SE DESPERTÓ CON LA GARGANTA SECA y mucha sed. No se atrevió a abrir los ojos por temor a ver la habitación moverse como un camarote de barco en día de mar gruesa. Se diría que su cama descendiese lentamente, colgada de un extraño paracaídas. «¿Qué me han hecho los médicos?», se preguntó. Quiso variar de postura, mas no pudo. Y no se esforzó más. Volvió a dormirse. Al cabo de varias horas se despertó de nuevo con la nítida sensación de que «algo le había ocurrido»; «algo terrible» que no podía precisar. Abrió los párpados. «Ésta no es mi casa», se dijo, mezclando incongruentemente recuerdos y sensaciones. «¿Dónde estoy?». «En mi casa el dormitorio no tiene techo, y la cama es más ancha». Empezaba a entender que la habían acostado en el cuarto de la cocinera. Pero eso carecía de sentido. Allí no había puertas que tuvieran una ventana abierta en el centro de la hoja y menos aún enrejada. Miró en torno. ¡Estaba en la cárcel! ¿Qué había hecho? ¿Por qué la encerraron? El recuerdo le vino como un vago zumbido que comienza a crecer hasta convertirse en un clamor sordo que avanza implacable, atronando el espacio, hasta estallarle dentro del cráneo. «¡He matado a un hombre!». Sus ideas, hasta entonces dispersas y flotantes, encajaron de golpe en la realidad. «¿Qué has hecho, Alice Gould?». «¿Qué has hecho?». «¡Has matado a un hombre en el manicomio!». Fue como una descarga de electroshock lo que la hizo saltar. Se vio de súbito fuera de las sábanas, apoyada en la pared y golpeándola con los puños. «¡Has matado a un hombre! ¡Has matado al “Gnomo”!».
La puerta se abrió tras ella. La enfermera interpretó mal sus gestos y movimientos. Creyó que era la cabeza y no los puños con la que golpeaba la pared. Sintióse Alicia fuertemente sujetada, notó la aguja de una jeringuilla perforando su piel y no supo más de sí. La habitación en que despertó era igual a la primera, salvo las paredes, que estaban acolchadas; y la cama, que tenía adosadas grandes muñequeras, tobilleras y cinturones de cuero, que la inmovilizaban.
—Desátenla —ordenó una voz.
Los que hablaban eran dos médicos desconocidos para ella. Uno de ellos, muy pálido, con barba y bigote negros, y grandes gafas con montura del mismo color. Y muy joven. El otro era un hombre de más edad, de aspecto pulcro e inteligente. El primero le tomó el pulso, le miró el fondo de los ojos y apoyó su mano entre el cuello y la mejilla para comprobar —supuso Alicia— si tenía fiebre. Antes de esto le había palpado la cabeza con minuciosidad. Sin hablar una palabra, se ausentaron del cuarto.
Ya fuera, oyó la voz de uno de ellos:
—Dejen todo abierto y que le traigan su ropa. Puede entrar y salir si quiere.
Vistióse Alicia, pero no se aventuró a asomarse al pasillo, donde se oían voces apagadas. A una hora indefinida vino a visitarla Montserrat Castell. Entró llevando de la mano su propio asiento. Su rostro estaba serio y preocupado. Besó a Alicia y mantuvo largo tiempo la mejilla sobre su mejilla. Tomó una de sus manos y la apretó con calor.
