CUATRO DÍAS ESTUVO ALICIA sin ver a su compañero de mesa Ignacio Urquieta. Cuatro días solemnemente aburridos, porque el tiempo estaba desapacible y tormentoso, con lo que no podía pasear por el parque; a lo que se sumaba que hubo dos días seguidos de fiesta, con lo que quedaron interrumpidas sus sesiones de psicoterapia con don César Arellano. Y, por añadidura, al faltar Ignacio Urquieta, las horas del yantar se hacían especialmente tediosas, pues nadie hablaba: la tratada con insulina porque se encontraba débil; Carolo Bocanegra, porque no quería, y ella porque no tenía con quién. Con lo que su mesa estaba compuesta por una mediomutista, un falso mutista y una mutista a la fuerza.

Sus investigaciones proseguían por el procedimiento de exclusión. Mas eran tantas las caras nuevas que descubría cotidianamente, que su trabajo se hacía especialmente difícil: unos eran nuevos para ella, simplemente porque las primeras semanas sus ojos sólo se posaban en las personalidades excepcionales, sin que su atención se hubiese fijado en los demás. Otros le parecían «nuevos», porque los días o las semanas precedentes estuvieron recluidos y sometidos a tratamiento intenso, como lo estaban ahora el que soñaba despierto y «la Duquesa de Pitiminí». Otros, en fin, por serlo realmente, cual era el caso de los recién ingresados. Con esto y con todo, las comprobaciones complementarias no podría realizarlas mientras no regresara su cómplice en aquella investigación: Samuel Alvar.

El primer domingo que hubo misa —porque los dos anteriores el capellán se hallaba ausente y no se encontró sustituto—, le dio ocasión de anotar en su memoria algunas observaciones. La primera, puramente visual y de conjunto: su reafirmación de que en un manicomio hay más gordos —radical y definitivamente gordos— que en cualquiera otra comunidad. Mujeres que sobrepasaban los ciento veinte kilos había muchas, y hombres lo mismo. La segunda que (aun no asistiendo a misa ninguno de los oscilantes graves) eran muchas las personas que se balanceaban: que fue una de las cosas que más le llamó la atención el primer día. La tercera, de carácter crítico e intelectual, fue la cortedad de luces y la necedad congénita del capellán, quien pronunció frases que merecían pasar a esa antología de lo que no debe ser dicho, de que tanto le hablaba su padre. Como estas palabras: «aunque algunos, y aun muchos de vosotros, sois como arbolitos, sólo capaces de vegetar…»; o bien, «¡Cuánta impiedad, cuánto vicio entre vosotros que violáis las leyes de un Dios que tanto bien os ha hecho!». La bondad de Dios —pensó Alicia— es inescrutable. Y la justicia divina no es de este mundo, sino del otro. Ella creía firmemente que en un incógnito «más allá» se restablecería la balanza de la justicia. Pero entretanto no podía decirse que aquellos pobres entes —esquizofrénicos, paranoicos, idiotas, epilépticos, ciegos— ¡fueran precisamente unos privilegiados de la Providencia!

La indignación de Alicia al escuchar esta homilía fue tan grande que escribió una carta al obispo de la diócesis denunciando la improcedencia de las frases de este eclesiástico, que carecía de sensibilidad para medir la inadecuación de sus palabras con el auditorio al que iban dirigidas. Cerca de ella, Montserrat Castell, arrodillada (y la cara cubierta por las manos) debía de sufrir, supuso Alicia, tanto como ella al escuchar un sermón tan carente de caridad cuanto de prudencia.

