuentra usted?

—Exactamente, doctor: eso es lo que he dicho.

—Pero… ¿no declaró que se consideraba «legalmente secuestrada» y precisamente por su marido?

Alice sonrió con cierta conmiseración. El doctor Alvar, con toda su apariencia de hombre frío, sereno, puntilloso y metódico, parecía haber olvidado los puntos claves de su compromiso. Unas largas vacaciones son, a veces, necesarias como lavado de cerebro de las personas ocupadas y con cargos de responsabilidad… ¡pero no hasta el punto de olvidar pactos tan graves y delicados como los que le ataban a ella!

—Procuraré, doctor, refrescarle la memoria. Cierto que yo me declaro, en nombre de mi cliente, la única responsable, junto con él, de las «anormalidades legales» que hemos cometido para justificar mi presencia aquí. Pero usted no puede negar que fue quien me sugirió que lo hiciera.

—Mi querida señora…

—¡Déjeme concluir! Esa declaración que le hice al doctor Ruipérez, en ausencia de usted, de considerarme «legalmente secuestrada» fue una argucia más para fingir una personalidad falsa. Mi marido no puede tenerme secuestrada, sencillamente porque ignora dónde estoy. Ya le he dicho que le hice firmar, como tantas otras veces, multitud de papeles y entre ellos el que contenía su solicitud de mi internamiento. Y él lo firmó en barbecho… Intuyo, doctor, que quiere averiguar si le he metido a usted en un compromiso, y le reitero que no. Quienes hemos cometido algunas irregularidades hemos sido Raimundo y yo. Estoy dispuesta a firmarlo y rubricarlo.

—Y… ¿cómo puedo yo saber —preguntó el médico, perdiendo por primera vez la compostura— si cuando dice la verdad es ahora o entonces?

Alice se enfadó:

—¡No sé qué clase de juego es éste, doctor! ¡Repito una y cien veces que todo lo que yo declaré entonces es pura mentira, para adaptarme a la personalidad psicótica que usted me aconsejó y poder ingresar en el manicomio para realizar mi investigación criminal, sin que nadie conociera mi verdadera personalidad, con la sola excepción de usted! ¿Qué nueva cobardía es ésta?

—Procure usted calmarse, señora. No necesita gritar para que yo la oiga ni he tolerado nunca que mis pacientes me griten.

—Yo le tengo mucho respeto, doctor Alvar… ¡pero no mayor del que debe usted tenerme y demostrarme! ¿De quién se está burlando: de su amigo García del Olmo, de mi marido o de mí?

—Está usted seriamente enferma, señora, y sería deplorable que…

La indignación de Alice Gould llegó al colmo. ¿Quién se había creído que era ese pobre mequetrefe, esa piltrafa de ciencia mal aprendida y peor digerida, para desdecirse hoy de lo que dijo ayer, ante ella, Alice Gould, y con el daño irreparable que tal actitud podía suponer para su cliente?

Si malo fue que Alice Gould, obnubilada por la indignación, pensara esto… peor fue decirlo perdiendo totalmente la compostura.

El director escuchó sin alterarse esta explosión de cólera. Su voz, calmosa y suave, contrastó con la de ella, descompuesta y airada.

—En una declaración que hizo usted al doctor Ruipérez el día de su ingreso, le dijo: «Yo soy muy dócil, y haré siempre lo que se me ordene…». Yo le ruego, señora de Almenara, que sea consecuente con tan buenos propósitos y sea dócil. El no serlo no le servirá de nada, y retrasará su curación, puesto que está usted enferma, ¡lo cual no quiere ni mucho menos decir que su mal sea incurable! Necesitamos su colaboración para devolverle la salud, porque la alteración pasajera de su equilibrio mental…

No pudo el director Samuel Alvar proseguir porque una sonora bofetada le cortó la palabra y el aliento. No se inmutó en sus ademanes, aunque una ligera palidez ensombreció su rostro.

Este tipo de enfermos arrogantes y soberbios, que se creen nacidos de los cuernos de la Luna, son los más peligrosos y difíciles de tratar. A su condición de locos razonadores sumaba esta mujer la altivez típica de la clase social de la que procedía, acostumbrada a dominar, someter y ser servida. Un símbolo más de la opresión social de la que no se libran ni las cárceles ni los manicomios. Fría y astuta —mientras no se la contradiga— era casi un modelo de las cualidades mentales que debe reunir una envenenadora. Su única duda era dilucidar si el lugar más apropiado para ella era la cárcel o el manicomio.