—Fue involuntario —dijo Alicia con los ojos secos y angustiados—. Ha sido un accidente. Yo no hice sino defenderme. Tú me crees, ¿verdad? Montserrat cerró la puerta y, aun así, habló en voz muy baja:
—El doctor ha prohibido a los pocos, poquísimos que saben lo ocurrido, que te hablaran nunca del tema. Yo voy a hacerlo hoy por primera y última vez. Pero considero que debes saber lo que voy a contarte. Afortunadamente tuviste un testigo excepcional que lo vio todo. Ha declarado que, el que llamabas «el Gnomo», te estuvo siguiendo toda la tarde en espera de la ocasión propicia para atacarte. La oportunidad se le presentó cuando empezó a llover y todos los paseantes se retiraron. Él te entretuvo diciendo que deseaba enseñarte algo (un viejo truco en él: ¡no eres la primera!) y cuando le abofeteaste, te derribó. Tu testigo acudió entonces, desde muy lejos, a defenderte. Mas no hizo falta. Te desembarazaste por ti misma de tu atacante y lo lanzaste al aire. En cuanto te viste libre de él, echaste a correr, temerosa de que volviese por ti, hacia el edificio central. Pensó tu testigo que «el Gnomo» saldría huyendo en zigzag «como liebre fogueada» (fueron sus palabras) porque acostumbraba a dejar atrás los vientos de ese modo cuando le castigaban. Alarmado de no verle actuar como otras veces, se acercó a él. Estaba muerto. Eso fue lo que declaró el testigo, y sólo ante dos médicos y yo. ¡Nadie más en el hospital sabe lo ocurrido! ¡Puedes dar gracias a Dios, Alicia, por la suerte de que alguien lo haya presenciado todo, y que no sea un demente o un visionario, sino un hombre lúcido y sano!
—¡Bendito sea ese hombre por haber contado la verdad tal como fue! —suspiró Alicia visiblemente aliviada.
—No sólo es a él a quien tienes que agradecer haber salido airosa de este aprieto… sino al director.
—¿Al director? ¿Por qué?
—Él te considera sin responsabilidad por lo ocurrido, y no le pareció justo que te quedaras para siempre con antecedentes de haber dado muerte a un hombre… ¡aunque fuese por accidente! En consecuencia, autorizó a ese testigo a que diese otra versión ante el juzgado y él se comprometió a remitirse a lo que dijera ese único testigo.
—¿Qué versión?
—Como el jorobado acostumbraba correr como alocado y sin ton ni son, ¡tal como le vimos el día que se dedicaba a burlarse de los demenciados!, el testigo declaró que en una de esas carreras tropezó y se partió la espina dorsal contra una peña. Sin que interviniese nadie en su muerte. ¿Comprendes?
—Dime, Montse, ¿quién es ese testigo?
—Cosme, «el Hortelano».
Enrojeció Alicia al oír su nombre porque era evidente que el viejo Cosme no había presenciado nada. Fue ella misma quien le contó lo ocurrido. Convencido Cosme de que no mentía y que todo pasó tal como lo relataba, quiso ahorrarle el disgusto de que nadie la acusara de ejercitarse en el judo, por capricho o por locura, con los minusválidos y los deformes. Y declaró a los médicos haber visto lo que no vio, y al juzgado… lo que no ocurrió. Se abstuvo muy bien Alicia de llevar sus pensamientos a los labios, ni siquiera ante Montserrat Castell.
—No quiero quitar importancia a la desgracia de anteayer, Alicia. Pero con ser ésta muy grande, hay algo que me preocupa más: tú misma.
—¡Ya sé dónde vas a parar! ¡Te aseguro, Montse, que yo no me he golpeado la cabeza!
—La enfermera dice que sí.
—La enfermera es una incompetente. Si me hubiese golpeado, ¿dónde están mis heridas?
Observó Montserrat la cabeza de Alicia.
—Pálpame. ¡Búscame un rasguño, un morado, la huella de un golpe!
Montserrat lo hizo.
—¡También los médicos me estuvieron observando y no encontraron nada! Lo que hice fue golpear la pared con los puños al recordar que yo, Alice Gould, había dado muerte a un pobre enfermo, a un débil mental. Esto me desazonaba, me desequilibraba, ¿entiendes? Me maldije a mí misma por haber abusado de mi condición de cinturón azul contra un ser inferior y sin reflejos. Porque lo que yo querría es ayudar con toda mi alma a estas pobres gentes, ¡como lo haces tú! ¡Y resulta que he matado a una de ellas!
—No pienses más en eso. No te tortures más. Y ahora, ¿cómo te encuentras?
—No sé lo que me han dado. Todo lo ocurrido lo veo muy lejano. Me siento desprovista de sensibilidad. Mi preocupación es intelectual, pero no afectiva, como cuando me desperté la primera vez.