Comenzaron unas monjitas a cantar, y el pueblo fiel a corearlas. ¡Pueblo fiel, sin duda, cuando atendía a tales pastores! Los locos cantaban bien. Sobre el fondo de las voces de las mujeres había dos, muy bien timbradas, de hombre, y una tercera que hacía florituras, entre las pausas, un tanto extravagantes, bien es cierto —pues imitaba instrumentos musicales que allí no había—, pero con indudable buen oído y habilidad. Alicia descubrió que esas intervenciones «extras» correspondían a su amigo «El autor de la teoría de los nueve universos», y que una de las bellas voces timbradas era la del ciego mordedor de bastones, quien —apenas cesó el canto— se salió al exterior a fumar un cigarrillo, aunque regresó, dando trompicones y bastonazos, en cuanto se reanudó la música: ceremonia que realizó media docena de veces. Lo que no acertaba Alicia a descubrir era a quién pertenecía la segunda voz varonil que tanto le agradaba: voz de barítono, profunda, pastosa, excelentemente bien modulada. Cuando la descubrió, no supo si reír o llorar. ¡Quien así cantaba era el Falso Mutista, su compañero de mesa, el que —según propia manifestación expresada por escrito— no hablaba «porque no le daba la gana»! ¡Qué insondables misterios los del alma! Si otras veces quedó aturdida —por la visión de «la Jaula de los Leones» o el salto de tigre de «su niño»—, ahora no acababa de entender que un hombre con aquella voz y excelente dicción, se negara a hablar, pudiendo hacerlo. Recordó Alicia las palabras de Montserrat Castell días pasados, quien la explicó que así como hay mutistas que no hablan porque no pueden y otros porque no quieren, del mismo modo había quietistas que no se mueven por tener estropeado el cable por donde el cerebro transmite órdenes a los músculos; pero que había otros que no se movían jamás porque no querían. «El Hombre de Cera» pertenecía a la alcurnia de los primeros. Mas había otros «hombres estatuas» que se habían hecho voluntariamente profesionales de la quietud, servidores lealísimos de la inmovilidad.

—Si su parálisis es fingida —comentó Alicia— no están enfermos. Son simples simuladores.

Montserrat replicó:

—¡Claro que están enfermos! Los unos lo son de la mente. Los otros, de la voluntad.

Meditó Alicia estas palabras. Los «quietos» voluntarios ¿intentarían por ventura parodiar a la Muerte —la Eterna Inmóvil— del mismo modo que los niños imitan lo que desean? También los antiguos (esos niños de la humanidad) pintaban sus anhelos. El bisonte y el ciervo de las cuevas de Altamira eran con gran probabilidad una manifestación artística cuya traducción era el hambre. La «quietud» del loco, su inacción, su estatismo, ¿se debería, tal vez, a una imitación de la eterna parálisis del muerto? Pensaba en ello y se le encogía el corazón.

Lentamente, progresivamente, el gran enigma de la locura se iba abriendo paso en su interés y sensibilidad.

Al salir de misa brillaba el sol; las nubes tormentosas habían desaparecido, y vio avanzar hacia ella, feliz, confiado, animoso, a Ignacio Urquieta.

No puede decirse, de manera general, que los muy locos son más feos y los menos locos más armoniosos, pues ahí estaba, para contradecir esta idea, el ejemplo de «Los tres niños», que eran positivamente guapos; sobre todo la joven péndulo que, siendo la más bonita, era la más afectada por la idiotez. Pero sí era cierto que los morros abultados, las frentes minúsculas, las bocas carnosas y abiertas, las orejas voladoras, los pómulos mongólicos —cuando no los cuerpos deformes— abundaban en la comunidad. Y aquellos que no eran feos ni monstruosos manifestaban su deformidad en sus conductas extravagantes, degeneradas o anuladas. Pero Ignacio Urquieta era un hombre tan bien proporcionado en su compostura como en su aspecto. Y Alicia se preguntaba cuál sería su dolencia, qué hacía allí, quién le encerró y por qué causa.

—¡Hace un día espléndido —comentó Urquieta— y está usted presente: son dos circunstancias que no se han dado nunca juntas y hoy estoy dispuesto a aprovecharlas!

—Le he echado de menos estos días en el comedor —respondió Alicia—. La conversación de nuestros compañeros de mesa no, era lo que se dice muy animada. ¿Cómo piensa usted aprovechar las dos circunstancias que dice?

—Invitándola a un paseo corto, antes de almorzar, y a otro en regla por la tarde; fuera del sanatorio y monte arriba.

—¡Aceptado!

—¿Vamos allá?

—¡Vamos!

Se dirigían hacia la lejana verja de entrada cuando Ignacio se detuvo:

—¿Ve usted —le dijo— al hombre vestido de azul, que habla con «el Astrólogo» y con el ciego?

—¿El que lleva corbata?

—El mismo.