Situóse el director tras su mesa escritorio y cruzó los brazos sobre el pecho sin interrumpirla.

—¿Cómo se atreve, doctor, a cuidar pobres tontos, cuando es usted más tonto que aquéllos a quienes trata? ¡No tengo por qué tolerar sus bromas! ¿No tiene usted ojos en la cara, ya que carece de toda ciencia, para saber distinguir á los que viven bajo su mismo techo? ¡Ya me sorprendió la facilidad con que pude engañar a su ayudante al entrar aquí! ¡Ahora no me sorprende nada! ¡Tal ayudante para tal jefe! ¿Se da cuenta, pobre joven sin luces, de que por su culpa García del Olmo puede no sólo dar con sus huesos en la cárcel, sino perder su carrera? ¿Se da cuenta de que…?

Quien no se dio cuenta de que dos enfermeros habían penetrado a sus espaldas en el despacho del director fue Alice Gould. No los advirtió hasta que sintió sus poderosas manos sujetándola fuertemente por los brazos.

—¡Llévensela! —ordenó el director.

Ella enmudeció súbitamente, y no hizo ningún ademán por debatirse. La sacaron en vilo del despacho y cerraron la puerta que daba a las oficinas. Por la otra, apareció Ruipérez.

—Está todo grabado —dijo escuetamente—. ¡Qué bien hiciste en tomar esta precaución!

—¿Grabaste desde el principio?

—Desde el momento mismo en que la invitaste a sentarse. Te confieso que me apena mucho lo ocurrido. Hasta ahora ha sido una paciente excepcional. Nunca había dado motivos de queja.

Por primera vez Samuel Alvar se alteró. Apretó las mandíbulas y los labios le temblaron.

—¿No ha dado motivos de queja dices? ¡Creo recordar que ha matado a un hombre y ha abofeteado al director de su hospital! ¿Te parece poco? ¡Nadie, hasta ahora, le había llevado la contraria! Vivía feliz con sus delirios sin que nadie la contradijese ni la desdijese. El miércoles de la próxima semana, antes de la junta de médicos, quiero que escuchemos juntos la grabación de hoy y que la comparemos con la de la charla que tuvo contigo el día de su ingreso. Creo que deberíamos modificar algún punto del diagnóstico.

—¿Cuál es tu idea?

—Me la reservo hasta después de haber oído las cintas.

—¿Quieres que esa tarde asista alguien más a la audición?

—Sí. Díselo a César Arellano, que es quien la conoce mejor.

Iban a separarse cuando el director detuvo a Ruipérez. Su voz sonaba de nuevo impersonal y lejana:

—Escucha, Teodoro. Nadie debe enterarse de que esa bruja me ha abofeteado. Cuento con tu amistad y tu discreción. Con «batas blancas» o sin ellas, el hospital está lleno de hijos de puta que lo pasarían en grande si se enterasen.

—Descuida, Samuel. Nadie lo sabrá por mí.

Unos nudillos imperiosos golpearon la hoja de la puerta. Sin esperar a que la autorizasen a entrar, penetró en el despacho Montserrat Castell, con una hoja escrita en la mano. Tenía lágrimas en sus ojos, y se la veía debatirse entre su acostumbrada compostura y la cólera.

—Samuel, ¿tú has ordenado que impongan a Alice Gould la camisa de fuerza?

—No…

—Entonces fírmame este papel que dice: «No está autorizada la camisa de fuerza para la señora de Almenara».

—Depende de lo que haya hecho, además de lo que ya hizo. ¿Qué ha sucedido?

—¿Ni siquiera a mí vas a concederme lo que te pido?

Samuel Alvar comentó mientras firmaba:

—Si de ti dependiera, convertirías este hospital en un crucero de placer para ancianos y niños en vacaciones.

—¡No lo dudes! —respondió Montserrat con energía. Y tomando el papel entre sus manos, salió corriendo, y cerró con violencia la puerta del despacho de su jefe.