—Escucha, Alicia. Tengo una gran sorpresa para ti. Ardo en deseos de darte una alegría. Pero ahora, en este sitio —y señaló las paredes enguatadas— resulta imposible.
—Dime, Montse: ¿dónde estamos ahora?
—En la Unidad de Recuperación. Y en la única celda de estas características que hay en ella.
—¿No toda es así?
—¡No!
—¡Qué abochornada me siento de estar aquí! ¡Qué vergüenza, Dios, qué vergüenza!
—No pienses más en ello…
—¡De modo que éste es «el Saco» donde echan a los predemenciados! ¡Es la antesala de «la Casa de las Fieras»!
—No, Alicia, no es así. La mayoría de los que aquí están no padecen enfermedades crónicas, sino crisis pasajeras. Es el caso de Ignacio Urquieta y de «la Duquesa», y del falso inapetente al que robaron las yemas de Avila, y del soñador despierto, y de algunos más, a los que no conoces.
Abrióse entonces la puerta. La enfermera, a quien Alicia calificó de incompetente, la informó de que por órdenes del médico podía pasar a su nuevo dormitorio. Recorrieron los breves metros de pasillo que unía un cuarto con otro. ¡Alineados airosamente en el suelo, por orden de tamaños, estaban su maleta, su maletín, su saco de mano, su bolso y sus objetos de tocador!
—¡Tú lo has conseguido, Montse! ¡Estoy segura de que has sido tú! ¡Que Dios te lo pague!
—¡Yo no he sido más que la mediadora! Las órdenes partieron del director.
El corazón le dio un vuelco.
—¿Al fin ha regresado Samuel Alvar?
—¿Cómo me preguntas eso, Alicia? ¡Llevamos un buen rato hablando de él! ¿No te he dicho que fue el director quien sugirió al «Hortelano»…? —Alicia no la dejó concluir:
—¡Pensé que te referías al director suplente: a Ruipérez!
—No, hija, no. Me refería al director titular. Es uno de los médicos que te atendió esta mañana. El otro, el más viejo, es el doctor Sobrino, jefe de esta unidad.
—¿El joven de las barbas? ¿Ése es Alvar?
—El mismo.
—¿Y él es uno de esos pocos que saben la verdad?
—Sí.
—Y ¿quién más lo sabe?
—Ruipérez y yo.
—¿Qué puedo hacer para ver inmediatamente al director?
—No pierdas el sentido de la medida, Alice Gould. ¿Olvidas que anteayer sufriste un gravísimo accidente, capaz de desequilibrar a una persona normal? ¿Se te ha borrado de la memoria que te desmayaste? ¿Ya no te acuerdas de que (equivocadamente o no) te han visto darte de cabezazos contra las paredes? La norma, muy sabia por cierto de nuestro director, es que más vale prevenir que curar. Y aquí has de pasarte unos cuantos días muy vigilada y observada.
—Escúchame, Montserrat. Ahora ya puedo decírtelo. El director es el único que sabe, desde antes de ingresar, que yo soy una persona totalmente sana. Que ni estoy ni he estado nunca enferma del coco. Y conoce la verdadera causa por la que vine aquí. ¡Y tú, muy pronto, también lo sabrás!
Volvióse bruscamente hacia un gran ramo de flores que la ilusión de las maletas le había impedido, antes de ahora, apreciar.
—¿Es él quien me las envía?
—No, querida. Soy yo.
—Eres un amor.
Entresacó Alicia una rosa del ramo y la extendió a la Castell.
—Me vas a hacer dos favores: una, darle esta rosa al «Hortelano», diciéndole que es de parte de una admiradora suya que le aprecia mucho. Otra, preguntarle a Samuel Alvar si ha caído en la cuenta de quién soy yo. ¡No le digas más! Él ya entenderá lo que le quiero decir.
—¡Tienes ideas de bombero! Cumpliré el primer encargo. El segundo, no.
Imitó Alicia cómicamente los morritos de la vieja que no lloraba, pero que lo parecía, y besó con gran cariño a la asistenta, psicóloga y monitora cuando ésta cayó en la cuenta (y cayó en ese instante) de lo tarde que era y de la cantidad de cosas que aún le quedaban por hacer.