—Es un recuperado.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que estuvo en «la Jaula de los Leones» muchos años y los médicos consiguieron sacarle adelante. Y esperan curarle totalmente. Está aquí por orden judicial: mató a tres hombres.

—¿Ése… mató a tres?

—Sí, y no es el único «compañero» que ha dejado tres fiambres a sus espaldas. Éste es natural de Bilbao, igual que yo. Era maquinista de la marina. Hizo la guerra en un «bou», y no sé bien por qué acción obtuvo la Medalla Militar Individual. En los años de la posguerra y cuando España estuvo acosada para intervenir en la guerra mundial, un día creyó recibir la orden «de mente a mente» del almirante jefe de la Armada para que matase a dos marineros y a un suboficial, porque eran separatistas vascos. Él, como marino disciplinado, obedeció las órdenes con una frialdad pasmosa, y los degolló uno tras otro. Cuando creyó que iban a condecorarlo y ascenderlo, le formaron un tribunal militar, que le declaró irresponsable y le mandaron aquí. ¡Se lo voy a presentar!

—No, por favor: me da miedo.

Ya era tarde. Habían llegado cerca de ellos. Y los dos videntes los contemplaban, con ademán de saludarlos, mientras el ciego de la buena voz mordía desesperadamente el puño de su bastón.

—Por fin tengo ocasión de saludar a «la nueva» —dijo amistosamente el triple asesino, tendiéndole la mano—. Da gusto tener entre nosotros a una mujer tan guapa.

—¡Y tan inteligente! —añadió el amigo de los espacios siderales, haciendo reverencias tan extravagantes que parecían cabriolas.

—¿Cómo se encuentra, Maestro?

—¡Mejor que nunca! ¡Estoy a punto de dar la gran campanada entre los astrónomos del mundo!

—Vamos a aprovechar el día dando un paseo —murmuró Alice Gould, deseando alejarse. Y dirigiéndose al ciego, añadió:

—Le he oído cantar esta mañana. Tiene usted una voz excelente. —El ciego rio halagado, y respondió tartamudeando:

—Se… se… se… aagradece.

Y dio tal bocado al puño de su bastón, que parecía milagroso no se quedara sin dientes.

Se acercaron lentamente hacia la verja. Anhelaba Alice verse ya al otro lado. Le apetecía mover las piernas, hacer ejercicio, cansarse. Y le agradaba la compañía de Ignacio Urquieta.

—Me dejó usted helada cuando me dijo que el hombre del traje azul había matado a tres compañeros suyos en la Marina. ¡Parece absolutamente normal! ¿Cómo se llama?

—Norberto Machimbarrena.

Ignacio le explicó que cuando ingresaron al tal Norberto, acompañado de dos oficiales de la Marina de Guerra y dos loqueros, su violencia impresionaba incluso a los más experimentados y curtidos: mordía, golpeaba, pataleaba y sus alaridos se oyeron hasta en el pueblo vecino. Hubo que ponerle una inyección y dormirle. Cuando despertó, estaba atado en «la Jaula de los Leones». Creía firmemente que había sido apresado por los separatistas —a cuyos tres espías dio muerte— y que le querían torturar para arrancarle altos secretos militares. Y él prefería dejarse matar antes que traicionar a España. Su violencia era tal, cuando le daban los ataques, que se necesitaban tres enfermeros corpulentos para reducirle.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Alicia.

—Más de treinta años. Cinco que permaneció encerrado y un cuarto de siglo que goza de semilibertad. Ahora ya no es peligroso.

—¿Qué enfermedad es la suya?

—Paranoia, que es, por cierto, prácticamente incurable, salvo alguna rara excepción. ¡Y él puede ser una de ellas!

—¿Con qué le trataron?

—Electroshock.

—¿Y qué idea tiene él de por qué está aquí ahora?

—Se ha inventado una historia. Cree firmemente que está en el manicomio cumpliendo órdenes superiores de los Servicios de Información de la Marina, para averiguar si entre los médicos o los enfermos hay separatistas vascos. Pero ya no tiene órdenes de matarlos, sino simplemente de denunciarlos. Eso es lo que dice él.

—¡Menos mal! Lo cuenta usted tan a lo vivo como si lo hubiese presenciado.

—No lo presencié. Yo no estaba aquí entonces.