—Gracias por todo, Montse.
Ésta se volvió desde la puerta.
—Si se te pasa el efecto del calmante que te han dado y vuelves a encontrarte excitada, desasosegada o nerviosa, no dejes de decírselo a la enfermera. ¡Prométemelo!
—Prometido.
En efecto, estaba excitada, como lo está un niño ante el regalo de Navidad con el que siempre ha soñado y que le ayuda a olvidar pasadas amarguras. Deshizo con cuidado el equipaje. Ordenó su armario —cosa nada fácil, pues era minúsculo y no cabían en él sus efectos personales— y su nerviosismo subió de punto al decidir cómo iba a vestirse para dar la gran campanada ante Ignacio Urquieta. Cuando se hubo peinado, maquillado, vestido y arreglado las manos —operaciones encadenadas de no poca duración— salió al pasillo. Éste era un corredor de dimensiones normales: no como las gigantescas galerías del edificio central. En uno de sus extremos estaban los baños y servicios de hombres y mujeres. En el otro, la puerta de salida con el cerrojo echado. Supuso —y no se equivocó— que los huecos a uno y otro lado del pasillo correspondían a los distintos dormitorios, y más tarde comprobó que los dos abiertos —cerca de la entrada— daban a los salones o cuartos de estar. Su primera visita fue a los lavabos, pues necesitaba imperiosamente mirarse al espejo, y en su cuarto no lo había. Quedó satisfecha de su inspección, bien que rozó con la yema de los dedos los bordes laterales de sus ojos junto a las sienes: «Tienes que vigilarte, Alice Gould. Estas arrugas son nuevas».
Desanduvo el camino dispuesta a hacer una entrada triunfal en el cuarto de estar. Y cumplió su propósito. El expoliado de las yemas de Avila silbó largamente:
—¡Caray, qué señora! —añadió como culminación de su silbido.
Los otros hombres no dijeron nada, pero leyó en sus ojos la admiración. Y esto la satisfizo. Ignacio Urquieta no estaba. El muchacho llamado Antonio, al que vio confundir el pomo de una puerta con el auricular de un teléfono, era el único con la cabeza ida, la mirada difusa y gran agitación en sus movimientos. Había dos tristes, infinitamente tristes, pavorosamente tristes; y tres mujeres que leían revistas, de aspecto normal, sin taras físicas, de muy distinta edad. Alicia tardó en reconocer a la de más años: era «la Duquesa de Pitiminí». Vestía un traje gris oscuro, peinaba moño, llevaba la cara lavada, sin pintarrajear. De no haber sabido que se encontraba en tal lugar, jamás la hubiera reconocido. La mujer levantó la mirada de su lectura y sonrió a Alicia.
—Buenas tardes, señora.
Sentóse Alicia a su lado.
—Ignoraba que estuviese entre nosotros.
—Ayer —confesó Alicia— me sentí muy mal. Tuve un desmayo.
—Lo siento de veras —comentó la anciana—. Yo estuve muy enferma también días pasados. Es la arteriosclerosis, ¿sabe? No sé lo que pasó. No me acuerdo de nada. Pero dicen que estuve muy excitada.
—¡Ahora tiene usted excelente aspecto! —la confortó Alicia.
—¡Ah, me encuentro mucho mejor, ya lo creo! Sólo que la medicación es muy fuerte y, a veces, me tiemblan un poco las manos.
La enfermera intervino:
—Alicia, si usted quiere, le puedo enseñar el piso. Aún no lo conoce.
—Con permiso —dijo Alicia a la falsa duquesa.
—¡Vaya, vaya! ¡No se moleste por mí!
Quedó admirada Alicia por su mejoría y salió al pasillo, donde la enfermera la esperaba.
—Era un pretexto para hablar a solas con usted —le dijo—. Ayer cometí un grave error. Estoy desolada. Le ruego que me disculpe.
Calló Alicia, y la buena mujer prosiguió:
—Sabíamos que había sufrido usted un gran disgusto y que se desmayó a causa de ello. Al verla tan excitada, pensé que… ¡En fin, el director y don Salvador Sobrino me han echado una buena reprimenda!
—Pálpeme la cabeza. ¡No tengo golpe alguno! ¡Míreme la frente; no tengo un arañazo!
—Ya lo sé, ya lo sé… ¿No le digo que estoy desolada?
—Me dijo usted antes: «Ayer cometí un grave error». ¿Cuánto tiempo entonces llevo aquí? ¿Qué día es hoy?
—Ingresó usted el domingo al anochecer. Hoy es martes.
—¡He perdido la noción del tiempo! En fin, no hablemos más de ello. Sus palabras me han reconfortado, porque no puedo negar que estaba bastante furiosa con usted. Pero todo está ya olvidado. ¿Cómo es su nombre?
—Conrada.
—¿Conrada? Hay otra Conrada en esta casa, ¡pero mucho menos simpática!
—Es mi madre.
El libro de oro de lo que no debe ser dicho afloró a su memoria.
—¡Vaya! ¡He de reconocer que hoy no es mi día!
—No se apure por lo que ha dicho. Todos sabemos que mi madre hace notables esfuerzos, ¡y todos con éxito!, para ocultar su innata bondad.
Sintió de pronto Alicia una viva simpatía por esta mujer. Su recelo se transformó en afecto en un abrir y cerrar de ojos. ¡Alicia era así!
—¿Me permite que la bese?
—No me lo merezco.
—¡Sí, se lo merece! —La besó ruidosamente—. ¡Usted y yo vamos a ser amiguísimas!
—Es usted muy buena, señora de Almenara. Si algún día necesita ayuda, no deje de acudir a mí. ¿Quiere usted pasear?
—¿Pasear por dónde?
—Por el pasillo.
—¡Vamos allá! ¿Puedo hacerle algunas preguntas?
—Puede.
—¿Cuál es el verdadero nombre de la que llaman «Duquesa de…»?
—Le diré cuanto sé de ella. Se llama Charito Pérez. Es soltera. De joven fue institutriz de niños. Y de mayor, dama de compañía de viejos.
—¿Cuál es su enfermedad?
—Psicosis maníaca. Las primaveras y los veranos son malos para ella. Su dolencia rebrota cada año por estas fechas. Pero el resto del tiempo es normal y muy modosa. Y poco amiga de alborotos. Su primera manifestación psicótica la tuvo muy tardíamente: a los sesenta y un años. Y tardó cuatro en reproducirse. La segunda manifestación tardó dos. Ahora, cada vez, los brotes son más frecuentes. Y el doctor Arellano teme que, dada su edad, acabe demenciándose totalmente.
—¿Qué significa «psicosis maníaca»?
Conrada Segunda, o Conrada la Joven, como automáticamente la bautizó Alice Gould, respondió preguntando:
—¿Conoce usted a don Luis Ortiz, el hombre que no para de llorar?
—Sí.
—Pues padece la misma enfermedad, sólo que al revés. Mientras él llora, ella ríe. Él se cree hundido en la miseria. Ella, poseedora de grandes tesoros. Él, autor de las mayores vilezas. Ella, de los actos más heroicos y meritorios. La psicosis maníaco depresiva es como un molde y su vaciado. El vaciado es «el depresivo». El molde, el «maníaco» de grandezas.
—¡Sabe usted muchísimo! Dígame, Conrada: ¿la fobia qué es?
Faltó el tiempo para explicarlo, ya que unos nudillos golpearon la puerta; la joven acudió a abrir, y quien entró fue Ignacio Urquieta.
Quedó literalmente plantado en el umbral. Se diría «el Hombre de Cera».
—¿Qué hace usted aquí, Alicia?
—¿No es tiempo ya, Ignacio, de que nos tuteemos? ¡He venido a visitarte!
—¡Estás sensacional! Bueno, siempre lo fuiste… quiero decir que… ¡pero hoy estás deslumbrante!
—Es muy agradable oír esas exageraciones, ¿verdad, Conrada?
—El señor Urquieta fue siempre muy extremoso. Pero hoy es la primera vez que le escucho hablar con razón —comentó Conrada Segunda, con cierta ironía.