No hizo Alicia comentario alguno, pero se estremeció al oírle repetir que había otro residente con tres muertes también a sus espaldas: la de su madre, a la que mató a hachazos por creer que se trataba de una serpiente, y la de dos empleados de hospital: una asistenta social, a la que lanzó por el hueco de una escalera (y que fue sustituida por Montserrat Castell), y un enfermero al que acuchilló, confundiéndolos también con animales peligrosos. ¿Sería tal vez el propio Urquieta el protagonista de esta historia? La sola posibilidad de que así fuese y alejarse con él por aquellas soledades, que ya se entreveían tras las rejas, la dejó sin habla.

—Fue una campesina —comentó él cual si leyera sus pensamientos y quisiese tranquilizarla—. Hoy ya está sana. ¡Es un encanto de mujer! ¿No la conoce usted? Se llama Teresa Carballeira: una gallega muy cordial y agradable.

—¡No será nuestra compañera de mesa! ¡Usted me la presentó con un nombre muy parecido!

—No. Nuestra charlatana compañera se apellida Maqueira. Y no le interesa hablar con los humanos, porque las conversaciones que mantiene con los extraterrestres son mucho más interesantes e instructivas. También es una paranoica.

—Parece tan normal… murmuró Alicia.

—Todos los paranoicos parecen muy normales —dijo él mirándola descaradamente a la cara.

—Y si la asesina de su madre ya está sana, ¿por qué no la reintegran a su casa?

—No tiene casa. Está sola en el mundo. Y aquí vive bien, acogida a la beneficencia. Tiene un hermano rico que emigró a Argentina, pero éste se niega a hacerse cargo de la homicida de su madre.

Y añadió:

—Algún día… deberá usted contarme su caso, Alicia.

—No sin que me cuente primero el suyo —respondió ella—. Es usted más antiguo que yo y me debe esa prioridad. Dígame, Ignacio, ¿cuál era su profesión antes de entrar aquí? ¿A qué se dedicaba usted?

—Era topógrafo: esos que se dedican a dibujar cómo es un terreno, qué curvas de nivel tienen y esas cosas. Me entretenía porque soy buen dibujante y matemático. Mi gran ilusión hubiese sido ser cartógrafo de la Armada.

Se acercaban ya a la salida cuando se oyó una gran voz que decía:

—¡Urquieta, Urquieta, espere!

Volviéronse. Un enfermero gritó desde lejos:

—¡Urquieta! ¡Tiene usted visita!

Dibujóse una gran alegría en la cara del hombre. Alicia procuró que en la suya no se advirtiese la decepción.

—Perdóneme usted, Alicia; otra vez será…

Y salió corriendo. Sus zancadas eran atléticas, como las de un buen deportista, y sus brazos se movían rítmicos y acompasados cual los de un gimnasta. Antes de llegar al edificio central, se detuvo ante la presencia de tres personas —dos hombres y una mujer— y cayó en brazos del mayor de los varones. Por su vestimenta parecían gentes de la clase media acomodada. Sintió envidia Alicia por el buen corte del vestido de la mujer y, sin mirar más, siguió caminando sola. ¿Qué razón había para que no le devolvieran sus trajes y sus objetos de tocador? —pensó—. ¡Era humillante para ella ir así vestida! La mayor parte de la población hospitalizada eran campesinos y artesanos. Otros, como «el Falso Mutista», don Luis Ortiz (el que lloraba), «el Astrólogo» de la gran nuez y muchos más eran empleados, maestros, delineantes. «La Gran Duquesa» fue institutriz. Y Rosendo López, otro de los mutistas, farmacéutico. Y unos y otros iban vestidos a su modo, pero con ropas propias, según su condición. Y los domingos y festivos procuraban lucir sus mejores galas. ¿Por qué esta excepción con ella?

Alicia meditaba en esto para ocultarse a sí misma el origen de su tristeza, bifurcada en dos direcciones: «la visitante de Ignacio Urquieta iba mucho mejor vestida que ella», y «le hubiera apetecido mucho charlar y pasear con el único residente con el que empezaba a congeniar». La inoportuna llegada de esas tres personas le había aguado el paseo, la charla y el día. ¡Buen domingo la esperaba!