Y al punto, Alicia entendió que la joven enfermera había sido galanteada por Ignacio. ¡Eso no se le escapaba ni a su intuición de mujer ni a su olfato de detective!
—¿Puedo invitar a esta señora a mi cuarto —preguntó Ignacio a Conrada— sin que ello atente contra las buenas costumbres de la casa ni escandalice a nuestros ilustres huéspedes? ¡Necesitamos hablar a solas!
—Como la puerta quedará de par en par, ni habrá motivo de escándalo —comentó Alicia riendo— ni las buenas costumbres quedarán alteradas.
Conrada, por respuesta, se limitó a llevar al cuarto de Ignacio la silla volante que había utilizado Montserrat Castell.
—Te he medio mentido —comentó Alicia al sentarse—. No he venido aquí de visita. Me han echado al «Saco», como a los demás. Lo que sí es cierto es que estoy aquí por tu culpa.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Casi tanto como tú. ¡Dos o tres horas de diferencia!
—No he podido verte, porque he estado drogado hasta hoy por la mañana.
—Lo mismo me ha ocurrido a mí. ¡Y en la habitación enguatada!
—¿En la habitación enguatada? —preguntó Ignacio, alarmado. Se llevó las manos a la frente con ademán mitad a mitad de rabia y de impotencia.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué has hecho? ¡Pareces tan sensible, tan equilibrada… que cuesta creer que puedas padecer síntomas como los que sufrimos los demás! ¡El mundo es injusto! ¡La vida es injusta! ¡Dios es injusto! Cuéntame qué te ha pasado.
—Sufrí un desvanecimiento y…
—¡No es bastante un desvanecimiento para atarte a la cama con cien correas!
—En ello participó, ¡y no poco!, un error de la enfermera.
—¡Todos decimos que es un error de la enfermera!
—En este caso es certísimo. Pregúntaselo a ella.
—¿Cuál es tu caso, Alicia Almenara? ¿Cuál es tu caso?
—Olvidas la última conversación que tuvimos.
—¡Claro que la he olvidado! ¡Lo he olvidado todo! Sólo sé lo que ocurrió por referencias de otros.
—Me preguntaste lo mismo que ahora. Y te respondí que eres mucho más antiguo que yo en el hospital y tienes, por tanto, la prioridad para contarme el tuyo.
—El mío lo sabes de memoria, por ser demasiado evidente. Todo el mundo lo conoce. Y tú no habrás dejado de preguntarlo. ¡Tengo horror patológico al agua!
—¿Puedes decir esa palabra? Yo no osaba pronunciarla delante de ti.
—Puedo decir «agua» y «nieve» y «lluvia», y «mar» y «océano». Lo que no puedo es ver, ni oír, ni tocar el agua. Cuando sé que está lloviendo me refugio entre las sábanas de la cama y me tapo, temblando como si fuese de azogue, presa de un terror invencible, indescriptible e inexplicado.
—¿«Inexplicado» has dicho?
—Sí, puesto que no se ha averiguado la causa. Para saber que padezco ante el agua las penas de la condenación, no preciso que me lo digan los médicos. Lo que necesito que me digan es por qué. ¿Por qué un hombre que fue campeón infantil de natación y campeón provincial, pero campeón, de saltos olímpicos cuando tenía dieciocho años, súbitamente, sin avisos previos, sin antecedente alguno, al cumplir los treinta se desmayó por primera vez ante un vaso de agua, y cayó como muerto al ducharse, y se le llenó el cuerpo de úlceras al escuchar caer el agua de un excusado? El día que lo averigüen, y me lo digan, estaré curado. ¿Tú sabes en términos psiquiátricos lo que es la fobia?
—Lo sé por sus efectos, ya que te vi. Y me impresionaron vivamente.