Llamaron a comer. Volvió a repetirse la escena de otros días (aunque más acentuada, porque la gente estaba más dispersa): los que corrían ávidos, dando bufidos de placer ante la idea del guiso que los esperaba; los que avanzaban indolentes hacia el sacrificio que suponía tener que alimentarse para vivir; los que había que ayudar para que caminaran y los que había que forzar, pues se negaban tercamente a dirigirse al comedor. Aquel día Alicia se sumó al grupo de los indolentes. En su mesa —a la que faltaba, como era de esperar, Ignacio Urquieta— la tratada con insulina estaba cada vez más pálida y alicaída. A Alicia le alarmó su aspecto porque ignoraba en qué consistía la dureza de su tratamiento, y le irritó el silencio del gran majadero sentado a su derecha. Cierto que aquel domingo Alice Gould estaba particularmente proclive a la excitación.

—Es una pena que no hable usted —le dijo con sorna—, pues estoy segura de que su conversación sería muy amena.

El hombre enarcó las cejas como si asintiera: «En efecto, mi conversación sería amenísima. ¡Pero ya ve usted lo que son las cosas!», parecía indicar.

—Su voz me conmovió esta mañana al oírle cantar —insistió Alicia—. Y estaría dispuesta a dejarme conmover oyéndole hablar.

«El falso Mutista» sacó entonces su cuadernillo de hule, garabateado de notas de colores, y escribió: HAY AQUÍ UN INDIVIDUO QUE, SI HABLO, ME ROBARÍA LOS PENSAMIENTOS.

—¡Ah! —exclamó Alicia—. Indíqueme con la mirada quién es… para evitar que me los robe también a mí.

Carolo Bocanegra cerró entonces los ojos y, del mismo modo que se hizo mudo voluntario, fingió, desde ahora, ser ciego. Y de ahí en adelante, cada vez que se cruzaba con Alicia abatía con fuerza los párpados, para no verla.

A los postres hubo un incidente. Por ser domingo se mejoraba el condumio habitual con alguna golosina. Y, entre las mejoras, estaba el postre: yemas de Avila, media docena por cabeza, y por cierto exquisitas. Uno de los falsos inapetentes se negaba a tomarlas. Con infinita paciencia una enfermera se las llevaba a la boca, que él mantenía obstinadamente cerrada. Al fin se tomó la yema. Nueva operación con la segunda, y nueva negativa inicial. Entonces su vecino, que pertenecía a la estirpe de los glotones, se las arrebató todas y las engulló. Cuando el falso inapetente se dio cuenta del expolio, arremetió contra el expoliador, que era un mozo que rebasaba en mucho los cien kilos, y le golpeó con furia, lo que provocó en el agredido un ataque de risa. Y ni siquiera intentó defenderse. Cuanto más pegaba el expoliado, más se reía el gordo. Alicia supuso que la crisis que sobrevino al primero sería de histeria, pues así se llaman esas rabietas entre el pueblo llano, aunque clínicamente no sabía cómo denominarla. El caso es que entre alaridos, pataleos y arañazos a sus captores, fue sacado de allí por dos forzudos enfermeros, probablemente para echarle en el mismo saco que al «Soñador» y a la «Duquesa de Pitiminí».

De súbito, uno de los enfermos comenzó a orinar en un vaso. Era un autista muy conocido porque, aunque andaba siempre solo y rehuía el trato con sus semejantes, saludaba cortésmente a todos con los que se cruzaba, caso que, al decir de los médicos, era rarísimo en un «solitario». Un enfermero cruzó a grandes pasos el refectorio hacia él, pero no llegó a tiempo de evitar que se bebiese la orina.

—¿Qué haces, insensato? —le espetó el «bata blanca».

—Lo hago siempre —respondió el autista relamiéndose los labios—. Es un antídoto estupendo contra las ganas de arrancarse la lengua. Si usted no lo hace acabará mutilándose.

—¿Tienes ganas, dices, de arrancarte la lengua?

—¡Ya no! ¿No ha visto que me tomé el antídoto?

Sentóse pacíficamente. Y no hubo más.

Por la tarde, Alicia salió a pasear. No quería privarse de la caminata en regla que le habían propuesto; y, ya que no podía realizarla acompañada, la haría sola. Se dirigió al portalón de la entrada, por la que circulaban libremente algunos reclusos. El guarda de la puerta le interceptó el paso:

—¿Tienes permiso escrito para salir?

Mordióse Alicia los labios, pues le molestó el tuteo.

—No —respondió—. No lo tengo.

—¡Entonces pa dentro! Y no vuelvas a acercarte por aquí. ¡Hala, aléjate!

Bordeó Alicia el antiguo edificio de piedra por donde ocho siglos antes musitaban sus oraciones los cartujos, y se acercó a una zona todavía desconocida para ella: la deportiva, creada por Samuel Alvar. Había muchas cestas de baloncesto adosadas a una pared, donde los aficionados —con gran diferencia de habilidad o torpeza— trataban, desde una distancia adecuada, de meter el balón en la red. Algo más lejos estaba la piscina, completamente vallada con telas de alambre, tan altas como las que se usan en los campos de tenis. Estaba cerrada y nadie dentro, seguramente por ser la hora de la digestión, ya que el calor apretaba. Cerca de allí estaba la huerta. Cinco o seis hombres trabajaban en ella. Uno de ellos, Cosme, cuya tristísima historia conoció de labios del doctor Arellano. Más allá, monte abierto, monte de pastos, abundante de hierba por las recientes lluvias, y las manchas verdinegras de abundantes encinas. Se acercó al «Hortelano»:

—¿Qué es esto, Cosme? ¿Trabaja usted en domingo?

—Las lechugas no entienden de domingos. Están pidiendu a gritos que se las saque di aquí.

—Voy a dar un paseo por el monte. ¡Qué bonito y qué verde está el campo!

—Como sigan estas calores mu pronto se agostará.

—Pues voy a aprovechar que aún está verde.

—¡Hasta más ver, Almenara!

—¡Hasta más ver, Hortelano!

Alicia inició con buen ánimo la subida de la pendiente. El campo estaba glorioso. Las últimas lluvias caídas y el sol de ahora limpiaban el aire y daban a los pastos un brillo inusitado. Vio un gazapillo, cruelmente atacado de mixomatosis —al que hubiera podido cazar a mano de haberlo pretendido—, y no pudo menos de reírse ante la mala catadura de un asno, atadas las patas delanteras, que se empeñó en trotar desgarbadamente frente a ella por el mismo camino que pretendía seguir. Continuó ascendiendo la suave ladera en busca de la compañía de unas encinas desperdigadas.

Desde lo alto de la loma se veía la enorme extensión de la finca que fue cartuja hasta la desamortización por Carlos III de los bienes de la Iglesia, y que hoy pertenecía a la Diputación Provincial. ¿Cuántas hectáreas tendría aquello? Los límites eran bien visibles, ya que toda la propiedad estaba cercada de altísimas murallas que protegían antaño la propiedad de los frailes de las rapiñas del campesinado y hoy evitaban que se fugasen los locos. Buscó Alicia la sombra protectora de una encina, y se tumbó en la hierba. La copa del árbol, vista desde esta posición, se recortaba, como un cromo, sobre un cielo purísimo, en el que había una nubécula aislada que semejaba una hilacha de lino, caída, por descuido, sobre un gran suelo enlosado de azul.

Comenzó a divagar, con talante más lírico que filosófico, acerca de la diferencia que va de ver las cosas desde una u otra posición, ya que, en verdad, la altura semejaba un suelo que ella viera desde el techo; consideró después que esta idea era extravagante, pero no demasiado original, y al fin su atención se fijó de nuevo en la nubécula. ¿Crecía o menguaba? Uno de sus extremos se fundía como azúcar en un líquido caliente; otro, por el contrario, se hinchaba alimentándose de la humedad dispersa en el espacio. Otra hilacha de algodón apareció cerca de ella, y Alicia se preguntó si llegarían a unirse. Su pensamiento saltaba de aquí para allá, tan pronto fijándose en temas abstractos como observando minucias: una hilera de hormigas portadoras de pesos que quintuplicaban el suyo propio; unas golondrinas fugaces; unas cigüeñas que se posaban en tierra, no lejos de ella; y unas bellísimas mariposas condenadas a procrear seres tan repugnantes como las orugas y los gusanos. «¡Qué falta de proporción —pensó— entre la belleza y la fealdad dentro de una misma familia!». Y de aquí pasó a considerar el drama de los padres sanos que tienen hijos monstruosos y demenciados y que tal vez fuera mucho mejor para ella y para Heliodoro no haber tenido hijos que tenerlos; y que Heliodoro era, en hombre, tan handsome, buen mozo, y bien formado, como aquella mariposa, en insecto, fina, bella y delicada. La varonil belleza de Heliodoro no era óbice para que pudiera engendrar hijos vesánicos y repulsivos, como el jorobado de las orejas de pantallas de radar, del mismo modo que la linda mariposa procreaba gusanos. Al fin, sus pensamientos —fugitivos hasta ahora y voladores— se posaron y aquietaron en un objeto solo: su marido.