—La fobia es un pretexto que se ha inventado el organismo para ocultar un terror verdadero, justificado, pero que la mente se empeña en ignorar. Algo me ocurrió alguna vez, algo que yo ignoro, que mis padres no saben, que mis amigos desconocen, que está tapado por mi fobia al agua. Esta fobia es una tapadera simulada por mi subconsciente para que yo no me entere de que hay algo pavoroso en mi pasado. Tal vez estuve a punto de saber, de aprender o de recordar ese «algo» pavoroso. Y de pronto mis defensas me crearon la fobia al agua para encubrir aquello otro, misterioso, pero verdadero. He leído todos los libros; he escuchado todas las explicaciones. Sé que mi subconsciente me oculta algo. Mas no se lo dice a los médicos ni me lo dice a mí. ¡Y entretanto soy un ser inútil para toda profesión, para la vida familiar y para el trato social!
—Tú eres un hombre limpio y perfectamente aseado. ¿Cómo te lavas?
—Con sifón y con alcohol.
—Pero el sifón es agua…
—Para mí no lo es. Tiene burbujitas.
—¡También las tiene el mar!
—¡No intentes buscar una lógica, Alicia, donde no la hay! Mi fobia no razona. No es razonable. Y no está razonada.
—¿Cuántos años llevas aquí?
—¡Seis!
—¿Quién te trata?
—Ruipérez.
—¿Cómo?, ¿qué hace?, ¿qué te medica?
—¡Cuatro sesiones de psicoanálisis por semana, tumbado en el mismo diván, con la misma penumbra, el médico sentado tras de mí, siempre a la misma hora, en la misma posición, durante tres años!
—¿Tres años dura un psicoanálisis? —preguntó Alicia estupefacta. Y recordó su ingenuidad al suponer que sus amables charlas con César Arellano suponían esa terapia.
—¿Para qué aburrirte más, Alicia, con esta historia? ¡El subconsciente no soltó prenda! Ni más tarde tampoco, en las sesiones hipnóticas que se hicieron con el mismo fin: ¡repescar un recuerdo perdido!
—No quiero ofenderte —comentó Alicia con voz débil—. A nadie le gusta que se minimice una enfermedad propia. Pero yo desearía ardientemente tener una fobia, ¡la tuya misma!, que borrara de mi memoria un episodio de mi vida.
—¡No sabes lo que dices, Alicia!
—La fobia es un mal útil —insistió ella— puesto que oculta con un pánico y una angustia injustificados otra angustia y otro pánico verdaderos. Y probablemente peores.
—No, Alicia, no es así.
—¡Yo daría mi salud por olvidar algo muy concreto!
—¡La salud pertenece al presente! ¡Y los recuerdos, al pasado! ¿Cómo sacrificar el «hoy», ¡que es aún remediable!, a un tiempo ido, que es irremediable ya? ¡No pienses ese disparate!
El rostro de Alice Gould estaba visiblemente alterado.
—No me encuentro bien. Voy a visitar a la enfermera…
Lejos de hacerlo, se guareció en su cuarto. Fue Ignacio Urquieta quien la avisó.
—¿Qué es esto, Alicia? ¿Qué le pasa ahora? —preguntó Conrada la Joven.
—No quiero cenar con los demás. No podría.
—No tiene más remedio que hacerlo. Lleva dos días sin probar bocado.
—Le aseguro que no puedo. Quiero acostarme. Y olvidar, olvidar, olvidar.
—Vaya desnudándose. Yo misma le traeré la comida a la cama.
Tuvo Conrada que darle de comer llevándole los alimentos a la boca, como a los niños pequeños o a los inapetentes patológicos. Para ocultar u olvidarse de su desasosiego, se deshacía en lamentaciones por haber pronunciado, en ocasiones remotas, frases despectivas acerca de algún médico o algún enfermo. ¡Juraba que nunca volvería a decir mal de ninguno! ¡Todos eran ángeles! Y más que nadie esta Conrada II que le llevaba pacientemente la comida a los labios, mientras el pensamiento de Alicia seguía imaginando con horror la parábola que, sin duda, trazó «el Gnomo» en el aire antes de morir. «¡Eres una vulgar asesina, Alice Gould! La trampa de fingir una enfermedad que no tienes tal vez te salve del juicio, la sentencia y la cárcel. Pero moralmente y ante tu conciencia, ¡eres una asesina!».
Ante su creciente alteración, Conrada le propuso inyectarle un sedante —«más suave que el de ayer», especificó— que le permitiese dormir.