Realmente estuvo muy torpe al no confesarle la verdad. ¿Qué necesidad tenía de decirle que había de irse a Buenos Aires a investigar la falsificación de un testamento? ¿Por qué no informarle de que necesitaba recluirse en un manicomio para investigar un crimen? Cierto que él, en circunstancias normales, hubiera considerado absurdo ese propósito. ¡Pero, tratándose de su amigo García del Olmo, habría sin duda aceptado! Y ese domingo estaría allí, de visita con ella, tumbados bajo esta encina contándose sus cosas, como cuando regresaban a casa de sus respectivos trabajos y se servían unos whiskies, y pasaban revista a las experiencias cotidianas de cada uno. Rio Alicia para sus adentros al considerar que tal vez hubieran hablado menos y actuado más. No era malo aquel paraje para la intimidad matrimonial, y lo cierto es que ella, a estas alturas de su aislamiento, añoraba tanto su compañía de marido cuanto sus abrazos de hombre.

No pudo menos de considerar la sarta de embustes que se había visto precisada a engarzar el día de su primera entrevista con el doctor Ruipérez. Motivos tendrían para reírse juntos cuando le contara cómo lo había pintado y los sentimientos de desprecio que había fingido tener por él. ¿Que Heliodoro se burló a veces de ella y que en el fondo de su pensamiento consideraba una extravagancia la decisión de hacerse detective? Esto era cierto; pero sus chanzas eran cariñosas y nunca hirientes y despectivas. ¿Que él a veces abusaba de su gusto por el riesgo en juegos de envite? También era verdad; pero jamás llegó a ser tan temerario como para poner en peligro su equilibrio económico.

Pensaba Alicia con añoranza en el hombre con el que compartía su vida. Dio un suspiro y entreabrió los ojos.

Las dos nubéculas, en efecto, se habían juntado, y de su ayuntamiento les habían nacido numerosos hijos que ya crecían y se desarrollaban. Súbitamente oyó unas voces. Alguien se acercaba. Incorporóse y, aunque sentada, apoyó su tronco en el de la encina. A campo traviesa avanzaban cogidos los cuatro del brazo, Ignacio Urquieta y sus visitantes. ¿Amigos? ¿Familiares? Probablemente lo último. El mayor de todos —situado a la izquierda del grupo según los veía venir— sin ser un hombre viejo, podía ser su padre. Ignacio estaba a su lado, y tenía al otro a la mujer —¿tal vez su cuñada?—, cerraba el grupo por el otro extremo un hombre joven y fuerte, aunque de más edad que Ignacio, y que muy bien podría ser su hermano. Sus facciones no eran opuestas y sus contexturas atléticas, muy semejantes. Hablaban en voz baja y reían discretamente de lo que se contaban. Pasaron junto a Alicia y se saludaron. Si ella hubiera estado vestida de otra suerte, era altamente probable que la hubiese presentado. «Ésta es la señora de Almenara, muy amiga mía, y éstos, Alicia, son mi padre, mi hermano Pedro y mi cuñada Juana». Pero tales palabras no fueron dichas. Era lógico. ¿Qué razón había para romper la intimidad familiar presentando a una loca vestida de lo mismo? Siguieron su camino. Y súbitamente Alicia se preguntó qué la autorizaba a pensar que aquella señora joven no fuese la mujer de Ignacio.

Esta idea la malhumoró. Sorprendióse de su propio enfado y se recriminó: «¡Vamos, Alice Gould, no seas estúpida!». Mas es el caso que, estúpida o no, la idea de que aquella mujer fuese la esposa de Ignacio la conturbó. El grupo siguió adelante y se perdió de vista. Fue Alicia a encender un cigarrillo, mas no tenía encendedor —le estaba prohibido tenerlo, cual si tuviese fama de pirómana— y estrujó con ira el cigarro en la palma de la mano, esparciendo después sus residuos por el campo.

Es difícil precisar el tiempo —tal vez una hora más— que permaneció, medio adormilada, junto a la encina. Las nubes se habían agrupado y algunas tenían aspecto de mal agüero. Decidió levantarse y seguir caminando.

Lo que entonces vio no se le olvidaría mientras viviera. Alocado, bufando, emitiendo gemidos, cubierto el rostro de sudor y perturbados los ojos, pasó junto a ella, como una exhalación, sin verla y a punto de derribarla, Ignacio Urquieta. Alicia quedó paralizada por el pasmo. No era el suyo el trotar de antes, cuando le anunciaron que tenía visita; antes bien, un galope desbocado, desatinado, como quien huye de un peligro inminente y le va la vida en alcanzar refugio. Al descender la pendiente, tropezó; y cayó aparatosamente rodando varios metros.

Mas ello no impidió al topógrafo incorporarse de un salto y proseguir su insensata carrera. Pasó entonces junto a Alicia el supuesto hermano de Ignacio, con rostro preocupado y avanzando a pasos largos y rápidos. El camino más corto para entrar en el edificio, era el que ella siguió para venir, cruzando ante la huerta, los talleres y la zona deportiva. Pero Ignacio iba ciego y escogió el camino más largo, el que rodea el bar, la capilla y las «unidades familiares». En ese instante comenzó a llover e Ignacio cayó al suelo como en un ataque epiléptico. El posible padre y la esposa, o cuñada imaginaria, llegaron entonces a la altura de Alicia:

—¿Cómo pensar que aún siguiera así? ¡Pobre hijo mío!

—Escogimos muy mal el día —comentó ella—. ¡No hemos tenido suerte!

Emprendió Alicia el regreso, bien que más despacio que las dos personas que la precedían, para respetar su congoja con la distancia. A lo lejos vio cómo dos «batas blancas» y varios reclusos levantaban a Ignacio y se lo llevaban. No habían concluido para Alice Gould las emociones. Aquel domingo habría que marcarlo con trazos negros en su calendario. Oyó pasos tras ella, intuyó una sensación de peligro y se volvió asustada. Era «el Gnomo», que la seguía.

—¿Por qué te has asustado? —preguntó éste con voz humilde.

—¡Ah, eres tú, «Gnomo»! —dijo reponiéndose.

(«Le he llamado Gnomo. No debería haberlo hecho. He podido herirle, sin razón alguna. No está bien humillar a los enfermos. Lo cierto es que ignoro su nombre»).

—¿Adónde vas? —preguntó el jorobado con tono meloso—. Quiero enseñarte una cosa muy bonita.

—Está lloviendo. Ya me la enseñarás otro día.

—¡Déjame que te la enseñe!

Se acercó a ella y comenzó a tocarla con sus manos, mugrientas y pegajosas.

—¡Yo quiero enseñártela, ahora! ¡No otro día! ¡Ahora!

Armóse Alicia de paciencia y se detuvo.

—¿Qué quieres enseñarme?

—¡Mira! —dijo él, e introduciendo sus manos en la bragueta del pantalón que llevaba abierta, le exhibió su sexo—. ¡Tócalo! ¡Ya verás qué caliente está!

La bofetada de Alice Gould tardó en producirse los segundos que invirtió en reaccionar. «El Gnomo» se lanzó entonces contra ella y consiguió derribarla. Vio Alicia su inmensa boca de media luna jadeando sobre su rostro, sintió el calor de su fétido aliento en la piel y sus manos húmedas y nerviosas intentando rasgarle la ropa. La cinturón azul de judo se portó como quien era. De un movimiento brusco, pasó de estar debajo a estar encima de su atacante. De otro, lo incorporó. Al tercer movimiento, «el Gnomo» volaba por los aires. Frotóse las manos, satisfecha de su buena forma y, sin volver la vista atrás, se encaminó a buen paso hacia el hospital, angustiada por conocer el estado de Ignacio Urquieta.